María Baranda es una de las mejores poetas de su generación, la de los nacidos en los años sesenta, su obra concilia a la vez una pertenencia a una tradición mexicana e hispanoamericana -la del largo poema meditativo, con sintaxis sinuosa y riqueza léxica- con la no tan frecuente capacidad de síntesis conceptual y la precisión de imágenes y metáforas. Entre los premios que ha recibido está el de mayor importancia y prestigio en nuestro país, el nacional de Aguascalientes. Desde sus primeros libros fue notorio que el ritmo llevaba hacia delante, como un canto, pero como un canto que se baila. Se nota su conocimiento de las principales corrientes de vanguardia, pero también la distancia que establece con ellas hasta volverlas imperceptibles en su obra, por eso predomina -sin que lo sea plenamente- un acento clásico, casi de naturaleza implícita en su escritura, más que transparente luminosa. A través de ella no pasa la luz sino que en ella se produce, viene del interior. En esta antología es notable la coherencia de su acento, conjunto a la vez donde resulta perceptible la diferencia que se da entre uno y otro libro, lo que va de un jardín encantado a un cañón presidido por las bestias amenazantes. Toda poesía es un sembrar en condiciones imposibles, un cosechar en el límite de la experiencia, una invitación a compartir esa luz mencionada antes, un ser luz para estar en la luz... y -aún en su insuficiencia- hacerla colectiva en los lectores.