Juan Antonio Rosado | Angélica Tornero.
2004 / 01 nov 2018 11:37
La narrativa indigenista parte del problema del indio como ente segregado y explotado por los grupos dominantes, y por esto constituye una manifestación de protesta social, económica y política. Su antecedente literario más claro es una novela romántica peruana de 1889: Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, donde se presenta, en su cruda realidad, la explotación que el poder jurídico, el poder político y el poder eclesiástico hacen del indígena. Más tarde, el Modernismo vio en el indio un elemento exótico. En cambio, gracias a las tendencias nacionales que produjo la Revolución, en México se lo empieza a valorar en su contexto actual, de tal modo que las obras indigenistas pretenden presentarlo tal como realmente es.
En su mayoría, la narrativa indigenista está relacionada con la Literatura de contenido social. El escritor encuentra su inspiración en los indígenas para hacer fuertes denuncias sociales, hurgar en la identidad nacional o aspirar a la justicia.
Dentro de esta literatura hay varias tendencias que no necesariamente se excluyen. Así, cuando se hace hincapié en los temas mítico-poéticos propios de las etnias, puede estar presente también el tema social y político. La perspectiva mítico-poética incluye las leyendas, mitos y sincretismos religiosos, entre otros elementos. Dentro de la tendencia política se habla de sublevaciones indígenas o de aspectos relacionados con los sistemas políticos. Quizá la tendencia más fuerte dentro de la narrativa indigenista sea la social: el modo de vida, las costumbres y tradiciones, así como el contacto con grupos blancos, son temas importantes.
En México, esta literatura se empieza a perfilar con claridad después de la Revolución y, tal como ocurre con la Narrativa cristera, se desprende de la Narrativa de la Revolución.
Los principales exponentes de la narrativa indigenista son Antonio Mediz Bolio, Eduardo Luquín, Andrés Henestrosa, Gregorio López y Fuentes, B. Traven, Miguel Ángel Menéndez, Ermilo Abreu Gómez, Mauricio Magdaleno, Ramón Rubín, Ricardo Pozas, Francisco Rojas González, Rosario Castellanos y Eraclio Zepeda. En 1922 se empieza a perfilar una línea clara de narrativa indigenista. En ese año, el yucateco Antonio Mediz Bolio publica La tierra del faisán y del venado, sobre los mayas. Un año después, Eduardo Luquín escribe la novela El indio (1923). Sin embargo, es a partir de los años treinta cuando esta tendencia cobra auge. El oaxaqueño Andrés Henestrosa publica Los hombres que dispersó la danza (1929), donde recrea cuentos y leyendas de los zapotecas.
Con el cardenismo, la literatura de este tipo toma aún mayor importancia. En 1936, se publica La montaña virgen, de Enrique Othón Díaz, y Puente en la selva, de B. Traven. Quizá la novela más famosa de este último autor sea La rebelión de los colgados (1938). En 1949 publicó La carreta, también de tema indigenista.
López y Fuentes es autor de dos novelas importantes sobre el tema: El indio (1935), donde nos presenta la situación de los nahuas del centro de México antes y después de la Revolución, y Los peregrinos inmóviles (1944), sobre un grupo indígena que abandona la hacienda donde estaba esclavizado. Miguel Ángel Menéndez publicó en 1941 Nayar, sobre los indios coras y su carácter como pueblo en la sierra del Nayar.
El yucateco Ermilo Abreu Gómez compuso varias obras representativas de la tendencia indigenista, como Héroes mayas (1942), que consta de tres relatos, de los cuales el mejor logrado es “Canek”, escrito en 1940. Los otros dos relatos con “Zamná” y “Cocom”. También es autor de las novelas Quetzalcóatl. Sueño y vigilia (1947) y Naufragio de indios (1951), que se desarrolla en Yucatán durante la época de Maximiliano. Además publicó La conjura de Xinum (1958), prologada por el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, y que trata sobre los levantamientos indígenas en Yucatán durante la llamada guerra de castas ocurrida en la segunda mitad del siglo xix.
Mauricio Magdaleno nos habla, en El resplandor (1937), de una comunidad de otomíes que habita en San Andrés de la Cal, Estado de Hidalgo, en condiciones de miseria. Sus temas centrales son la explotación del indio, la política y la pobreza, aunque también aparece la Revolución de 1910. El sinaloense Ramón Rubín compuso El callado dolor de los tzotziles (1948); El canto de la grilla (1952), sobre los indios coras; La bruma lo vuelve azul (1954), sobre los huicholes, y Cuando el Táguaro agoniza (1960), que se desarrolla en Sonora. Rubín es también autor de la obra Cuentos de indios, publicada en dos tomos entre 1954 y 1958.
Francisco Rojas González, de Guadalajara, describe aspectos de la vida de los indios seris de Sonora en Lola Casanova (1947), pero su libro más conocido es El diosero (1952), que incluye trece cuentos, de los cuales diez tratan sobre comunidades indígenas segregadas.
