Enciclopedia de la Literatura en México

Ramón Rubín

mostrar Introducción

Ramón Rubín (Mazatlán, 1912-Jalisco, 1999) es considerado un autor indigenista por la resonancia que tuvieron sus libros afiliados a esta corriente literaria. Sin embargo, como él entendía el comportamiento de los hombres según sus características raciales, dividió la mayor parte de su obra en textos mestizos, criollos e indios, clasificación a la que se agregaría la naturaleza trágica, dramática y humorística de sus historias. Es uno de los pocos autores mexicanos que se ocuparon del mar que nos rodea en las inmensidades oceánicas del Pacífico y del Atlántico. Emmanuel Carballo gustaba de llamarlo el Pepe Guízar de la literatura nacional porque buscó afincar sus historias en distintas regiones geográficas mexicanas como la selva, el desierto, la ciudad y las sierras. Para Ramón Rubín el paisaje no es ornato, sino condicionante de la conducta de sus personajes. Si el concepto de geografía humana no hubiera existido antes de que nacieran sus libros, él sería su progenitor.

La obra de este prosista es tan caudalosa que también escribió manuales para criar peces y ranas, dio a la estampa su novela de la revolución y abordó los problemas de su tiempo como la fiebre aftosa y la desecación del lago Cajititlán.

mostrar Vida y obra

En Ramón Rubín vida y obra están indisolublemente unidas. En 1938 empezó a publicar cuentos en Revista de Revistas, como un aficionado de escasos recursos; veía aparecer sus textos pero no tenía el dinero para comprar un ejemplar. Cuatro años después, Rubín hace algo que será una constante en su vida editorial. Reúne los textos de Revista de Revistas bajo el título de Cuentos del medio rural mexicano[1] y los publica con dinero de su propio bolsillo. Si en este momento se auto publicó porque no creía demasiado en el valor artístico de sus cuentos, lo siguió haciendo durante tres décadas, aproximadamente, por una cuestión de carácter. Era huraño, de muy pocas palabras y no le gustaba tocar puertas ni pedir favores. En la década de los setenta, cuando él vivía en san Miguel Cuyutlán, Jalisco, el que esto escribe pudo comprobar la rudeza de su carácter. Había llenado varios huacales con los mangos que daba su huerta y me pidió que, en un diablo, lo ayudara a llevar al mercado su mercancía. Los ofreció a dos o tres fruteros y se molestó porque los querían comprar a precio insignificante cuando ellos los vendían 20 veces más caros. No quiso dejarlos y prefirió regalarlos. ¡Cuál sería su sorpresa al ver que las amas de casa no tomaban los mangos ni regalados! Estaba tan molesto que, diciendo una majadería entre dientes rescató su diablo y dejó regados los frutos afuera del mercado.

Su carácter levantisco determinó también su método de trabajo. Según la actividad que tuviera entre manos, ahorraba dinero y se iba a vivir a la región que deseaba tratar en una novela o en un conjunto de cuentos: el desierto de Altar, la selva chiapaneca, el Nayarit de los huicholes, el Jalisco de los charros… Llenaba cuadernos de notas, asentaba con cuidado las palabras que designaban las cosas de la región y, al estilo de las novelas de los años treinta y cuarenta, alimentaba de este modo los glosarios de sus libros. Fue así que con su propio peculio dio a la estampa El callado dolor de los tzotziles (1949), Diez burbujas en el mar (1949), Cuentos de indios (1954),[2] El canto de la grilla (1952), La canoa perdida (1951) y otros.

Para ser escritor no estudió en universidad alguna; la vida misma lo educó. Se desempeñó como colaborador de Revista de Revistas, hizo algunos guiones de cine, fue obrero, marino mercante, profesor y agente viajero; sus textos sobre ranas y peces fueron textos en escuelas marinas. Cobró derechos por sus libros adaptados como historietas; ése fue el caso de El callado dolor de los tzotziles, que apareció como Chamula, con indígenas atléticos y mujeres esculturales.

En su infancia, en España, tierra natal de su padre, leyó a Daniel Defoe y a Emilio Salgari; en su edad adulta admiró a Francisco Coloane, Jorge Amado, Euclides da Cunha y diversos autores telúricos como José Eustasio Rivera.

