2017 / 05 dic 2017
La parcela es la primera novela de José López Portillo y Rojas (1850-1923). Cuenta la historia de Pedro Ruiz y Miguel Díaz, dos terratenientes que se disputan la propiedad de un terreno en los límites de sus haciendas. Alrededor de este hecho se narran distintas escenas de la vida en el pueblo de Citala.
Publicada en 1898 por la imprenta de Victoriano Agüeros, es una obra representativa de las tendencias de la novela mexicana a finales del siglo xix, en la que convergen rasgos de corriente romántica con fundamentos del Realismo. José López Portillo y Rojas acercó las preocupaciones del nacionalismo literario a la experiencia de la vida rural y convirtió los problemas cotidianos del campo en motivo de narración novelesca.
En 1904 apareció una segunda versión, corregida y aumentada por el autor, con el subtítulo “Novela de costumbres mexicanas” bajo el sello de la imprenta El Tiempo. La edición a cargo de Antonio Castro Leal que publicó Porrúa en 1945 como parte de su Colección de Escritores Mexicanos se basa en este texto, aunque no siempre sigue los cambios propuestos por el autor.
“esta época interesante de transición que vamos atravesando“
La parcela es la obra que culmina la primera fase de la carrera literaria y política de López Portillo. Durante esta época, en la que también se desempeñó como diputado, legislador, magistrado y profesor, escribió cuentos, novelas cortas, leyendas, poemas, textos de filosofía, jurisprudencia, economía e historia. La mayoría apareció en La República Literaria, revista que fundó en Guadalajara en 1886. Esta etapa, que Joaquina Navarro sitúa entre 1874 y 1898, contrasta con las otras dos, en las que abandonó la mayoría de los géneros que había cultivado y se limitó a la crítica literaria, el ensayo y, sobre todo, la política. Cada una concluye con la publicación de una de sus novelas: Los precursores en 1909 y Fuertes y débiles en 1919.[1]
Su primera novela apareció durante el auge del Realismo en México, que se concretó entre las dos últimas décadas del siglo xix y la primera del xx como consecuencia de la marcada influencia del positivismo que Gabino Barreda introdujo al país hacia 1867. A partir de entonces, la aceptación de las corrientes realistas aumentó hasta convertirse en la orientación más común durante la última década del siglo.[2] Como parte de este nuevo programa estético, los autores se propusieron basar sus observaciones en fenómenos tangibles y comprobables, sin que el amor o los sentimientos ocupasen el lugar principal de la trama, como ocurría en la novela romántica.[3]
No hay una filiación clara de los escritores del Realismo mexicano con un determinado movimiento o figura europea. Joaquina Navarro señala que “el panorama de la época presenta bajo la denominación general de realismo, manifestaciones artísticas muy dispares entre sí, sin que los autores más importantes formen escuela”.[4] John Brushwood suscribe esta idea y usa el término compuesto “Realismo-naturalismo” para explicar el fenómeno de superposición de estéticas, propio de México. Ambos coinciden en remarcar que, para mediados de la década de los ochenta, ya se conocía la completa evolución del género en Francia y España, a lo que el investigador norteamericano agrega: “la demora en la aplicación de las teorías realista-naturalistas a la novela mexicana no fue resultado de la llegada tardía de influencias, sino de la lenta aceptación por parte de los escritores”.[5]
Pese a la heterogeneidad de esta generación, en un esfuerzo por identificar afinidades más específicas suele asociarse a José López Portillo con Rafael Delgado y Emilio Rabasa como la triada de novelistas más cercanos al Realismo regionalista español,[6] en oposición, por ejemplo, a Federico Gamboa, más inclinado hacia el Naturalismo francés. Para Brushwood, la diferencia entre estas fuentes del Realismo-naturalismo mexicano radica en que la primera “se complace en exhibir los hechos de la vida cotidiana y marcar el acento sobre las flaquezas humanas”, mientras la segunda “estudia la causa y efecto de las situaciones tratadas en la obra”.[7] Por su propensión a la exageración sentimental en un conjunto de características con miras al Realismo, se considera a estos autores un eslabón con la corriente romántica.
