Minerales y rocas; piedras preciosas y metales. Como la veta inagotable de los suelos, así es el filón de la poesía. El libro de las piedras es una mina donde el autor penetra para extraer las palabras el canto: "Yo sé tejer arañas / y balcones forjados / con cadenas perpetuas / de hierro en las alturas". ¿Quién no ha sentido en la piel la fría tersura del mármol? Para Alberto Blanco (ciudad de México, 1951) la marmórea piedra no es sino "La estatua / que se durmió / en aquella fiesta / sin tener más techo / que la luz de la noche / ni más ropa que el alba". ¿Quién no ha encontrado alguna vez en la obsidiana la negrura? El autor percibe en la obsidiana "Noches brillantes / y días opacos vistos / al trasluz del sacrificio / de tantos seres humanos / que han creído hallar el sol en este espejo ahumado". ¿Cómo olvidar la leyenda de Prometeo? ¿Cómo soslayar la condena de Sísifo? Alberto Blanco se interna en el territorio simbólico de los cuerpos inertes, en la concepción alquímica de los elementos; les confiere vida, como al tezontle, ya que "Algo tiene que ver / con el canto de los alfareros". Vínculo entre el cielo y tierra, la roca habitará siempre en la memoria universal.