José Manuel Martínez de Navarrete nació el 18 de junio de 1768 en Villa de Zamora –población ubicada actualmente en el estado de Michoacán– en una familia criolla, a los 40 días de nacido quedó huérfano de padre. Su madre lo educó los primeros años y cumplidos los 19 viajó a la ciudad de Querétaro, donde se incorporó a la orden de San Francisco; a partir de ese momento consagró su vida a la religión y la enseñanza, así como a la escritura poética, la cual dio a conocer en el Diario de México durante los años que van de 1805 a 1809, junto a la de otros miembros de la Arcadia Mexicana, de la que él fue nombrado mayoral. El poeta Manuel Martínez de Navarrete murió en Tlalpujahua –también Michoacán–, donde era párroco guardián, en 1809. Su obra, reunida por Alejandro Valdés, tomada de las páginas del Diario de México, se publicó en 1823 por la Imprenta Valdés, con el nombre de Entretenimientos poéticos.
Un hecho que marcó la historia literaria en nuestro país, durante los primeros años del siglo xix, fue la aparición del primer cotidiano de la Nueva España: el Diario de México, y junto con esta importante publicación, la presencia del poeta fray Manuel Martínez de Navarrete en las páginas del periódico.
El 18 de junio de 1798 nació José Manuel Martínez de Navarrete Ochoa y Abadiano en Villa de Zamora, en el seno de una familia criolla de ciertos recursos económicos; sin embargo su padre falleció cuando Martínez de Navarrete cumplía 40 días de nacido. A decir de su amigo y biógrafo, el presbítero José María Carranza, esto determinó en nuestro poeta un temperamento retraído y melancólico. Los primeros años de su vida los pasó al lado de su madre, María Teresa Ochoa y Abadiano, quien se preocupó porque el niño Manuel aprendiera a escribir y leer y, sobre todo, porque despuntara en la aritmética. Sus naturales dotes intelectuales hicieron que muy pronto dominara el latín y se hiciera evidente su talento creativo, es decir, leía cuanto estaba a su alcance y ensayaba ya desde entonces sus primeros pasos en la poesía.
A la muerte de su padre, Juan María Martínez de Navarrete, la familia logró vivir con cierta solvencia económica durante un periodo de tiempo pero, como era natural, los recursos paternos se acabaron y con casi 15 años tuvo que trasladarse a la capital de la Nueva España bajo la tutela de su primo, el comerciante José Manuel Abadiano. En el portal de la diputación aprendería el abc del comercio que ejercería con aplicación y decencia.
A pesar de su talento en el dominio de las matemáticas y el manejo de los recursos económicos que brindaba el negocio, Martínez de Navarrete insistía en cambiar, después de cinco años, la senda que hasta ese momento llevaba su vida para incorporarse a la vida religiosa. Auspiciado por su hermano Blas, dejó entonces la capital, donde había aprendido esgrima y dibujo, así como el dominio del álgebra y la geometría. Viajó a la ciudad de Querétaro con 19 años. Se incorporó a la orden de San Francisco, orden que –junto con la de los dominicos–, había venido a llenar un hueco importante en la sociedad novohispana, después de la expulsión de los jesuitas.
Los años del claustro le sirvieron a Martínez de Navarrete para ahondar en el conocimiento de la filosofía, además de la teología sagrada; leyó a Teodoro de Almeida y Edward Young, así como la poesía de latinos y castellanos. El latín y el tarasco fueron lenguas que dominó, esta última le fue de gran utilidad para comunicarse con los indígenas de la zona. Asimismo su vida religiosa le permitió dedicarse a la enseñanza en los distintos conventos en los que estuvo en ciudades como Celaya, Rioverde, Silao, Villa de San Antonio de Tula y, en la parte final de su vida, en Tlalpujahua, donde era párroco guardián y donde murió en 1809. Su muerte, según relata fray Juan de Dios Méndes, se debió a “una inflamación en el cuello de la vejiga que le causó pus en la orina; descendió después a la uretra y escroto en donde terminó con una horrible gangrena que acabó en once días con su vida”.[1]
Por otro lado, la primera vez que aparecieron sus poemas en forma de libro, él ya había muerto. Recién fallecido el poeta, Carlos María de Bustamante, su amigo y editor del Diario de México, reunió e intentó publicar la obra del fraile. Sin embargo, su empresa no tuvo éxito, fundamentalmente, por los problemas políticos por los que atravesaba nuestro país (la guerra de Independencia), aunque el texto quedó preparado en un manuscrito que actualmente se encuentra en la Colección Genaro García de la Universidad de Texas en Austin. Pasaron 14 años, desde la muerte del poeta, para que apareciera la primera edición de Entretenimientos poéticos, publicada en México en 1823 por la famosa Imprenta de Valdés, en dos tomos. El editor Alejandro Valdés se dio a la tarea de reunir los poemas del fraile que habían aparecido en el Diario de México entre 1805 y 1809; además de incluir algunas composiciones inéditas cuyos originales manuscritos pertenecían a los amigos de Martínez de Navarrete.[2] Así, la primera edición de Entretenimientos poéticos estableció su corpus con base en los poemas publicados en el Diario y parte de los manuscritos inéditos del fraile. El orden en que fueron organizadas las composiciones del árcade, en esta edición, se debió al criterio y decisión del propio Valdés; decisión y criterio que las posteriores ediciones han respetado y reproducido.