La gloria de las letras y el deseo de progreso
López Portillo se preocupó por el valor estético de su obra y la posición que ocuparía en el panorama del arte y la cultura contemporáneos. La parcela es una novela escrita con base en un programa literario que quedó asentado en el prólogo a la primera edición, en el que expresó su posición respecto a algunos de los conflictos que atañían a la literatura de su época: el lugar de las letras mexicanas frente a la tradición española, el papel de la novela en la edificación del pueblo y la influencia de las nuevas tendencias modernistas.
Sobre el legado de las letras españolas opinaba: “debemos mantenernos siempre fieles al genio y pragmáticas de nuestra lengua, como a la marcha seguida por los grandes hablistas de nuestra antigua metrópoli”.[8] Se reconocía heredero de la tradición hispánica de los Siglos de Oro y de figuras más contemporáneas como José María de Pereda, Juan Valera, Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán.
El novelista jalisciense evitó tomar partido en el debate alrededor de las tesis de Altamirano sobre el papel de la literatura mexicana en el fortalecimiento de la educación, la conciencia y el orgullo nacionales, pues creyó haber encontrado la solución a la disyuntiva al proponer un punto intermedio: que la literatura fuese española en forma, pero mexicana en temas. Sin embargo, en la práctica él y los escritores de su generación siguieron las ideas de Altamirano acerca del propósito didáctico de la novela.[9] López Portillo creía en la finalidad artística del género, pero no descartaba su utilidad para identificar y proscribir los defectos de la sociedad. En este sentido, la novela se ubica en un punto intermedio entre los procesos que darían autonomía al campo literario, algunos ya presentes en otras corrientes estéticas como el Modernismo, y la tendencia a emplear la literatura de forma paternalista y pedagógica, que era una constante en los prosistas mexicanos desde José Joaquín Fernández de Lizardi.[10]
Para comprender la compleja relación entre Realismo-naturalismo y Modernismo, conviene considerarlos como dos etapas dialécticas en una misma época de transición, que reaccionan de manera contraria frente a los postulados de la otra.[11] López Portillo creía que las clases rurales eran “el producto más directo y genuino de los factores que van unificando a nuestro pueblo” y rechazaba la posición modernista decadente porque la sociedad mexicana no había llegado todavía “a los extremos de degradación o refinamiento que esa novedad supone”. La diatriba en contra del “descabellado decadentismo”[12] que aparece en el prólogo a La parcela sigue cabalmente la línea de la crítica que su colega Victoriano Salado Álvarez había expuesto a finales de 1897. Ambos renegaron del afán con el que los escritores copiaban los temas europeos, que no correspondían al “modo de ser y la etapa de civilización”[13] en la que se encontraba el país.
En la novela coinciden dos líneas argumentales. Por un lado, la disputa entre Pedro Ruiz y Miguel Díaz por la propiedad del terreno y, por el otro, el romance imposible entre sus hijos, Gonzalo y Ramona. El primer tema se orienta hacia los principios e intereses de la novela realista de finales del xix, mientras que el segundo es más propio de las novelas románticas de mediados de siglo. Ambos se desarrollan ininterrumpidamente en orden cronológico a lo largo de 26 capítulos, con una distribución casi completamente simétrica de uno a uno.
Hacia el final de la novela, un tribunal falla a favor de don Pedro, quien prueba ser el propietario legítimo del terreno. Con ello, el conflicto central de la trama se soluciona gracias a los procesos de la ley y no a las hazañas de ninguno de los personajes. En cambio, la historia de amor se mantiene en pausa, puesto que en los últimos capítulos se abre una nueva línea argumental: furioso por verse derrotado, Díaz decide vengarse mandando asesinar a Roque, uno de los peones de Ruiz, por lo que, al enterarse, Gonzalo debe apresurarse a salvarlo. Éste, que es probablemente el momento con mayor tensión narrativa de la historia, se soluciona de una manera anticlimática: para cuando Gonzalo llega, el personaje ya ha muerto. Finalmente, los Ruiz deciden disculpar a Miguel Díaz y destruir la evidencia de su crimen. En el último capítulo, una vez que sus padres se han reconciliado, Gonzalo y Ramona anuncian el feliz desenlace de la historia de amor, que es el cierre definitivo de la novela. La parcela concluye con la optimista defensa de la misericordia y la vida rural, en un mundo ficticio donde las adversidades no provienen de las instituciones o la estructura social –que, por el contrario, son los medios para solucionarlas–, sino del mal comportamiento de los hombres.
