2015 / 12 oct 2017
Introducción: práctica social y género
El brindis se antoja una de las prácticas que más fácilmente lleva de lo solemne a lo ridículo, sea de forma voluntaria o a pesar de los esfuerzos por mantener el decoro. Alberto Vital, por ejemplo, observa que en los tiempos actuales el brindis resulta un género propio de las bodas, el cual, “en muchos casos”, implica “una suerte de arenga” que, no obstante su carácter entre humorístico e irónico, lleva a reconocer en el matrimonio “el más noble compromiso”. Y aunque el hábito de brindar en bodas, nacimientos, aniversarios y reuniones ha hecho del brindis un género que lo mismo encontramos en salones de barrio, que en jardines y hoteles de lujo –y donde lo que priva es la elocuencia y el encomio–, aquí abriremos un paréntesis para ocuparnos sólo de los brindis que hacen del verso su modo de expresión. Abierto el espacio, resulta necesario señalar que el método para aproximarnos a estos brindis consiste en tomar uno de los poemas que en México y otros países de América Latina ha gozado de amplia difusión, lo mismo en antologías sin pie de imprenta que en grabaciones analógicas e incluso digitales; o bien, en voz de espontáneos declamadores y perpetuos asistentes a las cantinas donde (todavía) se aprecia que los contertulios se animen a templar rítmicamente los oídos para recordar tiempos que a la distancia siempre dan la impresión de ser, si no mejores, sí al menos dignos de memoria, protesta o escarnio. Se trata, además, de un poema que ha sufrido los vaivenes de la ponderación culta, misma que –al menos hasta el final del siglo xx– lo recuperó de su exilio académico y literario. Hablamos de “El brindis del bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro, nombre que olvidan mencionar con frecuencia quienes traen a cuento el poema, sea con sincero entusiasmo festivo o con admiración escolar condescendiente. Este brindis será el punto de partida para un paseo que procurará mostrar que en las mesas se escancian vinos pero también temas, motivos y versos añejos.
Valoraciones estéticas de un brindis
Hace ya más de cuarenta años, Gabriel Zaid autorizó la lectura de “El brindis del bohemio”[1] y desde entonces más de un amante de la literatura seria, culta, canónica, etcétera, y no pocos poetas y escritores, han aceptado de buena gana que entre sus lecturas primerizas o de juventud se encuentra ese poema cuya memorización se había mantenido antes a buen resguardo o de plano se había borrado de los archivos mentales. Así lo dejan saber algunas confesiones deslizadas en entrevistas y prólogos, y confidencias similares pueden apreciarse en antologías donde “El brindis…” alcanza un rinconcito para figurar entre los modernistas. Zaid mismo colocó el poema del potosino Aguirre y Fierro en esa órbita literaria, entre “El beso de Safo”, de Efrén Rebolledo, y una muestra bastante amplia de López Velarde. Juan Domingo Argüelles sigue la pauta marcada en el Ómnibus de poesía mexicana y repite la clasificación, pero con dos variantes: en Dos siglos de poesía mexicana, después de Rebolledo, hidalguense, al potosino le sigue el guanajuatense Margarito Ledesma, otro exhumado que retorna para deambular en las antologías cultas; aquí López Velarde ya no es modernista sino el primero del fin del milenio.[2]
Luis Miguel Aguilar aventura que en su generación “no hay nadie que no se haya aprendido… de memoria” el poema de Amado Nervo titulado “Los niños mártires de Chapultepec”, y con ello procura señalar que la escuela es “un canal fundamental de creación y gusto por la poesía”, así como de “popularización” de poemas “cuyo origen fue estrictamente culto”. La afirmación se encuentra en la entrevista que Aguilar concedió a El Universal a propósito de la publicación de Poesía popular mexicana, volumen compilado por él y editado por Cal y Arena en el 2000. Aclara que su antología incluye poemas que no son de origen popular sino producto de “gente letrada” que nunca imaginó el amplio radio de lectura de sus creaciones.[3] Desde luego, incorpora en su selección “El brindis del bohemio” uno de los tres poemas que para él conforman el hit parade de la transmisión oral (los otros dos son el “Nocturno a Rosario” y “Reír llorando”).
