Según la definición de Aristóteles, la palabra griega phantastikos es la facultad de crear imágenes vanas. Posteriormente, en latín, phantasticus se utilizó como imaginario e irreal; mientras que phantasticum (segunda declinación, acusativo) y de acuerdo con San Agustín, se usó para referirse a un fantasma o a un doble.[1] Marcel Schneider anota que en el Renacimiento la palabra fantastique, en el ámbito francés, hacía alusión a la imaginación nutrida de quimeras y visiones. En el Romanticismo y de acuerdo con el diccionario de l’Académie française, “contes fantastiques” eran definidos como “contes où il est beaucoup question de revenants, de fantômes, d’esprits”.[2] La Real Academia de la Lengua Española, de formación posterior a la francesa, delimitó lo fantástico a lo quimérico, imaginario, fingido y carente de realidad. El Diccionario de la Academia Mexicana de la Lengua precisa dos ejemplos: el primero, en el sentido de imaginario: “El minotauro es un ser fantástico”; y el segundo como algo muy bueno: “Un cuadro fantástico”.
Jean-Baptiste Baronian señala que el primer relato fantástico en la literatura francesa lo escribió Jacques Cazzote (1719-1792). El diablo enamorado de Cazzote (Diable amoureux, 1772) es un relato simbólico que inaugura el camino que más tarde E.T.A. Hoffmann (1776-1822), uno de los autores clásicos del género, transitará.[3]
El género fantástico en el siglo xviii se decantó por ambientes terroríficos, de fantasmas y apariciones demoníacas como se aprecian en las lecturas de Hoffmann en su libro Fantasiestücke; en Ann Radcliffe, mejor conocida como Mrs. Radcliffe (1764-1823) y autora de la novela Los misterios de Udolfo; Jacques Cazotte (1719-1792), autor de El Diablo amoroso o el Conde Potochi (1761-1815), quien escribió la novela Manuscrito encontrado en Zaragoza. Estos autores de Alemania, Inglaterra, Francia y Polonia, respectivamente, confluyeron en la mítica París y su obra respondió al mismo sentimiento efervescente de aquellos años, donde el romanticismo se posesionaba de la estética y del sentir.
El relato fantástico, desde sus orígenes, intenta conciliar lo irreconciliable. En él convergen dos planos: lo real y lo insólito. Este género se ha regido por lo infantástico, es decir, por lo negativo, lo opuesto, lo inexistente: lo increíble de Gautier, el no-muerto de Stoker, lo innombrable de Lovecraft, lo inconcebible e inaudito de Caillois y de Vax, lo incierto de Bessière.[4] Lo infantástico es la fuerza hiperbólica, la poética de lo innombrable, el secreto hermenéutico que duerme en la semántica de cada cuento fantástico. La poética de lo indecible no fractura el relato, al contrario, unifica la semiosis interna e infinita: un secreto revelará otro más.
Jean Bessiére explica que la literatura fantástica representa “aquello que no puede ser”.[5] Estamos ante un género-signo. Lo fantástico es un signo en tanto que éste representa algo en ausencia. El discurso fantástico guarda en su hermenéutica lo dicibile, según San Agustín, aquel elemento constitutivo del signo que no es la palabra (dictio), sino todo lo que guardamos en nuestro espíritu y que será experimentado tanto por un emisor como por su receptor. Lo dicibile es todo aquello que puede convertirse en dictio, en palabra enunciada, manifestada por la voz para connotar con un signo la ausencia de una cosa. La estudiosa Ana María Morales expone una visión precisa sobre el género:
(…) para mí, texto fantástico es aquél que, habiendo construido el mundo intratextual cotidiano como representación mimética de una realidad extratextual, presenta fenómenos que violan el código de funcionamiento de realidad que sería esperable y aceptado como cotidiano y fehaciente en su interior. La aparición de ese fenómeno anómalo (según las reglas establecidas como operativas de la realidad en el interior del texto y constatables por el discurso de distintas instancias textuales) provoca una reacción representada (sorpresa por parte de algún personaje o el lector implícito, incredulidad, versiones divergentes entre narrador y personajes, etc.) que constituye la verificación de que lo sucedido se rige por un código de funcionamiento de la realidad diferente o alternativo al expresado con anterioridad.[6]
Ana María Morales propone una lectura de yuxtaposición de discursos en una convivencia no del todo pacífica, para identificar en la tensión, la esencia de lo fantástico.
Una naturaleza fantástica de lo americano
Los primeros cronistas europeos tuvieron como reto expresar con sus propios referentes y lenguaje, el mundo de prodigios que parecían fugados de antiguas mitologías, historias de caballerías y de parajes provenzales. Nada se parecía al esplendor de las tierras americanas. Vegetaciones y animales, seres y prácticas, dioses y mitos, en las crónicas de Indias la visión del “otro” se apropió del ambiente a partir de su imaginario, configurando así uno nuevo: “Europa, por fin, encontró un lugar donde se podían reproducir sus fantasías; se cumplía la definición de Aristóteles, para quien la fantasía era ‘la facultad de reproducir los datos de las sensaciones en ausencia de los objetos que las habían provocado’”.[7]
Durante el siglo xvi, en la Nueva España, la inquisición controlaba qué se leía y distribuía a través de la Real Cédula del 4 de abril de 1531 que vedaba el paso a las Indias a todo tipo de “libros de romances, de historias vanas o de profanidad, como son de Amadís e otros desta ciudad, porque éste es mal ejercicio para los indios, e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean”.[8] Aun así, libros como el Quijote considerados una “amenaza a la fe y los buenos modales”, entraron escondidos en las pertenencias de religiosos y de otros personajes que “traficaron” con la literatura y la ciencia, para fortuna de las nuevas generaciones.
José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), autor de la novela El periquillo sarniento (1816), funge como predecesor de ciertos motivos de la literatura fantástica: el encuentro de un mortal con un ser extraordinario como la personificación de la Muerte, un Demonio o difuntos que emergen de la tierra para conversar con los vivos. “Ridentem dicere verum ¿Quid vetat?” (1814) y “Los paseos de la verdad” (1815)[9] son cuentos hermanos. Con precisión, se pueden localizar en la escena literaria mexicana del siglo xix relatos fantásticos fuertemente inspirados en trasnochados temas románticos. Así, el cuento “Un estudiante” publicado en 1842 por Guillermo Prieto es, según la crítica Ana María Morales, “uno de los primeros cuentos fantásticos del continente”[10] junto con el relato “La calle de don Juan Manuel”, fechado en 1835, del polémico Conde de la Cortina.
Un relato que no podemos pasar por alto es “La mulata de Córdoba” (1847), del veracruzano José Bernardo Couto (1803-1862). De raíz oral, esta leyenda cobra forma y trasciende en antologías clásicas como El cuento veracruzano, de Luis Leal, para fascinar a las futuras generaciones (como a José Pablo Moncayo, quien escribe una ópera sobre el tema) con el personaje de la bruja encarcelada que escapa dibujando con una tiza un barco en la pared. Otro veracruzano, José María Roa Bárcena (1827-1908), publica en 1878 el cuento “Lanchitas”, texto inspirado también en una leyenda.
