Los poemas de La sagrada rutina emergen como islas de tinta fresca en la superficie de la página, trazos que despliegan el archipiélago de un testimonio vital dosificado progresivamente, a la manera de una intensidad que crece y decrece, que se contrae a partir de un tenso gesto de expectación ante la posibilidad de atisbar y comprender de un vistazo, en el microcosmo de un relato ajeno, la condensación de la vulnerabilidad humana en que nos reconocemos. Las palabras constituyen un espejo fragmentario que el trayecto de la lectura aspira a reconstruir y la analogía insular no es ociosa: a través de un frase minimalista y una expresión contenida que sugieren más que esclarecer y abrevan en la dubitación y la pregunta, René Higuera confiere a esta suerte de escritura a goteo la facultad de contrastar metafóricamente con la claridad del papel e inducir así, en la intermitencia de la voz poética, los embalses de un silencio que viene a resignificar el anidamiento del vacío en la sucesión, entendida como tiempo cronológico o flujo de nuestros actos en la línea del tiempo. La sagrada rutina nos recuerda, pues, que la aparente materialidad de la costumbre es un cuerpo poroso en que la ausencia encarna una forma de plenitud y donde la generosidad de los sentidos permite entrever en los grandes huecos las galaxias del infinito, esa insondable y enigmática oquedad en la que coexisten todas las interrogaciones y que solo admite ser asumida bajo la advocación de la sacralidad.
José Ortega
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