Así, Aguirre y Fierro transita un día por la reivindicación letrada, figura en el campo de los entendidos y, pasados los años, se nos recuerda, también desde el terreno de los escolarizados, que hay un sitio para él entre lo popular. De un movimiento al otro, entre la expropiación y la reasignación, su capital poético es confiscado por la lectura que acepta, ironiza y disgrega: para Monsiváis los versos del potosino configuran la “escenografía típica” de una “tradición subterránea” tan pintoresca como deplorable: la de los poetas de cantina cuya vida y talento “consumidos y calcinados son la mejor crítica” contra “la inmunda burguesía”.[4] Pero si los vates de raigambre porfiriana –según Monsiváis– luchaban contra la extinción a mediados del siglo xx, para entonces ya podía escribirse una necrología de sus versos. Tal poesía, si la hubo –se insinúa– sólo sobrevive como “tatuaje mnemotécnico” en “aquellos seres que, víctimas de la burla cotidiana, se vengan de sus compañeros en las festividades, corrompiéndolos con el texto completo” de, entre otros, “El brindis del bohemio”.[5]
En su tiempo, José Emilio Pacheco concordaba con esta declaración de muerte, pero la antología de Luis Miguel Aguilar lo obligó a corregir “la microhistoria” que se había “forjado para consumo interno”. Para él, 1955 marca el momento cuando los poemas de raíz culta y gusto popular “se eclipsaron” y ese año define también el punto en que la declamación y la oratoria “dejaron de ser modelos del «buen decir» para convertirse en anacronismos”.[6] Pacheco sería uno más de quienes al final del siglo xx aceptan sacar del “infierno de la cursilería” a los poetas del “corazoncito de México”; de otros que se suman a esta acción filantrópica él mismo da cuenta en su artículo “El retorno de la poesía popular”. Baste mencionar las referencias de Pacheco a Octavio Paz y a José Luis Martínez.
Inclusiones, omisiones, sonrojos, ironías y arrepentimientos han acompañado la lectura culta o letrada de “El brindis del bohemio”. La lectura académica, al parecer, no se ha producido hasta ahora en cantidad bastante como para reunir una bibliografía sobre el tema en un tiempo moderado. Con todo, en este veleidoso abrir y cerrar de puertas no sólo entran nuevos convidados a ocupar un sitio en las antologías; sobre todo se negocia cierto capital poético que si bien se juzga magro –y a veces ridículo– al final no resulta intrascendente. Ignacio Betancourt es quizá uno de los primeros en ir más allá del ejercicio taxonómico al reunir dieciséis poemas de Guillermo Aguirre y Fierro en el volumen 18 de la colección Literatura Potosina 1850-1950, publicada por el Colegio de San Luis en 2009.[7] El prólogo, aunque breve, aporta datos que hubiera agradecido José Emilio Pacheco, siempre atento a la precisión de las fuentes. Resulta increíble, nos dice el autor de Morirás lejos, que tan popular como es “El brindis”, no se consiga “ni en bibliotecas el libro donde lo publicó Aguirre y Fierro: Sonrisas y lágrimas (Aguascalientes, 1942)”.[8] Tal como se expresa, parece que el poema se publicó por primera o única vez ese año y bajo ese título general. En realidad, según da cuenta Ignacio Betancourt, fue publicado primero “en 1928 por [la] librería Teatral de Juan Lechuga, de la ciudad de México”, con la siguiente dedicatoria: “a la santa memoria de mi madre”. El poema se escribió trece años antes y tal vez fue concluido al otro lado de la frontera norte, porque en 1915 el poeta tuvo que salir del país a causa de sus ataques periodísticos contra Madero; este año es el que data los versos, firmados junto con la leyenda “en el destierro”. “El brindis” verá la imprenta de nuevo dos años después (Publicaciones Romero, México, D.F., 1939), una vez que Aguirre y Fierro hubo regresado de su exilio en El Paso, Texas. Así, la obra contó con dos ediciones individuales antes de ser incorporada en 1942 a Poemas. Sonrisas y lágrimas, volumen financiado por el “«honrado comerciante» José María Guzmán” e impreso en Aguascalientes. De ahí que tampoco sea del todo exacto pensar que Aguirre y Fierro cuenta con una sola publicación de sus poemas, como apunta Gabriel Zaid en un artículo donde se siente impulsado a “demostrar” a destiempo que no fue “una elección caprichosa la que lo llevó a “incluir el Brindis y excluir el Nocturno [de Acuña] en el Ómnibus de poesía mexicana”.[9]
