Los estudios recientes sobre la historia del libro han emprendido la revisión de diversos temas ligados al proceso de creación, impresión y circulación de textos. Se han presentado enfoques ambiciosos en tanto que al referirse al mundo de la cultura escrita ha sido necesario plantear asuntos como la circulación de los textos a través de una empresa comercial, el libro como mercancía y objeto de beneficio económico, o el estudio del libro como signo cultural portador de un sentido transmitido a través de imágenes o textos. Una historia literaria de las grandes obras maestras conduce a considerar al libro como portador de una novedad estética o intelectual. Una historia social del libro implica reflexionar sobre lo que escribe o lee una sociedad entera, pensar en las múltiples mediaciones entre el texto y sus lectores: cómo la cultura escrita llega a un público, aun analfabeto, a través de la lectura en voz alta; cómo nuevos códigos modifican patrones y formas de vida cotidiana; cómo los relatos, las historias y las narraciones alcanzan a impregnar el imaginario colectivo y las mentalidades, particularmente en aquellos siglos en los que se produce “la conquista del libro”.[1]
La invención de los tipos movibles de Gutemberg permitió que la cultura escrita llegara hasta clases y medios sociales tradicionalmente al margen de ella.[2] Gracias a la multiplicación de los textos, una cultura que antes había estado restringida al mundo de los letrados, modificó todas las prácticas sociales: fue alimentando un nuevo imaginario y llegó al pueblo. No era necesario saber leer para participar del mundo de lo escrito: los textos se hicieron públicos y poco a poco todo material salido de los talleres de una imprenta alcanzó a la gente de las ciudades. El concepto abstracto de obra se materializa en un libro con un formato determinado, ilustrado, si es el caso, con finas encuadernaciones; su tipografía y demás elementos dan una forma concreta a una propuesta reflexiva o estética. Son muchos los que participan en el proceso, desde un autor que no tuvo en aquel entonces derechos sobre la propia obra, hasta el cajista, el tipógrafo, el artista gráfico y el editor que era el que publicaba un texto a través de la lectura en voz alta, editándolo momentáneamente al mismo tiempo. El papel de cada uno de los que intervienen en ese proceso fue cambiando, de tal manera que la conquista de lo impreso se inscribe en el espacio y en el tiempo.
Sanctum provinciale concilium Mexici celebratum 1585, praesidente Petro Moya de Contreras, México, Juan Ruiz, 1622, portada.
Los expedicionarios que vinieron con Hernán Cortés (1485-1547) y los que arribaron posteriormente, de origen, rango social y formación cultural muy diversa, no llegaron sino con apenas algún libro.[3] Muy pocos de ellos sabían leer, pero los que leían repetían a otros las ideas que tenían en juego los libros de caballería, los romances, las grandes expectativas de la imaginación. El libro influyó en todos ellos para alimentar sus fantasías, para fortalecer su arrojo, para sustentar en los pocos libros científicos a su alcance, las ideas que tuvieron sobre el mundo.
Más tarde llegaron, junto con los soldados, los religiosos y hombres de iglesia que aportaron muy diversos libros y un enorme acervo de ideas contenidas en cientos de ellos. El bagaje intelectual de fray Juan de Zumárraga (1478-1548), fray Julián Garcés (1452-1542), fray Alonso de la Veracruz (1507-1584), Pedro de Gante (1480?-1572), entre otros tantos, creó mayores condiciones de presencia de una cultura de lo impreso, que aunque tendrá que esperar algunos decenios para materializarse con el establecimiento de la imprenta en la Nueva España, impregna desde mucho antes las prácticas culturales del Nuevo Mundo.
La aparición de la imprenta en la Nueva España
Se dice que el primer libro impreso en la Nueva España fue la Escala espiritual para llegar al Cielo, de san Juan Clímaco, traducida por fray Juan de Estrada (¿?-1579), y que sale a la luz hacia 1536 o 1537 del taller de Esteban Martín, aparentemente el primer impresor que trabajó en América.[4] Es posible pensar que este mismo “imprimidor”, como se refieren a él algunas fuentes, también sacara en su taller varias cartillas u otras piezas pequeñas, algunas de relevancia por la firma de sus autores, como la Doctrina de fray Toribio de Motolinía (1490?-1569) y el Catecismo mexicano de fray Juan de Ribas (¿?-1562). Dado que en aquellos años no se acostumbró que estos primeros artistas gráficos estamparan su nombre en los trabajos que imprimieron, no es posible más que seguir algunos testimonios aislados para dar cuenta de la todavía muy limitada producción de estos talleres.