Emmanuel Carballo echó a rodar la especie de que, en un gesto de suprema nobleza, regaló a sus empleados una fábrica de calzado que había montado. Pero Rubín, en una de las varias veces que lo visité, me dio otra versión: tenía una fábrica artesanal de calzado, unas alpargatas de ixtle que puso en mis manos, y cierto día concurrió con ellas a una feria artesanal. La esposa del gobernador de Jalisco[3] se apersonó en su puesto, elogió su producto y, después que Rubín le ofreció algunos pares, la mujer lo interrogó sobre su situación fiscal. Como aquello era un negocio casi familiar, no pudo responder a las exigencias de la mujer; tampoco tuvo fondos para liquidar a sus trabajadores y les entregó las cosas con que hacía su calzado. Dejó el negocio por la paz.

A fuerza de hacerse presente durante tres décadas con sus obras auto publicadas, fue abriendo camino y pudo llegar al Fondo de Cultura Económica con La bruma lo vuelve azul, en 1954, y a la colección Ficción de la Universidad Veracruzana con Donde mi sombra se espanta (1964).

mostrar El mundo indígena

Con El callado dolor de los tzotziles, La bruma lo vuelve azul, El canto de la grilla y los cuentos de indios que agrupó el Fondo de Cultura Económica bajo el título de Los rezagados (1991), Rubín forjó su imagen más perdurable. Sus novelas de este tipo abordan la interioridad conflictiva de los indígenas con el contexto nacional que los hace marginados y ajenos. A la manera de toda la narrativa indigenista, destaca los elementos culturales de sus personajes como visión del mundo, cosmogonía, religión, costumbres; todos los elementos que nutren el trabajo de los antropólogos y que muy a menudo han querido tomarse como dignos de valor científico. César Rodríguez Chicharro cuestionó El callado dolor de los tzotziles porque consideraba que el borrego no tenía el papel que le atribuye el autor en la novela, además que los matrimonios no se rigen como apunta Rubín. Esto, antropológicamente, podría ser cierto, pero el novelista no buscaba ser fiel a los usos y costumbres de un grupo étnico, sino conseguir una tensión dramática que hiciese atractiva la novela.[4] Mientras Emmanuel Carballo le cuestionaba el trazo unidimensional de sus entes de ficción, Rubín se empeñaba en que sus personajes verdaderos, más que seres individuales, fueran civilizaciones, grupos raciales y espacios geográficos.

El callado dolor de los tzotziles (novela lírica, ágil y magníficamente dramatizada) junto con La bruma lo vuelve azul permite coincidir con Emmanuel Carballo cuando afirma que

Rubín es un escritor molesto y necesario: molesto por anacrónico; necesario, por numerosas virtudes mayores: la autenticidad, el conocimiento del hombre y su circunstancia, el amor y la solidaridad. Otras virtudes suyas son la espontaneidad y la generosidad.[5]

En El callado dolor de los tzotziles Rubín aborda el mundo de los chamulas de Chiapas; en La bruma lo vuelve azul y El canto de la grilla (1952) vemos a los indígenas nayaritas confrontados con los valores de la cultura nacional que no son los de sus culturas.

Los cuentos de Los rezagados tienen coras, huaves, tzotziles, zoques, yaquis, tarahumaras, huicholes, kikapús, guaycuras y seris que muestran sus problemas específicos, paradojas, conflictos raciales, organización social y el paternalismo que han padecido. Todo tratado con un lirismo que rescata los dramas y los acerca comprensivamente a los lectores.[6]

mostrar Mestizos y criollos

Alrededor de sus novelas del mundo indígena giran otras de muy diversa factura y prestigio. La canoa perdida (1951) es un homenaje al lago de Chapala porque con el pretexto de que Ramiro Fortuna anda en busca de una canoa que le robaron, Rubín pasea al lector por todos los pueblitos ribereños y le muestra sus costumbres y algunas anécdotas que, como cuentos independientes, se integran al cuerpo de la novela que resulta folletinesco: cada capítulo concluye en un momento álgido que invita a seguir con la lectura de esta novela tan vasta (tiene 483 páginas) que, curiosamente, es una de las más placenteras que salieron de la pluma de Rubín. A esta novela bien pueden aplicarse las elogiosas palabras que Juan Rulfo expresó sobre Ramón Rubín: “Más que ser reportero como Fernando (Benítez), él hace literatura. Es un escritor que usa la imaginación. Y trata los problemas del indio con intensidad y mucho amor.”[7] 

Hay otro libro en donde Rubín aplica su oficio y su afecto a otro de nuestros lagos: Lago Cajititlán (1960), monografía lírica que habla de sus habitantes y de su geografía e insiste en que la codicia de los hombres es tan tremenda que, con tal de hacer dinero, es capaz de destruir la naturaleza.