De las doscientas páginas con ochenta y cuatro poemas de Sonrisas y lágrimas, Ignacio Betancourt retoma dieciséis, pero no “El brindis”, quizá por juzgar que su reproducción sigue garantizada en otros medios, impresos y electrónicos. Y en efecto, basta hacer una búsqueda en Internet para constatar que el poema se reproduce alegremente sumando miles de registros e incluso figura en un disco compacto de Poesías gauchas cuyo subtítulo, ligeramente plagiario, indica dieciocho grandes poemas del Indio Duarte (la liviandad se compensa en él índice, donde el Indio figura como “intérprete” y Aguirre y Fierro como “autor”).[10]
En nuestro caso, los poemas reunidos en el volumen 18 de Literatura Potosina completan el impulso para preguntarse en dónde se localizan los elementos populares de “El brindis” y los textos que una vez lo acompañaron. Si comenzamos por el metro de los versos, observaremos que en la selección conviven mayormente las composiciones formuladas en líneas de catorce, once y siete sílabas. Si bien habría que practicar un análisis de cada poema, en términos generales las extensiones silábicas coinciden con las preferencias de románticos y modernistas, según puede decirse echando mano de lo establecido por Tomás Navarro Tomás. Lo mismo ocurre con “El brindis”, compuesto en su mayor parte por sextetos de endecasílabos y heptasílabos, donde los segundos se integran a cada semiestrofa para formar un esquema que, de acuerdo también con Navarro Tomás, se divulgó a finales del siglo xix (AaB: CcB). No aparecen, pues, los metros asociados a las composiciones populares, que fluctúan con frecuencia entre los seis y los ocho golpes rítmicos.
Más que una certeza, de lo anterior surgen varias preguntas: ¿Qué tan culteranas se conservan las formas escritas cuando ingresan a la memoria y se reproducen oralmente? ¿Cambia su disposición conforme se emiten? ¿Hasta qué punto hemos asumido que la poesía popular produce y gusta sólo de las composiciones asociadas a la canción, el baile, el ensalmo y el conjuro, de modo que toda incorporación adicional es un añadido más o menos exótico, en su doble sentido de extravagante y exógeno? En una entrevista publicada en 2006 pero que corresponde a 2005,[11] Margit Frenk recuerda los ensayos que ha dedicado a la “versificación problemática de la lírica popular”, cuestión que se torna de lo más ardua cuando se procura el registro escrito. Ella se refiere especialmente a las cancioncillas que los músicos tomaban para sus composiciones polifónicas hacia el último tercio del siglo xv y se pregunta cómo es que se trasladan de la oralidad al papel los productos de una poesía “que uno podría escribir en dos versos o en cuatro o en tres”;[12] para ella, operan los “hábitos” gráficos y visuales “que imponen cierta manera de escribir las poesías, independientemente de su ritmo poético, independientemente de sus sintaxis, de su sentido…”.[13] Tal vez algo similar ocurra en sentido inverso, cuando los hábitos de la oralidad imponen una traslación que rompe las extensiones métricas de la escritura. Tal vez el paso continuo a la oralidad encuadra en “esquemas rítmicos” populares los versos escritos por aquellos poetas escolarizados en apariencia ajenos a lo popular, pero en cuyas composiciones un colectivo se reconoce. Por lo pronto, habrá que volver a nuestro poeta para señalar otros rasgos de interés.