Juan Zumárraga, Dotrina breve, México, Juan Cromberger, 1543, portada.
El entusiasmo e impulso evangelizador topó en los primeros tiempos con la carestía de papel y otros inconvenientes que dificultaron al principio una difusión mayor de los trabajos de imprenta. Fue justamente unos años más tarde, cuando la insistencia del virrey Antonio de Mendoza (1492?-1552) y de fray Juan de Zumárraga consiguió que un prestigiado impresor alemán radicado en Sevilla, llamado Juan Cromberger (¿?-1540), comisionara a uno de sus empleados para que viniese a la Nueva España a establecer un taller de imprenta. El lombardo Juan Pablos (¿?-1561) llegó a México hacia septiembre u octubre de 1539, y antes de fin de año apareció la Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana, en cuyo pie de imprenta figuró el nombre de la casa original de Sevilla, es decir la de Juan Cromberger.[5] Aunque Juan Pablos se quedaría de forma definitiva en México, dados los privilegios que obtuvo Cromberger de la Corona, no le fue posible poner su propio pie de imprenta sino hasta la muerte y fin de privilegios de aquél, y cuando alcanzaron mayor difusión los trabajos salidos de la imprenta del lombardo.
Antes de proceder a la tirada de cualquier libro, Juan Pablos tenía que solicitar la licencia correspondiente, en un primer momento del obispo, y, a partir de 1558, las del virrey y el arzobispo, agregándose también las aprobaciones y correcciones hechas por los censores y los inquisidores del lugar. José Torre Revello calcula que entre el momento en que se estableció el taller de Juan Pablos y hasta fines del siglo, se imprimieron en la capital del virreinato 174 obras, algunas bastante voluminosas; 58 más aparecen citadas por algún autor, aunque carentes de fecha y mayores datos (Torre Revello, 1989, vol. 1, p. 143). La obra de Beatriz Garza Cuarón y Violeta Demonte[6] subraya la importancia de 108 obras sobre las lenguas indígenas de México. El que los frailes optaran por evangelizar a los naturales en sus lenguas vernáculas, en lugar de realizar el doble esfuerzo de castellanizarlos y, además, enseñarles la fe cristiana, alentó la producción lingüística de la colonia. Esta política dio lugar a que aparecieran en los últimos decenios del siglo xvi gramáticas y vocabularios, particularmente del náhuatl. Ejemplos de esta rica producción son la Gramática de la lengua náhuatl (1547) de Andrés de Olmos, el Vocabulario en lengua mexicana y castellana (1555 y 1571) de Alonso Molina, el Arte de la lengua de Michoacán (1558) y el Vocabulario en lengua de Michoacán (1559) de fray Maturino Gilberti, obras de consulta obligada (véase Guzmán Betancourt). Al principio, los talleres emplearon caracteres de letra gótica; sin embargo, unos decenios más tarde es posible apreciar que la letra gótica se combina con la variante de tipo romano. Como sucedió en algunos incunables españoles, se usaron viñetas para la confección de las portadas, algunas con gran arte y a veces dos colores, generalmente el negro y el rojo que eran por entonces los más usuales. Se considera que la calidad de los impresos del siglo xvi no será alcanzada en la centuria siguiente, ya que si bien el número de impresos y de impresores aumenta, no se iguala el cuidado de los caracteres ni de las portadas de los primeros libros.[7]
La materialidad del libro, el formato, la tipografía, las imágenes, la encuadernación, dan realidad a esta dimensión reflexiva, y la época le añade nuevos signos de ennoblecimiento. Una obra de arte, la forma del libro envuelve y hace tangibles las mejores páginas de autores latinos, italianos, españoles, luego novohispanos. Después se suceden nuevos tipos de letras que habrán de mantener sus rasgos esenciales hasta el presente. Del largo predominio de los caracteres góticos y luego romanos, se adoptan tipos memorables: garamond, ranjón, bastarda moderna de 1640, baskerville, todas de rasgos muy refinados. La composición, la formación, dan cuenta de los talentos artísticos y artesanales de los operarios y contribuyen a la belleza de aquellos primeros libros. Por los años en que se establecían en la capital los primeros talleres, absorbiendo la energía y refinamiento de los trabajadores gráficos, aparecieron también innumerables mercaderes que, aprovechando la difusión del libro, hicieron de su comercio una forma de vida. En el siglo xvi Antonio Losa, Pedro Calderón, Pedro Avendaño, Francisco Armijo, trajeron a la colonia tratados de filosofía, teología y ciencias, obras de Aristóteles, Plinio, Plutarco, Virgilio, Alfonso el Sabio, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Francisco de Vitoria, libros salidos de talleres de los grandes impresores de París, Lyon, Venecia, Roma, Amberes, Sevilla y Salamanca.