La narración del xalapeño se enfoca en un suceso sobrenatural: la visita de un sacerdote a un jacal donde un hombre solicita sus servicios eclesiásticos, sólo que este hombre está ya muerto y ha venido del más allá únicamente para que su alma descanse. En “Lanchitas” nuestro narrador resalta la imagen mítica del padre Lanzas, relata la historia increíble del sacerdote que contribuirá a la mitificación del hecho fantástico y del personaje. El padre Lanzas sufre una trasformación: de ser un hombre culto, letrado, sabio, que seguía las controversias europeas dictadas por Voltaire, Rousseau y Spinoza, misteriosamente, un día quema sus libros, se ríe como niño o como enfermo mental y no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar la mirada del suelo. El padre Lanzas se resguarda detrás del pensamiento racional y no hace frente al evento sobrenatural, al estremecimiento de haber convivido con muertos. Visto que el fenómeno fantástico funciona como un revelador de los límites del personaje y su razonamiento, el sujeto se atrinchera en sus convicciones, contrastando su escepticismo con el evento extraño.[11] La resolución del cuento y su fuerza radican en el olvido del padre de un objeto dentro de aquel jacal miserable: un pañuelo con las iniciales del padre bordadas.
En México es precisamente el eterno retorno al pasado prehispánico lo que ha generado, en varios escritores, fructíferas narraciones de género fantástico. El mexicano, dijo el poeta Paz, es “carencia y búsqueda”: “Cuando un mexicano piensa en su historia, no tiene más remedio que pensar en su pasado.”[12]
La tradición cuentística en México ha sido fielmente registrada en los numerosos estudios monográficos de investigadores nacionales, cuyo trabajo recupera lecturas teóricas y críticas que nos permiten confirmar la vitalidad y originalidad del género.[13] En su ensayo “Panorama crítico-histórico del nuevo cuento mexicano”, el crítico especialista en cuento mexicano Russell M. Cluff revisa 1584 obras que significan más de 10,000 relatos escritos por tres promociones de narradores mexicanos: “Primera promoción”, los que comienzan a publicar durante las décadas de 1940 y 1950; “Segunda promoción”, los que publican a finales de los años 50 y durante la década de los 60; y la “Tercera promoción”, los que comienzan a publicar en los años 70 y 80.
El canon del cuento mexicano, tal como afirma Jaime Erast Cortés, tiene en las llamadas tres “J” su piedra angular: Juan José Arreola (1918), Juan Rulfo (1914) y José Revueltas (1914).[14] La estética de estos narradores forjó escuela en las siguientes generaciones de cuentistas que no han dejado de explorar los territorios y ambientes insólitos, siniestros, sombríos y nostálgicos; tanto como la exploración ontológica y cosmopolita. La poética de lo fantástico en nuestro país ha sido una constante.
En el México finisecular del xix poetas y narradores perfilaron sus estéticas modernistas en sintonía con el decadentismo francés. Aunque el espíritu no se circunscribía a esas fronteras sino más bien al espíritu de hastío, vacuidad y pesimismo frente a los embates de un nuevo sistema económico que poco a poco fue acomodándose en las sociedades occidentales: el capitalismo.
Entre los clásicos de la literatura fantástica finisecular, podemos citar: El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson; El Horla (1887), de Guy de Maupassant; El retrato de Dorian Gray (1891), de Oscar Wilde; Drácula (1897), de Bram Stoker; Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James, obras claves para conocer temáticas fantásticas como el doble, el no-muerto, el ser o cosa que amenaza, el fantasma, entre otros temas que metaforizan las preocupaciones de sus autores y sus contextos socio-culturales. La literatura fantástica se ha nutrido de los terrores históricos y en sus mecanismos narrativos es posible identificar los signos de la realidad social tamizados por la psicología, la superstición y la imaginación.
En la escena mexicana de finales del siglo xix, La Revista Moderna (1899 -1903) fundada por Bernardo Couto Castillo (1879-1901) y Jesús E. Valenzuela (1856-1911), fungió como la casa de una generación que encontró, en el espíritu modernista y su vertiente decadente, la razón de su escritura. A excepción de Amado Nervo (1870-1919) y sus cuentos fantásticos que pueden ser leídos en la compilación El castillo de lo inconsciente. Antología de literatura fantástica (2000), sus contemporáneos bordearon el género de lo fantástico, abordando temáticas y estéticas afines al ocultismo y a lo gótico; su legado literario abona la consolidación de una poética fantástica mexicana obsesionada con el tema de la muerte, los fantasmas, los tiempos y espacios yuxtapuestos. Alberto Leduc (1867/6-1908) publicó cinco libros de cuentos, mencionamos el último de ellos En torno de una muerta (Tipografía de El Nacional, 1898) por contener textos con temas que exploran el suicidio, la virginidad, el desencanto por la vida y la fascinación por thánatos;[15] Cuentos nerviosos (1901) de Carlos Díaz Dufoo explora lo siniestro sin llegar a lo fantástico, en el sentido clásico del género; Bernardo Couto, nieto del autor de “La mulata de Córdoba”, el decadente mexicano por excelencia, pasó a la historia con el libro de cuentos Asfódelos, es posible leer estos cuentos y otros textos gracias a la compilación de Ángel Muñoz Fernández, ediciones Factoría de 2001. Al igual que a Leduc, a Couto le interesó escribir sobre lo marginal socialmente hablando, “¿Asesino?” es un cuento que localizaríamos como precursor de lo noir en México, en tanto que la perspectiva se centra en los motivos por los que un hombre, “desechado” por la sociedad, comete un crimen. La publicación en 1893 del poema erótico “Misa negra” de José Juan Tablada en la página literaria del periódico El País y posteriormente la carta dirigida a sus amigos y colegas literarios titulada “Cuestión literaria. Decadentismo” aparecida ese mismo año también en El País, son dos eventos de dominio público que visibilizan el sentir y los ideales de Bernardo Couto, Alberto Leduc, Jesús Urreta, Amado Nervo, Balbino Dávalos y otros más, frente a la conservadora sociedad porfiriana. Este grupo de jóvenes escritores, a través de su literatura, reflexionaron en torno a los temas “moralmente repulsivos” (asesinato, violación, suicidio), las “perversiones” (diversificaciones en el acto sexual, sexo fuera del matrimonio, pedofilia, homosexualidad), los paraísos artificiales (opio, hashis, alcohol), enfermedades venéreas, la intolerancia frente a la diferencia, frente al marginal, la hipocresía de la iglesia, la pobreza, el capitalismo vs la naturaleza. De ahí la importancia de mencionar al grupo de La Revista Moderna, su visionaria literatura apertura la Caja de Pandora de temas que serán tratados también en la literatura fantástica en México.
Del grupo Ateneo de la Juventud, con José Vasconcelos y Alfonso Reyes como principales referentes, destacaremos únicamente el cuento “La cena”[16] de Alfonso Reyes, por considerarlo un hito en la literatura fantástica hispanoamericana.
Escrito en 1912 y publicado en El plano oblicuo en 1920, “La cena” fusiona lo más clásico del género –quimeras oníricas y cierres circulares– con una visión profética sobre la esencia vanguardista del surrealismo y lo neofantástico.
