El término de América Latina o Latinoamérica hoy día es compartido por todos, pero casi nadie recuerda que, de hecho, durante tres siglos la lengua latina desempeñó un papel central en la formación de la cultura virreinal. Pocos, además, repararán en lo mal apropiado, ambiguo y hasta injusto de esta denominación ante la variedad humana polifacética y la rica herencia cultural no mediterránea del hemisferio. Desde que Colón arribó a las Indias, como creía, la lengua latina resonaba –para los europeos– en el Nuevo Mundo: se rezaban la misa y los oficios en latín; se hablaba y se escribía el latín; se imprimían o importaban libros en latín. Asimismo, se le enseñaba a los indios como a generaciones de jóvenes criollos que recibían su educación por medio de la lectura de los autores clásicos; tenían que hacer ejercicios escritos y orales y, al final, pasaban sus exámenes en latín. En este largo proceso pastoral y educativo no sólo el idioma latino, sino todo el legado grecoromano alcanzó una presencia y vigencia primordiales. El latín era la lengua del culto y magisterio de la Iglesia Romana y el medio obligatorio de expresión y comunicación eruditas en toda la República Literaria. La conocida fórmula que Antonio de Nebrija retomó de Lorenzo Valla, la lengua es la “compañera del Imperio”, vale tanto para el latín como para el llamado romance, hablado en la Monarquía Hispánica que presumía entrar en la sucesión del Imperio Romano. Ambas lenguas son a la vez vehículos de comunicación supranacional, receptáculos de un legado cultural configurado a lo largo de dos milenios e instrumentos de poder político y dominio espiritual. El proceso de la alfabetización y la implantación del sistema lingüístico-grafémico del latín respectivamente de su derivado castellano, alteraron profundamente las culturas autóctonas basadas en códigos orales y en una representación pictográfica de su mundo funcionalmente muy distinta. La Conquista crea una prolongada situación diglósica o, incluso, triglósica con sus conflictos e interferencias entre lenguas prehispánicas, el castellano y el latín que coexistían en sus respectivos estratos sociales y funciones comunicativas. Durante la Edad Media hasta el siglo xvii, la expresión erudita literaria en Francia, Italia, Alemania y España se basaba también en el uso simultáneo e intercambio vital del latín y de las lenguas vernáculas. Así lo demuestran los varios movimientos latinizantes, neoclasicistas o cultistas, las traducciones tanto a las lenguas nacionales como, al revés, las versiones latinas de obras literarias en “lengua vulgar”, la explotación de temas, motivos, formas y modelos clásicos. Ignacio Romero Osorio, quien en un artículo pionero acuñó en 1981 el epígrafe tan a propósito “Jano o la literatura neolatina de México”, acierta también afirmando: “El empleo de ambas lenguas en Nueva España no significó una tradición escindida sino más bien, dos caras de la misma sociedad o de la misma cultura”.[1] A este respecto, la América colonial y el Barroco de Indias no forman ninguna excepción frente a la cultura dominante de las metrópolis europeas, que siguen los mismos cánones poéticos para, a su modo, “conquistar el eco” de la trayectoria clásica. Sin embargo, los manuales de historia de la literatura –aun de reciente publicación– en su cariz nacional continúan desatendiendo esta constelación y condición fundamental para toda la creación literaria y la vida intelectual en la temprana Edad Moderna.[2]
Al revisar la producción y el alcance de los textos neolatinos en Nueva España, no debemos dejarnos engañar por el reducido volumen de lo que hoy se conoce en comparación con la cantidad de textos existentes en castellano. Sobrevinieron pérdidas irreparables de documentos tanto manuscritos como impresos debido al descuido, el menosprecio, la incomprensión, y a los más diversos infortunios (incendios, polilla, robos, vandalismo, naufragios). Por consiguiente, la transmisión de textos nos presenta sólo un estado fragmentario comparable a los percances que afectaron el corpus heredado de la Antigüedad en la transición turbulenta a la Edad Media. No poco del material que se ha salvado queda disperso, sepultado y por descubrir en archivos y bibliotecas. Los fata libelli y la historia de las bibliotecas coloniales deberían constituir un capítulo aparte en el desarrollo de la latinidad. En México, la investigación dirigida de forma más sistemática a este patrimonio lleva apenas cincuenta años. Al lado de las vicisitudes externas conviene mencionar al menos algunos condicionamientos intrínsecos que determinan la creación de textos neolatinos y restringen su circulación. En buena parte se trata de material didáctico elaborado por los maestros para el uso en clase o de trabajos presentados por los mismos alumnos. Los profesores de gramática, retórica y poética componían los libros de texto que en seguida eran copiados, extractados o pasaban de mano a mano hasta gastarse. De la primera gramática latina publicada en el Nuevo Mundo, o como decía su autor fray Maturino Gilberti (1498-1585) “in huius nouelle plantationis partibus” (Grammatica Maturini. Tractatvs omnivm fere que grammatices studiosis tradi solent a fratre Maturino Gilberto minorita ex doctissimis collectus auctoribus., Mexici: Antonius Espinosa 1559), sólo existen dos ejemplares. Antes de ser impresa, la gramática debió de circular entre los estudiantes bajo forma de copias, extractos o apuntes. Por otra parte, uno de los libros publicados en México poco después de la introducción de la imprenta (1539) son los Exercitationes linguae latinae de Juan Luis Vives (1492-1540) en la presentación del humanista español Francisco Cervantes de Salazar (1514?-1575). En muchos casos los textos existentes son ejercicios y composiciones circunstanciales: epigramas y otros poemas, diálogos, oraciones festivas, tratados, piezas dramáticas que no siempre corresponden a un impulso creativo espontáneo ni reclaman originalidad. El hecho de que apenas haya textos completos de piezas teatrales se debe a su forma manuscrita, con el reparto de los distintos papeles. También en Europa solamente una mínima parte de los dramas representados en los colegios y claustros llegó a la imprenta y se conocen por fragmentos, períocas (periochae) o breves resúmenes. Al contrario, en México se observa un creciente número de ediciones en materia de gramática, retórica y polianteas a lo largo de los siglos xvii y xviii que dan prueba de la demanda de tales obras, mientras que generalmente la publicación de libros en latín disminuye.