Al autor siempre se le reprochó –particularmente Emmanuel Carballo– que escribiera historias lineales. Para mostrar que era capaz de entregarse a novedosas propuestas formales escribió La sombra del Techincuagüe (1955), misma que se propuso complacer a cuatro tipos distintos de lectores. Los que gustan de la narración directa, podían leer únicamente los capítulos nones; aquéllos que gustan de las narraciones abiertas y no lineales, debían leer los capítulos pares; y los que gustan de las novelas pormenorizadas disfrutarían todos los capítulos. Además, Rubín se propuso que cada capítulo funcionara como un cuento, con presentación, desarrollo y desenlace y que surtiera sus efectos independientemente del todo novelesco. El resultado, pese a los esfuerzos desplegados, no fue lo espectacular que era de esperarse.

La loca (1950), novela que Rubín concibió como criolla, resultó inverosímil por la pobre caracterización de los personajes como voluntariosos y atrabancados frente a los mestizos tímidos y estúpidos. Se desarrolla en la costa sinaloense, habla del paludismo, cuenta una historia de amor e incluye verdaderos relatos independientes que funcionan como cuentos.

En Cuando el Táguaro agoniza (1960) Ramón Rubín va a los desiertos sonorenses de la década de los cuarenta, cuando los indios pápagos y pimas se mezclaban con mestizos y gringos que buscaban polvo y pepitas de oro. Esta obra describe los desiertos y su población flotante constituida apenas por los gambusinos soñadores, los vendedores de agua y de bacanora, el dueño de la romanita que cobra en polvo de oro sus servicios de pesaje y una que otra prostituta derrengada.

Ante la favorable acogida que tuvieron sus primeros libros de cuentos, Rubín se animó a publicar Ese rifle sanitario (1948) que, con una mezcla de soberbia y humildad llamó seminovela:

Así compuse y organicé el relato que a continuación publico y que, seguramente, carece de los atributos literarios precisos para que pueda aspirar a ser situado dentro del apreciable campo artístico de la novela (...) Estimulado, pues, por la satisfacción del deber paternal cumplido, por lo baratos que están el papel y la impresión en nuestro tiempo y por la fácil y calurosa acogida que en nuestro medio intelectual merecen estos humildes esfuerzos literarios, he decidido costearle su carrera.[8]

Es una obra sobre mestizos pobres que se ven despojados de sus cerdos y vacas porque una comisión estadounidense les paga el precio de sus animales y los mata para que no se propague la fiebre aftosa. Se desarrolla en Jaripo, Michoacán, que es un poblado muerto. Aquí se da una historia de amor entre Chahua, Luis y un ex bracero que regresa a su pueblo con ínfulas de hombre de mundo.

Junto a esta historia corre otra paralela: la de los vivales que llevan una carpa con cantina y sala de juego para desplumar a los pobres ganaderos que acaban de cobrar el importe de sus animales sacrificados.

Donde mi Sombra se espanta (1964) surgió como guion cinematográfico que intentaba desvanecer una falsa imagen de los habitantes de los Altos de Jalisco (borrachos, valentones, mariachis) y acabó en una novela que se centra en los celos de tintes medievales que sienten padres y hermanos hacia yernos y cuñados. Llegan a mandar desnudas a las muchachas cuando quieren a un hombre o arrastran a los cuñados a cabeza de silla. Vamos, hasta los curas se quedan con las hermanas metidas en casa. Rubín, con Adolfo Lagos, pensaba que esa comarca tenía un fuerte carácter y verdaderos valores humanos. Por eso tejió una historia donde la tensión dramática se basa en los celos y en un estrecho concepto del honor, pero también exaltó la figura del caballo llamado Sombra, que es causa de lujos y desgracias y, asimismo, es un motivo que ilustra un tópico: “lo primero el caballo, tope en lo que tope y hasta por sobre la misma mujer.”

Una parte de Donde mi Sobra se espanta es arquetípica. El pueblo tiene su cura, su usurero, su cantinero, su hombre rico y su policía. Es una novela que se pega a las manos y, aunque el lector advierte los recursos folletinescos de que echa mano Rubín para construirla, quiere saber hasta dónde llega el novelista.

Un último detalle de esta novela y que resulta aplicable a su obra en general: la de Rubín es una narrativa pudorosa, que rehúye las malas palabras y las descripciones sexuales. A este respecto puede citarse la escena final del libro, en donde el narrador se cubre con una manta para aventurar una caricia en el cuerpo de la mujer que lleva en ancas de su caballo.

mostrar Textos marinos

Ramón Rubín es uno de los pocos escritores mexicanos que, como Rafael Bernal y Dámaso Murúa, se sintió atraído por el mar y su gente. Los relatos aparecidos en Sarta de cuentos salobres (1949), reeditados como Navegantes sin ruta (1983) y que narran sus aventuras como marinero, dan fe de esa atracción. El seno de la esperanza (1964), su tercera novela de mestizos, es también su única novela de mar y relata la aventura de los tripulantes de un barco camaronero a quienes sorprende un temporal con los depósitos de combustible prácticamente vacíos.