El desarrollo de la trama es un buen ejemplo de cómo algunos escritores del mundo hispano se resistieron a analizar al hombre desde un punto de vista fundamentado en los conflictos exclusivamente materiales.[14] John Brushwood señala que el método de los realistas mexicanos insistía en un equilibrio narrativo entre un desarrollo dramático de la situación y un planteamiento basado en los problemas humanos reales, porque creían que la comprensión material de la realidad limitaba las libertades y los valores espirituales.[15] De ahí que el componente sentimental sea el que finalmente dé por terminada la acción de la novela.
Observador de vicios profundos
El narrador omnisciente es un elemento estructural de suma importancia; expone el argumento central, describe los espacios y caracteriza a los personajes. Su función coincide con el programa general de la novela realista decimonónica: observar los acontecimientos desde una distancia que le permite examinar los problemas de la comunidad y los defectos de los individuos. Los juicios de la voz narrativa concuerdan en gran medida con lo expuesto por López Portillo y Rojas en su prólogo, por lo que es complicado disociar sus opiniones.
El narrador se inclina particularmente por ridiculizar a los funcionarios públicos, desdeñar las tendencias extranjerizantes de la ciudad y, en general, por hacer propaganda explícita de la ética cristiana. La descripción de los personajes de valores más equilibrados no suele ir más allá de presentarlos como parangones de virtudes morales,[16] aunque puede extenderse en largas digresiones. Por ejemplo, al presentar a Gonzalo como un hijo noble y bondadoso, también discurre ampliamente sobre las relaciones familiares:
Las manifestaciones de su cariño filial habían granjeado a Gonzalo universales simpatías. La humanidad por instinto honra a los hijos buenos y detesta a los malos. ¿Qué se puede esperar del hijo ingrato? ¿A qué bienhechor se deben mayores beneficios que a los padres? Ellos nos dan, aparte de la vida, consejo y fuerzas para la lucha. Si estos bienhechores casi divinos no hallan gracia a nuestros ojos, ¿quién podrá hallarla? Nadie sin duda. El alma réproba del mal hijo está predestinada a todos los crímenes. Debe huirse de él como de la peste, pues son impuro su contacto y emponzoñada la atmósfera que le rodea. Mas en la frente del que ama a aquellos que le dieron el ser, brilla la luz apacible de los ángeles, señalándole entre los hombres con marca gloriosa.[17]
En cambio, las figuras reprobables –usualmente los empleados de gobierno– merecen una descripción más cercana a la caricatura. Uno de los mejores ejemplos es el juez Enrique Camposorio, retrato mordaz del citadino afrancesado, con quien la voz narrativa se ensaña particularmente:
Uno de los rasgos distintivos de aquel europeo nostálgico era el profundo desprecio con que veía su patria […] para él no había más que París, la encantadora capital de Francia, foco resplandeciente de la civilización […] Por de contado que cuanto decía eran sandeces, absurdos o maldades, que hubieran debido sublevar la indignación de los que lo rodeaban; desgraciadamente no sucedía así […] sus dichos, aprendidos de memoria, pasaban de boca en boca, coreados por risas imbéciles y llegó a ser titulado hombre de bon mots, cuando no debió adquirir más notoriedad que la de la impertinencia y la estulticia.[18]
Como muchos novelistas mexicanos de su generación, López Portillo adoptó los criterios generales del Realismo, pero se rehusó a que sus ideas y valores permanecieran fuera de su obra y no disimuló su interés por que el género conservase la función didáctica que lo había caracterizado.[19]
La insistencia del narrador por los juicios moralizantes demerita otros recursos estéticos de la novela realista. Mientras sus observaciones sobre ética y principios se extienden por páginas, las descripciones del campo, las atmósferas y los interiores, que también son profusas, se limitan a la exposición ordinaria del primer plano. Joaquina Navarro señala cómo, al analizar la obra de López Portillo, se ha confundido la escenografía convencional con el retrato detallado de los espacios, parte fundamental del estudio social e ideológico del Realismo.[20]
En la novela figuran los distintos estamentos que conformaban la sociedad rural durante el Porfiriato. Los hacendados y sus familias son los protagonistas de la historia, mientras los personajes secundarios, las autoridades del pueblo, el sacerdote y los representantes de la justicia, pertenecen a la clase media. Por último, los campesinos están relegados a papeles incidentales.
