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Toda la Nueva España se evoca en la que fue llamada nuestra Décima Musa. Pero aquel lirismo arrebatador y dionisíaco a lo divino; el borbollón de lágrimas que fluye en sus versos de amor, el vértigo de la poesía pánica a que llegó un instante –ese ascender angustioso hasta los límites de las posibilidades humanas, aunque sea para derrumbarse y postrarse ante las posibilidades angélicas, en su poema del Primero sueño, parangón mexicano de las Soledades de Góngora, por cierto con intenciones más hondas– todo esto ni tiene nombre, ni época, ni lugar y le pertenece solamente a ella. Su prosa, como en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, es la mejor prosa que poseemos anterior al siglo xviii y una imagen, refractada en el tiempo y en la distancia, de las páginas autobiográficas de Santa Teresa. Su teatro es ameno, y pertenece al ciclo calderoniano. Tuvo que componer, a petición de los virreyes, de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo, numerosas obras de ocasión: ninguna es del todo indiferente, y todas se salvan por algún inesperado gesto de ingenio y de gracia. Juana se nos presenta todavía como una persona viva e inteligente. Se escudriña su existencia, se depuran sus textos, se registra su iconografía, se levanta el inventario de su biblioteca; se discute, entre propios y extraños –en México, en los Estados Unidos, en Alemania– el tanto de su religiosidad, no faltando quien, en su entusiasmo, quiera canonizarla. Por ella se rompen lanzas todavía. Es popular y actual. Hasta el cine ha ido en su busca. Y, como se ha dicho sutilmente, no es fácil estudiarla sin enamorarse de ella. Hay en este “camino de perfección”, cuatro “moradas” o etapas bien notorias. Primera, la infancia en el pueblecito natal: precocidad inaudita, desordenado afán de saber, rebeldía de autodidacta. Segunda, la corte virreinal: apogeo de encanto femenino y sabiduría, cerco amoroso –y decepción acaso–, único tributo que aquella sociedad, no madura para darle el gobierno de una tertulia literaria al modo francés, sabía rendir a sus talentos.Tercera, refugio en el claustro: aunque el convento de las Jerónimas era una pequeña academia, le proporciona algo de soledad, y también el indispensable respeto para una doncella negada al matrimonio y negada a ser “pared blanca donde todos quieren echar borrón”. Cuarta y última, “la puerta estrecha”: –celada de cerca por su férreo director espiritual, el padre Núñez, esta musa de la biblioteca convierte en limosnas sus cuatro millares de volúmenes, sus instrumentos músicos y matemáticos, sus joyas y pertenencias, vive aún dos años de mortificación y ascetismo y, a la cabecera de sus hermanas enfermas, se deja contaminar por la peste. Es la ruta, casi, de una María Egipciaca sin pecado. Murió a los cuarenta y cuatro, en una de las épocas más lúgubres de la Colonia. Entre heladas, tormentas, inundaciones, hambres, epidemias y sublevaciones, cielo y tierra parecían conjurados para hacer deseable la muerte. La rodeó el aplauso, pero también la hostilidad; pues, de uno u otro modo, todos querían reducirla a su tamaño. No tiene menor hondura el examen de su vocación. Oyendo estudiar a su hermana, aprende a leer sola a los tres años. Escribe a los cinco. Antes de los seis, evita el queso, porque oyó decir que “hacía rudos”. A los ocho es poetisa. Quiere ingresar a la Universidad de México, aunque sea vestida de hombre, puesto que no se admitían mujeres. En México, aprende gramática y latín en veinte lecciones. Sus “cuatro bachillerías” le bastan para confundir a los doctores que la someten a pruebas. Nueva Catalina de Alejandría, se desembaraza de los argumentos y réplicas, según el virrey, “a la manera que un galeón real se defendería de pocas chalupas”. Donosa respuesta a Schopenhauer, cuanto a los cabellos largos e ideas cortas de las mujeres, cuando algún estudio se le resistía, se castigaba cortándose cuatro o seis dedos del pelo, siendo así que es “tan apreciable adorno” y mucho más “en tan florida juventud”, y se encerraba a solas hasta no vencer a su Quimera. Verdadera contribución al esclarecimiento de la experiencia intelectual, Juana no solamente descubre que la alternancia de disciplinas es un reposo, que “mientras se mueve la pluma, descansa el compás, y mientras se toca el arpa, sosiega el órgano”, sino descubre, además, que hay una manera de concatenación entre las agencias mentales y que éstas entre sí se auxilian por una suerte de metáfora interna. “Y quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia, a que no sólo no se estorban, pero se ayudan, dando luz y abriendo camino las unas para las otras...Es la cadena que fingieron los antiguos, que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas eslabonadas una con otras.” Las características de Sor Juana en la poesía lírica son la abundancia y la variedad, no menos que el cabal dominio técnico en todas las formas y los géneros. El oficio nunca deja nada que desear. Silvas, liras, sonetos, romances, redondillas, villancicos, loas y tonadas son de una factura que acusa, por una parte, el enriquecimiento acumulado durante siglos por la poesía española, y por otra, el don de Sor Juana, don que es también imperiosa necesidad de versificar, según ella lo ha confesado. Juana representa el fin de una época poética. Hasta ella llegan todas las apariencias asumidas después del Renacimiento por la lírica del Siglo de Oro, y acaso en ella pueden apreciarse por última vez, como en una galería de valor. Sor Juana escucha las voces de todos los puntos del horizonte, y no pasa de grosero error y figurársela como estrictamente sujeta al gongorismo, o como necesariamente difícil cuando ella no se lo propuso. Su poesía religiosa sigue el curso diáfano de fray Luis o de San Juan de la Cruz. A poco, se remonta a la reflexiones morales, en aquellos sonetos de equilibrado conceptismo que tienen un vaivén pendular, y parece que pintan exactamente lo que borran, propia imagen de la perplejidad, para rematar en algo como un fallo inapelable sobre la disyuntiva o encrucijada que es toda meditación de la conducta. Y otras veces se va trotando en esos romances medio conversados y medio cantados –privilegio de esta españolísima forma–, que pueden compararse con los mejores de la época. Sorprende encontrar en esta mujer una originalidad que trasciende más allá de las modas con que se ha vestido. Sorprende este universo de religión y amor mundano, de ciencia y sentimientos, de coquetería femenina y solicitud maternal, de arrestos y ternuras, de cortesanía y popularismo, de retozo y de gravedad, y hasta una clarísima conciencia de las realidades sociales: América ante el mundo, la esencia de lo mexicano, el contraste del criollo y el peninsular, la incorporación del indio, la libertad del negro, la misión de la mujer, la reforma de la educación. En sor Juana Inés de la Cruz es condición no olvidar el imponderable de la belleza literaria y de sumar otra dimensión nueva en la hondura del pensamiento. Ella y Juan Ruiz de Alarcón –¡qué dos Juanes de México!–son nuestra legítima gloria. Juana se nos presenta todavía como una persona viva e inquietante. Se escudriña su existencia, se depuran sus textos, se registra su iconografía, se levanta el inventario de su biblioteca; se discute, entre propios y extraños –en México, en los Estados Unidos, en Alemania– el tanto de su religiosidad, no faltando quien, en su entusiasmo, quiera canonizarla. Por ella se rompen lanzas todavía. Es popular y actual. Hasta el cine ha ido en su busca. Y como se ha dicho sutilmente, no es fácil estudiarla sin enamorarse de ella. La controversia sobre la religiosidad de sor Juana es algo ociosa. Muy natural que, en época de creencias, una criatura de su temple, decidida a vivir para el espíritu, que por eso se hace monja y posee ya sus vislumbres místicas, acabe por entregarse del todo a la piedad. Llegó por etapas sucesivas. Su abuela distante diría que emprendió el camino de perfección a través de las moradas interiores de su castillo. Si aquélla, la española, domina una de las cumbres más altas y tempestuosas, la mexicana se enseñorea de una graciosa colina, con vistas apacibles. Si allá el ventarrón ardiente y seco barre las llanuras de Castilla, acá el suave aroma de los jardines –con su poquillo de ambiente de tocador– se esparce por los salones virreinales. Teresa, arropada en la tosca estameña, descalza y desgarrada de espinas. Juana, en chapines, protegida de seda, ocultando el llanto –patrimonio de las almas nobles–con leve, pudorosa coquetería. Asediada por la humanidad, festejada, busca en el claustro el abrigo de sus letras, y cuando al fin las descifra todas, alcanza la caridad sin mácula. Cuando ya nada le faltaba, descubre que le falta todo. Sor Juana, cierto ¡qué espíritu más difícil de comprender! Para los ortodoxos resulta demasiado libre, tanto en poesía como en costumbres. Fue mucha mujer esta mujer. Si en nuestro siglo la tomaríamos por un portento ¿cuál no sería el asombro… a fines del siglo xvii, entre las mujeres de su época? Pues si nos referimos al escabroso punto de sus versos de amor ¿cuántas imaginaciones no se despiertan?... Sabemos tan poco… que es casi imposible prescindir del factor imaginativo... Con todo, hay en este “camino de perfección”, cuatro “moradas” o etapas bien notorias. Primera, la infancia en el pueblecito natal: precocidad inaudita, desordenado afán de saber, rebeldía de autodidacta. Segunda, la corte virreinal: apogeo de encanto femenino y sabiduría, cerco amoroso –y decepción acaso–, único tributo que aquella sociedad, no madura para darle el gobierno de una tertulia literaria al modo francés, sabía rendir a sus talentos. Tercera, refugio en el claustro: aunque el convento de las Jerónimas era una pequeña academia, le proporciona algo de soledad, y también el indispensable respeto para una doncella negada al matrimonio y negada a ser “pared blanca donde todos quieren echar borrón”. Cuarta y última, “la puerta estrecha”: celada de cerca por su férreo director espiritual, el padre Núñez, esta musa de la biblioteca convierte en limosnas sus cuatro millares de volúmenes, sus instrumentos músicos y matemáticos, sus joyas y pertenencias, vive aún dos años de mortificación y ascetismo y, a la cabecera de sus hermanas enfermas, se deja contaminar por la peste. Murió a los cuarenta y cuatro, en una de las épocas más lúgubres de la colonia. Entre heladas, tormentas, inundaciones, hambres, epidemias y sublevaciones, cielo y tierra parecían conjurados para hacer deseable la muerte. La rodeó el aplauso, pero también la hostilidad; pues de uno u otro modo, todos querían reducirla a su tamaño. Debemos prescindir aquí de los escritores devotos, incluso la Carta atenagórica, tardía respuesta al sermón de Vieyra, quien se creía superior a los Padres de la Iglesia. Las últimas páginas de esta carta tienen un encanto de sacra conversazione. Prescindimos también del Neptuno alegórico, explicación, en emblemas y jeroglifos, del arco triunfal al virrey Paredes. Su prosa se estudia, sobre todo, en la Respuesta a sor Filotea de la Cruz, esta “confesión laica” como la llama Ermilo Abreu Gómez. Es análisis de la propia formación intelectual y verdadera exposición de su método de estudio y trabajo. Aparte de su trascendencia humana, psicológica y filosófica, este documento representa, a nuestro sentir, la mejor prosa mexicana de la época. A la riqueza y buen estilo tradicionales de la prosa española, añade cierto rigor de la palabra justa y hallazgos de expresión que, a la vez, poseen valor estético y científico. Salvando épocas y distancias, se lo puede poner al lado de la Introducción al método de Leonardo de Vinci, de Paul Valéry. Y sin necesidad de admitir contagios de doctrina, es indudable que pertenece a ese mismo orden de “filosofía de la estufa”, investigación del yo solitario enfrentado con el universo, de que dan ejemplo los Robinsones Metafísicos, desde Aben-Tofail hasta el Criticón de Baltasar Gracián, pasando por el Discurso cartesiano. La monja se entrega a sus reflexiones, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible, y en vez de explicación y ejercicio muchos estorbos…, como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando, y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad. Logra concentrarse con esfuerzo, conquista nitidez y precisión mental extraordinarias; se objetiva, se desprende de sí misma y, como Michel Montaigne, se convierte en tema de su física y su metafísica. Plantea, sincera, la conducta del escritor en relación con su ambiente, sin disimular un instante el derecho que concede a su independencia. ¡Cuánta razón