Como en todas las novelas de Rubín, hay una relación amorosa que aporta sus tensiones a la obra. En este caso hallamos a una tehuana que se embarca con su hijo con la esperanza de que el capitán la lleve a Salina Cruz pues su marido, el indio Bartolomé Bacasegua, quien la trajo desde su tierra, la ha abandonado en Guaymas, Sonora. A bordo del Santa Martha y después en el Southern Queen, la tehuana establece lazos afectivos con Quirico, un marinero entrado en años que soñaba con establecerse en su ranchito de tierra firme. Ella se va con Quirico luego de haber perdido al único hijo que había tenido con Bacasegua. Rubín muestra su conocimiento del mundo marino y el lector permanece enganchado por una trama que sabe mantener el interés en todo momento.

mostrar Miscelánea

Durante casi medio siglo Ramón Rubín no dejó de escribir sobre los más distintos tipos mexicanos y sobre prácticamente todas las zonas geográficas de nuestro país. A la clasificación de sus relatos en indios, mestizos y criollos, escapa una serie de libros insólitos para la pluma de un novelista pero que Rubín escribió para obtener los ingresos que la literatura no otorga: Manual práctico de piscicultura (1973), La piscifactoría. Cría industrial de los peces de agua dulce (1976) y La rana y su explotación (1976).

Pedro Zamora. La revolución sin mística (1983), es una biografía novelada que resulta importante porque aborda la vida de ese personaje revolucionario que aparece también en “El llano en llamas”, de Juan Rulfo.

Casicuentos del agente viajero (1987) y Casicuentos en salsa chirle (1992) son una mixtura de memorias y relatos amenos que combinan episodios reales con pasajes ficticios. Mientras el primer libro habla de la experiencia de vendedor de Rubín, el segundo entrega episodios sobre distintos momentos de su vida; desde la juventud hasta la edad provecta. Entre los primeros destaca su encuentro con la selva, que tan importante sería para su narrativa y que vio por primera vez de manera tragicómica. Entre los trabajos que hablan de su edad adulta resaltan su aventura de buscador de tesoros y otros dos que son pura literatura: el primero, humorístico policial, cuenta cómo le robaron el cadáver de su suegra que llevaba de Acapulco a Guadalajara; el segundo es la historia alucinante de una pelea de gallos en la oscuridad.

Con las reservas que su pluma de novelista y cuentista reclaman, podemos enterarnos de que su interés por los batracios surgió cuando vio en ellos un medio para defenderse de las molestias que moscas y zancudos le causaban.

Las narraciones más picantes del volumen son aquéllas en las que el propio autor se pinta un tanto verde ya que confiesa su debilidad por las gringas y algunos momentos de suerte con jovencitas.

Siguiendo su afán de mostrarse humano al recrear más que episodios gloriosos situaciones chuscas o francamente penosas, cuenta cómo al concursar con una jovencita en el conocido juego de comer una manzana entre una pareja, sin meter las manos para detener el fruto que pende de un hilo, la dentadura postiza se le quedó prendida de la poma ante las carcajadas de todos.

Si la obra de Ramón Rubín se había desarrollado siempre en espacios abiertos que le permitían trazos líricos muy afortunados –hablaba del mar, del río, de la laguna, de la sabana, del bosque, de la sierra o del desierto–, en Cuentos de la ciudad (1991) recogió las narraciones ubicadas en el Distrito Federal que, sintomáticamente, resultan sombrías. El indio, el mestizo y el criollo podían sufrir, pero siempre les quedaba –y nos quedaba a los lectores– el consuelo de los elementos de la naturaleza. En los estados del interior había problemas pero nunca se llegaba a las tintas tan negras que ensombrecen sus cuentos de la gran urbe. Se trata de historias de burdel y de carpa protagonizadas por prostitutas perversas, hombre salaces, borrachos, bailarines homosexuales y hasta una muchacha leprosa que ni siquiera podía ser prostituta. La lectura de estos cuentos hace pensar en La loca y Donde mi sombra se espanta cuyos finales moralizantes debilitan las novelas.