La anécdota se resume en lo siguiente: Alfonso, el protagonista, recibe una invitación para cenar con dos damas desconocidas, Doña Magdalena y su hija Amalia. Cuando el reloj de la plaza toca nueve campanadas, Alfonso llega a la casa descrita a detalle como un espacio gótico. Después de la cena, en la que Alfonso abusa ligeramente del vino, van al jardín oscuro y se queda dormido un rato sobre el banco. Cuando abre los ojos, Amalia, en una atmósfera extraña, le cuenta a Alfonso la historia de un militar, que es el mismo del retrato de la sala. La ambigüedad y horror se fortalecen cuando Alfonso se da cuenta de que ese retrato es él mismo. Escapa del lugar y las mujeres, y corre hasta llegar a su propia casa. Las nueve campanadas no han dejado de sonar y Alfonso nota que sobre su cabeza hay hojas caídas de ese jardín y una florecilla en su ojal.
En la tesis que sustenta el cuento se concentra lo fantástico: “… a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible)”.[17] La aceptación de la irrupción de lo improbable corresponde a lo que Coleridge llamó “la suspensión de la incredulidad”,[18] y a lo que años después Cortázar nombró “el sentimiento de lo fantástico”, cuando lo inquietante surge de lo ordinario y entonces todo es posible.
En “La cena” lo gótico y lo fantástico están desarrollados impecablemente. Reyes crea un ambiente gótico en la casa de sus personajes femeninos, en el jardín breve y siniestro donde Alfonso perderá el sentido de la ubicación. Este ambiente será recuperado en 1962 por Carlos Fuentes en su nouvelle Aura. En “La cena” están presentes los elementos de lo fantástico metafísico que posteriormente en sus cuentos Jorge Luis Borges desarrollará con juegos de tiempo y laberintos mentales, y lo surrealista onírico de lo que después hablará André Breton.
Lo fantástico en el Medio Siglo mexicano
Inés Arredondo, Emilio Carballido, José de la Colina, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Sergio Galindo, Juan García Ponce, Ricardo Garibay, Jorge Ibargüengoitia, Vicente Leñero, Carlos Monsiváis, José E. Pacheco, Sergio Pitol, Eraclio Zepeda, entre otros cuentistas y novelistas, exploran en sus relatos los confines de lo fantástico, del tema del doble, de la intertextualidad, la soledad humana, la vejez, el tiempo, el erotismo, la desigualdad social, el espacio rural, la capital, la provincia, etc., constituyéndose así en un grupo literario definido y plural a la vez. Todos ellos pertenecen a la llamada Generación de Medio Siglo mexicana.
El autor de Varia Invención (1949) y Confabulario (1952) simboliza un puente entre los Contemporáneos y la nueva literatura; la continuidad, más que ruptura, se observa en el diálogo que sostienen cuentos arreolanos con textos de Julio Torri. De Confabulario destacan “La Migala” y “El guardagujas” como dos ejemplos donde los temas clásicos de lo fantástico se revitalizan. En el primero, la transmutación femenina, el horror frente a la bestialidad. En el segundo, haciendo un guiño intertextual con “El guardavías” de Charles Dickens (“The signal-man”, 1866),[19] entre otros elementos, porque el territorio donde se encuentra el vigilante de Dickens es lejano, apartado, de difícil acceso. Sara Poot comenta al respecto:
Ambos textos se enfocan a un personaje que, de acuerdo con su oficio, se dedica a manejar las agujas para que los trenes marchen por las vías que les corresponde. La temática y el tratamiento del oficio son diferentes entre uno y otro texto, aunque coinciden sobre todo en el espacio físico donde se desarrollan las acciones: la estación del tren, la luz roja, la locomotora […] A diferencia del texto de Arreola, en el de Dickens el guardavías, amenazado por un fatalismo trágico, pide ayuda al personaje que lo visita en la estación de tren, que es el narrador del relato. En Arreola se invierte el tono trágico que caracteriza al de Dickens: “El guardavías” apunta hacia la muerte; “El guardagujas”, a la vida.[20]
El humor, escaso en los cuentos fantásticos, en Arreola significa un as. La correspondencia entre ambos cuentos no responde a la copia o a la repetición. La poética de “El guardagujas” es una poética del absurdo, del exceso. El cierre del relato hace vacilar al lector respecto a la naturaleza del viejecillo, Arreola elige el verbo “aparecer” y “disolver”, como si su personaje fuera un fantasma que aparece de vez en cuando y se disuelve en la clara mañana.
Luis Leal sostiene que Juan José Arreola hereda de Julio Torri y de Alfonso Reyes la apropiación y preservación de elementos como la concisión en la escritura. Torri es considerado el padre del microrrelato en México, acompañado de otros elementos como el humor, la ironía, el tono satírico, lo fantástico, lo psicológico y los motivos cosmopolitas. De Alfonso Reyes, Arreola también recupera rasgos del cuento-ensayo al crear textos (“Baby H.P.” y “Anuncio”) plenos de ironías, parodias, humor, y sátira.[21]
La escritura de Juan José Arreola se confrontó con una época en la que el nacionalismo exaltado de mitad del siglo xx coartó la posibilidad de variar temas para inclinarse más hacia áreas universales calificadas de “escapistas” o de “poco comprometidas”. Orso Arreola menciona que para su padre significó un “mundo asfixiante” aquel donde regía el nacionalismo posrevolucionario, encargado de exaltar la identidad mexicana en todos los planos.[22]
Hasta finales del siglo xx predominó en la crítica literaria mexicana una decantación por obras narrativas con perspectiva realista. La atención de la crítica especializada se focalizó en destacar los elementos que se relacionan con eventos históricos, la problemática de tipo nacional, el indigenismo, la crítica política y social, los discursos morales y didácticos, la urbe vs el campo, la construcción psicológica de personajes, entre otros. “Luvina”, cuento icónico de Juan Rulfo se ha leído como una parábola de la miseria, de la migración, del malogrado sistema de enseñanza rural. En este relato se reconoce la semilla de Pedro Páramo. Sin embargo, “Luvina”, bajo una mirada fantástica, revela metáforas y eventos emparentados con la poética de lo fantástico, con la poética de la permanencia. De “Chac Mool” (Carlos Fuentes) se ha destacado la metaficción, la mise en abyme del diario y la narración, y aunque estos elementos son la clave del cuento a nivel estructura, algunos ensayos críticos dejan a un lado el mecanismo fantástico concentrándose sólo en el elemento metaficcional.
Juan Rulfo (1918-1986) entrelaza su camino geográfica y literariamente con su coterráneo Arreola. El cuento “Luvina” condujo a Rulfo a concebir el espacio de Comala en la novela Pedro Páramo.[23] El llano en llamas se publica en el Fondo de Cultura Económica en 1953, dos años después apareció la novela. En “Luvina”, como en “El guardagujas”, lo otro brota de una postulación paralela a la realidad, de una forma de percibir el mundo que modifica la organización del relato y su enunciación. Estos dos cuentos no delimitan terminantemente el registro de lo fantástico con lo real, lo confabulan y los personajes transitan, como el lector, por ambos órdenes. En el cuento de Rulfo se teje la incertidumbre, la desolación y el espanto que se manifiesta como parte integral de la atmósfera del pueblo. El viento como ejemplo de prosopopeya, fortalece la presencia de lo insólito. Las mujeres de Luvina, equiparadas a murciélagos, son un murmullo, una sombra que espera el regreso de un hombre o la partida de un hijo. En el cuento “Anacleto Morones” del mismo Rulfo, también hay un grupo de mujeres vestidas de negro que serán animalizadas: las describe vestidas de negro, sudando como mulas bajo el sol.