hubiera tenido la pretendida “Sor Filotea de la Cruz”, si en vez de querer vedar a Sor Juana el ejercicio de las letras humanas, simplemente le hubiera aconsejado –como muy bien dice don Ezequiel A. Chávez–resistirse “a las instancias de tantos que abusaban de su bondad, pidiéndole versos a todo propósito”, que es por donde padece un tanto su poesía. No tiene menor hondura el examen de la vocación. Oyendo estudiar a su hermana, aprende a leer sola a los tres años. Escribe a los cinco. Antes de los seis, evitaba el queso, porque oyó decir que “hacía rudos”. A los ocho, es poetisa. Quiere ingresar a la Universidad de México, aunque sea vestida de hombre, puesto que no se usaban mujeres. En México, aprende gramática y latín en veinte lecciones. Sus “cuatro bachillerías” le bastan para confundir a los Doctores que la someten a prueba. Nueva Catalina de Alejandría, se desembaraza de los argumentos y réplicas, según lo dijo el Virrey, “a la manera que un galeón real se defendería de pocas chalupas”. Donosa respuesta a Arthur Schopenhauer, cuanto a los cabellos largos e ideas cortas de las mujeres, cuando algún estudio se le resistía, se castigaba cortándose cuatro o seis dedos de pelo, siendo así que es “tan apreciable adorno” y mucho más “en tan florida juventud”, y se encerraba a solas hasta no vencer a su Quimera. Aunque cierta prelada “muy santa y muy cándida” le mandó que no estudiase, por creer que “el estudio era cosa de Inquisición”, y sor Juana la obedeció durante los tres meses que aquélla duró en el mando del convento, sólo la obedeció “en cuanto a no tomar libro”, pues más no estaba en su potestad, y “estudiaba en todas las cosas que Dios crío, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. El amor de las letras nació con ella, no puede evitarlo: Vos me coegistis, y Dios sabe lo que hace, Dios que –según el refrán portugués– escribe derecho con líneas tuertas: Si es malo, yo no lo sé. Verdadera contribución al esclarecimiento de la experiencia intelectual, Juana, no solamente descubre que la alternancia de disciplinas es un reposo; que “mientras se mueve la pluma, descansa el compás, y mientras se toca el arpa, sosiega el órgano”. Sino descubre, además, que hay una manera de concatenación entre las agencias mentales, y que éstas entre sí se auxilian por una suerte de metáfora interna. Y quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia, a que no sólo no se estorban, pero se ayudan, dando luz y abriendo camino las unas para las otras… Es la cadena que fingieron los antiguos que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas eslabonadas unas con otras. Sor Juana es música y poetisa, matemática y teóloga; y de pronto, lo que no entiende en un lado, lo entiende en otro. Y si en Carlos de Sigüenza y Góngora se encuentra la última ciencia conquistada y establecida, en sor Juana, aunque a veces haya atraso, hay también tanteos y exploraciones, por ejemplo en la acústica, y hasta investigación experimental, como cuando puso a bailar un trompo en harina para estudiar las curvas que describía, o cuando especulaba sobre triángulos de alfileres, y hasta sobre las reacciones del huevo, la mantequilla y el azúcar en el brasero. Ahora bien, el caso no se queda en mera pericia de estudiante. Los arcos cruzados tienen una clave maestra. Se va trasluciendo una armonía universal entre todas las convergencias del saber. Todos los conocimientos resultan ser ancilas para el conocimiento de Dios, enciclopedia a lo divino armada de estupendo sorites. Cultivada entonces la aptitud alegórica en la mentalidad de la época al grado que puede apreciarse por los autos sacramentales, se revelan con facilidad los enlaces de las nociones. Sor Juana se encamina, sin obstáculo, del humanismo al sobrehumanismo. Ésta es la última enseñanza de la Respuesta a sor Filotea; anuncia la etapa final de su existencia y prepara su pascaliana noche de Getsemaní, reacción vigorosa que fundirá el orden activo y el intelectivo en el orden místico. A Roma no sólo se llega por la inmediatez del éxtasis y el arrobo: también por los grados de la inteligencia. Y entiendo que no es de sana teología negar los servicios de la razón. Sin duda es sor Juana una de las organizaciones cerebrales más vigorosas. Pero ¿por qué ha de negarse en ella a la poetisa, para reconocer a la “intelectual”? ¿Será violación de alguna norma el que los buenos poetas hayan sido sabios e inteligentes? Hay monstruos de la Gracia, es verdad. Son éstos, y no los otros, la excepción. “No parece gran elogio para sor Juana –decía Marcelino Menéndez y Pelayo– declararla superior a todos los poetas del reinado de Carlos ii.” No lo es: los siete lustros de aquel reinado fueron “época ciertamente infelicísima para las letras amenas”. El reinado de la décima Musa parece que dura todavía, aunque haya reparos al gusto ambiente, y aunque tengamos que olvidar algunas poesías de encargo para los virreyes o las catedrales. Las características de sor Juana en la poesía lírica son la abundancia y la variedad, no menos que el cabal dominio técnico en todas las formas y los géneros. El oficio nunca deja nada que desear. Silvas, liras, sonetos, romances, redondillas, villancicos, loas y tonadas son de una factura que acusa, por una parte, el enriquecimiento acumulado durante siglos por la poesía española, y por otra, el don de sor Juana, don que es también imperiosa necesidad de versificar según ella lo ha confesado. Juana representa el fin de una época poética. Hasta ella llegan todas las apariencias asumidas después del Renacimiento por la lírica del Siglo de Oro, y acaso en ella pueden apreciarse por última vez, como en una galería de valor. Y todavía nos ofrece novedades como esos decasílabos de esdrújulo (por ejemplo, el retrato de la Condesa de Paredes), que merecen llamarse versos sorjuaninos. Sor Juana escucha las voces de todos los puntos del horizonte, y no pasa de grosero error figurársela como estrictamente sujeta al gongorismo, o como necesariamente difícil cuando ella no se lo propuso. Su poesía religiosa sigue el curso diáfano de Fray Luis de León o de San Juan de la Cruz, y a veces da muestras de aquella castiza sencillez que no necesita nombre en la historia literaria; o “canta con voz de ángel” en los villancicos —según la palabra de Manuel Toussaint—, o retoza y juega con el pueblo jácaras, ensaladas, congos, vizcaínos, latines, tocotines y “adivinanzas” indias. A poco, se remonta a las reflexiones morales, en aquellos sonetos de equilibrado conceptismo que tienen un vaivén pendular, y parece que pintan exactamente lo que borran, propia imagen de la perplejidad, para rematar en algo como un fallo inapelable sobre la disyuntiva o encrucijada que es toda meditación de la conducta. Y otras veces, se va trotando en esos romances medio conversados y medio cantados —privilegio de esta españolísima forma—, que pueden compararse con los mejores de la época. El amor auténtico, apasionado y lloroso, rendido de abnegación o espinoso de celos y de sentimientos encontrados, le dicta sonetos inmortales; liras que manan como agua clara, romances o redondillas como la Ausencia o “los efectos del amor”, en que no es posible concebir más acabada alianza entre la espontaneidad y el arte. [Introducción] Los tres siglos transcurridos desde la muerte de sor Juana Inés de la Cruz no nos han permitido descifrar todos los misterios en torno a esta mujer extraordinaria y poeta insigne de la Colonia.
Sor Juana Inés de la Cruz, grabado, en La ilustración española y americana, núm. 39, 22 de octubre de 1892, p. 273.
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Biografía. Niñez Para la biografía de sor Juana Inés de la Cruz, Según Calleja, Juana Ramírez de Asuaje La fecha del nacimiento de Juana dada por el padre Calleja fue puesta en tela de juicio a raíz del descubrimiento de Guillermo Ramírez España y Alberto G. Salceda (MP, I, pp. lii-liii) de un certificado bautismal encontrado en el Archivo Parroquial de Chimalhuacán, con fecha de 2 de diciembre de 1648, de una niña “hija de la Iglesia”, es decir natural o ilegítima, cuyos padrinos fueron Miguel Ramírez y Beatriz Ramírez, hermanos de la madre de Juana. Pero en Amecameca, la ciudad más cercana a donde nació Juana –nos dice Méndez Plancarte– falta el libro en el que se apuntaban los nombres de los hijos nacidos de españoles; Teniendo en cuenta el artículo de Augusto Vallejo (véanse las notas 5 y 6) donde, con base en los documentos que aporta, establece la fecha de 1649 para el nacimiento de Josefa María, no es posible que Juana naciera en 1648, porque en la Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz (escrita en 1691) nos habla de una hermana mayor, quien fue su confidente en el asunto de ir a tomar lección a la escuela (“amiga”), y en el testamento de su madre doña Isabel, Josefa es nombrada la primera. Por tanto, creo que Juana nació en la fecha que ella misma le daría al padre Calleja, junto a los nombres –totalmente exóticos para el jesuita en España– de Nepantla, Yacapistla, mencionados por él en su “Aprobación”, donde aparece la primera biografía de la monja. A la pequeña Juana le gustaba mucho el queso, pero algún día leyó u oyó que hacía “rudos” (embrutecía) y en seguida se abstuvo. Poco más tarde oyó hablar, por primera vez, de la existencia de una universidad en la Ciudad de México, y quiso que su madre la enviara a estudiar allí vistiéndola de hombre. Como era imposible, se consoló leyendo libros de la biblioteca perteneciente a su abuelo materno, quien vivía no lejos en la hacienda de Panoayán, “sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo”. En su “Aprobación” nos dice Calleja que, a los ocho años, escribió una loa eucarística, hoy perdida. Un tiempo después vivía en la capital con la adinerada familia de sus tíos, los Mata (ella, María Ramírez, hermana de su madre), donde tuvo la oportunidad de tomar lecciones de latín –veinte lecciones fueron suficientes para establecer la base de su conocimiento en esa lengua– y, probablemente, lecciones de otras disciplinas. Biografía. En la corte Según nos cuenta Calleja, la fama de erudita y literata de la joven Juana fue aumentando, y los marqueses de Mancera, virreyes de la Nueva España (1664-1673), Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, y Leonor Carreto, aceptaron, probablemente a través de sugerencias de la familia Mata, que Juana entrara en palacio como “muy querida de la señora Virreina”, es decir, de la virreina doña Leonor (Laura en la poesía de Juana). El clima cultural favorable de la corte virreinal –y seguramente otros maestros– la ayudaron a seguir cultivando sus amplios intereses intelectuales. Ella nos dice: “estudiaba continuamente diversas cosas, sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general”. Por eso percibimos que el bagaje intelectual de Juana lo constituía una curiosidad no sólo de tipo científico, sino universal. Un pasaje llamativo e impresionante de la vida de nuestra monja es su “graduación”. Calleja nos cuenta cómo salió triunfalmente de la dura prueba que el virrey Mancera le impuso por lucirse a través de la damita de su palacio: cuarenta sabios fueron los que, atónitos, examinaron a Juana, quien le dio tan poca importancia a la cuestión “como si en la maestra hubiera labrado [...] el filete de una vainica”. En la Respuesta –así como en su poesía– nos dice repetidas veces que su habilidad para componer versos era algo natural concedido por Dios; no es de extrañar, por tanto, que muy pronto se los pidieran para las celebraciones de la corte, cumpleaños de dentro y fuera, funerales, villancicos y ocasiones de todo tipo, pues, hasta donde pueda reducirse la exageración, nos dice “yo nunca he escrito cosa alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos ajenos”. El conocimiento de sor Juana abarcaba la música y la pintura, la filosofía y la teología. Todo esto estaba encerrado dentro de su hermosura física –como la vemos en sus retratos, siempre con el hábito de su orden– de rasgos bellos y ojos grandes en los que brilla la luz de la razón, esbelta y graciosa de talle. Además, en la Respuesta, nos dice que tenía un “natural tan blando y afable” que sus hermanas religiosas la amaban mucho. No hay duda de que, desde su niñez, continuando en su juventud y madurez, Juana conoció la curiosidad, la admiración y la fama, y también la envidia que provocaba para todos los que caían bajo su esfera, de cerca o de lejos. Biografía. Monja de San Jerónimo En agosto de 1667 Juana entra de monja en las Carmelitas de San José apadrinada, tal vez, por los virreyes y bajo el respaldo de su confesor –quien, según Calleja, lo era también de los virreyes–, el antes citado padre Antonio Núñez de Miranda.
