1996 / 05 abr 2018 17:21
Hacia una definición del corpus
La crítica literaria reciente ha tomado como punto de partida una recomendación que Edmundo O'Gorman, en el prólogo a su edición de la Historia natural y moral de las Indias del padre Joseph de Acosta, dio a los historiadores acerca de la necesidad de rectificar el énfasis que la historiografía positivista del siglo xix había puesto en una lectura de las crónicas de Indias que se atenía a valorarlas exclusivamente como fuentes de información.[1] Si bien O'Gorman en ese prólogo recalcaba que, para conocer los criterios historiográficos de una época, debíamos estudiar no sólo los textos con noticias verídicas sino también los falsos, los apócrifos y aun aquéllos plagados de errores, los críticos literarios han pasado de una primera instancia "de considerar, sin más, como novelescos los textos de las crónicas [...], a análisis más refinados de sus calidades artísticas".[2] La crítica ya no se propone asignarles un supuesto valor literario –que, en última instancia, manifestaría el concepto que tenemos hoy de lo literario–, sino una lectura de acuerdo con los cauces retóricos que regían la escritura de la historia en el siglo xvi.
Bajo estos presupuestos se abre un campo para la historia literaria que cubre tanto el análisis de los "vuelos retóricos", como las exigencias legalistas y políticas de las relaciones o los esquemas providencialistas y hermenéuticos de las historias.[3] De ahí que se puedan, a su vez, distinguir las relaciones, las crónicas y la historia propiamente dicha, a partir de estructuras narrativas; por ejemplo, las relaciones y las crónicas requieren de una trama que no absorba la particularidad de sus contenidos ya que, sobre todo, carecen de las resoluciones "moralizadoras" que le prestan a la historia significaciones universales.[4] Estas distinciones narrativas entre la historia, la crónica y la relación, pueden ser útiles siempre y cuando no las tomemos de una forma rígida o mutuamente excluyente. A menudo los autores exploran, si no explotan, los límites retóricos de los géneros que han adoptado por exigencias burocráticas o por el efecto de veracidad que quieren lograr. El ejemplo más patente de transgresiones genéricas en la historiografía del Nuevo Mundo son quizás los Naufragios (1541) de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, donde la relación verdadera de lo que le ocurrió a la armada de Pánfilo de Narváez en la expedición a la Florida, incluye la posibilidad de leer una alegoría y hasta una desmitificación de la conquista.[5]
El corpus de textos representativos de las "crónicas de Indias" abarcaría desde cartas breves hasta historias con un ámbito enciclopédico. Por su parte, el rótulo de "crónicas religiosas" presenta toda una serie de interrogantes sobre el objeto de estudio y la intersección de la crítica literaria con disciplinas extraliterarias como la antropología, la política y la historia de la religión. Aun cuando los enfoques de carácter religioso y los esquemas providenciales son una constante en todas las crónicas de Indias, este capítulo se limitará al estudio de textos escritos por religiosos en el siglo xvi. Esta última reducción del corpus a los escritores religiosos, como se verá, está lejos de simplificar el objeto de estudio a un conjunto ya definido o de delinear los confines de un tema. Un vistazo al índice de dos de las últimas tentativas de constituir una historia de la literatura hispanoamericana, revelará la ausencia de figuras de gran envergadura como el franciscano Bernardino de Sahagún y el dominico Diego Durán.[6] Éste no es el lugar para analizar los criterios por los que se rigieron los editores para la exclusión de tales autores, y si menciono estas historias de la literatura es para subrayar la ausencia de un corpus de "crónicas religiosas" que estuviera ya constituido y fuera universalmente aceptado como un género de la literatura mexicana.