José Olmedo y Lama consideraba que conocer los datos biográficos del fraile era fundamental para la mejor comprensión de su obra, porque vida y obra iban de la mano. No obstante, para Olmedo y Lama, había poco que decir de la vida de Martínez de Navarrete, ya que afirmaba que tuvo una vida “monótona y tranquila”, una “existencia tan apacible y tranquila para ser la de un poeta”.[3] Por su parte, Carlos González Peña, años más tarde, en este mismo tenor, consideró que la vida del árcade fue “gris y apacible”, alejada del mundo de la sensualidad y las pasiones eróticas, por lo que, a su decir, resultaba más interesante el estudio de su obra que el de su vida. Sin embargo, no será sino con Manuel Toussaint, cuando la vida afectiva de Martínez de Navarrete será objeto de especulación sobre sus relaciones amorosas. En contraposición de las opiniones anteriores, Manuel Toussaint se encargó de mostrar que el fraile vivió una vida disipada a partir de un manuscrito anónimo que encontró: Libro nuevo de todas las cosas y otros muchos más, donde se intenta mostrar una imagen desmitificada de la vida de Martínez de Navarrete. El texto se centra sobre todo en especulaciones de carácter amoroso que postulan que las mujeres mencionadas por Martínez de Navarrete en sus poemas eran de carne y hueso, y no simples musas, por lo que estos “descubrimientos” vienen a derrumbar la idea de que el fraile llevó una vida blanca y sosegada.
Años más tarde en su Historia de la literatura pero en la edición de 1946 (corregida y aumentada), Julio Jiménez Rueda agregó al final de su texto una nota al pie de página que hacía referencia al artículo de Manuel Toussaint –que había sido publicado seis años antes– en el cual, a su decir, el crítico de arte hacía revelaciones importantes, porque identificaba a las amantes del fraile. Así Toussaint, “nos impone de la realidad humana a Clorila, llamada en vida Josefa Camargo, de Celia que fue doña Vitelio. La primera murió en 1806, después de un destierro de la ciudad de Querétaro”.[4] Sin duda, Julio Jiménez Rueda buscó con estos datos hacer énfasis en la doble moral de Martínez de Navarrete, con la intención de “desprestigiar” y derrumbar la leyenda blanca del autor de “Las flores de Clorila”, pues Clori y Celia existían y eran de carne y hueso, es decir, tenían nombre y apellido. De tal manera que nuestro fraile no había tenido una vida célibe, quizá por ello antes de morir quemó una buena parte de su producción literaria porque era muy probable que allí quedaran consignadas las pruebas de sus debilidades sensuales. En consecuencia, la lectura biográfica del fraile de Zamora pisa terrenos polémicos y disímiles dependiendo de la información que tengan los diversos estudiosos acerca de su vida.
Sabemos que la Arcadia de México surgió casi a la par que nuestro primer cotidiano; pues, a pesar de no existir un manifiesto o estatuto de esta asociación, nos enteramos, por medio de las páginas del Diario de México, que los árcades ya firmaban algunos poemas publicados en esas páginas, en el primer lustro del siglo xix, y que tales poemas a veces se dedicaban a la Arcadia Mexicana y a sus miembros. En consecuencia, el fenómeno social representado por la Arcadia va estrechamente ligado al espacio público que la prensa del periodo va perfilando en la sociedad mexicana.
El primer soneto que atestigua la existencia de la Arcadia pertenece al poeta veracruzano Juan José de Guido (El pastor Guindo) quien el 10 de noviembre de 1805 dedicaba su poema titulado “Cantinela” a esta asociación: “El Pastor Guindo desde Veracruz, a los de la Arcadia Mexicana”.