Al estudiar el acopio de textos neolatinos en México, salta a la vista una característica de la vida cultural en la Colonia: la movilidad de los autores no sólo dentro del Reino, sino también en toda la República Literaria. A pesar de que, como decía Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763), se nota una creciente conciencia criolla de “America nostra”, los autores escapan al rótulo fácil de nacionalidad en el sentido moderno. Entre los primeros cultivadores de la latinidad en Nueva España encontramos a extranjeros como fray Pedro de Gante (1480?-1572) y Maturino Gilberti. Humanistas y profesores españoles organizan y dirigen la vida académica en México desde Blas de Bustamante (enseñó de 1525 hasta 1560) y Francisco Cervantes de Salazar. En el siglo xvii continúa el vaivén entre la metrópoli y América. Obras escritas en territorio novohispano se imprimen en España, pero ocurre también que españoles entregan sus libros y poemas a las imprentas americanas como es el caso del burgalés Cristóbal de Cabrera (1515?- 1598), “apóstol grafómano”, cuyo “Dicolon Icastichon” incluido en el Manual de Adultos (México, 1540) es la primera muestra de poesía neolatina publicada en América, mientras que sus Meditatiunculae compuestas en parte lejos del “Orbis noster” europeo salieron en Valladolid (1548). La primera obra de un mestizo que salió en Europa es la Rhetorica Christiana (Perugia, 1579) de fray Diego de Valadés O.F.M. (1533-1582?), del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco.
Según el propio concepto de los humanistas y la comprensión enciclopédica del saber humano que sustenta la erudición barroca, el corpus amerolatino abarca fundamentalmente todas las disciplinas, desde la teología y la filosofía hasta las ciencias naturales. Así lo entendía aun en el apogeo tardío de la latinidad novohispana Juan José de Eguiara y Eguren con su monumental Bibliotheca Mexicana sive Eruditorum historia virorum qui in America Boreali nati, vel alibi geniti in ipsam domicilio aut studiis asciti ... (México, 1755). Allí exhibe, no sin empeño apologético, un amplio Litteratorum Theatrum para rebatir la idea de una “horrida latinitas” y falta de cultura erudita entre los “Indi Americani”, según la opinión de algunos españoles mal informados o mal intencionados. En favor de los Scriptores Americae Nostrae reivindica su merecido lugar en la República Literaria. Para captar las dimensiones intelectuales del cultivo prolongado del latín convendría, por lo tanto, tener presente el conjunto inseparable de tratados científicos y literarios. Una obra como la Logica Mexicana del jesuita Antonio Rubio (1548-1615), por supuesto, alcanza su difusión e influencia en Europa a partir de la edición de Colonia en 1605 porque se impone en el ámbito universitario europeo como manual redactado en latín cuando su autor dictaba los cursos de filosofía en la Ciudad de México. Los resultados de la expedición por la Nueva España de Francisco Hernández (1517?-1587), el protomédico general de Indias, no hubieran revolucionado la historia natural en los comienzos de la era moderna sin la versión latina de su Rerum medicarum Novae Hispaniae Thesaurus seu Animalium, Mineralium Mexicanorum Historia (Roma, 1651). Otro ejemplo de la translatio studii operada mediante el latín en el sentido inverso, desde América a Europa, lo ofrece la farmacopea azteca recopilada por Martín de la Cruz (primera mitad del siglo xv), médico indio del Colegio de Santa Cruz (“nullis rationibus doctus, sed solis experimentis edoctus” como se apresura a declarar con modestia servil en el frontispicio del códice Barberino, Lat. 241, de la Biblioteca Vaticana).[3] En 1552, Johannes Badianus, “natione Indus, patria Xuchimilcanus”, tradujo la obra del náhuatl al latín rescatando así en parte la medicina tradicional mexicana en una auténtica transliteración que reviste todo el atavío de la lengua usada por Plinio en su Historia natural. No deja de llamar la atención todavía hoy la humildad con que se dirige al virrey Antonio de Mendoza (1492?-1552): “... memineris nos misellos pauperculos Indos omnibus mortalibus inferiores esse, et ideo veniam nostra a natura nobis insita parvitas et tenuitas meretur”. Poco antes, Cristóbal Cabrera (1515?-1598) con aire de desprecio hablaba también del “Indulus ignarus terque quaterque miser” y se sentía “velut in cuiusdam Eremi recessu abditus”.[4] Desde el mismo inicio de la inculturación occidental el neolatín novohispano (y americano en general) se va enriqueciendo con neologismos y se aplica a estudiar las nuevas realidades, lo que demuestra su vitalidad y capacidad de adaptación. Al lado de la ambiciosa idea de una nueva Roma surge también otra –repetida con mucha insistencia– de que las Indias no sólo entregan plata a España, sino también tesoros espirituales y numerosos sabios. Así, la scriptorum inopia que Francisco Cervantes de Salazar lamentaba, pronto se convierte en abundancia que ilustra el orbe entero: promesa y apología de la latinidad siempre van juntas.
La evangelización inicial de los indios en latín forma parte de lo que Robert Ricard ha llamado “conquista espiritual”. Para adoctrinar a los indígenas, los frailes empezaron por impartir la enseñanza religiosa básica a los hijos de familias prominentes; pero después reunieron también a los adultos que aprendían de coro los rudimentos de la fe y tenían que rezar oraciones en latín o repetir los conceptos doctrinales señalados por el misionero en unos letreros con los respectivos iconos simbólicos tal como lo muestra un grabado que fray Diego Valadés inserta en su Rhetorica Christiana. Este procedimiento formulístico-mnemotécnico, como es de suponer, generó graves malentendidos y deformaciones absurdas que acompañan la radical enajenación y el desarraigo de los catecúmenos indígenas. Uno de los primeros testimonios de la imprenta en México es la Cartilla para enseñar a leer (México, 1569) que contiene el Padrenuestro, Ave María, Credo y Salve Regina en latín, castellano y náhuatl. Impresos de este género se registran también posteriormente (por ejemplo, fray Baltasar del Castillo, Cartilla mayor en Lengua Castellana, Latina y Mexicana, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1683). El problema de la traducción –y con ello del transvase conceptual– sigue siendo obsesionante bajo la doble vertiente de la ortodoxia doctrinal no adulterada y de la exacta correspondencia conceptual. Por un lado, se hacen traducciones de obras latinas al náhuatl (las Fábulas de Esopo, la Imitatio Christi, los Disticha Catonis) para ennoblecer el patrimonio autóctono igual como en Europa se tradujeron, por ejemplo, la Divina Commedia o las Coplas de Jorge Manrique (1440-1479) al latín. Por otro lado, en su afán de aprender las lenguas indígenas, los misioneros las reducían literalmente al arte de la gramática latina, usando siempre como norma para su descripción lingüística las categorías y el modelo estructural de la lengua latina. De este modo procede el estudio de las lenguas nativas hasta el siglo xviii.