Los peones son personajes tipo a quienes se les concede valores idealizados como la valentía, la honradez, el honor y, sobre todo, la obediencia.[21] Tienen diálogos, pero “les está reservado el papel de comparsas, se les permite abrir la boca para probar la bondad o maldad de los de arriba”.[22] La única línea argumental que protagonizan es la del capítulo xi: la riña entre Roque Torres y Pánfilo Vargas, en la que los personajes dejan su papel de coadyuvantes e interactúan movidos por sus propios intereses –la defensa de su honor– y no los de sus patrones. Este duelo de machetes que “parece más combate de caballeros medievales que pelea de charros”[23] es también una de las pocas escenas violentas de la novela.
El resto de los empleados carecen de objetivos personales que les permitan desarrollar su propio argumento y, si los tienen, pasan a segundo plano. Este es el caso de Estebanito y Chole, cuya única función en la trama es ser los compinches de Gonzalo y Ramona, lo que termina por opacar su propia historia de amor. Lo mismo sucede con la viuda de Roque, quien, después de la dramática escena en la que se entera de la muerte de su marido, desaparece misteriosamente para dar lugar al desenlace de la historia central.
En La parcela, como en muchas narraciones de la época, el retrato de las clases trabajadoras carece de conflicto genuino con la estructura social del Porfiriato.[24] La intervención de los campesinos está limitada a subrayar la importancia de la conducta del hacendado, cuya estabilidad era la base que proporcionaba el estilo de vida de la clase acomodada.[25] De ahí la total falta de interés en la resolución de sus problemas.
El genio y pragmática de nuestra lengua
Además de la relevancia de sus intervenciones, otro aspecto importante para la caracterización de los personajes en la novela realista es la dimensión lingüística, que es “un instrumento fundamental para el dibujo de su carácter y el sustento de la verosimilitud de sus acciones”.[26] En La parcela prevalece el registro casi académico del narrador, se recurre poco al diálogo y el discurso directo es escaso. La clase media y los hacendados se expresan en un español neutral, casi castizo; sólo el juez Enrique Camposorio usa locuciones en francés como mon dieu y parole d’honneur, o hace calcos directos al español, lo que refuerza su apariencia caricaturesca.
Mariano Azuela fue posiblemente uno de los primeros en desmentir la idea de que los campesinos estuvieran auténticamente plasmados en la novela, al señalar la incapacidad de López Portillo para representar el habla mexicana[27] y afirmar que “sus personajes no eran retratos, sino falsificaciones”.[28] Navarro coincide al afirmar que apenas si hay matices distinguibles entre la forma de hablar del hacendado y la de sus trabajadores.[29] A pesar de esto, hay algunos rasgos que permiten apreciar un mínimo esfuerzo por representar los distintos registros orales. En los diálogos de los campesinos, por ejemplo, es más o menos común el uso de vulgarismos o mexicanismos.