Juana expresa, con toda claridad, cuáles fueron los motivos que la llevaron al convento –lugar tradicional, por demás, para el desarrollo de la mente y el espíritu–; quería, por encima de todo, dedicarse al estudio y aun hubiera deseado vivir sola antes de entrar en religión. Mencionar esto a su edad y en su mundo del siglo XVII, la coloca en una posición de valentía difícil de imaginar. Siguiendo con la Respuesta, ella no quería “tener ocupación obligatoria que embarazase” su enorme interés por llegar al “saber”; sólo el rechazo de lo que llama “impertinencillas” de su carácter, la contuvo, y accedió a ingresar en un convento. A su entrada en las Carmelitas siguió su salida tres meses después por no poder soportar el rigor de la orden, según se ha dicho, aunque quizá hubiera otras razones de tipo personal. La orden de las Carmelitas era de alto rango; posiblemente Juana, hija natural o ilegítima, no se sentía bien en ese claustro. En febrero de 1669 profesó en el Convento de San Jerónimo; al profesar dice ser “hija legítima”, a pesar de que en el Libro de profesiones (que perteneció a Dorothy Schons y se halla en la biblioteca de la Universidad de Texas, Austin), varias monjas reconocen ser “hija de la Iglesia”. De todos modos, cuando escribió el epigrama “El no ser de padre honrado, / fuera defecto, a mi ver, / si como recibí el ser / de él, se lo hubiera yo dado”, da fe de que, al escribirlo, conocía su condición social de hija natural o ilegítima; no sabemos nada del estado civil de su padre al tener relaciones con su madre. Contesta altaneramente y sin temor, y aun insulta a quien intentaba desacreditarla, diciéndole en la segunda estrofa: “Más piadosa fue tu madre, / que hizo que a muchos sucedas / para que, entre tantos, puedas / tomar el que más te cuadre” (MP, I, p. 230), es decir, que le atribuye al atacante la posibilidad de muchos (“tantos”) padres, y por tanto ser hijo de mala madre. Méndez Plancarte consideró este epigrama indigno de sor Juana; tomémoslo como una faceta de su personalidad compleja y contradictoria. Biografía. La escritora intelectual y poeta Sor Juana, a pesar de todo, se adapta a la vida reglamentada y patriarcal del convento, o de esa “colmena” –como la llama Bravo; Como autodidacta, sor Juana se dedicaba al estudio y a la escritura en su celda, rodeada de los libros de su bien nutrida biblioteca, los “amigos” de los que habló Calleja, escuchando con los “ojos a los muertos” y en constante “conversación con los difuntos”, como había dicho Quevedo en su soneto que comienza: “Retirado en la paz de estos desiertos”. Su fama crecía extendiéndose alrededor de ella, particularmente por el mundo de habla española y portuguesa así como por otras partes de Europa. Con esa fama que expandía su nombre, se agudizaría su lucha por imponerse como poeta y mujer erudita. Sus superiores eclesiásticos querían que sor Juana se conformara con ser una monja más, sometida a la imagen tradicional de la mujer hispánica: “No quiero decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras” como dice en la Respuesta. Llegaron a prohibirle el estudio, y lo consiguieron “con una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición”. A la monja no le quedó más remedio que obedecer, pero sólo duró la prelada unos tres meses en el mando. Y si entonces no le fue posible a sor Juana estudiar en los libros, lo hacía en lo que veía a su alrededor: figuras geométricas, observando a unas niñas que hacían girar un trompo, fenómenos naturales que descubría en la cocina. Juana Inés dice claramente en la Respuesta a sor Filotea que ella había recibido ese don de Dios, así que “en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Los ataques continuaron, como sucede con quienes descuellan, y tomando el ejemplo de Jesucristo, dice sor Juana: “¡Válgame Dios, que el hacer cosas señaladas es causa para que uno muera!”. Cuando escribe la Respuesta, ya la monja ha enfrentado, y sigue enfrentando, a atacantes más o menos encubiertos; habla, por lo tanto, con conocimiento de causa. El “Entendimiento”, la razón, que aparece como personaje en composiciones suyas, rige su vida. Juana tenía una enorme habilidad para la poesía, habilidad que ella menciona en la Respuesta, así como en el romance que comienza “Daros las Pascuas, señora”; ahí nos dice que corre “el discurso tan apriesa / que no se tarda la pluma / más que pudiera la lengua. / Si es malo, yo no lo sé; / sé que nací tan poeta, / que, azotada, como Ovidio, / suenan en metro mis quejas”. Se veía, pues, a sí misma, con “este natural impulso que Dios puso en mí” que le traía el aplauso de muchos, y las críticas de los demás. Cuando dijo en la Respuesta, después de analizar palabras de San Pablo, “pues si el Apóstol prohibiera el escribir, no lo permitiera la Iglesia”, nos dio un equivalente de lo dicho por Calderón de la Barca cuando se le reprobó el escribir comedias contestando que era malo o era bueno: que si era bueno no se le obstase, y si era malo que no se le mandase. A diferencia de éste, sin embargo, sor Juana no tenía que defender sólo su libertad personal como ser humano. Primero, tenía que dejar asentada su libertad como ser pensante que discurre y desarrolla su entendimiento, su constante batalla por ser mujer escritora. Defender esa libertad constituía su más alta preocupación; al defenderse a sí misma, defendió a las mujeres todas en varios frentes. La mujer “discreta”, es decir, letrada, que logra domar al entendimiento y llegar a la comprensión de las ciencias, ésa es dos veces hermosa: primero, por buscar el embellecimiento de su intelecto y, segundo, por la victoria que ello significa. Así nos lo dice el Entendimiento, razonando con la Voluntad, en la “Loa a los años de la reina [...] María Luisa de Borbón” (MP, III, pp. 376-393; p. 390). El “feminismo” de sor Juana –como dijo hace años Ramón Xirau en su libro dedicado a la monja– parte del hecho, aceptado graciosamente, de haber nacido mujer y de la necesidad de afirmarse a sí misma partiendo de una base de igualdad entre los sexos, que ella hacer derivar de la justicia divina. No hay acrimonia en sor Juana; simplemente declara aquí y allá en su obra que la inteligencia no depende del sexo, como lo afirma al dirigirse a la duquesa, en el romance, “Grande duquesa de Aveiro” (MP, I, pp. 100-105; vv. 29-32): “Claro honor de las mujeres, / de los hombres docto ultraje, / que probáis que no es el sexo / de la inteligencia parte”. La monja aprovechaba toda oportunidad para ensalzar a la mujer, fuera a través de la Virgen María, de santas, de monjas o de mujeres ilustres de su tiempo, aprovechando el pasaje de Adán y Eva, explicando a su manera la figura de San José (véase mi “El tema bíblico de Adán...”, En busca ... , pp. 133-150), o inclusive criticando a un santo. Así lo hallamos en un villancico en honor de San Pedro Apóstol (las cursivas pertenecen a la edición de MP, II, pp. 52-53, Villancico VI, coplas; vv. 40-44):
Se refiere este pasaje a las negaciones de San Pedro en el Nuevo Testamento, cuando Pedro le niega a una simple mujer de la casa de Caifás, el sumo pontífice, sus “razones precisas”, “la ciencia”, es decir, la verdad (ciencia=conocimiento=verdad), puesto que era cierto que él pertenecía al grupo de Jesús; sor Juana hace depositaria de “la ciencia”, es decir, del saber, a esta humilde sirvienta, según aparece en los Evangelios. Biografía. Los últimos años Ya antes de 1682, el que había sido confesor de sor Juana, el padre Antonio Núñez de Miranda, quien, como mencionamos, la había guiado espiritualmente antes de entrar de monja, la instaba a abandonar toda escritura no ligada a estrictos cánones religiosos. La ruptura de parte de la monja con su confesor se manifiesta con tono muy firme en la carta al padre Núñez (“Carta de Monterrey”, 1681 o 1682) antes mencionada, y a la que volveremos; sor Juana muestra en ella gran espíritu combativo y seguridad en sí misma. Estas luchas y otras siguieron agazapadas hasta los últimos años de su vida; se agudizaron con la publicación de la Carta Atenagórica o Crisis de un sermón (el título que tiene en el Segundo Volumen de las obras de sor Juana) Dorothy Schons ha explicado que la letra de la monja aparecía firme hasta casi el final; esto nos demuestra que sor Juana siguió defendiendo su derecho al estudio y la escritura. En el congreso de la Universidad del Claustro de Sor Juana (noviembre de 1995), Teresa Castelló Yturbide reveló un documento, guardado en la familia del conde de la Cortina desde 1843: el inventario de los bienes de la monja (después de haber desaparecido los libros e instrumentos que tenía), que se hallaban en su celda algún tiempo antes de morir. El documento menciona – entre otros inmuebles– estanterías con más de 180 libros y 15 rollos escritos por ella sobre temas religiosos y profanos. Es decir, sor Juana siguió ocupada en el ejercicio de la escritura –aunque ya no publicara–, por lo menos, hasta alrededor de año y medio antes de su muerte. A la problemática personal, puede haber contribuido el panorama nada alentador del México de aquellos días –sor Juana se comunicaba con el mundo exterior, ¿puede uno sustraerse al ambiente general? El misógino arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas, “gran limosnero”, como discretamente lo llama Schons, quien nunca había aprobado la vocación de la monja a la escritura, intervino en la venta de la biblioteca de sor Juana, Sor Juana no era mística ni monja que creyera en éxtasis, ni abogaba por una oración de tipo sobrenatural; creía en la práctica tradicional de las devociones en la que interviene la voluntad y el entendimiento; su fe religiosa recogía las razones humanas, morales y filosóficas que buscaba el ser humano en su acercamiento a Dios. En cuanto a las prácticas religiosas conventuales de su mundo: besar la tierra, darse disciplina, usar cilicios –que hoy nos parecen tan repugnantes–, las conocía e incluso las practicaba (las dos primeras, por lo menos) y aconsejaba su uso, como lo hace en Ejercicios de la Encarnación. Recuérdese el caso de su amigo don Carlos de Sigüenza y Góngora, el gran hombre de ciencia de la Colonia, y lo que cuenta en su Parayso Occidental; es decir, que sor Juana y Sigüenza y Góngora se atenían a las regulaciones y costumbres operantes en su mundo decretadas por el poder eclesiástico de la época; al mismo tiempo, defendían su libertad y derecho al estudio y la ciencia; no hallaban contradicción entre una y otra actividad. Sor Juana creía firmemente en que la mente humana procede de la divina, que ésta es justa y reparte sus dones por igual a todos, y que la Iglesia debía ser la guardiana de estos bienes. Creía en la libertad dada por Dios con el albedrío. Sin embargo, pronto se daría