La legislación referente al libro y a la imprenta con respecto a las Indias Occidentales prohibía el paso a nuestro continente de libros de romance y de materias profanas, especialmente los libros de caballerías, con el argumento de que existía el riesgo de que las poblaciones indígenas se dieran a la lectura de textos de ficción, que en lugar de contribuir a su conversión y buen adoctrinamiento, pudiesen extraviarlos en ficciones y fantasías. El Tribunal de la Inquisición de Sevilla, a cuyo cargo estaba expurgar los libros que se embarcaban a América, pareció sin embargo no poner ningún reparo para que, junto con una gran cantidad de libros de filosofía, teología y moral que venían rumbo a América, se empacasen novelas de caballería y similares.[8] Estos títulos aparecían junto con los otros en las listas que cada mercader presentaba con las cajas que iba a exportar desde la metrópoli. De tal suerte que en América, ya fuese con la autorización de los expurgatorios de Sevilla, o de lo contrario por la vía del contrabando, circulaban libros prohibidos, los cuales se hallaron después en las bibliotecas privadas.
Impresores, libros y libreros en el siglo XVII
El siglo xvii, siglo de la erudición y del barroco, comienza para la Nueva España con la llegada del arzobispo fray García Guerra (1545-1612) en 1608. El arribo del prelado adquiere mayor relieve para nuestro tema, si registramos que en la misma flota llegaron dos de las grandes figuras del Siglo de Oro español: uno de ellos era Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (1581?-1639), criollo mexicano que regresaba a su tierra natal después de una estancia en la metrópoli (véase Alberto Sandoval), el otro, Mateo Alemán (1547-1614?), autor de la famosa novela picaresca Guzmán de Alfarache (1ª parte 1599; 2ª parte 1604), cuya popularidad iba a colocarla como uno de los grandes éxitos de librería de la época, casi a la par de la obra maestra de Cervantes. De igual manera que El Quijote (1605), el relato de Alemán sobre la vida en los bajos fondos contribuyó, sin duda alguna, a disminuir el antiguo entusiasmo por las novelas de caballería y volcarlo hacia el gusto por la picaresca.
Eran pocas en aquel entonces las prensas mexicanas. Funcionaban apenas cuatro hacia 1620. Se sabe que la de Henrico Martínez (ca. 1550-1632) sacó a la luz en 1606 una importante publicación escrita por él mismo: Reportorio de los tiempos, e Historia natural de esta Nueva España, relación de datos geográficos, observaciones astronómicas y astrológicas y hechos memorables de México y España a lo largo del siglo xvi. Si tomamos en cuenta que el pensamiento geocentrista de su autor se expresa al tiempo del auge de la Contrarreforma y cuando Galileo estaba siendo condenado por el crimen de patrocinar la teoría copernicana, apreciaremos mejor la lucidez de Martínez; fue intérprete de la Inquisición y hombre de grandes habilidades técnicas e intelectuales. Entre los muchos impresos que salieron de estos talleres, casi todos ellos materiales hechos sobre pedido con un sentido utilitario, aparece uno de carácter especialmente literario. Se trata de una curiosa obra que se dice fue inspirada por la novela pastoril de Cervantes:[9] Los sirgueros de la Virgen, escrita por Francisco Bramón, consejero de la Real y Pontificia Universidad (véase González Boixo).