La cercanía generacional y la distancia relativa entre sus temáticas narrativas fomentaron en la crítica una polémica entre “literatura comprometida” y “literatura escapista”. Rulfo bordó armónicamente la fragmentación, el monólogo interior y la depuración del lenguaje coloquial tornándolo poético mas no artificial o artificioso. Planteó su estilo a partir de un espacio bifurcado: el mundo de los muertos y el mundo de los vivos, ambos suspendidos en el recuerdo.
De lo siniestro mexicano y sus bestiarios
El Fondo de Cultura Económica publicó en 1959, el libro de cuentos Tiempo Destrozado de la zacatecana Amparo Dávila. Motivada por Alfonso Reyes (Dávila fue su secretaria de 1956 a 1958) reúne los cuentos que había publicado años atrás de manera esporádica y separada en revistas. El resultado fue un volumen conciso de trece narraciones en las que la ambigüedad de lo fantástico prepondera. “La quinta de las celosías”, de su libro Muerte en el bosque (1985), no es el único que presenta una estética fantástica, también “El huésped”, inquietante relato en el que una mujer y su trabajadora doméstica, ambas madres, enfrentan la siniestra presencia de un ser innominado. El marido de una de las mujeres lo lleva en calidad de “huésped” y luego parte, dejando el hogar a merced de la extraña bestia.
La bestialidad también está presente en el magistral cuento “Alta cocina”. El narrador relata un pretérito infantil: un espacio suspendido en la memoria marcada por el horror. En la casa paterna se comía, cada domingo, un guiso a base de quién sabe qué tipo de animal: algo que se compraba en el mercado (tres por cinco centavos) y que nacía en tiempo de lluvias, en las huertas. Son descritos como seres de ojos negros, que se adhieren a los tallos y se esconden entre las hojas. Para cocinarlos los purgaban con una hierba que degustaban con agrado, los bañaban con cuidado y después los metían a una olla llena de agua fría, vinagre, sal y especias: “Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas… Aquella vez, la última que estuve en casa, el banquete fue largo y paladeado”.[24] Los bichos de “Alta cocina” recuerdan los seres fantásticos de las mancuspias de “Cefalea”, cuento de Cortázar perteneciente a Bestiario (1958); las mancuspias parecen aves, pero son mamíferos y se esquilan como ovejas. El bestiario simbólico es la cornucopia de las interpretaciones ontológicas y Julio Cortázar lo llevó hasta sus últimas consecuencias en la serie de cuentos de Bestiario.[25]
La literatura mexicana se ha nutrido del arquetipo de los animales para recrear el terror a lo bestial. En “La migala”, cuento arriba mencionado de Juan José Arreola, un hombre compra en una feria una araña y la deja suelta por la casa esperando que la muerte lo sorprenda; el relato apela a la angustia de sentirse invadido y acechado. Se establece una simbiosis entre el personaje de Beatriz y la araña. Esta especie de tarántula se caracteriza por atacar y devorar rápidamente cualquier cosa que se mueve, así, el macho debe ser muy cauteloso durante el apareamiento.[26] La migala llena el vacío de Beatriz, su pareja: “Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible”.[27] J. Cortázar tiene un cuento posterior “Historia con migalas”: una pareja (que en inicio se antojó heterosexual) busca el silencio en las playas de la Martinica; las vacaciones apacibles (se hospedan en unos bungaloes y sólo comparten la playa con un par de chicas extranjeras que duermen en el bungalow de al lado) rebelarán una extraña transformación, la pareja se vuelve en amenaza latente frente a una posible mutación.[28]
Mencionamos un cuento más de Amparo Dávila “El espejo” en Tiempo destrozado (1959), por ser representativo de la temática fantástica del espejo como portal y umbral de dos mundos. y escucharán música detrás de la sábana. Es así como aceptan su condición alienada.
Guadalupe Dueñas en 1959 obtiene el Premio José María Vigil por Tiene la noche un árbol, en el que destaca el relato “Al roce de las sombras”.[29] Dueñas y Dávila encontraron en el laberinto de lo fantástico su propuesta creativa para expresar temas como los cautiverios femeninos, la alienación social frente al “otro”, masculinidades, marginación social de la “solterona”, estados alterados de la mente. A través de símbolos y alegorías (elementos de alto riesgo y difíciles de crear), entrelazaron sistemas narrativos de buena factura. Pertenecen, estas dos narradoras, al grupo de escritores mexicanos que han ofrecido al mundo cuentos fantásticos técnica y estéticamente consolidados.
Francisco Tario (Ciudad de México, 1911-Madrid, 1977) perteneció a la generación de escritores que durante la década de los años 40 se interesaron en plasmar en su obra los formalismos literarios y estilísticos, pero cuidando siempre la madurez ideológica. Francisco Tario es de los escritores que explorarán nuevos terrenos creativos recuperando el imaginario en tres libros de cuentos: La noche (1943), Tapioca Inn (1952) y Una violeta de más (1968), libro éste último al que pertenece “Entre tus dedos helados”, un cuento que ejemplifica varias de las obsesiones temáticas del autor: el incesto, pasajes oníricos y estados alterados de la mente.
Tario rinde culto a lo fantástico. En sus cuentos retomará los castillos medievales, los salones lúgubres y tenebrosos, los fantasmas que penan por habitaciones, crímenes escalofriantes (“Ragú de ternera”), lo bestial y absurdo (“El mico”) y demás situaciones donde, curiosamente, interviene también la ironía y el humor. Tal es el caso del relato “Usted tiene la palabra”, en el que un señor ministro resucita y sale de su ataúd la noche del velorio con la gente como testigo; tras el asombro, todos terminarán festejando estruendosamente semejante suceso.
“El éxodo” y “La mujer del patio” tratan lo fantástico de manera más contemporánea; en estos dos textos, Tario juega con la ambigüedad y con la lógica de la realidad. Transgrede lo fantástico puro para incursionar en estilos narrativos más elaborados y con una estructura más compleja. Estos cuentos pertenecen a los dos últimos libros escritos en España, país donde falleció.
Sergio Galindo (Veracruz, 1926-1993) encontró en el medio familiar el microcosmos de lo individual. El hombre de los hongos[30] aparece como un parteaguas en medio de los cánones realistas manejados por el escritor. En esta nouvelle Galindo hace uso de las categorías de lo fantástico moderno, a saber, la vacilación y la ambigüedad ya planteadas por el teórico franco búlgaro Tzvetan Todorov, pero propone el elemento de la alegoría y el símbolo presentes en la literatura latinoamericana, según Ana María Barrenechea, que fortalecen el efecto fantástico. Así, los personajes en El hombre de los hongos, Gaspar, Elvira, Everardo y Toy, el leopardo y Emma, la protagonista, configuran dinámicas en espacios dominados por las fuerzas de Eros y Thanatos. Los cuentos: “La máquina vacía”,[31] “Querido Jim”, “Cena en Dorrius”[32] y “Terciopelo violeta”[33] ingresan en el orden de lo fantástico también.
Aura, de Carlos Fuentes (Panamá, 1928-México 2012), fue publicada en 1962, en la editorial era. En Aura se distingue que tanto el uso del tiempo –prospectivo y retrospectivo– como la brevedad del relato crean el efecto de lo fantástico. En Aura el tema del doble, la violación a las leyes del tiempo, la transfiguración de Felipe Montero, la transgresión del espacio como en el cuento “La cena” de Reyes, ejemplifica una vez más los mecanismos de yuxtaposición y contraste de registros de la realidad ordinaria/anómala.
