El primero que se pone al paso de la nueva lírica española, imbuida de italianismo y humanismo, acaso iniciado en ella por Gutierre de Cetina, es Francisco de Terrazas, poeta latino, toscano y castellano, y nombre “acá y allá tan conocido” a creer la hipérbole de Miguel de Cervantes. Suyos son nueve sonetos “al itálico modo” —superior a todos el que empieza: “Dejad las hebras de oro ensortijado”, paráfrasis de Luis de Camoens— de excelente escuela y tersa factura en general, pero algo monótonos, siempre en torno al asunto de la belleza y la crueldad de la amada, asunto con que Petrarca invadió a Europa. Terrazas no alcanza la limpidez platónica de Herrera, otro de sus maestros. El tema agónico de la ausencia, del huerto cerrado e inaccesible, se desarrolla con desmayada blandura. Su epístola amatoria en tercetos nos parece algo machacona. Quedó incompleto su poema sobre el Nuevo Mundo y conquista, que escribía con lentitud y desgana.
Terrazas —después de Alonso de Ercilla, en Sudamérica— inaugura para México esa historia de la conquista en verso, el “ciclo cortesiano”, que fue aquí infeliz desde sus primeros vagidos. Su
lirismo más bien blando y dialéctico hace pensar que no era de seguro la epopeya el campo en que podía lucir mejor su talento. No le faltaba trazo vigoroso y rápido en las descripciones, como se ve en el fragmento de la pesca del tiburón; ni cierto nervio dramático, que ejemplifica, sobre todo, la narración de Jerónimo de Aguilar; ni tampoco facilidad y aun cierta sutil elocuencia en las arengas, de lo que es buena muestra la que hace Cortés a los indios sobre su religión; pero no hay ningún fragmento suyo que nos pruebe que era igualmente capaz de pintar el valor y el heroísmo, la decisión y la resistencia de españoles y mexicano, el choque de las fuerzas en lucha, y todos aquellos episodios sangrientos y gloriosos que son necesariamente el tema central de un poema épico sobre la conquista de México (A. Castro Leal).[1]
El idilio de Hitzel, rey de Campeche, y Quétzal, princesa de Tabasco, ofrece un cuadro de amores indios con antecedencia de Ercilla y descendencia de Chateaubriand y en el Tabaré.
El ciclo cortesiano se anunciaba en Terrazas, ya que no con brío, con dignidad. Pronto —aunque goza de momentáneos alivios— empieza a perder el resuello en José de Arrázola y en El peregrino indiano de Antonio de Saavedra Guzmán, el famoso diario de operaciones en rima, escrito “en sesenta días de navegación en balanceos de nao”. Y el género ya apenas alienta en los “treinta y cuatro mortales cantos” con que Gaspar Pérez de Villagrá zurció trabajosamente la Historia de la Nueva México. De una vez digamos que el lenguaje poético había alcanzado suma excelencia, y donde menos se espera saltan los aciertos; y que para apreciar la estimación que de veras se concedió a los novohispanos no deben impresionarnos mucho las distribuciones de premios de Cervantes en su Viaje del Parnaso o de Lope de Vega en su Laurel de Apolo.
Las historias y epopeyas de la conquista escondían una finalidad práctica, que era el cobrar servicios. Buscaban un falso equilibrio entre la apariencia de realidad —cierto prosaísmo ya implícito en las tradiciones de la épica española, la cual puede completar a las crónicas y siempre fue reacia a lo maravilloso— y el afán de exagerar la deuda, afán de que ya se burlaba Antonio de Oquendo a propósito de sus mentidas hazañas en un pueblo de Tucumán. Nos dicen que de este vicio no se libró nadie o casi nadie. Es cierto; pero que no sirva ello de disculpa: Cortés, Bernal Díaz o Ercilla no hicieron obra despreciable.
1. Francisco de Terrazas, Poesías. Ed., pról. y notas de A. Castro Leal, México, Biblioteca Mexicana, n° 3, 1941.
2010 / 28 feb 2019 22:36
Primer poeta nacido en Nueva España[1] y ampliamente conocido y reconocido en su época por su quehacer poético. Baste recordar el elogio que le hace Cervantes en el “Canto de Calíope” de La Galatea (1585):
En la región antártica podría
eternizar ingenios soberanos
que sin riquezas hoy sustenta y cría
también entendimientos sobrehumanos.
Mostrarlo puedo en muchos este día
y en dos os quiero dar llenas las manos:
uno de Nueva España y nuevo Apolo,
del Perú el otro, un sol único y solo
Francisco el uno de Terrazas tiene
el nombre acá y allá tan conocido,
cuya vena caudal nueva Hipocrene
ha dado al patrio venturoso nido.[2]
Pues de este celebrado ingenio tenemos apenas unas cuantas noticias. En la ya mencionada Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, escrita hacia 1604,[3] Baltasar Dorantes de Carranza presenta una serie de fragmentos de Nuevo Mundo y Conquista, el poema épico inconcluso de Terrazas, y da algunas noticias biográficas sobre la familia del poeta, a quien califica de “excelentísimo poeta toscano, latino y castellano…”.[4] Por el cronista sabemos que Terrazas fue hijo de un conquistador y mayordomo de Cortés, Francisco Terrazas, y de Ana Osorio. Debió nacer antes de 1549, fecha de la muerte de su padre. Según Antonio Castro Leal, es posible que haya estado de joven en Europa,[5] suposición que avala Georges Baudot dada la holgada situación económica de la familia Terrazas.[6] Hacia 1563 participó en el debate poético sobre la Ley de Moisés con Pedro de Ledesma y Fernán González de Eslava. En 1571 vivía, según declaración de Sebastián Vázquez, receptor de la Audiencia en “su pueblo de Tulancingo”.[7] Por 1574, el virrey-arzobispo Pedro Moya de Contreras se refería al poeta como “hombre de calidad, señor de pueblos…, gran poeta”.[8] Figura en el cancionero Flores de baria poesía con cinco sonetos. Según hallazgos de Baudot, Terrazas murió hacia 1580.[9]
De la obra de Terrazas han quedado fragmentos de Nuevo Mundo y Conquista[10] y piezas sueltas: nueve sonetos,[11] una epístola amatoria[12] y las décimas en respuesta a González de Eslava.[13] Terrazas no fue un vulgar versificador, como había muchos en Nueva España:[14] hay en él una refinada elaboración de los tópicos petrarquistas y originalidad temática y estilística, compatible con un amplio y preciso manejo de las fuentes.
Poeta petrarquizante y humanista, latino,
toscano y castellano, amatorio y monótono, discípulo de Camoens y de Herrera,
blando y aun elegante sonetista, algo fatigoso en los tercetos eróticos y
desganado en su incompleto poema sobre el Nuevo
Mundo y su conquista. Su idilio entre el rey de Campeche y la princesa de
Tabasco es un cuadro de amores indios que tiene antecedentes en la Araucana de Ercilla y cuya descendencia
ha de buscarse en Chateaubriand y en el
Tabaré del moderno uruguayo Zorrilla de San Martín.