Sería equivocado pensar que estos destellos rivalizaron con la literatura que constituyó el objeto principal de la actividad de los talleres de imprenta y aun del comercio ultramarino de impresos: la literatura religiosa. En el siglo xvii, como en los otros siglos coloniales, la mayor parte de las obras publicadas era de naturaleza religiosa. Del taller de Luis Ocharte Figueroa (ca. 1565-¿?) en el convento de Tlatelolco, salieron impresas numerosas obras de los franciscanos; el de Diego López Dávalos imprimió la Vida de fray Sebastián de Aparicio,[10] escrita por fray Juan de Torquemada, y en 1604 el Liber in quator passiones Christi domini de fray Juan Navarro,[11] libro de música impreso a dos tintas y todavía en caracteres góticos.
Llegado de Harlem en los últimos decenios del siglo xvi, Cornelio Adriano César (1572-¿?), a pesar de haber sido procesado inquisitorialmente por su origen luterano, auxilió a Diego López de Dávalos como cajista en el colegio de Tlatelolco. Las obras redactadas por los religiosos y copiadas por algunos seglares para enseñar a leer y a escribir en las tres lenguas, representan un esfuerzo cultural de enorme importancia. Numerosas cartillas en castellano, latín y náhuatl fueron publicadas por impresores como Juan Ruiz, Diego Garrido, Pedro Gutiérrez e Hipólito Rivera, entre otros de su época.[12]
Las relaciones con altos personajes de la Iglesia, con funcionarios de los colegios o de la Santa Inquisición, favorecieron indudablemente a algunos impresores. Un buen ejemplo de ello es la trayectoria de Francisco Robledo (¿?-ca. 1650), librero e impresor que obtuvo en 1642 el privilegio de ser impresor del Secreto del Santo Oficio; poco después recibió en su taller las obras más importantes del obispo Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659): Varón de deseos, la Semana Santa y la Historia real sagrada (véase Medina, 1989, vol. 2, pp. 210-220, 321). Muy probablemente se deba a Palafox el traslado de Robledo a Puebla entre 1642 y 1643, en donde la imprenta se había establecido unos años antes, tal vez gracias a los esfuerzos de Juan Blanco de Alcázar (ca. 1600-1670?) o de Pedro de Quiñones (¿?- 1669?). De hecho fueron los obispos de la época, y en general el alto clero novohispano, los principales clientes de las imprentas. Palafox, desde luego, pero también Juan de Ledesma (1575-1637), Alonso Cuevas y Dávalos (1590-1655); y los arzobispos fray García Guerra (1611-1612) y fray Payo de Rivera (1673-1680), ambos arzobispos virreyes. Estos altos funcionarios de la Iglesia sacaron a la luz sus obras más importantes, y además, sermones, oraciones, panegíricos y pastorales. Casi siempre las catedrales eligieron un impresor que también resultó beneficiado con trabajos adicionales, tales como las constituciones de una iglesia, actas capitulares, relaciones de méritos, de sucesos y de ceremonias. Los frailes eruditos del siglo tuvieron también las prensas a su servicio, de forma que piezas cortas pudieron ver la luz al tiempo que las obras de mayor trascendencia quedaron impresas para la posteridad.[13]
El que los temas de Dios fueran un pensamiento constante entre los hombres, y el que las personalidades de la institución eclesiástica absorbieran gran parte de los trabajos de imprenta, no impidió que éstas y las librerías vendieran escritos puramente seculares, de ficción y de poesía, de teatro, de historia y otras materias, para el público laico y aun para muchos clérigos y funcionarios que ocuparon en la literatura sus ratos de ocio y encontraron en ella un motivo de interés y diversión.