La labor de crear los vocabularios y gramáticas de numerosos idiomas hablados en el territorio americano significó su incondicional incorporación al código escrito y prototipo conceptual europeo, una adscripción en el auténtico sentido de la palabra. En los años veinte del siglo xvi, los franciscanos fundaron colegios especiales para indígenas donde se enseñaba sólo en latín y en náhuatl, trabajo arduo puesto que esa lengua carecía de una codificación sistemática y de una reflexión teórica como las había engendrado el estudio y la enseñanza del latín a través de dos milenios. Gracias a los esfuerzos de estos primeros maestros, los alumnos aztecas ascendieron por los gradus ad Parnassum con saltos vertiginosos. En su informe De habilitate et capacitate gentium sive Indorum noui mundi nuncupati ad fidem Christi capessendam, & quam libenter suscipiant (Roma, 1537),[5] dirigido al Papa Paulo III, el padre dominico Julián Garcés, obispo de Tlaxcala, le transmite al Sumo Pontífice la imagen de discípulos modelos muy talentosos: “tanta est ingenii eorum felicitas [...], ut et latine et Hyspane scribant, nostris pueris elegantius Latine sciant atque loquantur non minus quam nostri” (fol. Bjv), sin darse cuenta de la enorme presión acomodaticia que recae sobre ellos. Aparentemente, el afán de promoción social los estimula a imitar en sus estudios el modelo civilizatorio de los europeos. Garcés resalta que los indios de semibarbari o semiferi se han convertido ya en literati, exponentes de la buena latinidad y oratoria. Compara este progreso de la translatio studiorum con lo que había ocurrido de modo ejemplar en la antigüedad, cuando los romanos acogieron con semejante ansia y éxito la cultura y el saber de los griegos. Ahí se funda aquel entusiasmo por una total renovación y un renacimiento a la vez espiritual e intelectual propagado por un humanismo cristiano que anhela, “ut in nouo Orbe, nouaque prouincia, et apud nouiter conuersos, noua fierent omnia, atque tradendarum disciplinarum, instruendorum que discipulorum noua esset ratio”, como exclama Alfonso de la Veracruz O.P. en el prólogo de su Phisica speculatio (México, 1557).[6] En sus diálogos Francisco Cervantes de Salazar alude (loc. cit., p. 276r) al “Indorum collegium” franciscano donde Antonio Valeriano, un indio, enseña el latín “con tanta propiedad y elegancia que parecía un Cicerón e Quintiliano”, al decir de un contemporáneo que usa esta forma retórica convencional del elogio tópico mediante una comparación superlativa.[7] Sin embargo, el gran proyecto de Tlatelolco fracasó en la medida en que la población india se ve cada vez más marginada en el proceso de consolidación de la sociedad criolla. Osorio Romero (Tradición, p. 11) alude a un incidente significativo cuando con motivo de la visita de fray Alonso Ponce O.F.M. al Colegio de Tlatelolco en 1584, los pocos estudiantes que habían quedado representaron una farsa dramática en que se burlan de quienes los ponían en ridículo como psittaci (papagayos) a causa de su fervor latinista, desdén ofensivo que pone de manifiesto la subyacente conflictividad y rivalidad sociales. Al final de la primera etapa de este proceso de aculturación indígena sobresale, como síntesis del recorrido, la Rhetorica Christiana (Perugia, 1579, y varias reediciones hasta 1587) de fray Diego Valadés, mestizo de Tlaxcala, libro concebido en los años de su actividad sacerdotal y docente en México. La obra contiene una verdadera “historia Indorum” en defensa de sus compatriotas y dirigida expresamente a ellos con el triple objeto de su conversio, mansuefactio y pacificatio por medio de la retórica –la retórica de Cicerón y Quintiliano cristianizada– y conforme a las funciones atribuidas al arte de la oratoria sagrada en la época postridentina.
El impacto jesuítico en el desarrollo de la latinidad novohispana
La llegada de la Compañía de Jesús a Nueva España en 1572 es de importancia decisiva para la consolidación y expansión del cultivo del latín bajo el signo de la Contrarreforma y según las exigencias de la sociedad criolla. Rompe, por un lado, con los métodos de enseñanza puestos en práctica durante medio siglo, pero continúa fortaleciendo la posición del latín. El establecimiento rápido de una red de más de 30 colegios repartidos en tierras novohispanas y la introducción de la Ratio Studiorum en su versión definitiva de 1599 para todos los colegios jesuitas en el mundo, echan los cimientos para la institucionalización homogénea y casi monopolizada de la enseñanza del latín.[8] El éxito del nuevo método se funda en una amplia reforma pedagógica auspiciada en parte por el momento de cambio social y crisis económica en que los jesuitas llegaron al Virreinato. El informe que el padre Vicente Lanuchi manda a Roma en la obligatoria Littera Annua, fechada el 1 de enero de 1577, detalla las actividades escolares, iguales en la Ciudad de México a las de cualquier otro colegio en aquella época, con base en composiciones poéticas, discursos, disputaciones y declamaciones. Las representaciones teatrales y oraciones académicas cobran una especial importancia educativa pública. En el programa de la clase de retórica, el ejercicio de composición latina en los tres géneros poéticos está en el centro de los ejercicios. El desarrollo del carácter y talento intelectual del joven implica el entrenamiento de la actio –gesto, voz en la declamación– y de la capacidad de memoria. Aparte del aspecto didáctico, el teatro se sitúa en el marco de la cultura festiva y representativa del Barroco. Se organizan festejos y regocijos para las más diversas ocasiones (canonizaciones, patrocinios de santos, inicio o fin de cursos, entradas de virreyes o altas personalidades eclesiásticas, Corpus Christi). El espectáculo teatral dirigido a todos los sentidos, con el suntuoso aparato verbal, musical, figurativo y mímico, siempre es una demostración impresionante que exalta el Poder, pero también transmite una lección moral, un mensaje edificante. Como en España, las piezas mezclaron muchas veces el latín y el castellano para atraer y divertir a un público más amplio; pero, por cierto, también para facilitar la puesta en escena, aunque fuese en contra de lo estipulado por la Ratio Studiorum. En las fiestas públicas con su arquitectura efímera llena de figuras simbólicas y alusiones ingeniosas, cultas y conceptuosas, está omnipresente no sólo la tradición mitológica greco-latina, sino también la mezcla de las lenguas latina y española en los emblemas, epigramas, inscripciones y otras poesías presentadas con tal ocasión.