El antropólogo Ricardo Pozas da a la luz Juan Pérez Jolote, biografía de un tzotzil (1948), sobre la región del Chamula. Se trata de un relato en forma autobiográfica, que combina elementos antropológicos y literarios para narrar la vida de un indígena con personalidad y valores propios, que tiene que abandonar su comunidad para ganarse la vida. El texto se considera como el inaugurador del llamado “ciclo de Chiapas”, que incluye narraciones como Los hombres verdaderos (1959), de Carlo Antonio Castro, así como obras de Rosario Castellanos y Eraclio Zepeda.
La escritora chiapaneca Rosario Castellanos es quizá la mayor representante de esta tendencia. Incursionó con gran éxito en una narrativa indigenista cuya principal veta es la relación antagónica entre indios y blancos. Sus novelas más representativas son: Balún Canán (1957), que se desarrolla en Chiapas durante el régimen de Lázaro Cárdenas, y donde es importante el tema político, y Oficio de tinieblas (1962), que trata sobre los tzotziles. De la misma autora es Ciudad Real (1960), libro de diez relatos sobre la desigualdad entre indios y ladinos en San Cristóbal de las Casas.
José Revueltas, autor también de Narrativa de la posrevolución y de Literatura de contenido social, publica en 1944 Dios en la tierra, libro que, entre sus varios cuentos, contiene dos de tema indigenista: “Barra de Navidad” y “El dios vivo”. Posteriormente, en Dormir en tierra (1960), incluye un cuento indigenista: “El lenguaje de nadie”.
En 1947 surgen otras obras de esta tendencia: el tlaxcalteca Miguel N. Lira publica Donde crecen los tepozanes, sobre los indios de su estado; Magdalena Mondragón, nacida en Torreón, da a la luz Más allá existe la tierra, que nos muestra algunas comunidades indígenas luchando contra la explotación y la miseria; Armando Chávez Camacho compone la novela Cajeme (1948), donde recoge elementos del mundo indígena de Sonora; su protagonista es un indio pima, aunque también intervienen los yaquis y mayos, y nos pinta la lucha de estos grupos contra los yoris (blancos); se publica Nimbe-Leyenda de Anáhuac, de Rodolfo González Hurtado y La Guelaguetza, de Rogelio Barriga Rivas, donde, además de los elementos regionalistas, aparecen algunos problemas sociales y económicos de los zapotecos de Tlacolula. Este último autor recibe el Premio Lanz Duret en 1951 por su novela indigenista La mayordomía. Publicada al año siguiente, narra la historia de un pueblo de Oaxaca. Concha de Villarreal gana el mismo premio en 1953 con la novela Tierra de Dios (1954), que relata la problemática de un grupo maya de Yucatán desplazado de sus tierras ejidales.
En 1959 sale a la luz Benzulul, colección de ocho cuentos de Eraclio Zepeda, de los cuales tres son los más representativos de la narrativa indigenista y recrean el mundo chiapaneco; se trata de “Benzulul”, “Vientooo” y “Quien dice la verdad”. Por su parte, Ramón Pimentel Aguilar se basa en las investigaciones que sobre los tarahumaras hizo el profesor Francisco M. Plancarte, del Instituto Nacional Indigenista, para escribir su novela La Tarahumara, sierra de los muertos (1960), que narra las tragedias ocasionadas por la intromisión del hombre blanco en las sierras de Chihuahua.
En 1986 Jesús Morales Bermúdez vuelve sobre el indigenismo con Memorial del tiempo y Ceremonial. En 1990 se publica la novela Desiertos intactos, de Severino Salazar, donde se retrata a los indios chichimecas como habitantes de los páramos zacatecanos.
Otras novelas indigenistas son: Trópico (1946), de Rafael Bernal; El gran consejo (1949), de Bernardino Mena Brito; La nube estéril (1952), de Antonio Rodríguez, cuya acción ocurre fundamentalmente en dos pueblos del Valle del Mezquital; Fruto de sangre (1958), de Rosa de Castaño, sobre la marginación de un pueblo indígena de Zacualtipán, en el Distrito Federal; La culebra tapó el río (1962), de María Lombardo de Caso, novela corta que recrea el mundo de un niño que vive la miseria en la comunidad indígena de Yanchib, y una obra situada en Chiapas, cuyo protagonista es un tzeltal; Los hombres verdaderos, de Carlo Antonio Castro Guevara, quien escribió además “Che Ndu, ejidatario chinanteco”, sobre una etnia que habita en el noreste de Oaxaca.
Cabe mencionar también El indio Gabriel (1957), de Severo García, considerada también como manifestación de la Narrativa cristera, y algunas novelas de tema indio, por ejemplo Moctezuma, el de la silla de oro (1945) y Moctezuma ii, Señor de Anáhuac (1947), ambas de Francisco Monterde, así como El tesoro de Cuauhtémoc (1955), de Luis de Oteyza.
Abreu Gómez, Ermilo Barriga Rivas, Rogelio Castaño, Rosa de Castellanos, Rosario Castro, Carlo Antonio Chávez Camacho, Armando González Hurtado, Rodolfo Henestrosa, Andrés Lira, Miguel N. Lombardo de Caso, María López y Fuentes, Gregorio Luquín, Eduardo Magdaleno, Mauricio Mediz Bolio Contarrel, Antonio Menéndez, Miguel Ángel Mondragón, Magdalena Pozas A., Ricardo Rojas González, Francisco Rubín, Ramón Traven, B. Zepeda, Eraclio