Atrapar el pasado en un espacio, sea con los decorados, con la antigüedad del edificio, o con la obsesión de un personaje, estéticamente fortalecen la poética de lo fantástico. La anciana (Carlota, esposa de Maximiliano) del cuento de Fuentes “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” irrumpe en un espacio y en un tiempo que no le corresponden; de la misma manera lo hace Consuelo en Aura, al desdoblarse en un cuerpo joven para permanecer en una dimensión que le permite su trascendencia y la del general Llorente.
El cuento de Elena Garro (1920-1998) “La culpa es de los Tlaxcaltecas” se publica en La semana de colores (1964, Universidad Veracruzana).[34] El cuento homónimo que da título a La semana de colores es un relato lúdico y fantástico pero también siniestro: “Había días mejores para morir. El martes era delgadito y transparente. Si morían en martes, verían a través de sus paredes de papel de china, los otros días, los de adelante y los de atrás. Si morían en jueves, se quedarían en un disco dorado dando vueltas como los ‘caballitos’ y verían desde lejos a todos los días”.[35]
Garro, en su obra de teatro “Un hogar sólido” (1958), publicada también en la segunda edición de la Antología de literatura fantástica de Borges, Bioy y Ocampo, mantiene el tono lúdico, fantástico; pero sobre todo humorístico, característica extraña en los relatos fantásticos. Los personajes de la pieza son todos parientes, de sangre y políticos, enterrados en la misma cripta familiar. Ahí conversarán la abuela (sepultada en camisón), la tía que murió de niña, la extranjera casada con un mexicano, la hija que encuentra a los padres. En espera del Juicio Final, los habitantes de este Hogar Sólido deberán aprender a ser todas las cosas: serán el dedo índice de Dios Padre, los ojos ciegos de pez ciego, una ola convertida en nube, el viento que abre todas las puertas, la lluvia sobre el agua, el leño en llamas, las losas de una tumba. En “Un hogar sólido”, Garro elige un escenario fronterizo –el subsuelo y la tumba– y desde ahí hace hablar a sus personajes. Como en Pedro Páramo, de Rulfo, los muertos traspasan la línea del inframundo, sólo que mientras que en la obra de Rulfo sus muertos conversan con los vivos, en la de Garro dialogan entre sí y con los vivos (sus espectadores).
“La culpa es de los Tlaxcaltecas” es, quizá, el cuento más difundido y antologado de Garro, en él se ejemplifica la yuxtaposición de registros de realidades que desencadenan una sintaxis en el marco de lo fantástico: la situada en la época de la conquista de los españoles y la que ocurre en los años 60. Garro retoma su personaje femenino predilecto: la mujer asfixiada en un mundo de hombres, atrapada pero siempre en vías de escape. En otros cuentos como “La vida empieza a las tres...”, “Hoy es jueves...” y “La feria o de noche vienes”,[36] los personajes femeninos transgreden sus realidades para encontrar destinos como la muerte o la locura. En el primer relato, “La vida empieza a las tres...”, el cierre fantástico potencia la narración de igual forma que ocurre en otro cuento fantástico de Garro: “¿Qué hora es...?”, perteneciente al volumen La semana de colores. Garro en encuentra en lo fantástico la casa ideal para liberar sus fantasmas. Espacio y tiempo ad libitum.
Cynthia Duncan, en su ensayo “Hacia una interpretación de lo fantástico en el contexto de la literatura hispanoamericana”, desarrolla una acertada idea respecto a la relación existente entre el relato fantástico y su función liberadora, en particular, cuando el emisor del relato fantástico es una escritora: “En las manos de las escritoras latinoamericanas, lo fantástico muchas veces funciona para socavar la estructura de poder de la sociedad patriarcal, y demostrar que las mujeres y los niños ven la realidad en maneras que difieren marcadamente de la visión ‘normal’ del hombre que predomina en la literatura tradicional. [En] Garro, Ocampo y otras escritoras hispanoamericanas, lo fantástico concede la palabra a aquellos generalmente sin poder y, por lo tanto, marginados, silenciados e ignorados”.[37]
José Emilio Pacheco (1939-1914) también cederá la voz a los niños y los adolescentes, quienes, como las mujeres de Garro, habitan con familias que no los escuchan, hogares sórdidos más que sólidos. Como Elena Garro, profundiza en su literatura el sentimiento de pérdida y la posible recuperación del pasado a través de una memoria unas veces colectiva y otras de modo individual. El cuento “La fiesta Brava” se encuentra publicado en el volumen El principio del placer.[38]
Barbara Bockus distingue dos líneas temáticas en la producción cuentística madura de Pacheco: la referida al mundo del niño o del adolescente y la fantástica. Entre el realismo y lo fantástico, Pacheco construirá los parajes desolados de sus personajes. En algunos cuentos de iniciación como “El principio del placer” o la nouvelle “Las batallas en el desierto”,[39] el adolescente, justo en la etapa entre el adiós a la niñez y la bienvenida al mundo de los adultos, descubre los códigos que le ayudarán a descifrar, en un futuro, las heridas provocadas por la madurez. En Pacheco, el relato fantástico también encuentra un hogar. “La fiesta brava” es un cuento fantástico en donde el juego de cajas chinas da muestra de la astucia literaria de su autor. Además de la complicada estructura del relato, la temática de lo prehispánico se inserta con las preocupaciones del personaje principal, quien es al mismo tiempo el autor del cuento dentro del cuento: “La fiesta brava”. Andrés Quintana crea a su vez un cuento de corte fantástico que es rechazado por la redacción de una revista cultural con fondos estadounidenses. La fricción entre la cultura “gringa” y la mexicana, se establece en el cuento de Andrés Quintana y se une al cuento de Pacheco: el relato donde se nos narra la vida de Quintana y su desaparición. Los cuentos fantásticos de Emilio Pacheco se suman a la tradición iniciada por Arreola y Rulfo y continuada por Fuentes y los demás escritores de la Generación del Medio Siglo.