Los maestros de las clases de gramática, retórica y poética compilaron sus propios manuales. La licencia que acompaña la Introductio in dialecticam Aristotelis del padre Francisco de Toledo S.J. (1533-1596) (México, Colegio de San Pedro y San Pablo, 1578),[9] especifica el programa de textos canónicos necesarios para la enseñanza que el impresor puede sacar a luz sin censura previa: “Fabulas, Caton, Luys viues, Selectas de Ciceron, Bucolicas de Virgilio, Georgicas del mismo, Summulas de Toledo y Villalpando [...], libro cuarto y quinto del padre Aluarez de la Compañía, Elegancias de Laurencio Vala [...], Ouidio de Tristibus, & Ponto, Michael verino [...], officios de San Ambrosio [...], Marcial purgado, Emblemas de Alciato, Flores poetarum, y otras cosas menudas como tablas de ortographia y de Rethorica.” Aparentemente, sólo una parte de este programa editorial se llevó a cabo.
La trayectoria de los preceptistas jesuitas en materia de gramática y retórica latinas constituye, desde finales del siglo xvi hasta el siglo xviii, un capítulo importante en la historia de la enseñanza en el México colonial; en materia de gramática y retórica Vives y Erasmo son las autoridades que presiden la evolución en la fase fundacional. Para el uso en los colegios de la Compañía se han difundido en innumerables ediciones y arreglos la gramática del padre Manuel Álvarez (1526- 1582) y la retórica del padre Cipriano Suárez (152?-1593), cuya autoridad consagra la Ratio Studiorum.
Para México, los libros de texto redactados por Bernardino de Llanos S.J. (1557-1639) acompañan el nuevo auge de la latinidad. En su antología Illustrium autorum collectanea (México, Apud Henricum Martínez, 1604; 1620), recopila extractos de doctrina retórica sacada de los jesuitas Bartolomé Bravo (1554-1607), Pedro Juan Núñez (1525-1602) y Cipriano Suárez (1524-1593), mientras que los Solutae orationis fragmenta (México, Apud Henricum Martínez, 1604, y tres ediciones posteriores hasta 1641) reúnen textos de César, Cicerón, Esopo, Quinto Curcio, Salustio, Tito Livio y Valerio Máximo. Le sucede en esta labor de enseñar y de arreglar el material de textos confiables para la formación de estilo y gusto, Tomás González (1593-1659) con su Florilegium ex amoenissimis tam veterum quam recentiorum poetarum (México, 1636) y el Thesaurus poetarum (México 1641), adaptación de la obra lexicográfica del mismo título de Pedro de Salas S.J. (Valladolid, 1616). Como profesor del Colegio de San Pedro y San Pablo durante casi 30 años, Tomás González redactó también una Summa totius rhetoricae (México, 1646, 1653). Otro profesor del famoso claustro, Pedro Flores, compuso igualmente De arte rhetorica en dos libros, hoy perdidos. Ignacio Osorio[10] clasifica el tratado anónimo In totius rhetoricae libros (ms. 1631 de la Biblioteca Nacional de México) de “la exposición más metódica de la retórica tradicional que se haya escrito en la Nueva España”. A pesar de haber muerto prematuramente, Baltasar López (1610-1650) alcanzó fama como “Cicerón de la Provincia” y se le atribuyen Quinque libri rhetoricae. Cicerón es el modelo insuperable durante el siglo xvii, por ejemplo, con una selección de las Epistolae ex familiaribus, México 1656, y Orationes xii selectae, México 1693. Contrasta la rica producción de manuales de retórica en la primera mitad del siglo xvii con la escasez en la segunda parte, a pesar del extenso cultivo de una poesía y prosa altamente alambicadas. En doctrina retórica apenas sobresalen otros maestros fuera de la Compañía.[11]
En materia de gramática escolar, Antonio de Nebrija conserva una aplastante vigencia en Nueva España hasta el siglo xviii. Este hecho habrá contribuido al estancamiento formalista de la teoría y enseñanza de la gramática latina que se mueve lejos de las disputas filológicas y cambios que ocurren en Europa. Sirva de ejemplo la obra de Santiago de Zamora S.J. (1670-1727), otro “Cicerón indiano”, autor de cuatro compendios de gramática basados en la refundición de las Introductiones latinae que preparó Luis de la Cerda S.J. (1613); se conocen un total de once ediciones.
El típico ejemplo de un libro de apuntes para el uso en clase lo ofrece el hasta ahora inadvertido manuscrito misceláneo 8317 de la Biblioteca Nacional de Madrid, procedente de un colegio de jesuitas en México.[12] El códice de 290 folios fechado en 1680 recoge textos escritos por diferentes manos; algunos datan de 1623, 1631, 1637, 1639 y 1644. Los nombres de autores son muchas veces tachados (por ejemplo, el P. Baltasar López, Diego de Medina, Bartolomé Pérez). Además de reglas de contar, recetas para hacer medicamentos (fols. 12r-20v), la copia incompleta de la Chronographia o reportorio delos tiempos de Jerónimo de Chaves (Sevilla 1548; 1566), dos impresos (Hieronym. Pollidorus, Descriptio Urbevetani = Orvieto sin fecha e incompleto; Baltasar López: Oratio pro instauratione studiorum habita in collegio Mexicano S.J. anno 1644, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1644), “Sententiae aliquot de amore venereo” así como sentencias sobre la forma, la brevedad de la vida y citas virgilianas, la compilación recoge no sólo un gran número de discursos académicos festivos, pláticas piadosas en alabanza de la Virgen o de santos como san Ildefonso y san Ignacio, declamaciones, “varia praeludia ad aliquot quaestiones”, sino también una antología de epigramas y otras poesías circunstanciales (algunas en castellano) presentadas probablemente para certámenes escolares. De particular interés es el “Liber quartus orationum” (fols. 186r-271v más un folleto impreso), la parte más extensa del manual, que reúne tres oraciones tanto del P. Baltasar López como del P. Bartolomé Pérez y otras de Diego Medina, Diego de los Ríos, José Semino, Salvador de la Puente, Jerónimo de Lobera y una oración anónima. Los profesores/autores representados con más frecuencia en la selección de textos son los padres Bartolomé Pérez y Baltasar López. Sin embargo, esta colactánea en buena parte caligráficamente escrita no alcanza la calidad literaria del ms. 1631 de la primera mitad del siglo xvii conservado en la Biblioteca Nacional de México.