cuenta de que los directores de la Iglesia eran seres humanos y falibles. Mas las protestas de la monja contra esos abusos no significan que ella se considerara fuera de la comunidad de su Iglesia. Puesta ante la tremenda disyuntiva de escoger entre seguir siendo escritora o salvarse, Juana, como era de esperarse, no podía sino escoger la segunda opción. Aunque, como ya mencionamos, siguió escribiendo –condición insoslayable de su personalidad–, ratificó sus votos de religiosa, y llamó a su antiguo confesor. Hubo, pues, no conversión como tal pero sí un cambio en su vida: tuvo que abandonar la razón por la cual había entrado en el convento y decidirse por su salvación espiritual, dos razones ya apuntadas en la Respuesta, “primacía perfectamente ortodoxa, de los fines espirituales sobre los temporales: estamos en este mundo para salvarnos y ganar la gloria”, como dice Paz en su obra sobre la monja (p. 157). Según las noticias que nos han llegado, Juana se dedicó a hacer penitencia con la misma energía que no mucho antes utilizara en defenderse. Se nombra en los tiempos finales de su vida “Yo, la peor del mundo ...” (p. 523), y dirigiéndose a Dios, dice ser “la más indigna e ingrata criatura de cuantas crió vuestra omnipotencia” (p. 520). ¿Cuánto de sentimiento verdadero, o de tradición religiosa, o de presión eclesiástica hay en esas palabras que nos transmiten los documentos penitenciales? Obra de sor Juana Las antiguas ediciones de sor Juana se publicaron en la Península y contienen –con la excepción de obras sueltas– la totalidad de sus escritos; salieron a luz en vida de sor Juana o algunos años después de su muerte. Son tres tomos, editados varias veces cada uno: la primera edición del primer tomo lleva el barroco y llamativo título de Inundación castálida (Madrid, 1689), las otras ediciones cambiaron al de Poemas; en total fueron nueve las ediciones de este primer tomo. El segundo tomo lleva el título de Segundo Volumen (Sevilla, 1692), que se cambió en ediciones posteriores a Segundo Tomo y más tarde al de Obras poéticas, publicándose un total de seis veces. El tercer tomo, que siempre tuvo el mismo título de Fama y Obras Póstumas (Madrid, 1700), se publicó un total de cinco veces. La fama de la monja de México se ha basado, mayormente, en su obra lírica; tienen importancia obras suyas en prosa, particularmente por explicarnos su formación escolástica, sus intereses vitales y personalidad. La maestría de la monja se basa en el amplio conocimiento de la poesía española de su tiempo y en el sello personal que le imprimió. Conocía y utilizaba con originalidad a los grandes maestros (Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Calderón) así como a otros poetas menores de la Península y posiblemente de la Colonia. Empleó con gran habilidad los juegos lingüísticos culteranos y conceptistas; aprovechó gran variedad de formas y de rimas así como de temas, con un entusiasmo que resulta nuevo y lleno de frescura. La poesía de sor Juana refleja la de su época y por tanto no transmite sentimientos personales, al estilo romántico, aunque evidentemente se basa en vivencias. La poesía culta de su tiempo, como dijo hace años Raimundo Lida (El libro y el pueblo, México, 1932, p. 4) es un artificioso ejercicio retórico. La escritura de la monja es eminentemente intelectual, impregnada, al mismo tiempo –como observó Vossler– de una curiosidad ingenua ante el mundo. Le interesaba darse a conocer, que supieran de su saber y su maestría probando que dominaba todas las corrientes y los tópicos, todas las fórmulas que se practicaban en poesía para así ocupar un lugar preponderante en la corte y en su mundo intelectual. Intentemos, para mayor claridad, una nueva clasificación (siempre arriesgada porque hay poemas que combinan más de un tópico) de la obra de sor Juana basándonos en géneros (y en temas); algunas de estas secciones las subdividiremos en apartados teniendo en cuenta la obra total de sor Juana y también los ejemplos que demos: 2.1. Lírica personal: 1] Poesía de tema amoroso: retórica del llanto, “encontradas correspondencias”, fidelidad en el amor, celos, ausencia, poder de la fantasía; 2] Poesía de homenaje y peticiones; de discreteo; retratos, los Enigmas; 3] Poesía de tema religioso y funeral; 4] Poesía satírica y burlesca; 5] Poesía de tema filosófico; el Sueño. 2.2. Villancicos, Letras de San Bernardo. 2.3. Teatro: loas “sueltas”, autos sacramentales con sus loas, comedias. 2.4. Prosa: El Neptuno alegórico; Carta de sor Juana Inés de la Cruz a su confesor ... (“Carta de Monterrey”); Carta Atenagórica (Crisis de un sermón), Respuesta a sor Filotea. Obra. Lírica personal La poesía de sor Juana tiene una larga y variada historia, que remonta, por lo menos, a la literatura griega, recoge las tradiciones del amor cortés de la Edad Media cristiana francesa, en particular, y, más tarde, del dolce stil nuovo de Dante y, sobre todo, de Petrarca, hasta llegar, con este bagaje, a los grandes maestros de la Península. Poesía de tema amoroso Lo primero que hay que notar en la poesía de tipo amoroso de sor Juana es la gran novedad que significa el hecho de que el “yo” poético sea femenino; es decir, sor Juana invierte y aun revoluciona los papeles en la poesía de amor cortés y petrarquista, donde el trovador o poeta es masculino. Pero Juana, mujer poeta, se siente compelida a utilizar diferentes voces: la voz femenina que se dirige al amado; la voz masculina que le habla a la mujer querida; y una voz ambigua que no podemos categorizar como femenina o masculina, la cual, a veces, da consejos o sirve de juez. El cambio de voces puede pensarse también como ejercicio retórico. En su poesía de amor predominan los sonetos, género que, entre todos, gozaba de gran prestigio por su dificultad y concisión. Veamos uno de los dos en el que trata la cuestión de la “retórica del llanto”
Según se desprende de este soneto, la persona amada ha expresado recelos y el yo poético no ha podido persuadir por medio de las palabras; el dolor que produce esta incomprensión hace que brote el llanto para convencer; las lágrimas, pues, tienen un papel retórico. Nótese la imagen del corazón –donde reside el amor–, que se destila en lágrimas a través de los ojos y ruedan hasta las manos del amado dando evidencia de ese amor. En ocasiones, sor Juana analiza aspectos del amor atada a la demostración de una teoría como la del hilomorfismo Un grupo de cinco sonetos que llaman la atención –y que Juana escribiría temprano pues aparecen juntos desde Inundación castálida – son los dedicados a alabar la “fidelidad en el amor”, cualidad que se adjudica a la mujer y que en la mayoría de estos sonetos es conyugal. Se trata de mujeres famosas de la historia y del mundo clásico: Julia, Porcia, Lucrecia y Tisbe. En estas composiciones histórico-mitológicas, sor Juana nos transmite otro aspecto de su deseo de honrar a la mujer elevándola a una altura heroica. Es interesante su tratamiento del suicidio; sor Juana adopta la postura clásica que lo justifica como medio para salvar el honor (como en el caso de Cleopatra, en los villancicos a Santa Catarina). Se notan también el amor y fidelidad al esposo o amado y el valor de estas heroínas ante la muerte: fortaleza y valentía, dos apreciadas virtudes que generalmente se adjudican al género masculino. En estos sonetos se propone, asimismo, una re-elaboración profana del “muero porque no muero” de la literatura mística; como en otras partes de su obra, Juana declara que el sentimiento interno de dolor profundo debía de ser suficiente para provocar la muerte. Las antítesis abundan en estos sonetos epigramáticos como, por ejemplo, en el segundo que se dedica a Lucrecia (epítome tradicional de fidelidad) cuando termina con estos versos: “¡Oh providencia de deidad suprema, / tu honestidad motiva tu deshonra, / y tu deshonra te eterniza honrada!” (MP, I, p. 282). Otro de los motivos que trató sor Juana en su poesía amorosa es el de los “celos”; éstos son –según nos dice en el romance que comienza “Si es causa amor productiva”– la verdadera prueba del amor. Pero esto se basaba en un juego poético, retórico, ya que: “La opinión que yo quería / seguir, seguiste primero; / dísteme celos, y tuve / la contraria con tenerlos” (MP, I, pp. 9-17; vv. 301-304). Es decir: Juana hubiera preferido haber escrito que los celos no eran prueba del amor pero un amigo poeta se le adelantó y no le quedó sino probar lo contrario. En este largo romance donde “[d]iscurre con ingenuidad ingeniosa sobre la pasión de los celos” (según dice el epígrafe), la poeta presta variación a un tema que era muy gustado en la época probando que las “finezas” y los rendimientos, que son indicios del amor, pueden fingirse, pero no los celos: “¿Hay celos?, luego hay amor; / ¿hay amor?, luego habrá celos”. Antes de dejar este apartado de los celos, veamos las liras que comienzan “Pues estoy condenada”, (“Que dan encarecida satisfacción a unos celos”, según el epígrafe). En ellas, la voz lírica protesta contra los celos infundados y organiza, reflexivamente, el caso de su defensa como si fuera ante la ley, exigiendo que el amado la escuche: “y la sentencia airada / ni la apelo, resisto ni la huyo, / óyeme, que no hay reo tan culpado / a quien el confesar le sea negado” (MP, I, pp. 315-316; vv. 3-6). Estos versos nos muestran conceptos que sor Juana aplicó a algunos de sus escritos y a su propia vida. Hay otros aspectos en esta composición que hemos visto antes, como cuando pondera que “él” haya creído lo que otros le han contado: “¿Y pueden, en tu pecho enfurecido, / más la noticia incierta, que no es ciencia, / que de tantas verdades la experiencia?” (ibid., vv. 10- 12). Lo “que no es ciencia”, es decir, lo que no es verdad, repite la idea vista antes en el pasaje de las negaciones de San Pedro. E incluso tenemos aquí en la última estrofa:
Es una variación, traspuesta al amor profano, de la original proposición teológica de sor Juana en la Carta Atenagórica (Crisis de un sermón): la “fineza” mayor de Dios es no hacernos favores para que no incurramos en más pecados al no poder agradecérselos, ya que somos ingratos por naturaleza. Sin embargo, nos dice la poeta, “la ausencia”, en particular si es de muerte, es mucho peor que los celos. Éste es uno de los tópicos en el que Juana tal vez se nos aparece de modo más personal. Veamos muestras en unas endechas y unas liras. En estas composiciones habla “una mujer amante de su marido muerto”; vemos, que, de todos modos, la poeta pone distancia entre su persona y el yo lírico (“Agora que conmigo”, “Amado dueño mío” y “A estos peñascos ...”). Hay mesura y sujeción entre el dolor actual que se sufre y el pasado que se rememora en el escenario de un lugar apartado donde todo lo que la rodea es mudo; son notables las notas líricas de estos versos, aunque no se deja de lado el tono discursivo. Por comparación se opone el mal presente y el bien disfrutado por los demás; los celos, las dudas y las ofensas no son nada comparadas a la pérdida definitiva que trae la muerte, a la cual, aquí también, se confía la perdurabilidad del amor. Se establece un paralelo entre el vacío de la ausencia y las voces de los enojos y las quejas que no se profieren porque son escritura muda en el verso:
Para terminar con la primera parte de esta sección de “Lírica personal”, veamos el soneto de sor Juana con el tema singular del “poder de la fantasía”, es decir, la posesión mental del amado a pesar suyo:
Poesía de homenaje y peticiones; de discreteo; retratos; los Enigmas Homenaje y peticiones; de discreteo
En los de cumpleaños, sin poder evitar las expresiones corteses de deseo de vida infinita, en ejemplos de átomos, luceros, números, donde recurre a lo cíclico, hace Juana, al mismo tiempo, gala de su saber mitológico e histórico. Aprovecha la ocasión para disertar sobre filosofía y darnos lecciones de ciencia, como en el soneto que comienza: “Vuestra edad, gran señor, en tanto exceda / a la capacidad que abraza el cero, / que la combinatoria de Kirkero / multiplicar su cuantidad no pueda” (MP, I, p. 302). Y de filosofía, donde se notan conceptos expresados en otras partes: “No en lo diuturno del tiempo / la larga vida consiste; / tal vez las canas del seso / honran años juveniles. [...] Quien llega necio a pisar / de la vejez los confines, / vergüenza peina y no canas, / no años, afrentas repite” (MP, I, pp. 45-48; vv. 53-56, 89-92). También en este apartado colocamos las décimas que envía “a persona de autoridad” –como dice el epígrafe– junto con el que significaría, entonces, el magnífico regalo de un reloj: “Los buenos días me allano / a que os dé un reloj, señor” (MP, I, pp. 254-255; vv. 1-2). A través de estas décimas, nos revela su asombro ante el mecanismo de la pequeña máquina del reloj y su fascinación barroca por el fluir del tiempo. En este dilatado grupo colocamos, asimismo, el romance que comienza “Grande duquesa de Aveiro”. Sor Juana muestra aquí la erudición tan típica de ella al par que rinde homenaje a la fama de sabia que tenía doña Guadalupe de Lancaster, la duquesa. De este modo Juana se adscribe a una genealogía femenina contemporánea suya (véase a Glantz en el prólogo de Segundo Volumen, 1995, y mi artículo sobre este romance a la duquesa de Aveiro En busca, 1998); en este caso, diciéndole claramente que se acerca a ella sin interés porque América es rica y abundante; sale a relucir su orgullo de ser americana, que, “Europa mejor lo diga, / pues ha tanto que, insaciable, / de sus abundantes venas / desangra los minerales ...” haciendo, a los europeos, “despreciar los patrios lares” y “olvidar los propios nidos” (MP, I, pp. 100-105; vv. 93-96, 99-100). Antes de cerrar esta sección “de homenaje”, mencionemos el largo e importante poema en silvas que sor Juana escribió en homenaje a una victoria naval contra los franceses, de las fuerzas españolas de Barlovento, cuyo título comienza Epinicio gratulatorio al Conde de Galve ... (1691), virrey entonces de la Nueva España. Méndez Plancarte considera a esta oda “tan genuinamente pindárica y tan fastuosamente gongorina [que] resulta hoy demasiado ardua al lector común” (I, p. 570). Los poemas de “discreteo” lo componen décimas en las que sor Juana, pretendiendo vanalizar, hace reflexiones más o menos serias sobre el mal de ojo o “fascinación”; el ser discreto se prueba callando; el aprender a guardar secretos; consejos a seguir en un caso determinado; o se expresa la opinión de que, una vez que se ha obrado mal, debe uno callarse pues el excusarse acentúa la mala acción; o donde hallamos disculpas por no contestar de su mano por falta de salud. Retratos
Tersa frente, oro el cabello, Los retratos le sirven a la poeta para digresiones de variado tipo: para expresar amor y admiración o para filosofar, para demostrar sus conocimientos musicales, para disertar. Es notable el de Lisarda por sus reflexiones jocosas y satíricas con respecto a los “encantos” de ésta y a la utilización de los poetas del tiempo de “lugares comunes”, todo en una forma sabia y conocedora. Para escribir de la belleza extraterrenal de la marquesa, “angélica forma”, sólo el firmamento podía servir de “lámina”, de este modo se aseguraba la incorruptibilidad de tal hermosura. Varios de estos “retratos” cabrían en la denominación de “cortesanos” por sus vínculos con la poesía provenzal y por referirse a mujeres de la corte: Juana es el vate que canta sus perfecciones; todo intento de copiar su belleza es inútil; lo que cuenta es la oportunidad de mostrar, con el dedo índice que sujeta el pincel, que “la afición” es “índice del corazón”. El objeto amoroso copiado, el cuerpo, pasa a la tela y levanta tales emociones que no puede creerse sin vida, y la queja es que no responda; pero la poeta desarrolla modos de poseer mentalmente (como en el soneto que comienza “Detente ...”, que vimos antes) o, mejor, como dice el epígrafe de las décimas “Copia divina, en quien veo”, pasa a ser “dos veces dueño”: Los Enigmas
El librito de los Enigmas está hecho a mano, a imitación de una obra impresa, y está fechado el año de la muerte de la monja, 1695. Por tanto su confección se ha calculado anterior en dos o tres años. Sor Juana contribuyó en esta obrita de sus hermanas religiosas de Portugal, con un romance-dedicatoria, un soneto que hace las veces de prólogo y veinte redondillas, el metro por excelencia de los enigmas. Además de sor Juana, ocho monjas portuguesas colaboraron de distinta forma; también hay un romance de María Luisa Manrique de Lara. No es que los Enigmas, literariamente, añadan a la fama ya bien establecida de la monja mexicana, pero sí prestan aspectos nuevos a su personalidad de poeta y de mujer: no sólo es sutil y aguda, es graciosa y juguetona. De acuerdo con el análisis que hemos hecho en otra parte de su romance-dedicatoria, notamos cómo la monja les decía a las portuguesas que los enigmas propuestos podrían resolverse conociendo ellas –como conocían– su obra porque “todo lo que es conocer / ya no será adivinar”. Poesía de tema religioso y funeral
Citemos en esta sección la primera estrofa de un soneto en el que nos traduce –al mismo tiempo que su mexicanidad– la conversión de la Guadalupe extremeña en la Guadalupe mexicana, y la copia misteriosa del Cielo en “guarismos de flores” en la milpa (véase Chang-Rodríguez): “La compuesta de flores Maravilla, / divina Protectora Americana, / que a ser se pasa Rosa Mejicana, / apareciendo Rosa de Castilla ... (MP, I, p. 310; vv. 1-4). La poesía funeral de sor Juana consta únicamente de sonetos; tres se escribieron a la muerte de Leonor Carreto, marquesa de Mancera, quien había acogido a Juana en el palacio virreinal, y otros tres a la muerte del viejo duque de Veragua, fallecido casi recién llegado a la Nueva España a donde venía a ocupar el cargo de virrey. La formación escolástica de nuestra monja la había preparado perfectamente para la concisión formal del soneto y su juego logístico y conceptuoso. Los sonetos funerales pueden servir de modelo. En ellos hallamos oposiciones entre lo espiritual y lo material, que llegan a la sublimación o la sobrevivencia, sean basadas en conceptos paganos así como cristianos o personales. Hallamos en ellos vacío y pérdida; sólo la memoria –guardada en el corazón y en la mente– conservará el recuerdo de los muertos. El antagonismo básico entre el alma y el cuerpo estimularía el entendimiento de sor Juana agudizando sus inquietudes religiosas y científicas. En los de Laura, como la conoció, se notan rasgos tal vez más personales: el “compuesto” de Laura se ha “dividido” a causa de la muerte para reunirse definitivamente cuando –en el Juicio Final– se logre la identificación eterna entre lo material y lo espiritual; mientras tanto –como en el retrato de María Luisa, su otra amiga virreina– por su belleza y “su luz pura”, sólo el cielo es digno de guardarla: “De la beldad de Laura enamorados / los cielos, la robaron a su altura, / porque no era decente a su luz pura, / ilustrar estos valles desdichados ...” (MP, I, pp. 299-300; vv. 1-4). Poesía satírica y burlesca
En los poemas burlescos, Juana se prueba consumada artista. Son una serie de cinco sonetos publicados juntos en la edición del primer tomo de Poemas, 1690, el año siguiente a Inundación castálida. En ellos la poeta utiliza los recursos del género pesare a quien le pesare, haciendo un tour de force al seguir el “pie forzado” para cada uno de ellos. Estos versos, como los de “germanía”, emplean chistes y referencias más o menos abiertas a cornudos y “cabrones”, a chicas zafias que vociferan, engañan e invitan a “refocilarse” en el amor .... Aquí cabe el “Jocoso, a la rosa” (MP, I, p. 284), que denota el prurito poético que la movía “porque todo poeta aquí se roza”. Veamos la primera estrofa, tan burlesca: “Señora Doña Rosa, hermoso amago / de cuantas flores miran Sol y Luna: / ¿cómo, si es dama ya, se está en la cuna, / y si es divina, teme humano estrago?” (vv. 1-4). Poesía de tema filosófico; el Sueño