En los títulos de la selección realizada por Ignacio Betancourt se transparentan situaciones, personajes y tópicos que ya pueden asumirse como populares –o al menos como popularizantes–, si bien el tratamiento lírico llega a despistarnos. “Día de muertos” o “Carnaval”, por ejemplo, son ante todo poemas meditativos; en el primero se hace oír el lamento por el hueco emocional que abre la muerte de la madre y en el segundo la queja por la inútil participación del sujeto poético en una mascarada, donde el disfraz juvenil no consigue ocultar la decrepitud. De hecho, de los dieciséis poemas seleccionados por Betancourt, doce, contando los dos anteriores, conducen al lector (o al escucha) a una lección de vida aprovechando la referencia a una situación cotidiana, o el retrato de un personaje legendario, real o fantástico.[14] Más que decididamente moralizantes, se trata de composiciones donde se procura que el lector comparta cierta reflexión versificada, cuya facilidad moral deviene, eso sí, en utilidad práctica, recomendación o consejo –como señala Monsiváis a propósito de Nervo–,[15] pero que sobre todo define la adscripción a cierta mentalidad, a una forma de asumir las relaciones humanas y sociales, persistente en sus configuraciones ideológicas aunque también porosa a las innovaciones temáticas y formales cuando se traduce en versos. La madre como único referente genealógico y sagrado, la pesarosa y estoica recordación de los amigos, la vejez vergonzante y un desencanto que se resuelve mediante comparaciones simples y melancólicas encuentran su síntesis conceptual en el título que Aguirre y Fierro escogió para dar nombre a la reunión de sus poemas: Sonrisas y lágrimas, binomio que coincide con los versos finales de “Reír llorando”, ese otro poema incorporado al repertorio de los declamadores. Dice Juan de Dios Peza: “aquí aprendemos a reír con llanto/ y también a llorar con carcajadas”. Oxímoron sancionado antes por Bécquer en la rima xxxi para describir la pasión “como un trágico sainete” donde “lo cómico y lo grave confundidos/ risa y llanto arrancan”. A propósito de estos versos becquerianos Antonio Carrillo Alonso ha señalado la muy probable influencia del cantar andaluz en el poeta romántico arquetípico, influjo que traería consigo la filtración popular de esa estructura antitética que conjunta risa y llanto. En la obra compilada por Iza Zamácola, Don Preciso (1756-1826), Carrillo Alonso encuentra “numerosas coplas del cante jondo llegadas hasta nuestros días, y –lo que es más importante aún– algunos ejemplos de cantares que parecen guardar una estrecha relación con las Rimas”.[16] A la antinómica síntesis becqueriana, correspondería la siguiente antítesis de la colección de Don Preciso: “Lloró mi pecho un tiempo,/ pero advertido/ en risa trocó el llanto/ con el olvido…”.[17] Más que señalar un precedente, lo que interesa mostrar es la coincidencia en el empleo de esta contigüidad sintáctica de términos opuestos que acercaría la obra de Aguirre y Fierro a un registro de la poesía en lengua española que en efecto cabe asumir como popular. Por otra parte, el paso de lo popular a lo culto que se populariza confirma también una coincidencia de valoraciones y elementos expresivos que sigue funcionando dentro de un mismo registro ideológico, pero que, en este caso, ha mudado su sitio de significación del amor a la existencia.
Cuatro poemas en la selección de Ignacio Betancourt llaman la atención porque a la mudanza de significado que conserva los significantes se suma otra filtración de lo popular y de las tradiciones subterráneas declaradas muertas (o casi) por Monsiváis. Primero, una estampa protagonizada por una “chata” y “su Juan” que sopesa los cambios traídos por la urbanización del los espacios (“¡Vámonos a Santa Anita!”); seguida de una crónica de la fiesta improvisada el 15 de septiembre en “la casa de Juan el Zapatero”, la cual comienza con entusiasmo etílico y termina con la muerte de Espiridión, por agarrarle “el cutis” a la hija de Fonseca (“'El grito' en la barriada”). Ambas remiten a atmósferas, espacios y personajes de sendas composiciones de Chava Flores: “Vino La Reforma”, donde se satiriza la ampliación artificial de la avenida hacia Peralvillo; “Mi México de ayer”, donde se enumeran las “cosas hermosas” que se fueron, así como “La boda de vecindad” y “La tertulia”, que describen fiestas colectivas donde corre “el pulmón” solidariamente y las insinuaciones nada discretas terminan a golpes, aunque no en crimen. El tercer poema en realidad es una serie de cuatro sonetos de carácter patriótico, que proporcionan la visión de una guerra y un soldado que podrían localizarse en cualquier sitio del mundo, pero que adquieren sustento nacional gracias al personaje femenino que se describe en los dos sonetos finales: “La soldadera”. La composición lleva al campo de batalla (en sentido literal y figurado) el tópico de “la flor entre abrojos”, de modo que un tropo empleado para trazar el sentido lamento de Juan del Encina por la muerte del primogénito de los reyes católicos (“nacieron espinas; secóse la rosa;/ secóse la flor; nacieron abrojos”)[18] sigue su trasegar hasta uno de los sitios más visitados por la imaginería de la Revolución mexicana; episodio algo similar al de la “mutua contaminación” o “contagio” que en los siglos xvi y xvii ocurría entre la poesía popular o tradicional y la “literatura culta en principio aristocrática, y después, poco a poco, cada vez más urbana y burguesa”.[19] El cuarto poema remite al gremio de los periodistas y con él necesariamente volvemos a pensar en “El brindis del bohemio” como expresión de una práctica cultural y de un género.