Apenas fray Manuel Martínez de Navarrete había dado a conocer algunos de sus poemas en el Diario de México cuando ya se le preguntaba a los editores, según consta en una de las entregas de esta publicación, “por el nombre de este autor, pues al fin de ellos [los poemas] sólo se leían las iniciales FMN”: De igual manera, había interés en “saber a qué lugar de nuestro continente había tocado la dicha de servirle de patria”.[5] En el Diario se especuló que era de Celaya, de Guanajuato, finalmente el propio Martínez de Navarrete escribió un mensaje para informar que había nacido en Villa de Zamora, y que a él, sólo a él, pertenecían las iniciales FMN.
A decir de los árcades, fray Manuel Martínez de Navarrete era “por su divino talento” el ejemplo a seguir; lectores y colaboradores se preguntaban en el Diario “¿Quién tiene su gusto, su imaginación, su fluidez y belleza, su dulzura, su erudición copiosa, su inteligencia en el idioma?”.[6] En consecuencia, fue una decisión natural que lo designaran mayoral de la Arcadia. La admiración del árcade Juan María Lacunza a Martínez de Navarrete lo llevó a dedicarle su romance endecasílabo, “La mañana de otoño”,[7] en el cual muestra la admiración que sentía por el fraile, a tal grado que son obvias las referencias poéticas al estilo de Martínez de Navarrete. Pero Lacunza no fue el único poeta que le dedicaría sus composiciones, también lo hicieron Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera, José Mariano Rodríguez del Castillo, Ramírez (Arezi), Mariano Barazábal, Joaquín Conde, Simón Bergaño y Villegas, y Antonio Pérez Velasco, por mencionar sólo a algunos de los árcades.
El papel que desempeñó Martínez de Navarrete como mayoral de la Arcadia al parecer fue sólo honorífico, pues hasta el momento no se conoce ningún documento que permita certificar la presencia del poeta en México hacia ese periodo, cumpliendo con las tareas de dirección de una sociedad literaria que por lo demás parece sólo haber tenido las páginas del Diario como tribuna. Todo hace suponer que fray Manuel Martínez de Navarrete se atuvo a los límites de la zona cultural de la vieja Valladolid. Sin embargo, sí es importante señalar que por medio del empeño de Carlos María de Bustamante, editor y amigo de Martínez de Navarrete, el fraile seguramente conoció la producción de sus colegas árcades y los elogios que le fueron dispensados.
En la entrega del Diario de México correspondiente al 16 de febrero de 1808 se inició la publicación de su largo poema titulado “La inocencia”, compuesto de diez odas y una dedicatoria dividida en 16 cuartetas, en el cual fray Manuel Martínez de Navarrete hace referencia a la Arcadia y agradece a sus miembros el buen trato con que lo habían distinguido.
¿Con que podrá mi musa,
ARCADIA MEXICANA,
darte por tanto elogio
las más debidas gracias?
[...]
¿Con qué podrá, pues, ella
corresponderos grata,
sino con repetiros
lo mismo que os agrada?
[...]
Escuchadlas, pastores
de la moderna ARCADIA,
escuchadlas benignos,
y perdonad sus faltas.[8]
A pesar de la distancia geográfica que lo separaba –Villa de Tula-ciudad de México– de estos poetas, Martínez de Navarrete conocía la obra de ellos gracias a las páginas del Diario. En el referido poema “La inocencia”, Martínez de Navarrete menciona a algunos de los más destacados árcades, describiéndolos con algún epíteto que a su modo de ver caracterizaba su poesía. Además de la destreza de Can-Azul, hace encomio del amable Quebrara, del delicado Mopso, el fogoso Arezi y del travieso Aplicado.[9]
En este poema queda manifiesto que el fraile de Zamora, convertido en mayoral, como conviene a la retórica pastoril del movimiento arcádico, veía en los árcades a sus interlocutores, a sus iguales: comunidad de pastores que vigilan los rebaños del territorio literario. Mediante sus versos se dirige a una comunidad de colegas con los que comparte el gusto por escribir y a quienes les reconoce su particular talento, a pesar de no conocerlos personalmente.[10]
Pero no todo fue simpatía, cordialidad y aceptación entre los árcades: Martínez de Navarrete fungió como maestro-censor, llamando al orden al pastor descarriado. Nuestro fraile parece haber asumido con el mismo celo tanto la bondad como la energía correspondientes al mayorazgo literario. En algunas de sus composiciones, del mismo modo, criticó a los poetas que consideraba no tenían ningún talento, llamándolos pseudopoetas o poetastros y les censuró su forma de hacer poesía.