Rubín es un escritor vital que nos recuerda un valor que la moda o el intelectualismo de muchos autores hoy ha puesto fuera de circulación: el cognoscitivo. Este elemento, en Cuentos de la ciudad –que contiene dos textos no ubicados en el Distrito Federal– está dado por su recreación de la capital de la República, tal como era en los cuarenta y los cincuenta y hoy viene a resultar francamente bucólica.

Fábulas y versos (1991) puede tener un valor histórico porque consigna los únicos poemas que Rubín se atrevió a publicar y donde celebró al indio y al páramo. Pero su construcción es muy insatisfactoria, sin tensiones, y salvo los aciertos líricos que describen la geografía de su tierra natal, Mazatlán, poco tiene de rescatable. De sus fábulas podríamos destacar la de la chuparrosa y la del alacrán, pero nada más pues son las únicas que se salvan de la ingenuidad de que adolecen sus compañeras.

Río inmóvil (1993) entrega un guion cinematográfico y la historia de cómo se hizo ese guion. Y esta historia, paradójicamente, es de un vigor y de una belleza admirables, amén de su –hoy anacrónico– valor documental. Río inmóvil –originalmente llamada La tzibaleria, es decir, una playa fluvial visitada por nutrias y cocodrilos– surgió cuando varias dependencias gubernamentales le propusieron a Rubín, en 1963, escribir el guion para una película que mostraría el traslado de 500 campesinos desde La Laguna, Coahuila, hasta Campeche, donde se proponían dotarlos de tierras. Primero marcharían los hombres para construir las casas y, tiempo después, los alcanzarían las esposas y los hijos. Rubín puso como condición para escribir el texto que lo dejaran ir con los campesinos que serían transportados en 16 autobuses. Así se hizo y él, disfrazado con uniforme de coronel del ejército mexicano realizó el viaje para tomar sus apuntes.

Basado en dicha experiencia Rubín entrega un documento que es una verdadera novela breve. Aunque sea la narración de una experiencia real, es novelesca; tanto o más que el guion mismo pues tiene un lirismo, una fuerza dramática y un punto de vista sobre la malhadada empresa, que logra uno de sus momentos más bellos, ágiles y afortunados de escritor.

Río inmóvil aborda el espacio selvático como lo han hecho unos cuantos narradores –Rafael Bernal, Graham Greene, B. Traven– y es una muestra de sus mejores virtudes narrativas:

Nos despertó al amanecer un aullido taladrante. Era mucho más fuerte y selvático que el lamento de un coyote en celo o el graznido de la chifirina, y no se precisaba fácilmente su origen. Quizá lo emitiese un zaraguato alcanzado por los colmillos ponzoñosos de la nauyaca o porque al saltar de una rama se vio atravesado por los estiletes espinosos de una palma real... O sería la selva misma, que clamaba el dolor de su noche desgarrada por las sangrantes espadas del amanecer.[9]

Rubín da cuenta de esta empresa que resultó un fracaso pues, una vez instalados en el corazón de la selva, los campesinos encontraron que era más fácil trabajar en los desiertos norteños y junto a los suyos que entre fiebres, malos vapores y la terca fertilidad del trópico. Además, antes que derrotarlos las víboras, los mosquitos y los aguaceros torrenciales, huyeron por los cargos y adeudos que les achacaban los burócratas de los organismos agrarios que, con fines políticos, habían dado pie a tan descabellada idea. Del éxodo sólo quedaron, en Campeche, tres músicos intuitivos que formaron una murga para ganarse la vida tocando en diversos ranchos.

Ante esta realidad, Rubín se negó a dar a su trabajo un giro demagógico que hablara del éxito del traslado –la Oficina de Colonización reconoció su fracaso hasta que pasaron diez años–; sólo hizo unas cuantas concesiones que para su fortuna no llegaron a filmarse. Luego se encargó una adaptación cinematográfica a José Revueltas, quien le dio un giro que la hacía coincidir en algunas cosas con su novela El luto humano por la presencia de las guardias blancas y los abnegados militantes políticos. No les gustó a los productores y se la dieron a Emilio Carballido (quien le hizo algunas modificaciones como reconoce Rubín); pero ni así logró filmarse porque no hubo presupuesto debido a mil trabas increíbles.

Aunque se cuenta con el guion, interesante porque muestra cómo se hace el tratamiento cinematográfico de una historia, lo fundamental del texto es la riqueza anecdótica de lo que narra Rubín (su trato con escritores, su actitud ante la corrupción burocrática y la depredación de lancheros y aserradores) y ese vigoroso “apunte”, intenso y plástico que muestra uno de los mejores momentos de su pluma.