La mayoría de los religiosos que escribieron durante el siglo xvi pertenecieron a las Órdenes de San Francisco (OSF), Santo Domingo, también llamada Orden de Predicadores (OP) y San Agustín (OSA). Entre sus escritos encontramos crónicas de las órdenes como la Historia eclesiástica indiana (ca. 1596) de Gerónimo de Mendieta (OSF), la Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santiago de México, de la Orden de Predicadores, por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España (1596) de Agustín Dávila Padilla (OP), y la Crónica de la Orden de N.P. San Agustín en las provincias de la Nueva España en quatro edades desde el aÑo de 1533 hasta el de 1592 (1624) de Juan de Grijalva (OSA). Por su fecha de elaboración y publicación, la obra de Grijalva cae fuera de nuestro estudio. La de Mendieta no se publicó hasta el siglo pasado; sin embargo, fue incorporada en gran medida a la Monarquía indiana (1615) de Juan de Torquemada (OSF). Torquemada también se aprovechó de los escritos inéditos de otros franciscanos como Andrés de Olmos y Bernardino de Sahagún, por lo que se le ha venido a llamar el "cronista de cronistas". Aunque cabe suponer que las primeras pesquisas de la obra de Torquemada se remiten a 1591, la Monarquía indiana se redacta entre 1605 y 1612. Su fecha de publicación ya plenamente entrada en el siguiente siglo, la retórica barroca que la informa y el público criollo al cual está fundamentalmente dirigida, la hace pertenecer al siglo xvii.[7]
Las crónicas de las órdenes no se limitan a historiar los principales religiosos e instituciones, sino que el recuento de las vidas de los protagonistas y la conversión de los indígenas en diferentes regiones de México encontramos capítulos con contenidos etnográficos, reflexiones sobre la trascendencia histórica de su labor evangelizadora y tomas de posición política. Por su lado, las obras con un enfoque etnográfico incluyen a menudo copiosa información sobre otros religiosos, sus colegios, o los logros y fracasos de la evangelización. Entre éstas, destacan por su importancia la monumental Historia de los indios de Nueva España (1541) y los Memoriales (1549) de Toribio de Benavente (OSF), mejor conocido como Motolinía ("pobre" en náhuatl), la Historia general de las cosas de la Nueva España (1576) de Bernardino de Sahagún (OSF), la Relación de las ceremonias y ritos y población y gobierno de los Indios de la provincia de Michoacán (1541) atribuida a Martín de La Coruña (OSF), la Relación de las cosas de Yucatán (1566) de Diego de Landa (OSF), Apologética historia sumaria (1559) de Bartolomé de Las Casas (OP), y la Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme (1581) de Diego de Durán (OP), por sólo mencionar algunas de las más importantes.
Por parte del clero secular debemos recordar las Ordenanzas (1565) de Vasco de Quiroga, pero en general, la presencia del clero secular se hace más visible en el siglo xvii cuando las órdenes religiosas ya han perdido su lugar predominante en la vida religiosa de la Nueva España.[8] Desde 1571, con la llegada de los jesuitas a México, se había iniciado un desplazamiento político de las órdenes, pero su producción literaria es continua y fecunda durante el resto del siglo xvi. Entre los jesuitas encontramos figuras muy importantes como Juan de Tovar, Relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España según sus historias (1576) –obra conocida como Códice Ramírez a partir de su primera publicación en 1878–, y José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias (1590). Aunque Acosta vivió en el Perú, la mayor parte de su estancia en América, los sustanciosos capítulos de su libro dedicados a la naturaleza de México y, sobre todo, a la historia de México-Tenochtitlan, pueden ser incluidos dentro de la literatura mexicana. También escribieron los jesuitas crónicas de la Compañía, como la Relación breve del principio y progreso de la provincia de Nueva España de la Compañía de Jesús (1571-1580), recientemente publicada bajo el título de Fundación de la Compañía de Jesús en Nueva España y la anónima Relación breve de la venida de los de la Compañía de Jesús a la Nueva España (1602).