Le aconsejo, que después
de reflexionar un rato,
advierta con más recato,
que el pie de un verso se mide
de otro modo del que pide
la tosca horma de un zapato.[11]
Martínez de Navarrete era partidario de la correcta versificación; en sus composiciones invitaba a guiarse por el “buen gusto”, expresado en la claridad y sonoridad del poema. Se trata de un “buen gusto” que proclamaba la sencillez en los recursos de la dicción, y que apreciaba el dominio de la versificación tradicional. A pesar de que no lograría del todo adecuar su obra al “buen gusto”, como hubiera querido, su espíritu crítico lo llevó a hacer escarnio de los “sonetos de pies libres”, de las “décimas prosaicas” y de las coplas que iban “acompañadas de muletas”. También puso en evidencia a los deshonestos plagiarios, que a su decir, abundaban.
La lectura de la poesía de fray Manuel Martínez de Navarrete permite entender cuál era la intención de la poesía de esos años. Sabemos que además de cultivar la poesía bucólica, el fraile y sus colegas árcades practicaron la poesía amorosa, religiosa, satírica y política, esta última sobre todo tuvo su “esplendor” cuando se suscitó la invasión napoleónica en España en 1808. Hay que destacar que la poesía religiosa estaba dedicada, fundamentalmente, a la virgen de Guadalupe o a san Felipe de Jesús,[12] personajes íntimamente ligados a la historia cultural de México.
Sin duda, fray Manuel Martínez de Navarrete y sus colegas árcades buscaron consolidar un carácter propio en la poesía, para ir gestando una identidad que se convirtiera en orgullo nacional. Así, con la conciencia de comenzar a definir una identidad propia, los poetas del Diario utilizaron palabras como jacal, manta, ixtle, tilma, petate, ayate, pulque, o hicieron amplias referencias a la fauna mexicana; así, zopilotes, guajolotes, cenzontles, loros y chichicuilotes, poblaron sus textos.
Martínez de Navarrete no viviría para ser testigo de los cambios, pero fue sin duda el “agitador”, que con su forma de hacer poesía motivó a sus colegas árcades. Tan claro fue esto que a su muerte –y por supuesto por los sucesos políticos y sociales por los que atravesaba el país– la producción poética en las páginas del Diario decayó aún más.
Al estudiar a fray Manuel Martínez de Navarrete nos percatamos de que los juicios que han circulado en torno de su obra no son del todo laudatorios o certeros. La crítica “especializada” ha ido estableciendo una serie de comentarios adversos que han alejado al lector moderno de la obra del fraile. Pese al buen recibimiento del que fue objeto en su época –al grado de ser ejemplo de emulación por los poetas mexicanos del periodo–, su nombre ha quedado al margen de las expectativas estéticas a partir de la segunda mitad del siglo xix.
Después de revisar los juicios más representativos que se han escrito acerca de nuestro poeta, se puede afirmar que ninguno de los historiadores o críticos de la literatura mexicana se ha atrevido, de manera tajante, a configurar una imagen cargada de juicios adversos o, por el contrario, de juicios favorables sobre la poesía del fraile que ayuden a ubicar y explicar claramente su poesía dentro del canon de nuestras letras.
Francisco Monterde, quien con mayor seriedad ha estudiado a fray Manuel Martínez de Navarrete, lo ha clasificado como un poeta que vivió a la grupa de dos épocas, por un lado participando de los resabios de la cultura del siglo ilustrado y por otro, viviendo la alborada del Romanticismo. Esto que en apariencia pudiera ser fútil es la esencia de los juicios que se han vertido en torno de la obra de nuestro autor. Esta mezcla de orientaciones estéticas se explica por la dualidad en la que se desarrolló la vida y la obra del poeta.
Recordemos que los primeros comentarios críticos y adversos sobre Martínez de Navarrete provienen de escritores que se nutrieron de la estética romántica; es claro, pues, que los juicios valorativos de éstos tuvieron que ver con el código que rechazaba a ultranza las exigencias del Neoclasicismo. De este modo, lo censurable en la obra del fraile ha sido lo que no pertenece a este sistema de valores, sistema que impera, incluso, hoy en día si revisamos nuestras convicciones en torno de la originalidad creadora del autor, por ejemplo. No obstante, los atisbos prerrománticos en su poesía le han sido reconocidos y ensalzados, quizá por ello no se le ha ignorado del todo y se le ha conferido un espacio dentro de nuestra historiografía literaria.