Dísteme aplausos para más baldones, Relacionados con estos pensamientos de desaliento, de lo que se ha llamado desengaño barroco, se encuentran dos sonetos suyos dedicados a la esperanza (“Diuturna enfermedad de la Esperanza” y “Verde embeleso de la vida humana”). La Esperanza es vista, no como virtud teologal, sino considerada al estilo pagano: la esperanza es mentirosa; sólo retrasa la verdad que, tarde o temprano se impone, por eso es “homicida” y da “más dilatada muerte” a “los que, con verdes vidrios por anteojos, / todo lo ven pintado a su deseo” (MP, I, p. 281; vv. 10-11). Pero la poeta considera que la “fortuna” suya ha sido “más cuerda”, pues –nos dice– “tengo en entrambas manos ambos ojos / y solamente lo que toco veo” (ibid., vv. 13-14). Lo cual nos lleva a los emblemas de Alciati, la “cordura” de Gracián, y todo un complejo de motivos barrocos relacionados con el “ver” y el “tocar”. La rosa, en su carácter de maestra, tiene una larga tradición renacentista, desde el “carpe diem” de Horacio y el “Collige, virgo, rosas” de Ausonio. Simboliza la vida y hermosura femeninas en lo caduco y efímero; es por eso, la rosa, aleccionadora: “que es fortuna morirte siendo hermosa / y no ver el ultraje de ser vieja” (“Miró Celia ...”, MP, I, pp. 278-279; vv. 13-14). En unas glosas en décimas nos transmite el concepto de que un modo de salvaguardarse para la mujer es no entregarse, no permitir “que te corte mano osada” porque “en perdiéndose el color, / también serás desdichada” (MP, I, p. 264; vv. 15-16). Lo cual nos lleva indirectamente a una idea personal de rechazo contra la unión de tipo marital. Se nota la tradición de Lope de Vega en la utilización del romance para razonamientos donde priva lo mental como en el que comienza “Finjamos que soy feliz”. El “yo” de la poeta, desdoblado, discute con ella misma sobre cuestiones filosóficas que cree imposibles de resolver. Para este “yo” la verdadera sabiduría es precisamente no saber, porque las aspiraciones de conocimiento no traen la felicidad; y pasa a dar ejemplos varios de cetrería, horticultura, navegación. Uno debe ponerse medida a uno mismo, imponerse límites, porque “el ingenio” consume como el fuego y “[s]i es para vivir tan poco, / ¿de qué sirve saber tanto?” (MP, I, pp. 5-8; vv. 131-132), versos comentados por Unamuno. Antes de concluir esta sección, consideremos uno de los poemas más celebrados y comentados de sor Juana, el cual, según se dice en el epígrafe, “[p]rocura desmentir los elogios” a un retrato de la poeta: Este, que ves, engaño colorido, Sor Juana, evocando algún verso de Garcilaso y Góngora, parece contemplar el retrato mismo, “engaño colorido”, con sus colores mentirosos, los “silogismos”, para desarrollar en distintos planos, aspectos diferentes de la vulnerabilidad de la materia: el retrato aparenta ser lo que no es, puesto que no reproduce a la persona verdadera y total (como lo pensaba Platón), ni es siquiera la persona misma pues sólo está “copiada”; la vemos, además, en sólo una instancia de los sucesivos momentos vividos. En un plano más trascendental –que sobrepasa el de los sentidos– hay engaño en cuanto a que el cuerpo reproducido es mortal: envejecerá y se convertirá en “cadáver”, en “polvo”, pasando luego a ser “sombra” y absolutamente “nada”; es la aniquilación total que, seguramente, alcanzará a la misma materia, la tela, donde se pintó el retrato. El Sueño
He estudiado antes las fuentes y tópicos que fundamentan el Sueño así como las distintas modalidades que el Renacimiento desarrolló a partir del tópico del sueño (o del dormir, ambigüedad etimológica del castellano que combina las palabras latinas somnium y somnus): podía ser vaticinador o burlador; reparaba el cansancio del trabajo o de males de amor; como en el caso de la “rosa maestra”, nos previene de la duración efímera de la vida y de la hermosura preparándonos para la muerte porque es, primero que nada, imago mortis, la imagen de la irremediable muerte. Sor Juana utiliza en su poema estos y otros motivos tradicionales, pero ellos no constituyen la base esencial de su poema, que es, como ya se ha dicho, la aventura materializada en la escritura de sus ansias de conocimiento. El dormir diario, pues, sirve de vestidura al sueño mismo; éste es el recuento de su aspiración máxima en la vida: alcanzar la sabiduría. La protagonista de esta aventura es el Alma, o el Entendimiento, ente espiritual presentado sin sexo (como en Calderón y en María de Zayas). Con la palabra última de su poema se entera al lector, clarísimamente, de que un sujeto lírico femenino ha estado disertando con el conocimiento, lucidez e inteligencia sólo concedidos a los hombres eruditos de la época: “Consiguió, al fin, la vista del ocaso / el fugitivo paso [...] / quedando a luz más cierta / el mundo iluminado, y yo despierta” (MP, I, pp. 335-359; vv. 959-960, 974-975). Pero no es solamente con el “despierta” que la poeta interviene bajo personalidad femenina; hay otros recursos lingüísticos, retóricos y temáticos que nos dejan entrever esa sensibilidad de mujer inclinada a lo científico. El ser desengañado del Barroco no podía dar crédito a sus ojos ni fiarse de la realidad circundante, y por eso el sueño y la apariencia tuvieron igual validez. Sor Juana nos da muestras del fallo de los ojos en la Respuesta: las vigas paralelas que parecían unirse, vistas a distancia, por ejemplo. Así es como el sueño, que no es real, pasa a formar parte de la experiencia. En su Sueño no hay confusión como sucede con el Segismundo de Calderón: los límites entre la realidad y el sueño están bien delimitados pero se superponen. El sueño del saber que regía su vida se expresa a través del dormir diario, en el cual se inserta una realidad vital. Diego Calleja, ya varias veces mencionado, nos dio el mejor resumen de este poema como proveniente de la misma monja: “Siendo de noche, me dormí. Soñé que de una vez quería comprehender todas las cosas de que el universo se compone. No pude, ni aun divisas por sus categorías, ni aun un solo individuo. Desengañada, amaneció y desperté” (“Aprobación”, Fama ..., 1700). Vemos ya la división tripartita de los sueños: la caída de la noche que invita al dormir, el sueño mismo, y el despertar. Desde la apertura del poema con sus impresionantes y conocidos versos: “Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra” hasta la llegada del siguiente día: “Llegó, en efecto, el sol cerrando el giro / que esculpió de oro sobre azul zafiro”, hay en la parte central todo un compendio de la sabiduría de la monja: el neoplatonismo y la escolástica; el hermetismo y Atanasio Kircher; la patrística y la tradición clásica española. El interés de sor Juana por lo científico se expresa en el Sueño de varios modos: por medio del interés barroco por los mecanismos como un intento de comprender, de aprehender, si no dominar, la dinámica interna del mundo que la rodeaba, del funcionamiento de su propio organismo. Lo expresa así: el cuerpo siendo, en sosegada calma, Pero el entendimiento es vaso pequeño que ni siquiera comprende el curso de una fuente ni el colorido de los pétalos de una flor; llega al Alma la decepción final después de intentar captar al universo a través de métodos diversos. Sin embargo, la poeta no quería darse por vencida; por tanto, convierte esa decepción en una experiencia positiva utilizando el personaje de Faetón, glorioso en su fracaso, y el de la Noche que, “segunda vez rebelde”, en su cíclico retorno de todas las noches, va a repetirse incansablemente –como Sísifo–, dando valor al mero esfuerzo, el deseo de “verse coronada” en su empeño. Este camino de búsqueda, descrito en el Sueño, está cargado de gran dinamismo. Nos explica que, a través del esfuerzo –que contiene en sí mismo renovación y perpetuidad– se puede encontrar la esencia de nuestra vida. Obra. Villancicos; Letras de San Bernardo
La obra villancesca de sor Juana –piezas que se le encargaban y pagaban– consta de doce juegos de villancicos; La monja continúa empleando en sus villancicos motivos tradicionales: los personajes que hablan mal el castellano u otras lenguas con la intención de producir efectos cómicos; los “estudiantones” o sacristanes, hablando a veces latín macarrónico. Hallamos a la Virgen de zagala, de doctora o maestra, de astrónoma; a los santos de aventureros, de maestros; a San Pedro Apóstol, de “pastor” de la Iglesia, “soberano clavero”, utilizándose con prolijidad el tema de las negaciones de Jesús y el consecuente arrepentimiento. Cada juego de villancicos se atiene al tema principal de la celebración litúrgica que se solemniza; en los de la Asunción, por ejemplo, prima el tema de la ascensión: lucha entre las flores y las estrellas por defender quien tenga más derecho a María, si la tierra o el cielo, o competencia entre éstos porque Jesús bajó y María subió; gozo general por su exaltación a los cielos, llanto por el abandono en que nos deja. La erudición de sor Juana asoma a cada paso en el conocimiento de los pasajes aludidos del Nuevo Testamento, en los términos de economía que tan bien conocía (fue contadora de su convento), de derecho político, de mitología, de pasajes literarios clásicos. La monja utilizó todos los recursos que recibió de la Vieja España, pero les prestó frescura inusitada al introducir sus intereses personales y la cultura que veía a su alrededor: indios que hablan de sus preocupaciones inmediatas codeándose con los tradicionales negros y estudiantes, villancicos en náhuatl, personajes de su mundo clerical y coral, defensa del vizcaíno por pagar tributo al padre que dijo serlo, así como dualismos conceptistas, sugeridores y enigmáticos (MP, II, pp. 63-64, Asun., 1679, Vill. III): muy morena para hermosa, En los villancicos aparece también –exaltando a María o a Catarina–, la defensa que hace sor Juana de su derecho a la intelectualidad, su “feminismo”: La soberana Doctora Como nos lo dice de la Virgen María (transmitiéndonos cierto resentimiento contra el padre, el varón) en los de la Concepción (MP, II, p. 25, 1676, Vill. VI, vv. 37-40): “Sin la mancha de la culpa / se concibe, de Adán hija, / porque en un lunar no fuese a su padre parecida”. En los villancicos de Catarina (1691, contemporáneos del asunto de las cartas), santa con la que Juana comparte aspectos en común, la exaltación de la mujer sabia sube de tono y se repite a cada paso: Catarina con su “ciencia divina” o “soberana” ha convencido a los sabios de Egipto que reunió el emperador para confundirla, ha salido victoriosa “de la arrogancia profana”; una mujer santa ha servido “para prueba de que el sexo / no es esencia en lo entendido. / ¡Víctor, víctor!” (MP, II, pp. 170-171, Vill. VI ; vv. 11-13), palabras repetidas a lo largo de este villancico VI, y continúa “Nunca de varón ilustre / triunfo igual habemos visto; / y es que quiso Dios en ella / honrar el sexo femíneo” (vv. 49-52) porque “¡Oh cuánto bien se perdiera / si Docta no hubiera sido!” (vv. 46- 47). Es en estos villancicos donde la monja menciona a la “otra gitana”, a Cleopatra; juzgando –lo comentamos antes– con criterio pagano, justifica el suicidio de la reina egipcia porque “... precia / más que su vida la fama; / que muerte más prolija / es ser esclava” (vv. 31-34). Por último, en los villancicos dedicados a la Navidad (1689), hallamos motivos relacionados con la vida y misión de Jesucristo, con el sueño (imago mortis) y con su propio Sueño. Al referirse al Niño-Dios, exclama: “Déjenle dormir, / que quien duerme, en el sueño / se ensaya a morir” (MP, II, p. 119, en el estribillo del Vill. V). Esto se aplica luego al ave reina de Júpiter, el águila con corona, círculo continuo. El gobernante, como el Niño, tiene la responsabilidad de reinar y no puede abandonarse al sueño: “Aunque duerma, no cierre los ojos, / que es León de Judá, / y ha de estar con los ojos abiertos / quien nace a reinar” (ibid., p. 121). Letras de San Bernardo (“Dedicación de San Bernardo”, 1690)
En conclusión, en los villancicos y las letras, también sor Juana supo unir lo intelectual a lo aristocrático y lo popular imponiéndose por su maestría consumada; es, por tanto, “la villanciquera mayor del mundo hispánico”, como la tituló Méndez Plancarte. Obra. Teatro: loas “sueltas”, autos sacramentales con sus loas, comedias