Un tema clásico de la literatura fantástica es las partes separadas del cuerpo que fantásticamente cobran vida y se ejemplifica en obras como Le pied de Momie de Gautier, “La nez” de Gogol, La main de gloire de Nerval, los ojos en “L’homme de sable” de Hoffmann, entre otros. El cuerpo, al perder su unificación, pierde control de su espíritu, algo en el interior se desequilibra y la literatura fantástica explotó dicho descontrol para jugar con las transgresiones de las leyes naturales y sociales. La mano espeluznante de Maupassant es comparada con un escorpión, una araña, un bicho que utiliza los dedos como patas. El cuento célebre de Alfonso Reyes “La mano del comandante Aranda”[40] es la celebración del motivo de la mano como una proyección del ser. En el cuento de Reyes el narrador omnisciente reflexiona acerca de la importancia de la mano. “¿Estamos seguros de que la mano valga menos que el cerebro o el corazón?”,[41] a partir de esta premisa se despliega un tratado sobre la mano desde el punto de vista teológico, histórico, pictórico, alegórico. El comandante Aranda pierde su mano derecha en combate y como testimonio de la hazaña bélica, la diseca y guarda en un estuche acolchado refrendando “que la cara es el espejo y expresión, pero la mano es la intervención”.[42] En este relato se hace alusión al “membre fantôme”. Desde el siglo xvii Ambroise Paré y Descartes hablaban de este fenómeno; durante los siglos subsecuentes y sobre todo a raíz de las investigaciones neurológicas con lisiados de la guerra de Secesión. Este fenómeno psicológico, se confirmó con los pacientes víctimas de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. El caso de “miembro fantasma” se manifiesta en la persona que ha sufrido una amputación (mano, brazo, pierna, seno) y que, paradójicamente, continúan sintiendo la existencia del miembro a pesar de que ha sido amputado. Sergio Pitol (Puebla, 1933) explora los mecanismos de la metaficción y el motivo de las partes del cuerpo en su cuento “Una mano en la nuca” (1965).[43] Dos primos adolescentes (Pedro y Pierre) que experimentan el terror por la presencia de un espíritu que en la casa materna acecha a sus habitantes, pero lo único que logran identificar como presencia ominosa del mal, es la sensación en la nuca de una mano. El cuento discurre entre el discurso onírico, el recuerdo y la reconstrucción de un presente adulto a partir de las piezas sueltas de la niñez y la adolescencia.
Últimas décadas del XX: lo fantástico y sus retos
Luis Arturo Ramos (1947) expone en sus cuentos “las tendencias contemporáneas, como las variantes del género fantástico, los registros de la literatura de intención social, el cosmopolitismo de la narrativa de ambiente europeo, la subjetividad del cuento de corte poético, el minitexto de orientación alegórica, etc.”.[44] “El sueño de los corazones”, cuento fantástico recuperado en Del tiempo y otros lugares (1979),[45] asume como tema principal la hipnagosis, entendida como el estado intermedio entre el sueño y la vigilia.[46] La función de dicho estado de pasaje, permitirá al personaje principal, el doctor Blackblood, conectarse con su doble: un sacerdote azteca. El vértice de las dos líneas temporales y espaciales propuestas por Ramos será el sueño. Cuento breve, “El sueño de los corazones” se une al de Pacheco, “La fiesta brava” y al de Mauricio Molina, “La máscara”, en tanto que los tres relatos tratan el tema del sacrificio humano.
Los cuentos de Ramos navegan en lo fantástico, en lo extraño y en lo siniestro. Tanto en la novela como en el cuento, el escritor veracruzano recrea ambientes que van desde el puerto de Veracruz y sus alrededores (pueblos suspendidos en el sopor del trópico), hasta la metrópolis y la vorágine de las masas, el individualismo y de la soledad. Los personajes (y esto es más claro en la novela), todo el tiempo realizan un doble discurso: aquel que se enuncia en la diégesis principal, y otro de tipo intimista que, a manera de contrapunto, cuestiona, rechaza o profundiza las acciones y la psicología del personaje.
Mauricio Molina (1959) obtiene el Premio Nacional de Novela “José Rubén Romero” con Tiempo lunar. “La máscara”, el cuento que seleccionamos de este autor, pertenece a su primer libro de cuentos Mantis religiosa,[47] conformado por doce cuentos, todos, excepto “Radar”, crónica de un asesinato, son fantásticos. En la “La máscara” la metaficción se enmarca con una “Nota del editor” que presenta el documento apócrifo de un médico forense. Como en “La fiesta brava” de Pacheco y en “Chac Mool” de Fuentes, “La máscara” busca intensificar el efecto fantástico asegurando la veracidad de su discurso en otro: sea el diario, la nota del editor, o un cuento más. Cajas chinas o mise en abyme, la trama dentro de la trama, funciona como esqueleto del cuento fantástico.
Adela Fernández (México, 1942-Oaxaca, 2013), es una de las narradoras mexicanas de lectura obligada. Las ediciones caseras y financiadas por la misma autora no ha permitido que sus cuentos tengan una mayor distribución.[48] “La jaula de tía Enedina” pertenece a Duermevelas (1986),[49] se trata de un relato a caballo entre la estética del realismo mágico y los mecanismos de lo fantástico. Nosotros optamos por la segunda lectura encontrando en el personaje de Enedina elementos zoomorfos. El narrador, un joven de 19 años y su tía Enedina (una “solterona” que enloquece), son dos personajes discriminados: uno por ser negro, la otra por su soltería y confinamiento. La relación incestuosa que se desata entre ellos se resume en la necesidad de afecto, en la fatalidad de sus destinos. Las descripciones sobre la tía la zoomorfizan; será comparada con una rata gris, como una araña gigante que se columpia dentro de la jaula, conservando rasgos humanos:
Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. (…) Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.[50]
En este cuento encontramos varios símbolos, como el del ave y la jaula. El bestiario aéreo proyecta en las aves, de manera alegórica, los vicios y defectos humanos: “Las aves son astutas, avaras, amantes de su prole, mánticas como el caradrius, lascivas como la perdiz… o no son aves en absoluto, pero se nutren de su elemento, como hace el camaleón”.[51]
De los atributos negativos que los bestiarios destacan en sus personajes animales como exemplum moral para los humanos, en el cuento “La jaula de la tía Enedina” se ejemplifican: 1) la astucia (finalmente la tía obtiene unos “canarios”); 2) la maternidad exacerbada y deformada; y 3) la lascivia presente en el incesto.
La jaula abierta permite la entrada y salida de la mujer-ave y simboliza el útero vacío y luego pleno de unos gemelos contrahechos.
En otro cuento de Guadalupe Dueñas, “Historia de Mariquita”,[52] se rescata el símbolo del útero: una familia conservará en un frasco de chiles, el cuerpo de un bebé, la primogénita. Mariquita espantará a los criados, levantará críticas contra su familia. Las hermanas la cuidan hasta que son grandes, huérfanas y a un paso de la soltería perenne, soltería producto de sus hábitos familiares (necrófilos y fetichistas). La niña en el frasco representa “el cosmos cristalino”, como apunta Malaxecheverría, que encierra a diversos seres, como el demonio en un frasco, el polluelo de avestruz en un recipiente de cristal, los cachorros de tigre en bolas de cristal.[53] El líquido amniótico y su relación con todos los líquidos (el mar) se contienen en un espacio esférico, como el frasco donde flota largos años Mariquita. En el cuento de Adela Fernández arriba mencionado, la jaula es cárcel y casa a la vez, es útero sin líquido, fertilidad seca, distorsión animalizada de maternidad.
Brianda Domecq en su libro Bestiario doméstico (1982) tiene un cuento también con el motivo de la aves, “Galatea”. El relato gira en torno a una canaria de indefensa factura que alegra con su canto la vida de su dueña, la narradora. Galatea recibirá la visita de un canario macho; su dueña espera un apareamiento pero el fin de éste será fatídico: la hembra mata al macho y al día siguiente pone un huevo blanco, inmaculado: “una pequeña ovulación infecunda tirada al piso de la jaula. Me dio tristeza verlo y lo eché a la basura de inmediato. Al día siguiente, amaneció el segundo, idéntico al anterior. (…) Así comenzó el irremediable desquiciamiento de Galatea. Durante el día se deshacía en frenesí de nido, haciendo jirones del papel y desplumándose sin piedad. De noche, la apresaba un oscuro furor uterino que, en menos de un mes, arrojó la aviesa suma de cincuenta y tres huevecillos vacíos, todos en perfecta y virginal blancura”.[54] Los abortos del ave irradian otras ovulaciones infecundas. Cuando la canaria muere, su dueña extrae el último huevo que no está vacío; tira el cuerpo de Galatea y la mujer decide empollar ese producto que develará un día su secreto.