El sistema literario sustentado en las normas o convenciones estéticas cambia con el paso del tiempo, lo que conduce a que la manera de acercarse a un escritor se modifique según la recepción que se haga de éste. El fraile de Zamora, después de su efímera fama –cuatro años para ser exactos–, empezó a ser leído, a partir de la segunda década del siglo xix, con expectativas cargadas de prejuicios. Sus comentaristas buscaban en su poesía un carácter nacional, de restauración del lenguaje y una militancia política que se viera reflejada en su rechazo a la península; elementos, claro está, alejados del sistema literario y social de donde se nutrió y desarrolló la obra del fraile. Es así, que la poesía de corte neoclásico escrita por Martínez de Navarrete fue juzgada bajo las normas de ese presente inmediato, hoy pasado, que fue el Romanticismo, y ése es el juicio que nosotros hemos heredado.
La idea que comenzó a gestarse, entre las comunidades letradas de nuestro país, años después de declarada la Independencia, fue que el poeta debía dejarse guiar por su instinto e inspiración, y dirigirse ya no sólo a un puñado de personas, sino abarcar a un público más amplio. El poeta debía evitar y rechazar usar su capacidad intelectual para tratar asuntos triviales, o evasionistas; es decir, no debía ver a la poesía como un entretenimiento,[13] o como mero pasatiempo, sino comprometer su arte con la emergente nación. El poeta había cobrado un irrenunciable estatuto público afincado en los poderes de su imaginación creadora.
Ahora bien, no todo se reducía a la dimensión política del hombre de letras; también actuó en el periodo un sustrato de orden estrictamente lingüístico-literario. Los comentaristas literarios de la segunda mitad del siglo xix mexicano pugnaba porque los poetas se interesaran por el estudio de preceptivas e intentaran reconstruir la lengua nacional por medio del conocimiento exhaustivo de las reglas gramaticales y sintácticas.[14] La crítica de los románticos a los poetas neoclásicos, y en particular a Martínez de Navarrete, se centraba en destacar los descuidos formales que alejaban al poeta de su participación en la reconstrucción de la lengua nacional, lengua que estaba además, en su opinión, contaminada de galicismos. Sin embargo, estos críticos mexicanos, se guiaban y construían su discurso, paradójicamente, a partir de preceptivas y poéticas españolas, y no alcanzaban a comprender que ya existía un particular “español-mexicano”, que había comenzado a gestar nuestra identidad.
Cabe recordar, además, que el carácter primordial en un poeta, según ciertos preceptistas, era la destreza que éste tenía para saber aplicar las reglas de la prosodia, es decir, el dominio de los “buenos modales lingüísticos”. Sin embargo, no debe extrañarnos esta conceptualización del quehacer del poeta, pues baste señalar que un gran número de poéticas y preceptivas que tuvieron su auge en el siglo xix nutrían sus páginas con este tipo de argumentos. El caso es que los versos del mayoral de la Arcadia de México se vieron sometidos al escalpelo de las orientaciones preceptivas del Romanticismo, perdiendo con ello un poco más de crédito en los discursos relativos a nuestro patrimonio literario.
Como decíamos al principio de estas páginas, nuestro árcade gozó de un gran prestigio en su época, pero ese reconocimiento se fue debilitando al transcurrir el siglo xix. Sabemos que la producción y consumo de textos literarios implican una manera social de leer y de escribir; manera que se transforma con el paso del tiempo. Estas mutaciones explican el cambio en el gusto literario. Así, el gusto literario, fundamentalmente, está condicionado por factores sociales y culturales que parecemos olvidar cuando intentamos estudiar a un escritor que no está sancionado dentro del canon imperante en nuestros días. A fray Manuel Martínez de Navarrete le ha tocado en suerte convertirse en un poeta marginado de nuestro mapa literario, no obstante las referencias “obligadas” que se hacen a su poesía. Propongo para conocer mejor los comentarios que se han vertido en torno del fraile detenernos en algunos de los más significativos.