Si tomamos la Bibliografía mexicana del siglo xvi de Joaquín García Icazbalceta como guía para una selección de textos, podemos sumar a esta lista parcial de "crónicas religiosas" una abrumadora serie, cuyo corpus incluiría desde el supuesto primer libro impreso en México, la anónima Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana, por encargo de fray Juan de Zumárraga e impresa por Juan Cromberger en 1539, hasta la Relación historiada de las exequias funerarias de la magestad del rey D. Phillipo ii nuestro señor hechas por el tribunal del Sancto Officio de la Inquisición desta Nueva España y sus provincias y yslas Philippinas, del doctor Dionysio de Ribera Flores, impresa por Pedro Balli en 1600, así como el Sermonario en lengua mexicana de fray Juan Bautista, impreso por Diego López Dávalos en 1606, con el que concluye García Icazbalceta su bibliografía. La primera y la última no tienen una pretensión literaria en el sentido estricto de la palabra, pero no por eso dejan de ser de interés para una historia de la literatura. La Doctrina de Zumárraga –como todas las doctrinas en general–, es significativa en los estudios literarios por las estrategias retóricas que utiliza para inculcar los principios de la fe y transmitir a los indios una concepción de la historia universal; el Sermonario de Juan Bautista también es de interés, por los retratos de los colegiales, las indicaciones que da sobre el arte de la traducción al náhuatl, y las noticias que contiene sobre los franciscanos y el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. En el caso de la Relación historiada de las exequias, abundan a tal grado las instancias literarias que, como destaca García Icazbalceta, "[a]sombra ciertamente ver todo lo que el doctor Ribera Flórez sacó de su cabeza para celebrar las exequias, y más para describirlas".[9] A pesar de su juicio negativo, García Icazbalceta nos ofrece una selección escogida debido a los datos históricos que contiene sobre el establecimiento del Tribunal de la Inquisición en México. Cito la Relación del doctor Ribera Flórez para dar una muestra de los "vuelos retóricos":
Privilegio es grande tener lugar de ministro de este santo Tribunal, y oficio que obligue a la pureza y composición que con tanta observancia en él se guarda y a todos con su silencio encomienda: piedras que se asientan en este edificio, como las que se labraban para el templo santo de Salomón sin golpe de martillo ni ruido de instrumentos, cada una en su encaje, en que místicamente se figuraba el lugar del fiel llamado al edificio de la iglesia, que sin ruido ni estrépito de emulación ocupe el lugar que en él se le diere, haciendo allí muro de oficio soberano que va subiendo al cielo, en cuya subida hay sus mansiones y gradas.[10]
Este fragmento, con evidentes pretensiones literarias, se puede contrastar con la llaneza del retrato de un colegial en el prólogo al Sermonario de Juan Bautista:
D. Antonio Valeriano, natural de Azcaputzalco, gobernó a los indios mexicanos por más de treinta años con gran prudencia y rectitud, y murió el año pasado de mil seiscientos y cinco, por el mes de agosto. Fué también hijo del dicho colegio de Santa Cruz, y uno de los mejores latinos y retóricos que de él salieron (aunque fueron muchos en los primeros años de su fundación), y fué tan gran latino, que hablaba extempore (aun en los últimos anos de su vejez) con tanta propiedad y elegancia, que parecía un Cicerón o Quintiliano.[11]
Estos dos pasajes están en polos opuestos en relación con el barroco y sus aspiraciones literarias. Fuera de la adopción del retrato como fórmula retorica para la mención de todos aquellos que habían contribuido a la producción de los Sermones, no hay nada de "literatura" en este prólogo de Juan Bautista. Pero una perspectiva que establece criterios para hablar de poéticas y políticas en los registros etnográficos, o de tropos en las narrativas históricas, nos permite leer este tipo de textos como artefactos literarios, más allá de la intención o vocación literaria que puedan o no tener los autores.[12] Por ejemplo, el retrato laudatorio de Antonio Valeriano exalta al antiguo colegial por su participación en el gobierno colonial y su facilidad para aprender el latín; pero en última instancia se le valora por su adaptación y aprendizaje de la cultura europea y no por ser representante del mundo indígena. Si bien es verdad que Juan Bautista recuerda cuán útiles le fueron los conocimientos del náhuatl de Valeriano y otros colegiales, estas indicaciones a su vez le sirven para precisar que "el día de hoy hay tan pocos indios a quien poder preguntar cosas de su lengua, que son contados, y muchos de ellos que usan vocablos corruptos, como los usan los españoles".[13] Juan Bautista se constituye aquí como una autoridad cultural que suplanta y aun cancela la posibilidad de un saber indígena autónomo al que sancionan los misioneros; en pocas palabras, el franciscano asienta los rieles de una política cultural que lleva a un terrorismo lingüístico que hoy día todavía oprime a las comunidades de habla mexicana.[14]