En el siglo XVII los autos en su forma alegórica siguen los ingeniosos modelos teológicos establecidos en España por el dramaturgo barroco Calderón de la Barca (1600-1681), cuyo auto titulado El gran teatro del mundo había sido traducido al nahua. De los autos de sor Juana, El Divino Narciso, el auto modernamente más estudiado y representado de los tres, se basa en el mito ovidiano de Eco y Narciso, con recuerdos amorosos también del ya alegorizado Cantar de los cantares bíblico, poetizado en el Cántico espiritual (1578) de San Juan de la Cruz (1542-1591). En este auto, Narciso representa a Jesucristo y rechaza las tentaciones de la pastora Eco (Satanás) y se “enamora” de otra pastora llamada Naturaleza Humana, la propia imagen de Dios, es decir, de sí mismo. Se enamora de esta figura femenina cuando la ve, detrás de él, reflejada en las aguas de la Gracia divina, donde sacia su sed: “De mirar su retrato / enamorado muere, / que, aun copiada, su imagen / hace efecto tan fuerte” (MP, III, p. 84; vv. 1843-1846). La muerte de Narciso, quien se tira al agua y se ahoga, representa la muerte voluntaria en la cruz del Hombre-Dios. La flor en la cual se convierte el difunto Narciso es el sacramento eucarístico que permanece para confortar a la Naturaleza Humana. La fuente de las aguas representa no sólo a la Gracia divina, o el bautismo, sino también a la Virgen María, quien hizo posible la Encarnación de Dios y la redención del género humano; la autora no desperdicia la oportunidad de subrayar la singularidad de María. En sus tres autos sor Juana funde la herencia calderoniana, que conocía profundamente, con sus conocimientos de mitología y religión precortesianas presentes en las loas; compite con Calderón, e incluso lo sobrepasa. Las loas de sus autos sacramentales merecen atención especial. Sor Juana las escribió entre los años 1680 y 1691, y proponemos este orden de composición de acuerdo con su creciente interés por América y el mundo azteca: El mártir del Sacramento ... , el Divino Narciso, y El cetro de José. Al escribir estas loas, sor Juana lo hacía contando con el ofrecimiento que se le había hecho –de parte de la marquesa de la Laguna– de que se representarían en la corte de Madrid; escribía para un público peninsular (de esto hay constancia, además, en las mismas loas al hacer los ofrecimientos y menciones de costumbre). Sin embargo, todo parece atestiguar que sus autos nunca se presentaron en Madrid (véase Parker); creo que debemos interrogarnos por qué. La imagen negativa del indio ya se había impuesto en la Península. Sor Juana seguramente interesaría a su amiga, la marquesa de la Laguna, en las cuestiones aztecas; es impensable que María Luisa ignorara esos temas incorporados por la monja en sus loas. Para tratar de penetrar en la intención que la monja tendría para poner ante los ojos peninsulares el mundo americano y el más suyo azteca, conviene recordar no sólo el ambiente conceptual y de tradición literaria que había recibido, sino también el mundo social e histórico en el que estaba sumida. Sor Juana vivía en el mundo “criollo” de su época, con todas sus ambigüedades y problemáticas. No creo que la moviera solamente el atractivo de lo “exótico” característico de la época. Pienso que, manteniendo la última autoridad de la Corona y la Iglesia, pretendía dar a conocer, instruir al mundo peninsular sobre las creencias religiosas y filosofía civil del mundo prehispánico, de sus mundos “otros”, desconocidos y temidos. En la Nueva España existía una tradición de respeto por el pasado indio, aunque fuera a la manera paternalista. En la loa de El Mártir del Sacramento, San Hermenegildo, aparecen estudiantes muy conocedores de la dialéctica argumentativa de la teología escolástica que implementaron los jesuitas en la Nueva España, discutiendo sobre el tema de las “finezas” que, como hemos visto, aparece en otras obras de la monja: la tesis propuesta por san Agustín (que la mayor fineza, muestra de amor, era la muerte de Jesús en la Cruz) o la de santo Tomás de Aquino (que lo era la institución de la Eucaristía). Un tercer estudiante, el más docto, el “maestro” entre los tres (y que representa a la monja), interviene, pone concordia entre los dos primeros y parece dictaminar. En las escenas III y V, hacen intrusión soldados y luego el personaje de Colón; éste echa por tierra el non plus ultra mantenido a través de los siglos. Esta loa es muy sugerente porque en ella sor Juana ensaya, como hemos considerado antes, su papel de letrada y maestra. La monja desautoriza la tradición clásica de la sabiduría antigua enseñándonos que no hay que fiarse de la “verdad” establecida; es decir, la duda es la guía del intelectual sabio. En la loa que precede al auto de Divino Narciso, sor Juana, por medio de las acotaciones, nos introduce, de inmediato, en el mundo azteca: ahí hallamos al coronado Occidente, “indio galán” y a su lado una “india bizarra” con el nombre de América, es decir, a un rey mexica y a su consorte. Nos dice la autora que la india está vestida con mantas y huipiles “al modo que se canta el tocotín”; y que los indios utilizan “plumas y sonajas [...] como se hace de ordinario con esta danza” (los énfasis son míos; MP, III, p. 3). Estas advertencias indican que sor Juana estaba familiarizada con las costumbres nahuas. Estos monarcas hacen la apología de los “[n]obles mexicanos”, cuya genealogía se inicia con el sol. Sor Juana se refiere en esta loa a la ceremonia del teocualo o “dios es comido”; propone ese rito azteca como una prefiguración de la comunión cristiana: una figura del dios Huitzilopochtli se mezclaba con semillas, granos y sangre humana repartiéndose en el momento predeterminado. Aparecen las alegorías de Religión (cristiana) y de Celo, este último vestido de capitán general y rodeado de soldados, lo cual nos da una visión de lo religioso en su aspecto agresivo. Entre otras se toca la delicada cuestión del libre albedrío cuando Occidente aclara que se rinde al valor –en su acepción de fuerza– no ante la razón, pues no hay violencia que impida a la voluntad desarrollar “sus libres operaciones”; América reitera que su “albedrío / con libertad más crecida” (ibid., p. 12) seguirá adorando a sus deidades. De este modo, la monja les da a sus protagonistas indios –poniéndolos a nivel– el mismo sistema racional y cognoscitivo de los europeos de la época. La comunicación entre las dos parejas es imposible: sostienen conceptos del todo ajenos para las culturas que representan. Lo que dicen los mexicanos saca a relucir el muy discutido derecho de la Iglesia y de la Corona al descubrimiento, conquista y catequización. La loa termina, como era de esperarse, con el consentimiento de parte de los indios de asistir al auto que se va a representar. Intrigan los versos que dicen “Todos” al final, es decir, indios y cristianos, y que han venido repitiéndose a lo largo de la loa: “Dichoso el día / que conocí al gran dios de las semillas” (ibid., p. 21). Estas palabras denotan sincretismo entre la figura del dios azteca Huitzilopochtli y la de Jesucristo. La loa del auto El cetro de José intensifica las reflexiones sobre los temas señalados, pero en un nivel más abstracto. El lenguaje se radicaliza; aparecen personajes alegóricos, además de la Música, en una aparatosa tramoya teatral. La acción se inicia in medias res: la evangelización ya está consiguiendo la cristianización de las Indias. Naturaleza y Ley Natural le agradecen a Fe su venida por medio de la cual llegarán a la perfección; hay crítica de la guerra como proveniente de la saña del hombre, todo por la “loca, humana ambición” (equivalente a “codicia”), palabra que remite al descubrimiento y la conquista. Aparece el personaje de Idolatría, quien defiende a los indios afincándose en las bases religiosas y civiles del mundo nahua; es decir, puede apuntar la autora hacia las diferencias entre los ritos sangrientos de los mexicas, quienes se regían por leyes del Estado, y los abusos perpetrados por los cristianos, quienes, de esa manera, negaban los principios de su religión. Más claramente que el personaje de América de la loa anterior, Idolatría se nos presenta como la voz legal y protectora de su gente, la “plenipotenciaria” que trata de hacerle comprender a Fe estos principios, “fueros de edades tan largas”, a los que se intenta violentar ahora. Sor Juana aproxima el sacrificio humano practicado por los mexicas al sacrificio de Jesucristo en la cruz y su presencia, luego, en la Eucaristía. Bajo el personaje de Idolatría, la autora, hacia el final de la loa (ibid., p. 196), hace una intervención en el texto al decirnos: “(A nadie novedad haga, / pues así las tradiciones / de los Indios lo relatan)”. Este comentario, escrito entre paréntesis, nos confirma su conocimiento directo del mundo azteca, conocimiento que posiblemente apunta a los códices de su amigo Sigüenza y Góngora (véase Codding). Las comedias
Amor es más laberinto se estrenó en el palacio virreinal en enero de 1689. Su trama, típica de tales comedias, con sus múltiples malentendidos y equivocaciones, tiene su punto de partida en aspectos amorosos del mito de Teseo, el protagonista; personajes secundarios son el rey Minos, Ariadna y Fedra, sus hijas, y los dos pretendientes de éstas. Ahí hallamos el laberinto de Creta, y las complicaciones de los amores son, en efecto, tan laberínticas como las cuestiones políticas en el palacio de Minos. Se ha indicado que la función teatral entera, con su loa dirigida al virrey, implicaba consejos políticos que le daba, audazmente, la monja al virrey de México. Como obra literaria exclusivamente de sor Juana, la comedia más interesante es sin duda Los empeños de una casa, estrenada en una residencia particular de México en 1683 y dedicada a los virreyes de la Laguna, coincidiendo su estreno con la entrada del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas. Esta comedia, publicada en el Segundo volumen de 1692, sigue el formato de las comedias de capa y espada. Se podría comparar en su forma y desarrollo con ciertas comedias amorosas de Calderón, con la de Casa de dos puertas mala es de guardar, por ejemplo. La acción tiene lugar en España, en una casa familiar de Toledo. Es autobiográfico el conocido soliloquio de Leonor, que ya hemos citado en la parte sobre la vida de sor Juana. Entre los personajes de la comedia hay dos damas con sus triángulos correspondientes, pero sólo tres galanes, pues uno de ellos figura a la vez en los dos triángulos. Así es que un galán quedará sin pareja: inusitadamente, la poeta le apareja a éste con un gracioso disfrazado de dama. El gracioso se llama Castaño, y es un mestizo mexicano; sor Juana lo utiliza para burlarse de los estereotipos sexuales, volviendo al revés la mejor conocida figura literaria de la dama disfrazada de hombre. Con gestos afeminados, Castaño cambia de ropa delante del público teatral; al acabar, declara (MP, IV , p. 138, Acto III, esc. 4, vv. 387-94): Ya estoy armado, y ¿quién duda Así cuestiona sor Juana las convenciones teatrales y sociales, con sus hombres que se enamoran de “un palo con faldas”, como se dice comúnmente, es decir, que inventan a las mujeres. El personaje de Carlos, el “galán” de Leonor, es digno de comentario; se presenta como un hombre joven y hermoso, inteligente y racional, de “claro origen” pero humilde y tierno, honesto y considerado, valeroso y comprensivo; sobre todo, firme en el amor hacia Leonor aunque tuviera motivo –debido a enredos de la comedia– para dudar de ella. La autora lo muestra como el modelo ideal de hombre que ha elaborado; si sor Juana sigue esquemas convencionales en el teatro, también, donde cabe, su autoridad de mujer escritora impone sus reglas. Obra. Prosa: El Neptuno; Carta de sor Juana a su confesor. Autodefensa espiritual, (“La Carta de sor Juana al Padre Núñez” (1682), “Carta de Monterrey”); Carta Atenagórica (Crisis sobre un sermón), Respuesta a sor Filotea El Neptuno