En los textos de Adela Fernández y de Brianda Domecq, la transformación tiene por objeto de deseo la maternidad; esta ansia provoca la deformación en los personajes femeninos pues la tía Enedina la vive como si fuera un ave pero con niños, y la dueña de Galatea la vive con un huevo de canario.
El cuento de Francisco Tario, “El mico”, un hombre se afeita en su baño cuando del grifo de la tina nace un monito. La salida del diminuto animal se equipara al de un parto, incluso el narrador sopesa llamar una comadrona. La vida con el mico trastoca la integridad del narrador, quien desde ese instante será llamado “mamá”. Desesperado, con la amenaza de haber sido víctima de un hechizo, se siente próximo a un nuevo alumbramiento, esta vez desde su cuerpo, y no del grifo. En el cuento de Tario habrá una fertilidad simbólica después de un “aborto”: el mico que nace del grifo, será devuelto a las cañerías en manos de quien lo recibió.
Emiliano González (México, 1955) comienza a ser leído y rescatado desde la academia como un autor al margen de los reflectores. Autor de Miedo en castellano (Editorial Samo, 1973) con apenas 18 años de edad, dio muestra de su inclinación por los temas esotéricos, feéricos y mórbidos. En Los sueños de la bella durmiente (Editorial Joaquín Mortiz, 1978) la veta fantástica es más clara y lo gótico asoma en, por ejemplo, Casa de horror y de magia (Editorial Joaquín Mortiz, 1989). En este libro encontramos la nouvelle “El discípulo: una novela de horror sobrenatural”. En el título mismo, Emiliano González está dando su propia categoría genérica, orientando al lector sobre las fronteras de su recepción, como lo hizo Rubén Darío en 1915 con su cuento “Huitzilopochtli. Leyenda mexicana”.[55] En “El discípulo”, sin embargo, Emiliano González además de hacer un juego metaliterario, apuesta por una poética, como consta en la antología El libro de lo insólito (Fondo de Cultura Económica, 1989) y en sus propios epílogos y prólogos.[56]
Perspectivas hacia el siglo XXI: la crítica y la literatura fantástica
En México la crítica literaria ha privilegiado el estudio y lectura de obras de corte realista, atendiendo a las presuntas necesidades de re y deconstrucción de lo nacional, la isotopía de la tierra basta y ruda en contraposición con la ciudad hiperborizada, y, últimamente, las formas de la violencia diversificada y sistémica desde el pedestal de lo “real”. Paradójicamente, resulta que nuestros escritores han sido fieles reproductores de la poética de lo indecible, es decir, de los temas mórbidos cuyos mecanismos desmantelan “buenas conciencias”.
El puente generacional en México entre la literatura del Medio Siglo y las producciones encaminadas a una poética fantástica, son, desde nuestra perspectiva, Amparo Dávila, Francisco Tario y Emiliano González. Para los escritores nacidos a finales de la década de los 60 y primera mitad de los 70, estas voces serán tan reveladoras en el ámbito de lo fantástico, extraño y siniestro, como lo es el autor de El Complot mongol, Rafael Bernal, para las nuevas sagas de novela negra mexicana.
El tema del poder y dominio en la literatura se vive desde la imposición de una estética y la consigna de “géneros serios” y “géneros menores”. Para abonar a la polémica en torno a la recepción de la literatura fantástica y sus vertientes (horror, terror y extraño), polémica que se supone debería estar más que rebasada, basten algunos ejemplos de escritores mexicanos contemporáneos fantásticos como Alberto Chimal (Toluca, 1970) y Norma Lazo (Vercaruz). Alberto Chimal, a través de su blog, twitter, talleres, cursos y libros, ha generado una importante discusión al circular también el término “literatura de la imaginación”, que la precisa así: “Toda narrativa necesita de la imaginación, pero esta época define su literatura realista a partir de su distancia de la imaginación: de su fidelidad con una sola imagen preestablecida de lo real. La literatura de imaginación hace todo lo contrario: molesta a las mentalidades rígidas, incómoda y asusta a quienes creen en dogmas, encanta, maravilla y busca los caminos nuevos del pensamiento aun ante el riesgo del fracaso o de la locura”.[57] En este primer acercamiento a una definición, Chimal se cuida de introducir términos que son los vehículos disociadores, por ejemplo, la palabra “sobrenatural”, “extraordinario”, “fisura de la realidad”, “irrupción de lo insólito”, “anormal-paranormal”, así como de conceptos como “molestar las mentalidades rígidas”, “incomodar”, “asustar”, “maravillar”, “dogma” y “locura”, elementos cardinales con los que se ha definido a la Literatura Fantástica. La tesis de Alberto Chimal descansa en una reflexión contextualizada:
Lo que habitualmente se llama literatura fantástica tiene dos problemas en México. El primero es que nuestra cultura tiene un carácter autoritario que se remonta al menos hasta la época de la Colonia, que se ha transformado con el tiempo, y que ha llevado a los poderes del país, en sus diferentes etapas y encarnaciones, a buscar siempre el modo de construir e imponer su propia idea de lo real […] El segundo problema es que, en nuestra época presente, las palabras ‘literatura fantástica’ nombran una categoría equívoca: la mayor parte de la gente las escucha y piensa en un tiempo muy preciso de historias de entretenimiento, en general importadas de los países desarrollados, que utilizan una serie de temas y escenarios muy particulares (magos, vampiros, etcétera) y en las que cuenta sobre todo el juego con ciertos argumentos tradicionales.[58]
Norma Lazo, por su parte, fue parte del equipo de guión de la serie de terror mexicana La Hora marcada (1988-1990), en ese equipo figuraron Alfonso Cuarón, Alejandro Iñáritu, Guillermo del Toro, entre otros. En su narrativa, Lazo recurrentemente incluye el motivo del monstruo evocando a Frankenstein, el moderno prometeo aborrecido y abandonado por su propio creador, como figura metaforizada del desplazado, del negado, del diferente, del marginal, del atípico. Desde su libro de ensayo El horror en el cine y la literatura, acompañado de una crónica sobre un monstruo en el armario (Paidós, 2004), las crónicas Sin clemencia, los crímenes que conmocionaron a México (Grijalbo, 2007) y el último libro La luz detrás de la puerta: El silencio en la escritura (Gobierno del Estado de México, 2012), Lazo ha hecho énfasis en la reflexión de la otredad desde la particularidad. Apoyándose en referentes alegóricos en un sistema de intertextualidades, la autora confabula en cada novela una imagen monstruosa: en El dolor es un triángulo equilátero es el cuadro de William Blake “El gran dragón rojo y la mujer revestida en sol”; en Lo imperdonable, la fotografía de Diane Arbus: “Gigante judío, en su casa, con sus padres en el Bronx”; en la novela El mecanismo del miedo, la autora rinde culto a la ghost-house, al gótico doméstico alimentado de un tema terrorífico de hoy y siempre: el secuestro y desaparición de niños. El monstruo sin un rostro.