No hay que insistir demasiado sobre este punto para darse cuenta de las implicaciones que tienen estas modalidades de colonización del habla para una historia de la literatura mexicana, pero vale puntualizar que en la lectura de las crónicas religiosas se debe prestar atención no sólo a las formas estilísticas y los modelos retóricos que las rigen, sino también a su definición de una política cultural en el contexto de la colonia. Para esto hay que ejercitar un acercamiento múltiple que vaya de una disciplina a otra, y que por lo tanto nos permita definir un objeto de estudio no limitado por nuestras ideas de lo literario, ni restringido a una labor clasificadora de las retóricas operantes en los textos del siglo xvi. Y no es ocioso recordar aquí, con Michel Foucault, que la definición disciplinaria de la literatura no se lleva a cabo hasta fines del siglo xviii: "De la literatura como tal, pues desde Dante, desde Homero, había existido en el mundo occidental una forma de lenguaje que ahora llamamos 'literatura'. Pero la palabra es de fecha reciente, como también es reciente en nuestra cultura el aislamiento de un lenguaje particular cuya modalidad propia es ser 'literario'."[15]
De ahí que ya no este uno forzado a operar según esta historia reciente de la especialidad. Es más: en el siglo xvi, la distinción ontológica entre literatura e historia, como lo indica Foucault, está lejos de ser precisa: "la participación, para nosotros evidente, entre lo que vemos, y lo que los otros han observado o transmitido [...] esta gran tripartición, tan sencilla en apariencia y tan inmediata, entre la observación, el documento y la fábula, no existía aún".[16] Si todo escrito no es "literatura", todo texto sí puede ser leído como un artefacto literario donde se despliega toda una serie de criterios poéticos, epistemológicos, políticos, que definen lo bello, lo verdadero y lo justo para un autor dado, en una situación determinada.
Al mirar más allá de los lugares comunes que supuestamente definen los modelos historiográficos de las crónicas de Indias, se deslindan aquellos aspectos de la historiografía del Nuevo Mundo que precisamente incursionan por primera vez en nuevos campos discursivos y en modalidades insólitas de la escritura.[17] Si bien el modelo humanista prescribe un concepto providencialista de la historia –elocuencia, buen tono, moral cortesana y estilo elegante–, estas características están lejos de darnos acceso a la especificidad de la historiografía mexicana del siglo xvi. Insistir demasiado en estos aspectos estéticos nos puede llevar a perder de vista que quizá la historia europea ya no sea el referente último de la historiografía indiana sino la nueva iglesia: que el buen tono y la moral cortesana ya no sean un mero formulismo retórico sino una manifestación más de la violencia conquistadora, y que el estilo elegante ya no sea un criterio universal sino una invalidación de formas narrativas que siguen otras poéticas.[18] Y es que las "crónicas religiosas" son la crónica de la destrucción de Indias.
Ya sea que estas crónicas de la destrucción condenen la conquista e incluso toda la empresa española en el Nuevo Mundo –como lo hizo Las Casas al final de su vida–, o que celebren los triunfos contra el demonio –como lo hizo la mayor parte de los religiosos–, o que celebren y condenen a la vez las culturas pre-colombinas, hay que leerlas como incursiones en la modernidad que muy a menudo anticipan, si no es que ponen a prueba, formas de poder y dominación que se ejercitarán más tarde en Europa.[19] Bajo una pátina medievalista descubrimos una escritura plenamente moderna. ¿Qué es más representativo de la modernidad que un sentido de la escritura de la historia como implantación de un orden en el mundo?[20] El sistema político que se implantó en América no fue medieval sino colonial en el sentido moderno del término.[21]
Que como preparación para la llamada "conquista espiritual" se hayan escrito obras gracias a las cuales derivamos una gran parte de nuestros conocimientos sobre las culturas prehispánicas en México, no quiere decir, como ya se indicó al principio de este capítulo, que uno tenga que limitarse a una lectura del valor documental de las "crónicas religiosas". A continuación se examinarán las tres siguientes preguntas:
1] ¿Cuál es el lugar del texto etnográfico en la estrategia de la conversión?
2] ¿En qué consiste la violencia epistemológica que sujeta el saber indígena a un orden normativo que lo descalifica?
3] ¿Cómo se articula la tensión entre una historia indígena y una historia universal providencialista?