Conforme avanza el siglo, algunos impresores mexicanos hacen más variada su producción: en 1609, Jerónimo Balli, auxiliado por Cornelio Adriano César, edita la Ortografía castellana de Mateo Alemán (véase Medina, 1989, vol. 2, p. 39). Un poco después, la Floresta latina,[14] arreglada por los estudiantes de la Universidad, muestra la sólida enseñanza de lenguas clásicas en esa institución. Al mediar el siglo, Juan Ruiz (¿?-1677) dio a la luz su Discurso sobre la significación de dos impresiones meteorológicas,[15] que revela su cultura matemática y astronómica. No tardó en fluir hacia los talleres de imprenta una obra de tema americano: el siglo abre con la publicación en 1604 de Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena (1568-1627), describiendo la famosa ciudad de México y sus grandezas (véase Chang-Rodríguez).[16] Son los impresores mexicanos los que tienen el privilegio de sacar a la luz Primavera indiana de don Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700), en 1668, algunos villancicos de sor Juana (1651-1695) en 1677, su Neptuno alegórico en 1680, y otras piezas menores de estos grandes talentos novohispanos.[17]
Si atendemos a la historia de muchos de estos impresores, es posible advertir que la mayor parte haya iniciado un largo aprendizaje en el taller de algún prestigiado maestro y, si la suerte le favorecía, años más tarde conseguía independizarse y poner su propio negocio. Los que tuvieron más éxito fundaron casas de muy larga vida. Las viudas de los impresores muchas veces tuvieron una amplia visión e importantes relaciones; supieron manejar los talleres con notable eficiencia. Buenos ejemplos de ello son la viuda de Bernardo Calderón, la de Pedro Balli, y la de Francisco Rodríguez Lupercio. Una mirada a las extensas listas de impresos que reunieron los grandes bibliófilos, permite apreciar cuáles fueron los talleres de imprenta más solicitados durante el siglo: Bernardo Calderón y herederos, Juan Ruiz, Juan Ribera, Viuda de Rodríguez Lupercio, estuvieron muy por encima del resto. Publicaron cada uno varios cientos de impresos de muy diferentes dimensiones e importancia. La producción salida de sus talleres superó con mucho la de los negocios más pequeños. En algunos casos, su prestigio logró atravesar el siglo y les dio la oportunidad de colocarse como firmas reputadas durante el siglo xviii. Tal y como ocurría en España, los impresores mexicanos, muchas veces autores ellos mismos, fueron también libreros. Henrico Martínez y Juan Ruiz fueron hombres de una amplia cultura: además de ocuparse de la imprenta, tuvieron a su alcance la posibilidad de difundir sus escritos. Francisco Sálvago (¿?-1638?) e Hipólito Rivera (¿?-1710), entre otros, fueron impresores y se dedicaron a la venta de libros. Por las altas ganancias que se obtenían en el comercio de libros, ésta fue una actividad promisoria en la capital virreinal.
Para fortuna suya, los interesados en los libros pudieron en aquellos tiempos abarcar una triple función: la de escribir y producir textos, la de imprimir y la de comerciar los libros. Estas tareas no eran asuntos distantes, todo lo contrario: los interesados en la cultura escrita se ocuparon y vivieron del y para el libro, al punto que personajes como Juan Ruiz, autor, impresor y distribuidor, no fueron excepcionales en la vida colonial.
El comercio de libros en la Nueva España
La clásica y atractiva obra del historiador norteamericano Irving A. Leonard, Books of the Brave [Los libros del conquistador],[18] puso de manifiesto el papel que jugó la literatura española en la mentalidad de los hombres que vinieron a conquistar América. Frente a las tesis que dieron lugar a una “leyenda negra” en torno a la ignorancia y rudeza de los expedicionarios, Leonard antepone la relación entre los textos, el caudal de lecturas, de historias y relatos de ficción, y la mentalidad de los conquistadores. Sustituye la “leyenda negra” por una de tono “gris pálido”, que permite adivinar que el conquistador español que se embarcó en expediciones al Nuevo Mundo (particularmente después de 1500 cuando la imprenta había logrado difundir el contenido de las grandes obras de la literatura española), conocía ya libros que “avivaron su imaginación para la aventura y el romanticismo hasta un grado de exaltación casi mística” (Leonard, 1979, p. 10). Estos libros, según Leonard, permitieron que la conquista estuviera rodeada de un espíritu caballeresco y romántico, que singularizó el proceso español.