En una doble vertiente la poesía neolatina está vinculada tanto al programa educativo como a la cultura festiva de la época. Es, por un lado, ejercicio para hacer gala del dominio pertinente de la latinidad, y, por otra parte, se trata de poesía circunstancial, compuesta por encargo y convención o presentada en certámenes u otras ocasiones. Este condicionamiento se traduce en un alto grado de artificialidad lúdica que caracteriza generalmente la producción de textos poéticos. Los autores se empeñan en vencer las dificultades formales más sofisticadas para demostrar su arte y maestría. Por eso abundan tanto los laberintos, palíndromos, versos retrógrados. El laberinto es un poema elaborado con tal ingeniosidad que los versos pueden leerse al derecho como al revés (o en otras direcciones) sin perder sentido. En su poesía castellana, sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) recurre a la misma técnica de composición. El palíndromo es otra figura sumamente artificiosa que presenta la misma serie de letras tanto si se lee de izquierda a derecha como a la inversa, por ejemplo:
Roma tibi subito motibus ibit amor (Sidonio Apolinario).
Hay una marcada preferencia por ciertas formas breves como el epigrama[13] y, sobre todo, el emblema, que goza de una boga extraordinaria desde el Túmulo imperial erguido en México con motivo de la muerte de Carlos I por Francisco Cervantes de Salazar en 1560. Los Emblemata de Andrea Alciati fueron impresos en México por encargo de los jesuitas en 1577. Así, los poetas cultivan el arte emblemático en castellano y en latín, lo cual pone de relieve una vez más la íntima relación que en la expresión literaria existe entre ambas lenguas. El emblema combina en una unión inseparable la imagen y el texto que se cifran (o descifran) mutuamente en sus esotéricas correspondencias, analogías, alusiones y metáforas. Sólo el avisado consigue entender el sentido conceptuoso y captar el mensaje expresado en forma críptica. En el emblema confluye un rico caudal clásico-mitológico en su significado moral y ejemplar. Sor Juana Inés de la Cruz define su función semiótico-representativa por paradojas y ex negativo como
este Cicerón sin lengua,
este Demóstenes mudo,
que con voces de colores
nos publica [el asunto].[14]
El emblema pertenece tanto al ámbito restringido de la enseñanza como al de la función comunicativa pública, en el marco, por ejemplo, de la arquitectura efímera triunfal o de justas poéticas. Son innumerables los ejemplos de la poesía emblemática, baste con citar dos. Francisco de Acevedo S.J., uno de los más famosos maestros de Humanidades en México a fines del siglo xvii, publicó su Silva o colección de geroglíficos, emblemas, epigramas e inscripciones latinas y castellanas con motivo de la entrada (1688) del virrey Gaspar de la Cerda. Por encargo del Cabildo metropolitano también sor Juana escribió su Neptuno alegórico, Océano de colores, Simulacro Político en honor del virrey Tomás Antonio Manrique de la Cerda y Aragón (México 1680). Al lado del arte emblemático, las literariae concertationes (Francisco Cervantes de Salazar), los certámenes literarios, justas poéticas y festejos forman el marco social en que se manifiesta la vida literaria. La poesía neolatina de circunstancia se cultiva ampliamente, como ocurre en toda Europa, en poemas laudatorios antepuestos a los libros. Si bien son gestos convencionales de amistad y de prestigio, expresan también un tipo de comunicación entre eruditos.
El códice misceláneo 1631 de la Biblioteca Nacional de México que, junto con la antología de Christiana Poesis en el Poeticarum institutionum liber (1605) de Bernardino de Llanos, constituye el acervo más sustancial de textos procedentes de la mano de profesores y de sus discípulos hacia fines del siglo xvi y principios del xvii, nos ofrece una idea del nivel y de la intensidad que alcanzó el cultivo de la latinidad en el Colegio de San Pedro y San Pablo bajo la égida de los jesuitas. Contiene instrucciones retóricas, poesía pastoral, composiciones religiosas, una selección de poesías compuestas por los alumnos y dos piezas de carácter dramático del mismo Bernardino de Llanos.[15] La égloga Proteus que lleva el subtítulo Vaticinium de progressu in litteris mexicanae iuventutis expresa la gran expectación que alentaba la enseñanza del latín:
O nova pars mundi, nova tellus et novus orbis,
perge. Tuis utinam faveant pia numina coeptis
et longe felix felicia vota secundus
exitus excipiat [...]
Tempus erit, nec multum aberit, quin proxima secum
fata ferunt, cum te totos invecta per amnes
fama canat, liceatque tuum diffundere nomen
ultra Indum et Gangem roseique cubilia solis[16]
La poesía de inspiración religiosa es, en gran parte, obra de clérigos. Su cultivo se justifica, además, por una poética teológica que la interpreta como “teología escondida”: el vate es el poeta teólogo. Erudición farragosa y devoción fervorosa se confunden en esta poesía en cierto modo comprometida con el culto, el dogma y que se nutre de la espiritualidad barroca. Francisco Ramírez deja una Amoena Sylva latina, sive Epigrammata in laudem Sanctarum Virginum Luciae et Petronilae, el mercedario Juan de Valencia escribe en 1641 una epopeya Theressiada, sive Teresiae a Jesu elogium disticis Latinis retrogradis, que se perdió en un naufragio cuando iba a la imprenta en España. Luis de Mendoza se esfuerza en una Historia evangelica metrice compacta (Madrid, 1651) y el fraile franciscano Martín del Castillo ofrece al novicio eclesiástico como ayuda de memoria una Ars Biblica sive Herma memorialis sacra in qva metrice S. Paginae libri, capita, eorumque medulla, memoriae facillime commendantur (México, Francisco Rodríguez López, 1675). Por los mismos años, el jesuita Mateo de Castroverde comienza a componer un largo Panegyris Conceptionis Marianae in America celebrata (1645) del cual se conserva un fragmento reproducido con elogios por Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) en Triunfo Parténico que en las glorias de María Santísima [...] celebró la Pontificia Imperial y Regia Academia Mexicana.