Para Joaquina Navarro, la verdadera riqueza verbal de La parcela está en el empleo de modismos y frases hechas, como “taparle el ojo al macho” o “hechas un mar de lágrimas”, que dan un tono más coloquial al habla de los peones. Según Yliana Rodríguez, esta forma de caracterización lingüística a base de recursos fijos meramente cosméticos denota la ausencia de un proceso discursivo que produzca el efecto de mundo interno y una voluntad propia en los personajes.[30]
La crítica temprana se mostró favorable con la novela de López Portillo. Victoriano Salado Álvarez publicó en 1899 una de las primeras reseñas, en la que aseveró que “La parcela es una de las novelas mejores que en la República se han producido”. Lo más remarcable de esta primera lectura es que el crítico jalisciense analiza la obra con base en los parámetros del Naturalismo y del pensamiento positivista finisecular. Así, los personajes “asemejan retratos de personas vivas” en la medida que la observación del novelista “constituye el conocimiento de las reconditeces etnográficas y el de los misterios hondos que rodean al ser nacional”.[31]
Durante la primera parte del siglo xx, La parcela se mantuvo en la discusión sobre el canon de la literatura mexicana que dio inicio tras la Revolución. En estas décadas, la crítica se concentró en evaluarla como una novela regionalista, cuyo valor radicaba en ofrecer una pintura objetiva de la sociedad rural. Julio Jiménez Rueda en Letras mexicanas del siglo xix y Carlos González Peña en Historia de la literatura mexicana, ambos de 1928, coinciden en señalar que, más allá del tema de la novela, “el interés está en la descripción de las costumbres”[32] y la “fidelísima reproducción [de los personajes], verdadero trasunto de la realidad”.[33]
Además de las valoraciones formales, persistieron dos juicios de orden más temático e ideológico en la discusión crítica posterior: el primero, que La parcela era la primera novela mexicana en tratar la vida del campo y el segundo, que anticipó el proceso revolucionario. Esta última idea probablemente vino del historiador José López Portillo y Weber, hijo del novelista, quien en 1945 aseveró que su padre “contribuyó a provocar la Revolución, revelando y atacando en sus obras las lacras de nuestra vieja sociedad”.[34]
Mariano Azuela fue una de las primeras voces discrepantes con la tendencia general de la crítica. En Cien años de novela mexicana (1947), el jalisciense juzgó que era: “un triunfo a medias. López Portillo se propuso hacer una buena obra literaria y la hizo excelente; quiso escribir una buena novela mexicana y fracasó”.[35] Su lectura puede entenderse como parte de un nuevo paradigma con el que se valoró el género novelesco en México después de la Revolución. Según John Brushwood, a partir de Los de abajo “la novela comenzó a desempeñar con plena seguridad la función de intérprete de la nación”.[36] De ahí que, después de Azuela, sea común que los críticos empleen como instrumento de análisis el grado de verosimilitud con el que la novela retrata la identidad mexicana.
Aun así, casi una década después, Ralph E. Warner reafirmó en su Historia de la novela mexicana en el siglo xix (1955) la opinión de que La parcela pronosticó el futuro de las letras mexicanas anticipándose a la protesta contra los abusos de la dictadura porfirista, aunque se opuso a la idea de que fuera la primera novela mexicana de tema rural. Warner también subrayó las preocupaciones formales y estilísticas de López Portillo,[37] aspecto en el que coincide con la crítica previa.
Es difícil encontrar un estudio en el que se ponga en duda la calidad específicamente literaria de La parcela, que desde la mitad del siglo xx, terminó por afianzar su lugar dentro del canon de la novela realista y se ha mantenido, a partir de entonces, como parte del corpus obligado para estudios sobre el tema.
