El tiempo es a veces generoso con cierta literatura. Un día aparece tímida, calladamente, una obra y sólo el lento arrastre de los años descubre su demorada riqueza. Éste es el caso de La linterna de los muertos, colección de relatos publicada por primera vez en 1988. Éste es el caso, para ser estrictos, de toda la obra de Álvaro Uribe. Libro a libro, novela a novela, el acuerdo crece: Uribe (ciudad de México, 1953) no es uno de los mejores autores de su generación, es uno de los mejores narradores mexicanos a secas. Lo es, sobre todo, por su poderosa prosa. Una prosa de orfebre, trabajada hasta la fatiga. Una prosa virtuosa, a veces asceta y otras lírica. Una prosa rigurosa, tan impecable como un silogismo.
En ningún otro sitio destaca tanto ese estilo como en estos relatos. En ningún otro sitio aparece tan precisa y, al mismo tiempo, tan humilde esa prosa. Su resplandor no opaca otros fulgores. Brillan en cada uno de estos ocho relatos —dos de ellos “La fuente” y “El último sueño de Simón” incluídos por primera vez en esta edición— las tramas tajantes y exactas, el experto pulso narrativo y esas atmósferas enrarecidas donde lo común y lo fantástico conviven bajo los necios dictados del estilo. Un estudiante mexicano en París, un copista de la Edad Media, una pareja en un aeropuerto: todos protagonistas de esas historias y todos a punto de contemplar una súbita fractura de la realidad. El lector contempla, acaso absorto, otro espejismo: la comunión de la forma y el fondo. Tan sencillo como eso. Tan imposible como eso.