Un caso raro forma la obra de Guillén de Lampart (1615-1659), de ascendencia irlandesa, encarcelado en México bajo sospecha de conspiración ya que pretendía ser emperador de los mexicanos. En la prisión escribió himnos y paráfrasis de salmos latinos (Liber primus Regii Psalterii), en parte métricas, en parte acentuadas, que ostentan un notable dominio del latín.[17]
La poesía religiosa no queda del todo exenta de los juegos técnicos y rompecabezas de que estaban plagadas las letras coetáneas. El sacerdote José López de Avilés confeccionó su Poeticvm Viridiarivm in honorem, lavdationem, et obseqvivm, Pvrae admodvm, valde nitidae, ac nimis intemeratae Conceptionis Svpremae Reginae Svpervm, Beatissimae Virginis nec primam similem, nec secvndam habentis, Sacratissimae Dei-Genitricis Mariae, eivsdem Dominae Miracvlosae Mexicae imaginis de Gvadalvpe vocatae nominis literis, lucibus transvmpti, iconis signis, circvmstantiisqve miris mirificae apparitionis, insitvm, ornatvm, variegatvm, atqve contextvm[18] a base de fragmentos métricos virgilianos, mientras que su hermano Pedro le anima: “¡Te muestra lope latino!” celebrando la obra como “sabrosa golosina para entendidos”. Guirnaldas de anotaciones eruditas y copiosas glosas marginales encuadran la Cantiuncula que contiene la descripción ecfrástica de la Virgen de Guadalupe así como un elogio tópico de México, tantas veces cantado desde Francisco Cervantes de Salazar en 1554.
La poesía centónica goza de un amplio aprecio en el Barroco colonial. No se trata de defender aquí el modo ni la moda de confeccionar, en un raro juego combinatorio de mosaico, collage o puzzle, un nuevo poema con versos descompuestos de una reconocida obra clásica; sí cabe recordar que el centón es un fenómeno híbrido, de imitación erudita practicada ya en la literatura clásica tardía, cuando, por ejemplo, Aelia Eudoxia escribió una vida de Jesucristo con fragmentos extraídos de Homero. El centón representa un tipo experimental de reajuste de textos. Ello presupone una rara familiaridad con la obra que sirve de cantera, y, al mismo tiempo, una gran capacidad de asimilación. Visto así, el centón es una forma de competir ingeniosamente con un texto canónico, de imitarlo y de apropiárselo en un arreglo que no sea copia ni plagio, sino recreación y reestructuración de enunciados con materiales existentes, dotándoles de un nuevo sentido. Es menos poesía que una labor verbalista de filología.
Carlos de Sigüenza y Góngora, en el Triunfo Parténico (pp. 218-220), reproduce una canción compuesta por Francisco de Ayerra con centones de Luis de Góngora. Bernardo Ceinos de Riofrío (¿?-1700), canónigo de Michoacán, compuso otro hyeraticum opusculum de este género en 365 hexámetros, el Centonicvm Virgilianvm monimentvm mirabilis apparitionis Pvrissimae Virginis Mariae de Gvadalvpe extramuros civitatis Mexicanae (México 1680).[19] Con un despliegue de erudición anticuaria, Riofrío antepone a su epyllion (con la debida invocación a la Musa y oración de gracias al final) un resumen histórico del centón. Éste parte de una explicación etimológica de la palabra según la cual deriva de Kentrum o “velum laneum versicoloribus consutum, pallium, tunica, peniculamentum variis consarcinatum coloribus”. Así, su poema sería una ofrenda lírica semejante a la vestimenta preciosa que cubre las estatuas de la Virgen; sin embargo, con esto se refiere también al carácter de veras intertextual del centón. Le precede, además, un elogio de Bartolomé Rosales Aulica Musarum Synodus Crisis Appolinea. En su ejercicio retórico el autor finge que Virgilio aparece en el tribunal de las musas presidido por Apolo, para otorgarle el premio a la poesía romana resurgida en el Nuevo Mundo como nova gloria. Rosales pone en boca de Apolo palabras en alabanza del poeta Riofrío.[20]
Juan Rodríguez de León, canónigo de la Catedral de Tlaxcala, presenta una curiosa variante del centón en su Panegyrico Avgvsto, Castellano Latino, con prosa de lengua propria, y versos dela estraña; mas repetidos los de Lucano, y Claudiano, por ser de Españoles, y menos opuestos Poetas, y Oradores, por estar desengañados.[21] Este sacerdote escribió Latina carmina et Odoaria y fue célebre orador latino y castellano. Habla de sí mismo como “amante de la lengua castellana sin ignorar los rumbos de la latina” y explica: “escriuo vistiendome lo ageno, pues dexando lo Latino, me adornara lo Castellano; y no sucediera el caso del aue Pirata”. En su prosimetrum dedicado al rey Felipe iv trata de varios acontecimientos importantes de su gobierno (muerte de Felipe iii, casamiento doble de Felipe iv con Isabel de Borbón y el emperador Fernando ii con doña María; nacimiento del infante Baltasar, guerras de Alemania y Flandes) intercalando en el discurso en “prosa de España” numerosas citas de versos latinos con el deseo de que “la elegancia antigua se dibujara en prosa moderna” (fol. 32v).[22] De esta forma crea un concentus músicopanegírico y un entramado (o una “bordadura”) de textos: “Interpollare natiuum sermonem pruritu nouitatis ingenium audet [...] ne cum linguam Latinam augemus, nostram imminuamus.” Esta especie de “intertextualidad” debe representar el justo equilibrio en el uso y prestigio de ambos idiomas. Pero, con todo, no se le ocurre usar una lengua artificial en que suene idéntico el castellano con el latín, juegos con que se divirtieron algunos españoles desde el siglo xvi para comprobar la excelencia del castellano en su conformidad con la lengua de Roma. Empero, Rodríguez de León no está tan lejos de tal idea; “pareciendo raro portento auerlos conformado, por lo que tienen de comunidad” (p. 32r).
Juan Rodríguez de León, Panegyrico augusto, castellano latino..., México, Bernardo Calderón, 1639, portada.
Sor Juana Inés de la Cruz, cifra y signo de la latinidad novohispana, es el ejemplo elocuente de la trayectoria de la cultura clásica y su asimilación en México a un siglo de su traslado al Nuevo Mundo. En su abundante producción se encuentran poemas neolatinos, otros acaso se perdieron o la autora no los consideró dignos de ser recogidos.[23] El hecho de que la Décima Musa se haya dedicado a componer versos latinos es altamente significativo como para subrayar la importancia de este ejercicio poético-erudito para la cultura barroca novohispana.
Se ha salvado por fortuna y casi como signo un volumen de su legendaria biblioteca, a saber una antología de poesía latina que el abuelo Pedro Ramírez legó a sor Juana: Ottaviano della Mirandola, Illustrium poetarum flores (Lyon 1590), un florilegio muchas veces reeditado en Europa. A la corta edad de nueve años sor Juana ya había aprendido en veinte lecciones el latín; alcanzó rápidamente el dominio de la lengua que poseía su profesor, el bachiller Martín de Olivas, a quien, más tarde, tributará homenaje en una poesía que establece la comparación hiperbólica del maestro con Arquímedes. Al estudiar la gramática latina la joven se cortaba el cabello de dos a seis dedos de largo si no había cumplido con sus deberes. En cierto modo, esta anécdota revela de forma impresionante la disciplina a que fueron sometidos los alumnos.