Movido por el desconocimiento de su obra que impera entre lectores y críticos, pero sobre todo por la escasa valoración de sus libros,[10] dediqué largos años a conseguir sus textos. Después leí su abundante producción y, cuando pude localizarlo, lo visité varias veces en su domicilio para realizar largas entrevistas condensadas en mi libro La otra literatura mexicana (1994), que corrió con suerte en sus dos ediciones y de donde proviene parte fundamental del texto que aquí entrego. En sus años finales, prácticamente ciego pero con deseos vehementes de hablar de su obra, tuve que hacerle una entrevista sin guion.

Había yo publicado La otra literatura mexicana y puesto en manos del escritor un par de ejemplares de su primera edición. Su socio en la empresa de las alpargatas, que vivía en la Ciudad de México, cada que visitaba al novelista venía con la pregunta de cuándo iba a verlo, pero yo estaba ya enfrascado en otro proyecto.

Eran los tiempos del servicio postal, cuando el correo electrónico no existía. Una mañana, recibí una carta de Rubín y, al desdoblarla, salió un billete de ya no recuerdo cuántos pesos. La carta decía que si no tenía dinero, allí estaba lo del pasaje para que fuera a verlo. El gesto me conmovió tanto que inmediatamente le llamé para decirle que iría el fin de semana, a Guadalajara, porque ya vivía en un casco de hacienda que había comprado una de sus hijas.

Llegué cerca de la media noche. Él estaba sentado en un poyo, con el bastón entre las piernas. La luz de un arbotante daba de lleno sobre su cuerpo y, al responder a mi saludo, se acercó tambaleante a la reja en donde estaba mi voz. Una sirvienta abrió y me condujeron a un kiosco que estaba en medio de un amplio jardín. Del otro lado de la barda que cercaba la casa una luminosa  rueda de la fortuna giraba mientras yo cenaba la birria que me habían llevado. Cuando Rubín calculó que había saciado mi apetito me dijo:

—Ahora sí, Torres, saca la grabadora.

Yo busqué mi libreta para anotar las respuestas a una entrevista que fui improvisando y que publiqué en algún lugar pero que no incluí en la segunda edición de La otra literatura mexicana (Ediciones del Gobierno de Veracruz, 2002).

De las muchas horas de conversación grabadas, y que están en La otra literatura mexicana, únicamente consigno el relato de su participación en la Guerra Civil española, que refiere una aventura suya muy poco conocida pero extraordinaria.

mostrar La Guerra Civil española

Cuando estalló la Guerra Civil, yo estaba en el Partido Comunista Mexicano, pero había tenido discordias porque me parecía que eran muy irresponsables y yo, cuando tomo una cosa, la tomo hasta el extremo.

Resolví, como había pasado mi infancia en España y era la tierra de mi padre, que aquello era muy importante. Me junté con Siemens, Acosta y Serra. Los tres eran españoles y estaban indocumentados aquí. Fuimos a la embajada a solicitar que nos mandaran a España para pelear. Gordon Ordaz, que era el embajador, se resistió al principio, pero al fin accedió a conseguirnos pasajes en el Magallanes, que era un barco español de pasajeros que iba a llegar a Veracruz.

Por otra parte, cuatro muchachos de las Juventudes Comunistas y dos salvadoreños, también querían ir a España y se fueron a Veracruz para meterse de polizones, porque ellos no tenían pasaje. Y nos fuimos con dos o tres locos más que no sabían ni a lo que iban, pero el viaje fue fabuloso.

El barco, en lugar de ir directamente a España, fue a Curzao para aprovisionarse de combustible. En ese barco, Lázaro Cárdenas metió dos trenes de armamento que hacían un total de 20 millones de cartuchos, 20 000 fusiles y 5 000 Mendoza que mandaba al gobierno republicano para que se defendiera. El barco estaba controlado por la cnt, que era anarcosindicalista y no nos veían muy bien porque nosotros éramos de la Tercera Internacional. Pero era gente accesible y nos llevamos muy bien.

Llegamos a Curazao y los gringos (una empresa judía, Maduro & Sons) nos dieron algo de combustible. Pero cuando estábamos cargando llegó la orden de Estados Unidos de que no nos dieran nada, porque ellos, aunque aparentaban estar con la República, estaban con Franco. Sin embargo, habíamos alcanzado a cargar el combustible suficiente para llegar a España. Con este retraso alcanzamos a destantear a los franquistas que nos estaban esperando para jodernos.