Al revisar la crítica que se ha hecho de su obra, podemos afirmar que gran parte de las opiniones negativas provienen, fundamentalmente, de dos textos: uno, el del poeta español José Zorrilla, La flor de los recuerdos –recopilación de textos misceláneos en los cuales reflexiona en torno a sus vivencias en nuestro país–, publicada en México en 1855, y un artículo anónimo publicado en el Diccionario universal de historia y de geografía de Manuel Orozco y Berra (México, 1855). Como se podrá ver por la fecha, ambos textos corresponden a la llamada época romántica. Sin afán de reducir nuestro juicio a una interpretación esquemática o escolar, hay que tener en cuenta que los románticos, como ya antes mencionamos, tanto españoles como mexicanos, vieron con desconfianza y rechazo a la poesía de corte neoclásico por considerarla fría, afectada y de imitación. José Zorrilla escribió:
El padre Navarrete pertenece a la escuela clásica, tal como se comprendía a fines del siglo xviii: a aquella escuela de imitación de la imitación francesa que Molière y Racine hicieron de los modelos griegos, dando a sus obras las severas y correctas formas áticas de aquellos, pero enmascarando a los personajes de las suyas con los retruécanos, las galanterías, los encages, los lazos y las pelucas, de su lenguaje, sus costumbres y sus atavíos a la Luis xiv. España, al aceptar a los borbones en Felipe v, se sometió a todas las influencias de Francia; entre las cuales le fue también impuesta la de la poesía; así que en vez de imitar a Homero, a Píndaro, a Sófocles y a los demás excelentes maestros de la Grecia, imitaron a Racine y a Corneille, que habían imitado a los latinos, quienes a su vez copiaron a los griegos.[15]
Resultaba entonces, que la literatura española y la mexicana eran imitación de la francesa a decir del autor de Don Juan Tenorio. Más adelante, Zorrilla mesura sus comentarios para sentenciar que Martínez de Navarrete y Francisco Sánchez de Tagle son los “dos [poetas] que merecen la pena de ser conocidos, y de quien tenemos por ahí muy escasas noticias”.[16] Zorrilla en este discurso crítico llega a calificar a Sánchez de Tagle por encima del talento de Martínez de Navarrete porque “su genio [fue] más inspirado, su gusto más exquisito y su instrucción mucho más vasta que los de Navarrete, le colocan a mayor altura que este, y en primera línea entre los poetas mexicanos”.[17] Mientras, en el referido Diccionario se hace mención a que Martínez de Navarrete perteneció a la época en que la literatura sólo buscaba imitar a la “clásica francesa” y dejaba de nutrirse de sus propias fuentes, fuentes que por otro lado, pertenecían a la literatura española, aceptando así, que la sociedad mexicana era parte esencial de la península.
No obstante, en ambos textos se culpa al “gusto de la época” por dar resultados fallidos en la obra de Martínez de Navarrete; así Zorrilla vuelve a sentenciar que el árcade “era poeta cuando se dejaba guiar por su buen instinto e inspirar solo por su corazón; pero no podía romper las trabas del mal gusto de su tiempo, ni deshacerse de la pesadez de su ciencia escolástica y conceptual. [Tajante afirma] Navarrete fue lo que pudo ser”.[18] En el Diccionario universal de historia y geografía de Orozco y Berra se dice que no es extraño “encontrar en Navarrete el carácter, la forma y todo cuanto distinguía a la literatura de esa época, pues [...] no hizo más que escribir según el gusto de su tiempo”.[19] Como podrá percibir el lector, en estos primeros juicios comienza a darse importancia a fenómenos como el gusto de la época, en menoscabo de una lectura directa, desprejuiciada de los valores propiamente estéticos de la producción del fraile zamorano. La lectura de las obras ya estaba determinada por las formulaciones ideológicas necesarias para la articulación de un sistema literario.
Respecto de la opinión de otras figuras destacadas de nuestra república literaria, que asociaron a Martínez de Navarrete con cierto Neoclasicismo decadente, está Guillermo Prieto. En un texto de referencia obligada –por su carácter evaluador de la gestación de nuestras letras patrias–: “Algunos desordenados apuntes que pueden considerarse cuando se escriba la historia de la bella literatura” (1844), Guillermo Prieto otorga un espacio importante a lo que fue la poesía de los árcades y finca en ellos la responsabilidad de no haber renovado nuestra literatura.
¿Ignoraban estos hombres eminentes que ellos pudieron y debieron haber sido los legisladores del idioma, los restauradores del buen gusto, los padres de la poesía mexicana?[20]
Sin dar el nombre de Martínez de Navarrete hace referencia a los poemas escritos por el fraile para destacar su falta de “buen gusto”:
Un Batilo de calzón corto y peluca, escribiendo en la arena requiebros; un Menalcas que andaba a salto de mata por una Clori incivil y desdeñosa; las flores naciendo donde pisaban Filis y Clorila; y los cánticos a los lunarcillos, a los falderos, a las palomas, a los polluelos, ésta era aquella candorosa poesía escrita sin fe y sin sentimiento.[21]
Poesía sin sentimiento llama Prieto a la poesía que no tuvo los rasgos evidentemente románticos que su época exigía; esos rasgos que no cubrían las expectativas de la literatura nacional y patriótica que se iba gestando y que tendría en la Academia de Letrán (1836) un espacio privilegiado para la discusión.