En 1955, apareció La novela realista mexicana, de Joaquina Navarro, estudio clásico en la investigación sobre el género y uno de los análisis más escrupulosos de la obra de López Portillo. Por un lado, Navarro trata casi todos los aspectos formales de La parcela: la elaboración del conflicto, la caracterización de los personajes y el estilo del autor. Por el otro, se detiene también en el componente ideológico de la novela y explica cómo el autor entendía la vida rural, la iglesia, la política, el positivismo y las relaciones entre clases sociales. La investigadora se posiciona respecto a la opinión de la crítica anterior y, en afinidad con Mariano Azuela, opina que “cuando termina la acción [de la novela], el lector ha visto el desarrollo claro de un conflicto aislado, pero de la vida del campo mexicano […] ofrece poco material con color auténtico de la vida real”.[38]
Roland Grass dedicó dos obras, un artículo en 1966 y un libro en 1970, a estudiar la relación entre la novela de López Portillo y la Revolución. El crítico concluye que, si bien La parcela revela algunos de los problemas sociales que dieron origen al conflicto armado, su novela implica que la solución a estos conflictos era en realidad la obediencia a los procesos de la ley, la justicia y el orden patriarcal de la comunidad rural.[39] Este juicio es común a toda la segunda mitad del siglo xx, periodo en que comienza a valorarse la obra de López Portillo como testimonio de la mentalidad burguesa y de su interés por la defensa del orden social porfirista.
En “La novela mexicana frente al porfirismo” (1958), John Brushwood señaló que “además de ser un escritor muy notable desde el punto de vista estrictamente literario, López Portillo es uno de los hombres más dignos de interés, entre los de su época, desde el punto de vista de la ideología” y especula que, en el momento de aparición de La parcela, el orden dictatorial del régimen alcanzó un grado que impidió a los novelistas ser más explícitos al censurar los abusos de los hacendados.[40] En 1966, el crítico norteamericano volvió a tratar el texto en México en su novela. Una nación en busca de su identidad, donde dijo que era: “una de las novelas escritas con mayor conciencia artística en México […] [y una de las] más significativas del periodo de Díaz, porque comparte las características más importantes del espíritu de la época: estabilidad, tradición e impulso artístico”.[41]
Cerca del final de siglo, en Historia de las letras mexicanas en el siglo xix (1991), Emmanuel Carballo ponderó el lugar de López Portillo, a quien consideraba el teórico de la generación, en el desarrollo del Realismo en México. El crítico señaló que “La parcela es un ejemplo de que las normas de la poética de la novela realista no pasaron de la teoría” y que el autor “subordina los valores estéticos a los pedagógicos y, sin perder el fin artístico de la novela, se esfuerza por combinar el entretenimiento con la docencia”.[42]
En El lugar común en la novela realista mexicana hacia el final del siglo xix, uno de los estudios más recientes sobre el género, Yliana Rodríguez analizó el perfil y la función del tópico en La parcela; la considera una novela “de factura meditada”, en la que el autor juega con plena conciencia con los lugares comunes para dotarlos de un sentido optimista, poco común para la época, aunque no consiga innovarlos. La investigadora sigue a Brushwood en la idea de que “el valor de la novela radica en lo que significó para su época y no en lo que los lectores modernos esperamos que comunique”.[43]
Desde su aparición hace más de cien años, La parcela se ha mantenido como una de las obras representativas del periodo finisecular y del género realista en las historias de la literatura mexicana. La pieza más célebre de López Portillo se ha mantenido vigente y aparece tanto en recuentos muy específicos, como el que Magdalena González Casillas dedicó exclusivamente a las letras jaliscienses del xix,[44] cuanto en estudios de más amplio alcance, como Historia de la novela hispanoamericana (1966)[45] de Fernando Alegría; Historia de la literatura hispanoamericana (1997)[46] de José Miguel Oviedo y The Cambridge History of Latin American Literature (1996),[47] editado por Roberto González Echevarría y Enrique Pupo-Walker.
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Escuchar con los ojos es una colección que acerca a los jóvenes al mundo de la lectura. Está formada por novelas, cuentos, ensayos y poemas, con un criterio muy amplio: tanto escritos en lengua española como traducciones de los mejores autores de la literatura universal. La caracteriza este cuarteto de Francisco de Quevedo:
Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.