Hicimos el viaje que resultó una cosa espectacular. Hablaba por la radio de Sevilla un general de los franquistas que se llamaba Queipo del Llano y estaba todo el tiempo diciendo que ya sabía dónde venía el Magallanes con las armas y que lo estaba esperando el crucero Almirante Cervera.

Llegamos a la altura de Cabo Espartel, frente a Tánger, una tarde luminosa, muy bonita y decidimos detenernos para entrar al estrecho de Gibraltar de noche. Ese atardecer, estábamos detenidos en medio del mar cuando vimos venir un barco de guerra. Apareció en el horizonte con los palos altos y dijimos: ¡ay hijos de la fregada! Era un crucero, el almirante Cervera, y pensamos, ¡ya nos agarraron!

Entonces tomamos tres latas de petróleo y los cerillos para prenderle fuego al barco, contra lo que opinaba un delegado de la embajada que iba allí. Él quería que nos entregáramos, para sabotear, y nosotros dijimos “ni madre, qué sabotear ni qué nada”. Nos hubieran fusilado como hicieron después con los del Cantábrico.

Teníamos las latas de petróleo y los cerillos para ver qué pasaba. El barco se vino directamente hacia nosotros y cada vez lo veíamos más grande. Le buscábamos el nombre pero el hijo de la mañana lo traía borrado. Era un barco español tipo crucero. Pasó por la borda de estribor, dio la vuelta y, en el momento en que dio la vuelta, el sol estaba poniéndose en el mar; quedaba medio astro fuera y nosotros temblando: “ora sí nos llevó la chingada; nos va a echar a pique”, pensábamos.

Volvió a pasar el barco a nuestro lado y desde allí gritaron ¡Viva la República! ¡Era el crucero Miguel de Cervantes, hermano del Almirante Cervera! Resucitamos, arriamos la bandera de la República y nos dijeron: “síganos, se nos van a unir otros barcos para escoltarlos en el Estrecho”. Al rato ya teníamos dos submarinos detrás, y adelante un destructor, el Sánchez Barcaistegui, y entramos al Estrecho de Gibraltar en la noche.

Al pasar frente a Ceuta nos dijeron que nos hiciéramos todo lo que pudiésemos contra el cañón de Gibraltar para eludir las baterías que estaban en poder de los franquistas. Mientras, otros barcos republicanos se fueron a cañonear las baterías para distraerlas, pero unos reflectores muy potentes que tenían en Ceuta nos alumbraron.

Entramos al Mediterráneo y seguimos. Al amanecer, nos levantamos, frente a Cabo de Gata, en Almería. Estábamos sobre cubierta, mirando la amanecida, cuando de repente ¡pum!, oímos unos cañonazos. “¡Qué chingados pasa!”, dijimos. Eran los cruceros que llevábamos de escolta y que estaban disparando, pero no sabíamos a quién. De repente ¡pum, pum, pum!, tres bombas de avión. Volteamos y vimos allá, en el cielo, chiquitos, tres aviones Heinkel, que había mandado Franco para que nos dieran en la madre. Con los 20 millones de cartuchos que llevábamos, si nos cae una bomba, no queda ni madres.

Nos tiraron 36 bombas pero no nos atinaron porque los barcos no los dejaron arrimarse.

Llegamos a Cartagena a las tres de la tarde y ahí empezaron los líos porque en España estaban divididos en comunistas, anarquistas, anarcosindicalistas, republicanos moderados, etc. Todos querían las armas porque era lo que no tenían. Entregamos las armas a los republicanos y nos preguntaron que a dónde queríamos ir. “Pues a alistarnos en las milicias”, dijimos. “¿A qué parte?” Yo propuse ir a Barcelona porque estando en puerto de mar tiene uno más facilidades para salir o mantenerse.

En Barcelona, fuimos al Partido Socialista Unificado de Cataluña:

—Ustedes son los que trajeron las armas de México ¿verdad? ¿Por qué no nos las trajeron a nosotros?
—Bueno, es que nos las quitaron.
—Nosotros necesitamos armas, no hombres. Vuelvan mejor a México para conseguir más armas.

Total, que acabamos por regresar a México en busca de apoyo pero ya no volvimos. Acá la supuesta madre de Ramón Mercader, el que en 1940 mató a Trotski, nos acusó con Hernán Laborde porque habíamos dicho que la Unión Soviética ayudaba a la República con calcetines mientras México tenía los tamaños para mandar armas. Como el estalinismo estaba en su apogeo, nos expulsaron del Partido Comunista, por Trotskistas.

mostrar Bibliografía

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Torres, Vicente Francisco, La otra literatura mexicana, México, D. F., Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco (Laberinto), 1994. // 2a ed., Gobierno del Estado de Veracruz, 2002.

