Después de La Calandria, compuesta de enero a agosto de 1890, Rafael Delgado escribe su segunda novela en los últimos meses de 1893. Algo se siente en La Angelina de esa unidad que da a la obra literaria un trabajo continuado, en el que los recuerdos -más o menos retocados- van llenando sin esfuerzo las páginas. Porque -como se encarga de decirlo el propio autor y no han dejado de observarlo los críticos- La Angelina es una novela "vivida". Un amor romántico y puro, en el seno de la casa misma donde el estudiante que vuelve de México ve vivir y morir a sus tías, se proyecta, magnificándose, sobre la reducida perspectiva de una ciudad de provincia. y parece que el escritor no ha tenido más que ir copiando en bien dispuestos cuadros, con amor y a veces con ironía -con muy delicada ironía- las imágenes tiernas, apasionadas o dolorosas que, desde los años juveniles, llevaba bien grabadas en su memoria. La impersonalidad en la novela -decía nuestro autor en el prólogo a Los parientes ricos- "es empeño tan arduo y difícil que, a decir verdad, le tengo por sobrehumano e imposible". Toda novela es una especie de autobiografía, que puede ir desde lo que sucede en nuestra vida hasta lo que adivinamos que sucede en las vidas ajenas. "Mis personajes imaginarios -confesaba Flaubert- me afectan, me persiguen, o más bien yo estoy dentro de ellos; cuando escribí el envenenamiento de Emma Bovary sentía el sabor del arsénico en la boca..." La Angelina pertenece a esas narraciones que son como un desfile de recuerdos, como una confesión en que el autor se libera y justifica. De aquí su naturaleza romántica. Pero el protagonista y narrador de la novela, a quien aún le queda en el alma "lamartiniana levadura" y que de joven bebió ávidamente en las páginas de Chateaubriand, del Werther y de Fóscolo, se convierte después en lector entusiasta y atento de su "señor y maestro" Cervantes, de Pereda y de Galdós, de los autores de Pepita Jiménez y de La regenta, y entonces tiene lugar esa fusión -tan fácil y natural en el alma hispanoamericana- del romanticismo francés con el realismo español, en que la pasión se ilumina con las luces del día, en que la voz que narra ni tiembla ni se turba, en que el ojo ve claro a través de las lágrimas. Por eso decía Ventura García Calderón que en las páginas armoniosas del libro que tiene en sus manos el lector "reconocemos m acento nuestro", y porque este acento es tan nuestro. En Angelina "revive y se prolonga la musical historia de María"