José López Portillo y Rojas (Guadalajara, 1850-México, 1923). Se hizo abogado en su ciudad natal, y cuando contaba tan sólo veintidós años su padre le pagó un largo viaje por Estados Unidos, Europa y el Cercano Oriente. De la abogacía pasó a la política, y ocupó distintos cargos oficiales. Escribió mucho sobre la política, derecho e historia, pero fue en la literatura donde alcanzó sus mayores méritos. Publicó primero un libro de leyendas regionales de Jalisco y luego su primera y su mejor novela largo, La parcela (1898), en la que describe el pleito entre dos terratenientes que el amor de sus hijos resuelve felizmente. Luego siguieron otras novelas importantes: Ricos y pobres, Los precursores, La horma de su zapato y varios volúmenes de cuentos y novelas cortas. Estilísticamente se le sitúa entre el romanticismo y el naturalismo. Fue director de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1916 hasta su muerte.
La Parcela es una de las mejores novelas mexicanas. En 1869, con la publicación de la Clemencia de Ignacio M. Altamirano en las columnas de El Renacimiento, se abre una nueva etapa de la literatura narrativa de México. Las nuevas obras están mejor construidas, su estilo es más cuidado y eficaz, carecen ya de todo propósito moralizador o didáctico, y en el tratamiento de los asuntos nacionales van más allá de la simple presentación de nuestras más pintorescas costumbres. Esa etapa se cierra brillantemente con los tres novelistas más importantes de la segunda mitad del siglo XIX: Rafael Delgado (1853-1914) y José López Portillo y Rojas (1850-1923), que siguen la tradición española, y Federico Gamboa (1864-1939), orientado hacia el naturalismo francés. Las primeras obras de éstos se publican en los últimos años del siglo: La calandria (1891), Angelina (1895), Suprema Ley (1896), La parcela (1898) y Metamorfosis (1899), todas ellas de tema mexicano.
El problema del nacionalismo literario había sido planteado por Altamirano en aquellos momentos en que la intervención y las luchas contra el imperio de Maximiliano le daban una significación política y aun patriótica. Más que en los términos de una doctrina clara y definida, la solución se alcanzó en la práctica misma, que concilió, como lo observa López Portillo en su prólogo, la forma, fruto de una antigua y sólida tradición -la española- y la sustancia, en la que entraban nuestra raza y nuestra naturaleza, "con los deseos y tendencias que de ambos factores se originan". La Parcela misma es, sin haberla pensado el autor como una demostración de su tesis, un excelente ejemplo de los resultados de ese sano criterio. Su lenguaje y su estilo son limpios y castizos, "sin prescindir -como dice tan bien López Portillo- de la facultad autonómica de enriquecerse con vocablos indígenas o criados por nuestra propia inventiva", aunque "sin apartarnos del genio de la lengua materna". El asunto es mexicano; los sucesos narrados y los personajes descritos están tomados de la realidad mexicana, con puntual y elocuente sobriedad, retocando apenas sus perfiles.
La novela se desarrolla en cuadros sucesivos y variados, puestos en un mismo plano, a una distancia que permite ver claramente la fisonomía de los personajes y el desarrollo de los acontecimientos. La perspectiva es justa, uniforme y suficiente; el autor no ha querido llevar el dibujo a extremos de miniatura, ni saber del alma de los actores de ese drama del campo mexicano sino por la expresión de sus acciones. Se ha colocado en ese mirador, en el que generalmente gustaban mantenerse los novelistas del siglo XIX, desde el cual, con voluntaria objetividad, contemplaban desfilar a sus diversos personajes en los pasos sucesivos que tejían y destejían sus vidas, sin querer adivinar sus pensamientos íntimos ni sus cavilaciones más recónditas, hasta las cuales ha extendido su campo la novela de nuestro tiempo. La lectura de La Parcela nos deja la impresión, muy justa, de que el autor ha sabido sacar del asunto escogido las mayores ventajas. La historia está sobria y hábilmente narrada, renunciando a desarrollos inútiles, a consideraciones sociales sobre la vida del campo en México -que hubieran sido tan fáciles- y logrando una rapidez y una limpieza de dibujo que hacen de ella una de las novelas más perfectas de nuestra literatura.