Si bien se constata en las páginas del Diario de México, que una buena parte de la producción escrita por los árcades recurría a mexicanismos para expresarse, Guillermo Prieto consideró que este esfuerzo no fue suficiente, ya que debieron haber creado un diccionario de mexicanismos que ayudara a entender mejor el significado del “idioma de los aztecas”. Como se ve la lectura de Prieto consistió en señalar lo que no tenía la poesía del fraile, en vez de explicar lo que sí poseía dentro del código neoclásico: claridad, mesura y sencillez.
Por otro lado, el retrato general y los rasgos que suelen destacarse de Martínez de Navarrete lo describen como alto, muy blanco, de ojos azules, noble, austero, modesto, de sensible corazón y delicado, cuya personalidad se liga a su talento literario a partir de que buscó alejarse de no incurrir ni en la afectación y oscuridad gongorista; es decir, el acierto de Martínez de Navarrete radicó en su alejamiento de la estética barroca, ya que su poesía fue diáfana y supo utilizar de manera correcta el lenguaje. Pero sobre todo, sus comentaristas ven con gran simpatía, en la poesía del fraile, un cierto dejo de melancolía, rasgo romántico por excelencia, que se ve claramente plasmado en la oda “La inmortalidad”. Otras de sus composiciones que suelen ser valoradas son las que tienen un carácter filosófico como, “La noche triste”, “Los ratos tristes” y las “Elegías”. En cambio algunas de sus sátiras son vistas con cierto recelo porque en ocasiones el fraile utiliza “ciertas frases indecorosas y de mal gusto”.
Asimismo mencionemos que no se ha estudiado o poco interesa el mundo clásico del cual se nutrió Martínez de Navarrete. Hay que recordar que la educación del árcade corresponde al siglo xviii, que se nutre como pocas de los autores clásicos, tanto latinos como griegos, de modo que resulta ingenuo y simplificador calificar la producción de los árcades y de su mayoral como pura imitación. Dentro de este contexto podemos destacar que nuestro fraile escribió, bajo el influjo de la tradición clásica, poesía de corte bucólico y pastoril con acusados rasgos que recreaban un mundo idealizado donde la naturaleza apelaba a todos los sentidos, claro ejemplo de ello, es su poema “La mañana”. Por otra parte, sus poemas amorosos siguen muy de cerca la poesía amorosa de Juan Menéndez Valdés y consecuentemente a Virgilio en su Arte de amar y Remedios para el amor.
En la actualidad, los historiadores de la literatura le brindan una mayor atención y calificación a la producción literaria de la segunda mitad del siglo xix, olvidando toda la importante carga cultural del siglo ilustrado en los primeros lustros de la antepasada centuria.
Como ya antes se mencionó, Francisco Monterde ha sido el crítico quien con más seriedad y dedicación escribió sobre Martínez de Navarrete. Recordemos, en primer lugar, que en 1939 se encargó de reunir las Poesías profanas y escribir un atinado prólogo que acompañó a la edición.
Francisco Monterde esboza una visión más clara y sustancial del fraile. Para empezar no sólo se limita a repetir y sazonar los juicios de sus predecesores, aunque sí retoma algunas de las ideas de los españoles Zorrilla y Menéndez Pelayo, y del mexicano Guillermo Prieto, por mencionar sólo a los más representativos. Pero Monterde sobre todo se atreve a trazar una imagen, en la medida de lo posible, menos prejuiciada del fraile. En primer lugar lo sitúa “entre dos siglos y dos épocas: entre un ocaso y una alborada se mueve en una zona de incertidumbre nocturna”.[22] Segundo, no considera que el aislamiento físico en que vivía el fraile haya provocado que tuviera una vida “ajena a las preocupaciones sociales del siglo”.[23] Es decir, reconoce en Martínez de Navarrete una toma de conciencia frente a su sociedad. Monterde lo presenta más como un hombre de carne y hueso, que tiene opiniones y que no duda en tomar su pluma para reprender a los malos poetas, a “algún ladrón literario, gente de costumbres reprobables, a la cual castiga con tanta dureza, que se creería que esos ásperos versos no salieran de la misma pluma que trazó las dulces anacreónticas”.[24] De igual manera, matiza que su poesía amorosa es “testimonio sobre el amor que su timidez sólo entrevió, antes de vestir el hábito”.[25] Los documentos de Toussaint que hacen referencia a la vida amorosa de Martínez de Navarrete, si bien parecen convencer a Monterde de su veracidad, no fueron lo suficientemente importantes para que el crítico haya considerado detenerse a discurrir en ellos.