Con el mismo sentido, Leonard propone también deshacer el mito de un mundo americano ajeno a la cultura europea y envuelto en el oscurantismo propiciado por el control inquisitorial. Ya hemos visto que las inquietudes de lectores, escritores e impresores de la Nueva España se tradujeron en una cierta producción que revela un pensamiento avanzado respecto a la ciencia, y un disfrute de la literatura española. Como se ha podido comprobar, la Casa de Contratación de Sevilla y las autoridades inquisitoriales llevaron un control, mucho menos estricto de lo imaginado, sobre los materiales que se embarcaron entonces rumbo al continente americano. Esto favoreció un flujo constante y representativo de obras europeas hacia los mercados coloniales. Para Leonard la mejor prueba de ello es una lista de libros embarcados rumbo a América en el año de 1600. Tal evidencia muestra que, no obstante la secuela de corrupción, burocratización y crecimiento de sectores parasitarios que trajeron consigo los últimos decenios del siglo xvi, la Nueva España del siglo xvii formó parte activa del mundo cultural europeo,[19] abrevó de las mejores corrientes del pensamiento renacentista y conoció textos provenientes de muchos campos del saber. La lista aludida fue recuperada, de entre muchas otras provenientes de los archivos de la Casa de Contratación, por tratarse de una de las fuentes más relevantes para conocer qué es lo que podría encontrarse en las librerías de la capital del virreinato al entrar el nuevo siglo.[20] En el navío La Trinidad, incorporado a la flota que partió rumbo a la Nueva España en 1600, Luis Padilla, vecino de Sevilla, consignó un número indeterminado de obras que iban destinadas al comerciante de libros Martín Ibarra, para que las vendiese al contado o a crédito. Llama la atención, a diferencia de listas semejantes, el cuidado con el cual se elaboró la lista: con lujo de detalles que incluyeron el nombre del autor, el título completo de la obra, la lengua en que está escrita, la casa editora. La lista incluye temas teológicos, textos filosóficos de muy diversas corrientes, doctrinas esotéricas, obras científicas, y una bien dotada sección de obras de humanidades. Hay coincidencia con otros autores en cuanto a que, al abrir el siglo, las novelas de caballería empiezan a ser desplazadas en la América española.[21] Recién salida de la imprenta, en cambio, se embarcaba en 1605 rumbo a las Indias gran parte de la primera edición de una de las obras maestras de la literatura universal: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616).
Tratándose de varias naves que corrieron con diversa suerte, y cuyo destino final eran diversos puntos del mundo colonial americano, parece imposible determinar cuántos ejemplares de esta obra llegaron a la Nueva España. Sin embargo, hay evidencia suficiente para conocer que, con el arribo de la flota a san Juan de Ulúa en septiembre de 1605, llegó a México una parte de los ejemplares de la obra empaquetados en Sevilla. Así lo corroboran las listas sevillanas, con el dato adicional de que varios de los tripulantes de ese mismo barco declararon ante funcionarios del Santo Oficio haber realizado el viaje muy entretenidos con la obra de Cervantes. El dato figura entre la información recogida por los comisarios del Santo Oficio, ya que los declarantes señalaron adicionalmente no traer ninguna obra prohibida. Otra parte de los bultos que salieron de Sevilla, fueron enviados por el mercader limeño Juan Sarriá y tuvieron como destino diversos puntos en Tierra Firme: hasta Portobello, Cartagena de Indias y Lima llegaron ese mismo año varios ejemplares de El Quijote.[22]
Paul Ricoeur dice que un texto sin lector no es un texto; es decir, las palabras son “sólo huellas negras en una hoja en blanco”, así como otros autores se han referido a que una pintura sin la parte del espectador no es sino áreas planas cubiertas de un pigmento.[23] Este particular encuentro es el que da sentido y existencia al texto a través de la lectura que lo vincula al lector o al oyente. No es el lugar para referirnos a cómo reconstruyen los sistemas, cómo piensan, reciben y clasifican los textos las diversas comunidades de espectadores y lectores en una época dada. Sin embargo, es posible apuntar cuáles fueron algunas peculiaridades, hasta donde nos lo permite la documentación, sobre cómo llegaron estos textos, quiénes los recibieron, cómo los guardaron, cuál fue su destino en el siglo xvii.