Lugares privilegiados para el brindis
En “Los pobres periodistas” Aguirre y Fierro se lamenta por la devaluación del oficio y por los riesgos que deben correr los integrantes del gremio cuando ejercen la crítica contra los funcionarios bribones, que “en un derroche/ de furor comunista” amenazan y echan mano de “métodos más módicos/ de los que usó la «odiosa dictadura»”. La defensa de “quienes escriben periódicos” y “nunca tienen la vida segura” nos recuerda que el poeta firmaba artículos con seudónimos como Chantecler o Caifás, colaboraba en El Popular, de Gómez Palacio, Durango, y fue redactor de Bala Raza, en Tampico. Cuando volvió a México estuvo próximo a las publicaciones periódicas, al menos temporalmente, ya que, según queda dicho en el prólogo a los dieciséis poemas que hemos venido comentando (con ánimo de propiciar un marco para “El brindis”), dirigió la Vanguardia de San Luis Potosí en 1937. Aunque no se sabe mucho de su exilio en el Paso, este poema sugiere que en Estados Unidos se mantuvo en la órbita del periodismo, pues, tal como se acota en la cuarta estrofa, hasta quienes no lo merecen son respetados por aquellas tierras:
En Gringoria (me consta pues lo he visto)
es bien considerado el periodista
por más que algunos hay que, ¡vive Cristo!
no merecen que el diablo los asista.
Como poeta, articulista y redactor, Aguirre y Fierro conoció un campo de operaciones semejante al de Renato Leduc, de quien lo separan una década y la obra mucho más amplia y diversa del segundo. Conocedor de los entresijos urbanos, Leduc dejó constancia en más de una crónica de los sitios en donde coincidían bohemios, periodistas y no pocos burócratas, y legó para los registros de la historia cultural el retrato de esos personajes que una vez fueron personas. En Historia de lo inmediato,[20] la estampa del “vate jaliciense” Miguel Othón Robledo queda impresa no sólo como parte de una prosa satírica excepcional sino como efectiva recordación de aquellos tiempos en que “el jabón comenzaba a ser en la república artículo de primera necesidad y, por ende, la desprestigiada bohemia literaria a base corbatón, tequila y negro de las uñas daba sus últimas boqueadas”.[21] Entre los numerosos émulos de Verlaine (que sin leerlo jamás, adoptaban, eso sí, “la catadura monstruosa, la inextinguible dipsomanía y hasta la cojera providencial” del poeta maldito), Miguel Othón Robledo alcanzaba el sitio dorado del arquetipo, pues sólo en él “la actitud era genuina” en función de tres atributos, que sin ser exclusivos sí resultaban excepcionales: “era atrozmente feo, atrozmente poeta y atrozmente desventurado”. Mientras la gesta revolucionaria levantaba tolvaneras, los bohemios en supuesto declive, pontificaban “en las tabernas de barriada” de manera muy semejante a la que describe “El brindis” de Aguirre y Fierro. La declamación resonaba en esos auditorios con los gestos performativos que casi desde su nacimiento son tan sinceramente dramáticos como susceptibles a la burla llana. No sólo la performance gestual era sometida de inmediato a la parodia, también los versos debían sufrir el revés del ingenio etílico. Leduc refiere la ocasión en que “el eximio vate Juan Gualberto Herrera declamaba con amplio ademán, voz pausada y ojos extáticos las estrofas sonoras de su última lucubración”, tal como los mismos poetas de figón gustaban de llamar a sus versos. En esta oportunidad, los esfuerzos de la vigilia poética demandaban: “Esclava, tráeme vino de Lesbos”, a lo que el despierto Miguel Othón repuso enseguida: “Don Juan, ¿para qué quiere usted vino de Lesbos habiendo tan buen pulque en la Villa”, proposición certera y cierta, porque, como apunta Leduc, “Juan Gualberto vivía con mujer, suegra y numerosa prole, en la Villa de Guadalupe, en donde además de eximio vate era escribiente de comisaría”. Personajes, pasaje y taberna de apariencia porfiriana encuentran similitud con la costumbre medieval de los estudiantes alemanes que se reunían a beber y a componer versos, los cuales dieron pie al mayor monumento literario sobre los brindis, esto es a “la famosísima colección de las canciones de Burana (Carmina Burana), encontrada en Alemania hacia 1225, y que supone todo un repertorio… de contenido revolucionario… aspiraciones estudiantiles… sátiras y críticas contra la iglesia, y sobre todo de alabanzas a los placeres sexuales,[22] al vino, a la taberna y al juego”.[23]