La Carta Atenagórica (1690) expresa, por la fuerza de sus argumentos, el derecho ejercido por sor Juana de oponerse a los puntos de vista, en asuntos teológicos, expresados por el que era considerado el orador más importante del siglo, el jesuita portugués Antonio de Vieira (1608-1697). Esta carta fue publicada en 1690 por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, con el título de Carta Atenagórica (CA); el obispo, utilizando el seudónimo de “Sor Filotea de la Cruz” adjuntaba una carta suya. (En el Segundo volumen ... en 1692, se volvió a publicar la Carta Atenagórica, sin la carta del obispo, con el título de Crisis sobre un sermón.) La CA es la refutación de un sermón “del Mandato”, pronunciado por Vieira unos cuarenta años antes, en la Capilla Real de Lisboa. En este sermón del jesuita, la monja ingeniosamente refutaba –lo que para Karl Vossler significó “su más grande audacia”– los argumentos de san Juan Crisóstomo, san Agustín y santo Tomás sobre cuáles habían sido las mayores pruebas de amor o “finezas”, dispensadas por Jesucristo al género humano. Sostenía ella, a su vez, que Cristo no formuló ninguna exigencia sobre una retribución humana a su amor; este amor en sí, completamente desinteresado, constituía en efecto la prueba suprema. Todo esto sucedía después de haber discutido sor Juana en conversación este sermón y de haber sido animada a escribir su refutación. Lo hizo defendiendo primero las autoridades patrísticas y reduciendo ad absurdum la tesis de Vieira. Luego formuló brevemente su propia tesis, no menos ingeniosa: para Dios, que es el amor mismo, la mayor fineza sería no darle su gracia al ser humano sino violentarse absteniéndose de dársela, para que la humanidad no cargara con una penosa deuda impagable: somos desagradecidos por naturaleza. Una copia de este escrito llegó a las manos del obispo de Puebla. La Atenagórica es, en efecto, la muestra más contundente de la gran confianza que tenía sor Juana en su propio talento y de su seguridad en la igualdad intelectual entre los sexos. Desde los tiempos de Dorothy Schons, y quizá antes, ya era motivo de especulación la cuestión de a quién se le habían dirigido realmente esas críticas, recayendo las sugerencias, particularmente, en las figuras del arzobispo de México, Aguiar y Seijas, y del confesor Núñez de Miranda. Debemos recordar, sin embargo, el ejercicio de réplica y análisis propios de sor Juana, su espíritu crítico; en esta “crisis” buscaba dar a conocer sus conocimientos en teología, buscaba probarse actuando incluso como comentadora de textos sacros, predicadora, según ya vimos en la loa de san Hermenegildo. Los sermones, por otra parte, guardaban su vigencia por muchos años. Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1691)
Sor Juana, en la Respuesta, dedica varias páginas a explicar las famosas palabras restrictivas de san Pablo (Epist. I ad Corinthios, cap. 14, v. 34): “Mulieres in ecclesiis taceant”, Y esto es tan justo que no sólo a las mujeres, que por tan ineptas están tenidas, sino a los hombres, que con sólo serlo piensan que son sabios, se había de prohibir la interpretación de las Sagradas Letras en no siendo muy doctos y virtuosos y de ingenio dóciles y bien inclinados [...] y en verdad no lo dijo el apóstol a las mujeres sino a los hombres; y que no sólo es para ellas el taceant sino para todos los que no fueran muy aptos (MP, IV, ed. de Salceda, p. 462). Como vemos, la diferencia que hace sor Juana es, para ambos sexos, entre aptos e ineptos, es decir, entre los inteligentes y los que no lo son; la cuestión del género sexual queda fuera, e incluso recalca que, puesto que eran hombres los oradores oficiales de la Iglesia, es a ellos a quienes va dirigido el callarse, el taceant. La Respuesta es, de sus escritos, el más íntimo y conmovedor; en ella descubrimos significativos episodios y detalles de su vida, aspectos importantes de su carácter desde su niñez. Al defender sor Juana, mujer y monja, su propio derecho a la alta cultura intelectual, su defensa abarca, por voluntad expresa, el derecho legítimo que han tenido a ella las mujeres capaces en el pasado, el presente y el futuro. Con sor Juana –como he dicho alguna otra vez–, la mujer, en mayúscula, hace su entrada en el mundo de las letras hispanoamericanas. Bibliografía selecta
Ediciones Las obras casi completas de la monja se publicaron en España en tres tomos, los cuales se reimprimieron varias veces en la Península Ibérica hasta bien entrado el siglo XVIII. 1. Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, soror Juana Inés de la Cruz ..., Madrid, García Infanzón, 1689. Otras ediciones de este tomo, con el título de Poemas ..., se publicaron en Madrid, 1690; en Barcelona, 1691; en Zaragoza, 1692; en Valencia, 1709 (dos ediciones); en Madrid, 1714; y en Madrid, 1725 (dos ediciones). 2. Segundo volumen de las obras de soror Juana Inés de la Cruz ..., Sevilla, López de Haro, 1692. Otras ediciones de este tomo, con el título de Segundo tomo ..., se publicaron en Barcelona, 1693 (tres ediciones), y con el título de Obras poéticas ..., en Madrid, 1715 y 1725. 3. Fama y obras póstumas del fénix de México, décima musa, poetisa americana, sor Juana Inés de la Cruz ..., Madrid, Ruiz de Murga, 1700. Otras ediciones de este tomo se publicaron en Lisboa, 1701; en Barcelona, 1701; y en Madrid, 1714 y 1725. (Para más detalles sobre estas ediciones, véase mi edición de Inundación castálida, Madrid, Castalia, 1982, pp. 72-75. Las primeras ediciones de estos tres tomos fueron reproducidas en facsímil por la UNAM en 1995, con presentación de Sergio Fernández para Inundación, con prólogo de Margo Glantz para Segundo volumen e introducción de Antonio Alatorre para Fama.) Obras sueltas Los villancicos se publicaron en pliegos sueltos para las ocasiones de las fiestas correspondientes; existen ejemplares de ediciones de juegos de villancicos en la ciudad de México, 1676, juego de la Asunción y juego de la Concepción; 1677, de San Pedro Nolasco, y de San Pedro Apóstol; 1679, de la Asunción; 1683, de San Pedro Apóstol; 1685, de la Asunción; 1690, de la Asunción; y en la ciudad de Puebla, 1689, de la Concepción y de la Navidad; 1690, de San José; 1691, de Santa Catarina. El Neptuno alegórico y la Explicación sucinta del arco triunfal se publicaron en México, sin fecha indicada, para la entrada del nuevo virrey (noviembre de 1680). El obispo de Puebla publicó la Carta atenagórica, con su propia “Carta de sor Filotea”, en Puebla, en 1690. (Reproducida en facsímil por el Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, México, 1995, con estudio introductorio de Elías Trabulse.) El Auto sacramental del Divino Narciso se publicó en México en 1690. He visto ediciones españolas sueltas (sin fecha) de este auto y de las comedias Amor es más laberinto (una edición en Sevilla) y de Los empeños de una casa (tres ediciones en Sevilla y una en Barcelona); véase más información en mi Latin American Writers, vol. 1, p. 102. Se han descubierto y publicado modernamente obras adicionales. Las principales son: Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer. La primera edición (basada en dos manuscritos) fue editada por Enrique Martínez López en “Sor Juana Inés de la Cruz en Portugal: un desconocido homenaje y versos inéditos”, Revista de Literatura, vol. 33, 1968, pp. 53-84; la segunda edición, basada en cuatro manuscritos, fue editada como libro por Antonio Alatorre, México, El Colegio de México, 1994 y 1995. º Carta de sor Juana Inés de la Cruz a su confesor: autodefensa espiritual (“Carta de Monterrey”), Aureliano Tapia Méndez (ed.), Monterrey, Producciones al Voleo, 1992. Con el mismo título existe edición anterior de 1981 sin el texto de la Carta, y con el texto de ésta en 1986, ambas en la misma impresora, Impresora Monterrey, N.L. “La carta de sor Juana al P. Núñez”, Antonio Alatorre (ed.), Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 35, núm. 2, 1987, pp. 592-673. La edición moderna de las obras completas es la de Alfonso Méndez Plancarte y Alberto G. Salceda, publicada en México por el Fondo de Cultura Económica: Obras completas de sor Juana Inés de la Cruz: vol. I (lírica personal, ed. Méndez Plancarte), 1951; vol. II (villancicos y letras sacras, ed. Méndez Plancarte), 1952; vol. III (autos y loas, ed. Méndez Plancarte), 1955; y vol. IV (comedias, sainetes y prosa, ed. Salceda), 1957. Existen además numerosas antologías y ediciones de obras sueltas. Crítica Abreu Gómez, Ermilo, Semblanza de sor Juana, México, “Letras de México”, 1938. Alatorre, Antonio, “La carta de sor Juana al P. Núñez”, Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 35, núm. 2, 1987, pp. 592-673. ----, “Para leer la Fama y Obras Pósthumas de sor Juana Inés de la Cruz”, Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 35, 1987, pp. 428-508. ----, Sor Juana Inés de la Cruz: Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer, México, El Colegio de México, 1994 y 1995. ----, “Invitación a la lectura del Sueño de sor Juana”, Cuadernos Americanos (nueva época), vol. 5, núm. 53, 1995, pp. 11-33. ----, “Notas al Primero Sueño de sor Juana”, Nueva Revista de Filología Hispánica, vol. 43, 1995, pp. 379-407. ----, y Martha Lilia Tenorio, Serafina y sor Juana (con tres apéndices), México, El Colegio de México, 1998. Arenal, Electa, y Stacey Schlau, Untold sisters: Hispanic nuns in their own works, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1989. 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