En la Respuesta a sor Filotea la monja mexicana defiende su entrega a la poesía. Aduce una profusión de citas latinas para documentar que ni siquiera la Santa Iglesia, cuyo idioma oficial es el latín, desprestigió la poesía. Lo muestra no sólo el cántico mariano del Magnificat, sino también el precioso tesoro de los himnos litúrgicos, desde san Ambrosio hasta santo Tomás de Aquino. Con ironía y burla se vale (o se esconde detrás) del dicho de un discreto sabio cuyo nombre no aclara: “no es necio entero el que no sabe latín, pero el que lo sabe está calificado. Y añado yo que le perfecciona (si es perfección la necedad) el haber estudiado su poco de filosofía y teología y el tener alguna noticia de lenguas, que con eso es necio en muchas ciencias y lenguas; porque un necio grande no cabe en sólo la lengua materna” (Obras completas, 4:463). Con toda la virtuosidad ingeniosa que distingue su modo de pensar y su obra, la monja despliega su registro expresivo en latín. Sus composiciones latinas comprenden himnos sagrados, plegarias y versiones de poesías castellanas al latín, diálogos satíricos, parodias, retruécanos y juegos de palabras (los jocoseria tan en boga entre los estudiantes y clérigos desde la Edad Media). Estos niveles formales y estilísticos tan variados son característicos de la práctica y de las aspiraciones poéticas en el apogeo del gongorismo. El manejo virtuoso del latín en la pluma de la monja tampoco se explica sólo como resultado de su afán de afirmarse a sí misma como mujer erudita en medio de los estamentos eclesiástico y académico enteramente dominados por los prohombres; no es ella una “culta latiniparla”.
En la poesía de sor Juana van esparcidas palabras latinas, latinismos, citas latinas, giros retórico-estilísticos sacados o imitados del latín y muchas referencias cultas a motivos y temas greco-latinos. El recurrir a términos técnicos latinos –de la filosofía escolástica, de la dogmática, de citas bíblicas o de los oficios litúrgicos– no sorprende en las poesías religiosas. La manera alusiva de hablar por alegorías y las referencias simbólicas suponen un conocimiento preciso del sentido propio de las voces técnicas. Su villancico a lo divino núm. 223 exalta a la Virgen, invocada como Sedes Sapientiae en la letanía lauretana, como suma de la retórica, que según la definición tradicional es el ars bene dicendi. Se aplica esta definición a la respuesta que la Madre de Dios dio a la anunciación angélica, tal como lo narra el Evangelista (Lc 1,38). Al mismo tiempo, entra en el juego conceptuoso la asociación con benedicere (bendecir), palabra sacada del saludo angélico. El estribillo empieza, pues, con la invitación demostrativa:
La Retórica nueva
escuchad, Cursantes,
que con su vista sola persüade,
y en su mirar luciente
tiene cifrado todo lo elocuente,
pues robando de todos las antenciones,
con Demóstenes mira y Cicerones.(Obras completas, vol. 2)
En las Quintillas que siguen, sor Juana canta la alabanza de la Virgen desarrollando con sutiles alusiones la interpretación de una serie de términos técnicos de gramática y retórica como “rhetorica nova”; por ejemplo, exordium significa la Concepción Inmaculada, narratio se aplica a la vida de la Virgen; Confirmatio corresponde a su muerte y epilogus a la Asunción; emphasis indica el nacimiento de Jesús. Siempre aplicados a María, sor Juana introduce, además, genus iudiciale, tropos, figura, metaphora, propositio, syllogismus, synekdoche, antonomasia, flores rhetorici, aenigma, persuasio, oratio (en el doble sentido de discurso y plegaria) elevando así la retórica a una amanerada prefiguración mística.
El villancico núm. 220 ensalza a María como “Maestra Divina de la Capilla Suprema”, da un sentido alegórico a una serie de términos musicales en combinación con fórmulas bíblicas o litúrgicas (Ecce ancilla). El villancico núm. 246 “Oigan, oigan, deprendan / Versos Latinos” presenta a san Pedro como maestro y catedrático de latinidad de la “clase de mayores”, donde se enseñaba la prosodia y métrica latinas. En este contexto el fenómeno fonético del diptongo es interpretado como señal alegórica de un misterio de la fe, la unión hipostática de la naturaleza divina y humana en la persona de Jesús. Pero también hay alusiones cómicas a la triple negación de san Pedro en su encuentro con la criada (Mt 26, 69-75) como acto malogrado del arte de bien decir:
A su Maestro vengando
un verso heroico empezó
mas negando,
el pentámetro imitó
cojeando.(Obras completas, 2:220)
En las composiciones latinas de sor Juana podemos distinguir las siguientes particularidades:
1] Algunas poesías (epigramas) están compuestas en metro clásico cuantificante (dísticos). Si bien representan sólo una parte muy pequeña de su producción latina, manifiestan el dominio formal y estilístico que poseía sor Juana y que no era nada ocasional. Estas poesías resultan de una disciplinada lectura y expresión en el latín clásico.
2] Son más numerosas las décimas, romances, liras y glosas en que sor Juana emplea la lengua latina adoptando, sin embargo, la prosodia y métrica castellanas. Para los filólogos puristas tales productos mixtos constituyen una grave infracción, censurada como barbarismo. Como es sabido, la poesía rítmica latina remonta ya a la Edad Media. En el Siglo de Oro la poesía rítmica latina es un fenómeno común, hasta incluso con formas híbridas como sonetos en latín. Sor Juana compuso Quintillas en latín (núm. 51), décimas (núms. 133, 134), endechas (núms. 252, 255, 266), romances o coplas (núms. 218, 245), liras (núm. 274) y una especie de secuencia (núm. 54):
nam cum absit Ars divina
a qua Verbum discebamus
Lingua obmutescet Latina.(Obras completas, 2:54)
3] Forman un caso especial las versiones latinas que sor Juana hizo de sus propias poesías (por ejemplo, núms. 133, 134) o de otras piezas. Esta práctica se encuadra igualmente en una larga tradición así en España como en Europa. Hay, entre otras, versiones del soneto No me mueve, mi Dios, de La Celestina, del Lazarillo de Tormes y de Guzmán de Alfarache, de la Diana de Montemayor y del Licenciado Vidriera de Cervantes. No son juegos pedantes y fútiles, sino tentativas muy conscientes de incorporar lo mejor de la literatura vernacular al patrimonio común de la Respublica litteraria.