Desde el siglo xiii, las formas goliárdicas generaron en los reinos hispánicos los llamados “brindis tunantescos o de las Estudiantinas Universitarias” cuyos contenidos permanecen hasta hoy según las muestras recogidas por Félix Martín Martínez. Aunque este investigador no detalla sus fuentes, deja entender que los diálogos más o menos versificados y los grupos de versos que reúne forman parte de una acción verbal vigente. Entre ellas destaca una que, con algunas variantes, ha sido moneda corriente en las pulquerías mexicanas:
Vino vinata, que sales
de las verdes matas,
tú nos hieres, tú nos matas,
y a los hombres más valientes
¡nos haces andar a gatas!
La sustitución de la bebida era obligada en América para los achispados que celebraban el trago de neutle y se corresponde con el reclamo del vate Miguel Othón. Ahora bien, Lesbos quedará un poco retirado como para beber vino, pero los versos hispánicos se vierten todavía en los mejores sitios de rompe y rasga como puede verse en esta variación local de los versos citados arriba:
Agua de las verdes matas,
tú me tumbas,
tú me matas,
tú me haces andar a gatas.[24]
Otra variante, que sólo conserva la alusión al origen vegetal y las rimas consonantes fue recogida en Castrillo de la Vega (Burgos), de boca de Isidoro Criado, de 91 años:
Señores, esto es vino
criao entre verdes matas,
que se sube a la cabeza
y da calambre a las patas[25]
A los brindis tunantescos podemos sumar los del chileno Juan Bautista Peralta (1875-1933), poeta “pobre, analfabeta y ciego”,[26] cultor de la décima y editor de hojas sueltas a las que él mismo llamó la Lira Popular, con el afán de oponerse a la Lira Chilena, “revista destinada a difundir la poesía culta”.[27] Aunque analfabeto, “fue autor de columnas de opinión política y crítica social” y muchas de sus composiciones podrían considerarse de hecho como formulaciones periodísticas en verso, por abordar cuestiones de actualidad, sea que denuncie y se oponga a los abusos del poder, examine las campañas electorales o despliegue los recursos de la nota roja. Entre sus brindis los hay patrióticos, festivos y venéreos. La fórmula protocolaria y casi litúrgica con que comienzan los ofrecimientos (“Yo brindo”) se escucha en voz de lecheras, cantoras, obreros, niñas, señoritas, materas, futres y huasos, sin que falte el lúcido borracho que dedica sus versos potatorios al “tonel i la tina/ I por una gran vecina/ Que tiene un bonito cacho”.[28]
Otro poeta popular chileno que compuso varios brindis memorables fue Daniel Meneses (1855-1909), predecesor de Juan Bautista Peralta y, como él, “cronista extraordinario de sus tiempos”. Entre su caudal de “décimas, contrapuntos, diálogos, cantares, cuecas y brindis” transita entre lo humano y lo celeste con absoluta “comodidad”, de modo que incluso sus ofrecimientos dan pie a un “Brindis a lo divino a la virjen del Rosario”.[29]
Con estos ejemplos, los brindis se van perfilando como una práctica cultural muy extendida y como un género que lo mismo llama a poetas cultos y populares, que a popularizantes y espontáneos, sea que tengamos en mente las composiciones de analfabetas y escolarizados, o bien, los versos y alusiones de Quevedo.[30]