Los letrados, representantes de los medios cultos, cuidan con afán los libros y se preocupan, principalmente, por asegurar el patrimonio escrito en bibliotecas. Cabe señalar que respecto a las bibliotecas, no siempre se trató de un recinto específico. Bibliografías, colecciones y catálogos fueron llamados entonces bibliotecas –colecciones de autores, de títulos y de textos casi siempre con un afán de exhaustividad–.[24] Hubo indudablemente en el xvii un esfuerzo en ese sentido: los conventos y monasterios guardaron importantes colecciones; y en torno a las grandes figuras de la época se reunieron bibliotecas muy dignas de ese nombre. El patrimonio escrito reunido bajo el patrocinio de Juan de Palafox y Mendoza, de Francisco Burgoa, del convento de Guadalupe en Zacatecas, del Convento de El Carmen en la capital virreinal, constituyen un gran legado para el estudio de la cultura novohispana. Aparte del afán de los letrados, existieron iniciativas personales de las cuales la historia ha podido encontrar algunas huellas. Informes notariales, inventarios, testamentos, documentos inquisitoriales y otros, esperan todavía las pesquisas de los investigadores que puedan dar cuenta de cómo se conformaron estas colecciones particulares. Algunos trabajos de Irving A. Leonard nos permiten acercarnos a dos bibliotecas personales de entonces: la primera de un individuo llamado Simón García Becerril, de la ciudad de México, que en 1620 sometió al Tribunal de la Inquisición el inventario de su pequeña biblioteca, aparentemente con la sola intención de declararla ante las autoridades; la segunda, perteneciente a Melchor Pérez de Soto, extraño caso de un curioso coleccionista de libros,[25] como el mismo Leonard lo caracteriza.
García Becerril era un laico, aparentemente de trayectoria oscura; no ha quedado de él sino esta relación de textos que nos permite descubrir a un lector ávido y refinado. Por la significación que tiene como reveladora del gusto de su propietario, señalaremos brevemente algunas de las principales obras de esta colección en la que, por cierto, figuran poco las obras de carácter religioso. El gusto por la literatura italiana es notable: aparte del poeta latino Virgilio, se cuentan en su inventario Orlando furioso de Ariosto, Jerusalén libertada de Torquato Tasso, De claris mulieribus y el Laberinto del amor, obras de Boccaccio, una comedia de Pietro Aretino, La tragedia de Fedra de Francesco Boza Candioto, y La Arcadia de Sannazaro. Todas estas obras las tenía García Becerril en italiano. Tenía además un Diccionario de la lengua toscana. En su colección figuran también La Araucana, Las Luisiadas, Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena. Entre los literatos españoles, en verso tenía obras de Juan López de Úbeda y Pedro Espinoza. En prosa, la de Fernando de Rojas y la de Bartolomé López de Enciso, autor menor. Había también ensayos de Cicerón, entre otros, y muchos escritos sobre música que permiten adivinar uno de los intereses más definidos del dueño de esta biblioteca.
Entre las bibliotecas privadas que existieron en toda América, seguramente la de Melchor Pérez de Soto no tuvo rival. Era este individuo arquitecto de la catedral de México; seguramente esta prerrogativa pudo contrarrestar por algún tiempo las inquietudes que suscitó su actividad como comprador de libros. Este lector de textos prohibidos de muy diversa naturaleza, finalmente fue tomado preso en su casa el 10 de enero de 1655 y murió unos meses más tarde, asesinado por su compañero de celda en las propias mazmorras de la Inquisición.
Según el inventario que realizó el Santo Tribunal con motivo de la prisión de Pérez de Soto, su biblioteca alcanzó a reunir 1502 cuerpos de libros, “de a folio y medio, cuarto y octavo de diferentes autores en latín y en romance” que guardaba su propietario en arcones y baúles.[26] Como el catálogo es demasiado grande y variado, sólo cabe referir de él que contenía libros de arquitectura, naturalmente por su profesión, muchos libros de caballerías y obras maestras de las letras españolas (aunque no aparece en la relación El Quijote), obras impresas en México, obras italianas clásicas y del Renacimiento, obras humanísticas de filosofía, de historia, obras de ciencia hasta 150 títulos (incluyeron a Kepler y Copérnico), pero también de astrología y nigromancia. ¿En qué etapa de su carrera empezó Pérez de Soto a reunir su biblioteca que ahora parece una de las mejores en manos de particulares no sólo de la Nueva España del siglo xvii, sino de toda América?, se pregunta Leonard. No se sabe, pero debió ser producto de un esfuerzo de muchos años si se consideran sus escasos recursos, su activa vida de trabajo y el altísimo precio de los libros.[27] No podemos saber si el arquitecto consiguió leer todos los libros que reunió en tan valiosa biblioteca, pues al parecer no dominaba el latín y era amplia la bibliografía en esta lengua. Lo cierto es que Pérez de Soto dejó a través de esa lista que la Inquisición y su viuda reunieron penosamente, con títulos y nombres abreviados, con deficiencias, un inventario de todo lo que un novohispano ávido de libros pudo conseguir en aquellos tiempos.[28]
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