4] Como lo da a entender la palabra “ensaladilla”, se trata de poesías circunstanciales en una jerga híbrida en que el habla de los esclavos se mezcla con el náhuatl, el latín, el castellano; a veces Sor Juana introduce en las “ensaladillas” algunas palabras vascas. Se trata de composiciones jocosas y satírico-cómicas con pequeños cuadros costumbristas. Estas escenas dialogadas reflejan obviamente ciertas situaciones conflictivas en la vida colonial con sus respectivas dificultades de comunicación –las interferencias, deformaciones y violaciones de normas lingüísticas– en una sociedad en que conviven diferentes razas y culturas, y distintos niveles educativos y estratos sociales. Sor Juana parodia implacablemente el empleo seudo-erudito de palabras latinas, los latinajos y el latín eclesiástico rudimentario en boca de legos poco instruídos. Las poesías macarrónicas constituyen un nutrido corpus en la obra de la monja. Tradicionalmente el sacristán es el blanco de sus invectivas. A maitines canta (núm. 249, versos 82ss.):
Válgame el Sancta Sanctorum,
porque mi temor corrija;
válgame todo Nebrija,
con el Thesaurus Verborum:
éste sí es el Gallo gallorum,
que ahora cantar oí: qui-qui-riquí.(Obras completas, 2:249)
El poema núm. 290 pone en escena una disputa burlesca entre dos sacristanes con fragmentos de textos litúrgicos archiconocidos. Pero detrás de este centón cómico trasciende una lección seria que sugiere la paradoja al final del estribillo, con referencia a los misterios inefables de la fe en lenguaje humano:
Oíd, Zagalejos,
en claros Latines
obscuros Misterios.(Obras completas, 2:290)
“Coplas de retazo”, una especie de parodia del centón, contiene la ensalada núm. 258 con un romance del sacristán que remite a los oyentes a una obra suya juvenil (núm. 249) de tinte virgiliano:
Ille ego, qui quondam fui
divini Petri cantator
dum inter omnes cantores
dixi: Arma, virumque cano ...(Obras completas, 2:258 y 249)
Sólo quien como sor Juana domina magistralmente el latín, es capaz de sacar tantos efectos irónicos y graciosos de la poesía macarrónica. En el diálogo escénico núm. 241 “Hodie Nolascus” un “estudiantón” habla latín. Su interlocutor, un bárbaro, que no sabe ni una palabra de latín, intenta contestar en castellano adivinando en forma de eco lo que dijo el afectado Bachiller. A la frase “Hodie Nolascus divinus / in Caelis este collocatus” el “idiota” responde: “Yo no tengo asco del vino / que antes muero por tragarlo”.
La “ensalada” núm. 274, una especie de jácara, introduce a un actor que perdió el manuscrito de su papel. Para remediar su mala suerte recita una lira piadosa a la Virgen que se le ocurre de improviso en latín y la declama haciendo el papel de un negro. En la “ensaladilla” núm. 266, sale un espectador anciano en medio de danzas rústicas
que ya algún latín sabía
y que al Arte de Montano [Arias Montano]
enlazaba el de Nebrija(Obras completas, 2:266)
para cantar un himno sobre las lágrimas de san Pedro arrepentido, cuyo refrán todos repiten en coro.
5] Finalmente, sor Juana se esforzó en escribir textos en lengua hispano-latina. En un raro afán de acrobacia verbal y de apología de la lengua, se les ocurrió a ciertos autores españoles desde principios del siglo xvi, inventar textos que, “en perfecta consonancia”, se podían leer tanto en latín como en español. Tal mescolanza ya de por sí era un síntoma de decadencia de la latinidad, pues quedaba muy limitada la capacidad expresiva y la estructura morfológico-sintáctica en ambas lenguas debido al desarrollo del castellano. En América esta tendencia también repercutió culminando en el Poema Heroyco Hispano-Latino Panegyrico de la Fundación, y Grandeza de Lima del jesuita Rodrigo de Valdés (Madrid 1687),[24] a quien un contemporáneo por su “Musa ambidextra” calificó de Góngora latino. Al escribir su endecha núm. 252, “Divina María”, sor Juana debe haber sentido las limitaciones de este ejercicio ingenioso en “latín congruo”.
En la obra de sor Juana la poesía neolatina forma un corpus no muy grande, pero no es un aspecto meramente marginal en su horizonte cultural. Ella confirma la coexistencia de dos literaturas en la cultura virreinal que coinciden en un acervo común de la herencia clásica –con sus autores modelos, formas y normas, temas y motivos, y técnicas. Componer versos en latín y en castellano era un ejercicio basado en el mismo principio de aemulatio e imitatio, según un sistema de reglas retóricas y un repertorio de lenguaje poético correspondiente. Con sus himnos y secuencias litúrgicas, la función de la poesía neolatina de sor Juana se inscribe en el ámbito eclesiástico. Las poesías espirituales tratan de contenidos dogmáticos mediante una alegorización rebuscada y erudita. Su talante y ejercicio poético se cifra y se justifica en una fórmula sencilla y escueta citada en la Respuesta: “Quidquid conabar dicere, versus erat”.
El siglo de oro de la poesía neolatina en la Nueva España será el siglo xviii. Hay un notable florecimiento tardío de la epopeya (José Mariano de Iturriaga [¿?-1787], Californias [1740], Diego Abad [1727-1779] y Francisco Xavier Alegre [1729-1788]), a pesar de que la latinidad en general –igual que en Europa– vaya netamente en declive. La expulsión de la Compañía de Jesús provoca otra ruptura profunda en el sistema educativo y la vida cultural. Pero, caso curioso, desde Italia, donde se habían refugiado muchos padres jesuitas, se emprenderá la última defensa de la latinidad. Gracias a su labor erudita, se difunden en Europa obras latinas traducidas casi inmediatamente al alemán, italiano o francés, las noticias más variadas y completas sobre América, sus lenguas, su historia, antropología y naturaleza. Provoca tal asombro esta actividad que se suscitó una discusión polémica sobre la cuestión de si autores no italianos son del todo capaces de escribir en buen latín. A mediados del siglo xviii Juan José de Eguiara y Eguren, en el Anteloquium xi de su Bibliotheca Mexicana, hace balance “De Americanorum ingenio, et in litteras amore ac studio”: esta disertación forma la primera historia de la literatura neolatina en México, abarcando dos siglos de convivencia e intercambio, del intenso commercium litterarum entre las letras novohispanas y latinas.
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