Varios, Rulfo en llamas, México, D. F., Proceso/ Universidad de Guadalajara, 1988.

Nació en Mazatlán, Sinaloa, el 11 de junio de 1912; murió en Guadalajara, Jalisco, el 25 de mayo de 1999. Narrador. Fue profesor de la Universidad de Guadalajara; director de Creación. Colaboró en El Informador, El Occidental y Revista de Revistas. Premio de las Américas de la Asociación de Libreros de Nuevo México 1994. Premio Sinaloa de Ciencias y Artes 1996.

José Luis Martínez
1995 / 30 jul 2018 10:48

Ramón Rubín (1912), a lo largo de casi medio siglo ha escrito una veintena de novelas y colecciones de cuentos. Los clasifica como del medio rural, de mestizos y de indios, y los relata, de manera directa, con mínima elaboración, preocupado sobre todo por recoger con exactitud tradiciones, costumbres, lenguaje y problemas sociales y económicos de nuestro pueblo. Sus novelas más celebradas son El callado dolor de los tzotziles (1948), sobre la vida de estos indígenas de Chiapas; La canoa perdida (1951), sobre los problemas de un pescador de Chapala y la progresiva desecación del lago; El canto de la grilla (Guadalajara, 1952), sobre los indios coras del Nayar; La bruma lo vuelve azul (1954), sobre los huicholes; y Donde mi sombra se espanta (Xalapa, 1954 y Guadalajara, 1990), acerca de Los Altos de Jalisco.

Durante su infancia vivió con su familia en España, primero en Marisma, Cántabra y después en Villa de Llanes, donde estudió en el colegio agustino de La Encarnación. Regresó a Mazatlán en 1928, estudió mecanografía, oficio a través del cual desarrolló su vocación literaria, enriquecida con los viajes que realizó como marino y comerciante. En el año de 1938 se unió en España a las brigadas internacionales a favor de la República Española. Ya en México se relacionó con los poetas de su ciudad natal y fue catedrático en la Universidad del Noroeste, de Culiacán. En 1942 comenzó a publicar una serie de cuentos mestizos y en 1954 otra de cuentos indios, algunos de ellos aparecieron semanalmente en Revista de Revistas. Fue director de la revista literaria Creación, del Órgano del Bloque de Obreros Intelectuales, en Guadalajara, Jalisco. En 1972, regaló sus empresas de zapatos y autorizó a una editorial chicana la publicación de sus libros en forma de historietas. Radicó en los últimos años de su vida en San Miguel Coyutlán, Jalisco.

Ramón Rubín Rivas escribió cuentos, ensayos y novelas. En sus narraciones, caracterizadas por la descripción de paisajes tan diversos como la serranía, el desierto y las costas, están presentes las costumbres, creencias, normas sociales y conflictos entre indígenas, mestizos y criollos. En El callado dolor de los tzotziles, José Damián López Cuscün al no saber cómo conciliar sus intereses personales con los valores de su comunidad, ni cómo confrontarlos con la forma de vida de las haciendas aledañas a Tapachula -radicalmente distinta a la de San Cristóbal-, comete dos actos transgresores: abandonar a su mujer ante la presión social provocada por su infertilidad y, lejos de su pueblo, convertirse en un degollador de borregos, animal sagrado para los tzotziles. La canoa perdida tiene como hilo conductor la narración de las dificultades de un pescador del lago de Chapala para denuncia la progresiva disecación de este lago. El canto de la grilla resalta el concepto de comunidad indígena. La bruma lo vuelve azul describe el papel que durante el gobierno de Lázaro Cárdenas tuvieron los internados indígenas; rescata las costumbres e ideología de los huicholes. La temática de la serie de cuentos sobre el mundo mestizo que transcurren lo mismo en las rancherías que en un ambiente citadino, va desde la muerte o la venganza hasta el humor. En Casicuentos del agente viajero y Casicuentos en salsa chirle narra episodios de su vida, desde su juventud hasta su madurez. Pedro Zamora son testimonios orales que dan cuenta de datos sobre este revolucionario: su origen modesto, su crueldad, su caridad religiosa y la historia de amor que protagonizó al final de su vida. En sus ensayos Ramón Rubín manifiesta su interés por la zoología y la explotación de los recursos naturales.

Instituciones, distinciones o publicaciones


Summa. Revista bimestral
Fecha de ingreso: 1967
Fecha de egreso: 1970
Codirector

Revista de Revistas
Fecha de ingreso: 1942
Fecha de egreso: 1954
Colaborador