En Rafael Vargas (ciudad de México, 1954) la
impronta de un mundo siempre presente pero inabarcable es lo que llama al deseo;
sólo es posible percibir al mundo como lo que ya no es, como ausente de sí
mismo, recordado. Todo hombre está sujeto desde el comienzo de su vida a la
sucesión de los lugares y tiempos que atraviesa, pero a la vez se convierte en
el testigo del desvanecimiento del espacio que habita. En la infancia de la
mirada no podemos reconocer límites al mundo: después todo acto es. Al fin, la
búsqueda del paisaje completado que trajera la sensación de unidad con el mundo
–ya no el hombre y el mundo fragmentados, a su vez desprendidos de otro
imaginado. La poesía tiene un puente entre los extremos de lo sagrado y la
modernidad profana, de la historia y lo simultáneo, por medio de su acción
dialéctica: pensar en el poema es pensar en el mundo, en nuestra forma de ser.
Mientras que la ilusión de algo perdurable, ofrece al instante de reconocer el
mundo al evocarlo.