Francisco Monterde, sin duda, hizo una lectura minuciosa y reflexiva de la poesía del árcade, ya que en sus juicios se nota una voluntad por querer comprender la obra poética del fraile e intentar ubicarla y explicarla en el sistema literario donde surgió y se nutrió. Por ello, Monterde no busca justificar los excesos de prosaísmo o lo restringido de los temas abordados por Martínez de Navarrete; lo que hace es explicarnos, eso sí, a grandes rasgos, cómo fue que operó su salida de la escuela estética neoclásica y su obra se fue permeando del espirítu romántico. De este modo, Monterde terminaría por situar a Martínez de Navarrete en una zona de incertidumbre nocturna, entre un ocaso y una alborada.
Al principio, no es un renovador: blandamente, cargado aún de impurezas, se amolda al prosaísmo; pero se eleva luego, ayudado –más que por abundantes lecturas– por una despierta sensibilidad que facilita su marcha ascendente. El proceso de esa marcha y el resultado obtenido[sic], puede observarse en sus poesías.[26]
Así, Martínez de Navarretete con sus poesías profanas –cargadas de melancolía y mostrando un gusto por el paisaje nocturno–, apresuró el paso del Neoclasicismo al Romanticismo. Un punto más a destacar, y que bien señala Monterde, es que el uso de diminutivos, por parte de Martínez de Navarrete, se liga estrechamente a giros locales y barbarismos –recordemos que el fraile hablaba la lengua tarasca– que denotaban una acendrada atención al habla del pueblo y un uso del español mexicanizado. Lo cual es un hecho muy importante porque demuestra el carácter nacional que se iba engendrando en nuestra poesía del primer tercio del siglo xix.
Finalmente, hablar de Martínez de Navarrete no es hablar del intelectual que surge de la bohemia o las tertulias, sino de los claustros religiosos franciscanos, por lo que representa la imagen del poeta letrado comprometido con el conocimiento, la educación, la construcción del buen ciudadano, la perfectibilidad del hombre de bien que posee la honradez, la justicia y la ética, preceptos todos del ámbito ilustrado que buscan alejarse de los vicios y la superstición.
A nuestro poeta le tocó vivir el cambio de siglo. Su labor de fraile y su función de escritor evidenciaron su actitud de compromiso; si bien él no tuvo una participación desde el poder –ya que no tuvo cargos públicos y los eclesiásticos fueron modestos–, sí tuvo un lugar en la sociedad al ser forjador de opinión pública y árbitro de las contiendas que tenían lugar en nuestra República literaria. En las disputas literarias en que intervino creó redes de convivencia intelectual con sus pares; de la misma manera, con sus poemas, dedicados a los miembros de la Arcadia, creó una sociabilidad llena de gestos de bonhomía y amistad.
Su temperamento melancólico y su prematura muerte no le permitieron dedicarse a la historia o a la política en sentido amplio, más bien su vida representó el cambio de paradigma del buen ánimo de los ilustrados a la intensidad emotiva de los románticos. En ese sentido, nuestro fraile estaría alejado del escritor rijoso y anticlerical, como lo fueron José Joaquín Fernández de Lizardi y fray Servando Teresa de Mier. No obstante, nuestro fray Manuel Martínez de Navarrete fue poco querido en los claustros religiosos, por lo que fue marginado y controlado por el poder de la iglesia, lo que limitaría su sacerdocio, y no, por fortuna, su desempeño en el mundo simbólico y letrado en el que dejaría un legado muy considerable.
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27 jul 2017 16:39
Nació en Zamora, Michoacán, en 1768 y murió en Tlalpujahua, Michoacán, en 1809. Estudió matemáticas y asistió a la Academia de San Carlos para aprender pintura. Luego se ordenó de sacerdote franciscano en Querétaro. Colaboró en El Diario de México.
Notas: Fue mayoral de la Arcadia Mexicana. Se le consideró como el poeta de más altos acentos líricos en los últimos tiempos de la colonia.