Como denominador común de estos ejemplos se conjugan casi siempre el “humor” y el “optimismo” como formas de “superación de lo cotidiano, que está siempre teñido de sentido negativo”.[31] Y vale la pena insistir en que la risa no es unánime porque los brindis, como bien lo muestra Daniel Meneses quieren reservarse el derecho de que los tomen de vez en cuando en serio. Por su parte, el poema emblemático de Aguirre y Fierro, lejos de restablecer la confianza en el sistema ideológico mediante el buen humor, apela a la autodestrucción. En su interior luchan las pretensiones de alcanzar la gran poesía finisecular (del xix) y la lucidez de saberse fuera de sitio, un outside transformado en ironía, parodia y sátira automática (Juan Gualberto Herrera en abrazo fraternal con Miguel Othón Robledo). El segundo movimiento no invalida la seriedad del brindis ni el espacio reflexivo que abre: en toda alocución espontánea o poética el ofrecimiento quiere instaurar un acto de seriedad entre prospectiva y memoriosa, sea que los participantes en las libaciones o el banquete se encuentren en la cantina, en una boda o en las todavía frecuentes celebraciones de las quinceañeras. Pero como la gravedad no puede sostenerse fuera del espacio trágico (figurado o real) la solemne burbuja se revienta enseguida, por sí misma o con la comedida ayuda de quienes escuchan, leen y celebran (incluso los brindis paródicos se sostienen en la seriedad de su precedente y en el implícito afán de pasar por una efectiva transposición literaria). Así ocurre, por ejemplo, en “'El grito' en la barriada”, donde la patriótica bacanal incluye su respectivo Ich bring dir's[32] a cargo de un profesor. Una vez surtidos de mezcal “del mero bueno,/ del que hacen en San Luis y en Zacatecas”, así como “En la noche del quince hubo su «grito» […] También hubo su brindis” en el barrio, a cargo de Bernardino “que fue maestro de escuela”. El momento con que se provoca a beber[33] queda descrito con detalle y hace notar la simultaneidad de lo solemne y la chacota:
[Bernardino] les habló de Morelos y de Hidalgo,
subido en una mesa
y recetándose entre frase y frase
su trago de chorrera.
Cuando acabó de hablar, gritos y aplausos
premiaron su oratoria chichimeca
y se escucharon voces que gritaban:
—¡Vamos a entrarle luego a las cabezas![34]
Como ya se apuntaba antes, “El brindis del bohemio” incorpora en su composición la performance y los diferentes registros emotivos y sentimentales que acepta la acción de ofrendar unas palabras en beneficio propio o de un tercero. Alrededor de la mesa, los hombres reunidos fuman y beben con espíritu alegre mas no exento de ingenio, atentos a la circunstancia y a la ocasión de incorporar poemas en sus dichos así como expresiones de un saber sentencioso. Paulatinamente, “entre risas, libaciones,/ chascarrillos y versos”, llega el momento de brindar, que no se resuelve con un primer y único ofrecimiento sino que al primer brindis le siguen otros, ya sea de manera acumulativa o como parte de una réplica que culmina con la expresión de mayor ingenio o profundidad. Así, en el poema de Aguirre y Fierro, luego de “la tempestad de frases vanas” con las cuales se brinda “por la Patria, por las flores,/ por los castos amores” y por “las pasiones voluptuosas” llega el brindis que da al convite la doble dimensión del “amor y la amargura”, a diferencia de lo que ocurre en “'El grito' en la barriada”, donde el ofrecimiento enseguida se hace a un lado para continuar con la fiesta. Este matrimonio entre bebida y palabra como parte de una práctica social es referida de paso por Erasmo en su Elogio de la locura, donde la Moría (estulticia, necedad, tontería, insensatez o locura) nos dice por su propia voz con el fin de reclamar otros de sus dominios:
¿Quién sino yo ordena la ceremonia del banquete, la elección a suertes del rey, los dados, los mutuos brindis, la ronda interminable de los vasos, los cantos, los bailes y gestos de los invitados coronados de mirto?[35]
Más amplia es la referencia a las rondas de brindis en Historia que parece una novela, de Fernando Corradi (1808-1885), miembro de la Academia de Historia española y autor de diversos escritos de corte literario. Durante un ambigú, y a eso de las cuatro de la mañana, cuando el licor ya había hecho su efecto entre los asistentes:
Empezaron los brindis, y cada cual a porfía brindaba por aquellos objetos de su devoción, ensartando a manera de coplas, cuantos desatinos se les venían a mientes. De pronto levantando la voz un joven literato que entre nosotros estaba, exclamó: “Caballeros, brindo por la más hermosa de las hermosas, por el Lucero de Sevilla” [esto es, por una mujer de nombre Matilde, que en ese momento del relato es el centro de una disputa entre pretendientes].[36]
Hasta cierto punto uno de los méritos del brindis de Aguirre y Fierro consiste en haber incorporado a la poesía de México un género más bien frecuente en la tradición inglesa: se trata de un “poema largo, narrativo, no épico sino más bien dramático”, como lo describe Gabriel Zaid y como puede colegirse al revisar una serie de colecciones publicadas hacia los siglos xviii y xix en Londres, en las cuales se incluyen numerosos brindis, además de otras canciones y ofertorios a Baco. Ya en el siglo xx, el diálogo, la sucesión de personajes y las acotaciones tan bien administradas en el “Brindis” obtienen el aprecio de una entusiasta del Opus Dei, a quien nos animamos a citar porque en sus memorias da testimonio del potencial escenográfico de este poema, que ha sabido transitar del barrio y la cantina a las celebraciones privadas de la gente bien:
La capacidad teatral de mis hermanos se veía estimulada por la acción de los actores en la pantalla y pronto convertíamos en representación dramática algunas poesías, como el conocido Brindis del bohemio, en el que cada uno participaba a su modo: Tere, como era pequeña, tenía el papel de espectadora junto a mis papás. Luis era el narrador, Aselmo asumía el papel del bohemio principal; Alfonso y Gabriel, con algunos amigos, eran los restantes bohemios. Yo ejercía de pianista, tocando como fondo ambiental un estudio de Chopin.[37]
Aguirre y Fierro tal vez “no entendía de qué se trataba” eso del “Establishment literario” ni comprendía “a qué jugaban [o] qué estaban haciendo, por ejemplo, López Velarde y Reyes, que eran de su edad”,[38] pero sí que se hallaba consciente de que su persona y sus poemas no coincidían con las Personalidades ni con la Poesía de sus contemporáneos y sopesó la cuestión en “Judío errante”, donde confirma el deseo de permanecer “rezagado” sobre su “ruta de bohemio y paria”. Sin duda lo consiguió, y para asombro de sí mismo hoy vería que su “Brindis” armoniza con una línea literaria bicéfala, que un día se toma en serio y otro es motivo para el humor y la sátira. Incluso en años recientes “El brindis” ha dado pie a una réplica bastante tardía contra los criterios empleados por Gabriel Zaid para incluir el poema en su Ómnibus, compilación de la que hemos partido. En “La madre y sus seis alegres bohemios”, publicado en vísperas del 10 de mayo de 2013,[39] José de la Colina se asombra de que a “tan buen poeta y crítico” como es Zaid “le guste tan impúdicamente «El brindis del bohemio», que, sí tiene muchas virtudes técnicas, pero… que es tan huérfano de poesía como el Nocturno a Rosario…”. Así, a pesar de que en el artículo de 1972 que hemos citado ya varias veces, Zaid dictaminó la visualidad, la narratividad, la limpieza prosódica, el movimiento, la precisión, la amplitud escenográfica y la variedad de puntos de vista del poema, todo eso parece caer por tierra para José de la Colina cuando el autor de Leer poesía termina aceptando que “El brindis” le gusta “desvergonzadamente”. Confesiones aparte, por nuestro lado hemos procurado seguir las pistas de un género en verso, al menos hasta ese largo umbral formado por las postrimerías de la primera mitad del siglo xx. Sin duda, éste es sólo uno de los muchos caminos que se pueden andar, antes de que las copas o los vasos de plástico den ocasión a pronunciar los mutuos brindis de la reunión o la fiesta comunitaria.
Aguilar, Luis Miguel, "Reúnen la poesía popular en una antología", entrevista por Patricia Velázquez Yebra, en Kiosco, suplemento de Letras y Artes de El Universal, 4 de abril del 2000, (consultado el 14 de marzo de 2010).
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