Las últimas producciones sobre lo fantástico en México, son posibles estudiarlas gracias a las antologías arraigadas a la tradición iniciada en Latinoamérica con la Antología de la literatura fantástica de Bioy Casares, Silvina Ocampo y Borges.[59] Son de destacar: Ciudad Fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (xix-xxi), tomos i y ii (Almadía 2013) y Ciudad Fantasma i y ii de Esquinca y Quirarte (Almadía , también la antología Tierras Insólitas, compilada por Luis Jorge Boone (Almadía, 2013), hasta El abismo. Asomos al terror hecho en México, compilada por Rodolfo J.M. (SM 2011) y Festín de muertos. Antología de relatos mexicanos de zombis, coordinada por Raquel Castro y Rafael Villegas, Océano, 2015), podemos dar cuenta de que la producción de discurso fantástico, de horror, gore y de lo extraño, va de la mano con un público receptor y el interés de las editoriales.
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Juan Antonio Rosado | Angélica Tornero.
2004 / 05 oct 2018 08:56
Al margen de la literatura de corte realista y en oposición a ella, surge también una literatura imaginativa o fantástica, que suele crear situaciones, mundo o personajes alejados de la realidad. No obstante, esta literatura no sólo se mueve en el terreno de la imaginación, sino también en lo de lo incierto. La importancia de esta literatura radica sobre todo en las atmósferas, en el efecto fantástico que modifica la percepción de la obra. Ahora bien, dada la dificultad de definir los límites exactos entre los géneros “fantásticos”, el teórico Tzevetan Todorov, en su Introducción a la literatura fantástica, señala los rasgos más sobresalientes de lo fantástico, lo maravilloso y lo extraño, con el propósito de demostrar que lo fantástico propiamente dicho no existe. La diferencia entre los tres conceptos anteriores se centra, sobre todo, en la disolución de la ambigüedad y la incertidumbre que ésta genera tanto en los personajes como en el lector. Cuando al concluir la narración el lector o el personaje asume que la vida textual se rige por la realidad humana, y que ésta es capaz de explicar los fenómenos descritos, la obra pertenece –dice Todorov– al género de lo extraño. En cambio si los acontecimientos narrados sólo se pueden explicar mediante las leyes sobrenaturales, entonces la obra entra en el terreno de lo maravilloso. Si al lector o al personaje no le es posible explicar ningún hecho, se trata de un texto fantástico, pero este efecto dura sólo un instante, pues se manifiesta únicamente durante una parte de la lectura.
Por otro lado, se ha señalado también la diferencia (en la literatura hispanoamericana) entre lo que el escritor cubano Alejo Carpentier denominó “lo real maravilloso” en el “Prólogo” a su novela El reino de este mundo (1949), y el llamado “realismo mágico”, término acuñado en Alemania por el crítico Franz Roh para referirse a las pinturas postexpresionistas. En cuanto a lo real maravilloso, Carpentier, oponiéndose a la estética surrealista –basada en la libre asociación y en la experiencia onírica– establece que lo maravilloso surge, por ejemplo, de una “inesperada alteración de la realidad (el milagro)”, para lo cual es fundamental la fe. En otras palabras, lo real maravilloso parte de lo real, la maravilla reside en la misma realidad. Por el contrario, en el realismo mágico de escritores como el colombiano Gabriel García Márquez, la magia proviene de afuera, de la imaginación del artista. A todas estas categorías se debe agregar un género que puede participar en lo fantástico: la ciencia ficción, donde la injerencia de elementos científicos y racionales es lo que da verosimilitud a los fenómenos descritos, a diferencia de la realidad subyacente en la literatura fantástica.
Para no entrar en complicaciones, se enumerarán aquí algunas de las principales obras de la literatura mexicana que participan de cualquiera de las categorías antes mencionadas.
La literatura fantástica aparece en México con algunos autores del Ateneo de la Juventud*: Martín Luis Guzmán, Julio Torri y Alfonso Reyes. Más tarde, Juan José Arreola y Francisco Tario crearán también obras de este tipo.
El único cuento que, en sentido estricto, escribió Martín Luis Guzmán es “Como acabó la guerra en 1917” y fue publicado en Nueva York, precisamente en 1917. Este cuento ha sido considerado como uno de los primeros textos narrativos de ciencia ficción producido en México. (Véase Literatura de Ciencia Ficción*).
En ese mismo año, Julio Torri publica Ensayos y poemas, que contiene el irónico cuento “La conquista de la luna”. De Alfonso Reyes es El plano oblicuo (1920), con cuentos como “La cena”, considerado como fantástico por su atmósfera, su tiempo cíclico y en cierto sentido pesadillesco, así como por la ambigüedad que se crea alrededor de la identidad de los personajes. Este cuento ejercerá una influencia positiva en la novela Aura (1962), de Carlos Fuentes, donde una mujer vieja recobra cíclicamente la juventud por medio de la brujería. Para muchos críticos, Aura, considerada también como un relato fantástico, es la obra maestra de Fuentes.
José Vasconcelos, en su cuento “El fusilado” (1919), armoniza elementos fantásticos con su filosofía espiritualista.
Juan José Arreola, en Varia invención (1949), Confabulario (1952) y Bestiario (1958), entre otros libros, incursiona en la literatura fantástica, con cuentos como “El guardagujas” y “En verdad os digo”.
Con Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, el realismo de la Narrativa de la Revolución* muere de forma definitiva. Sólo los fantasmas pueblan Comala, donde el tiempo es inexistente y sólo el recuerdo, los rumores perviven. Comala es viva alegoría de un cacicazgo anquilosado, de un patriarcado que se ha convertido en purgatorio.
Francisco Tario, seudónimo de Francisco Peláez, escribe La noche (1943), La puerta en el muro (1946), Equinoccios (1946), Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952), La noche del féretro y otros cuentos de noche (1958) y la antología Entre tus dedos helados y otros cuentos (1958).
La obra de Salvador Elizondo, donde la frontera entre el ensayo y la narrativa es a menudo muy difusa, posee también numerosos elementos de literatura fantástica. Destacan sobre todo sus novelas Farabeuf (1965), El hipogeo secreto (1968), y Elsinore (1988).
Autores más recientes dentro de este género son Ignacio Solares, quien, aunque no escribe literatura fantástica en toda la extensión del término, incluye elementos fantásticos en obras como Puerta del cielo (1976) o La fórmula de la inmortalidad (1982); Lilia Osorio, autora de Palimpsesto (1981); Humberto Guzmán, autor de Historia fingida de la disección de un cuerpo (1982), que nos presenta un mundo esquizofrénico y sin héroes; René Avilés Fabila, con La canción de Odette (1982), que incluye importante elementos fantásticos; Víctor Luis González, autor de cuento fantástico: Tenías que ser tú, novela corta y cuentos, publicada en 1985, y Naief Yehya, autor de Camino a casa (1949) y La verdad de la vida en Marte (1955).
Elementos como el milenarismo son tratados en Tiempo lunar (1993), de Mauricio Molina, y en La paz de los sepulcros (1995), de Jorge Volpi. Por su parte, Julián Meza, en El arca de Pandora (1993), trata el tema de los experimentos genéticos. Dos años después, en 1995, Beatriz Escalante publica La fábula de la inmortalidad, donde nos presenta a una alquimista que descubrió el tormento que significa ser inmortal.