La etnografía en la narrativa de la conversión
No se siguen aquí los criterios que a partir de fines del siglo pasado han definido a la etnografía como una disciplina científica. La antropología moderna se estableció como una ciencia precisamente en oposición al discurso del viajero, del misionero y del funcionario colonial. Pero el concepto amplio de la etnografía como modo de registro de culturas diferentes no se puede restringir a los criterios disciplinarios vigentes durante la primera parte de nuestro siglo, y que además han sido continuamente impugnados por los movimientos descolonizadores que emergieron a partir de la segunda guerra mundial. Una nueva ética de la disciplina ha venido a cuestionar las formas de representación del modelo científico de la etnografía, en particular el realismo estilístico y el objetivismo que reducen las culturas estudiadas a un "ellos" en relación con un "nosotros", tras el cual se esconde, es decir, queda borrado el diálogo entre el antropólogo y el informante.[22] En el realismo y el objetivismo desaparece todo rasgo de este diálogo que se lleva a cabo en el trabajo de campo. La ausencia del proceso dialógico refuerza la tendencia de la antropología a situar las culturas estudiadas en otra temporalidad que, como ha indicado el holandés Johannes Fabian, les niega contradictoriamente una existencia coetánea al investigador. De ahí, los términos "primitivo", "salvaje", o incluso la trasposición a épocas anteriores de la historia europea (supuestamente universal).[23]
Traigo a colación estos datos sobre la historia de la etnografía para subrayar la necesidad de una historia plural de las etnografías, que no insistiría más sobre una trayectoria lineal hasta culminar con una definición de la disciplina según se entiende hoy en día, sino que, por el contrario, pondría énfasis en la especificidad de las normas discursivas que rigen la escritura de otras culturas en diferentes momentos de la historia occidental.[24]
Lo que el historiador contemporáneo encuentra de objetivo en la historiografía colonial corresponde más a su labor escudriñadora que a la voluntad de saber y de definir la objetividad de los cronistas religiosos. La etnografía de tinte científico despliega una serie de estrategias retóricas y estilísticas que logran ese distanciamiento y objetividad que Roland Barthes llama el "efecto de realidad".[25] Las reflexiones de orden subjetivo son sistemáticamente excluidas del texto etnográfico propiamente dicho, y se les relega a cartas personales, diarios, u otro tipo de textos autobiográficos que carecen de importancia para la disciplina en cuanto tal. Es precisamente la constitución de un marco disciplinario lo que permite la producción de textos homogéneos que ya no requieren de una reflexión metodológica ni permiten un registro de impresiones personales. Estos dos tipos de textos se dan conjuntamente en la historiografía colonial. Desde un punto de vista etnohistórico, las indicaciones de los ciudadanos que tuvo un historiador como Sahagún, en la recopilación y evaluación de los datos que obtenía de los informantes en diferentes pueblos, tienen un valor imprescindible para cotejar las noticias contenidas en la secuencia de sus manuscritos. Para una lectura literaria, sin embargo, la narrativa autobiográfica que fundamenta la autoridad de sus escritos tendría un interés propio. Sus reflexiones en los prólogos a su Historia general de las cosas de la Nueva España sugieren una dimensión paradigmática que nos permite generalizar toda una serie de observaciones sobre la naturaleza de la etnografía en las crónicas religiosas y la función de esta disciplina en la evangelización.
Los prólogos relatan las etapas y las tribulaciones que tuvo Sahagún en la producción de su Historia, así como las políticas metropolitanas que en ciertos momentos se opusieron al conocimiento de las culturas prehispánicas y en particular a su labor etnográfica. El prólogo al Libro Segundo es de particular interés por la explicación de los principios de autoridad de su texto. Sahagún establece ahí la novedad de su proyecto por la carencia de autoridades a las que los escritores tradicionales acudían, ya fuera citando testigos fidedignos, escritores anteriores, o testimonios de la sagrada escritura: "A mí me han faltado todos esos fundamentos para autorizar lo que en estos doce libros tengo escripto, y no hallo otro fundamento para autorizarlo sino poner aquí la relación de la diligencia que hice para saber la verdad de todo lo que en estos libros se escribe."[26] La diligencia de la que habla Sahagún incluye la relación de los lugares donde consultó informantes: Tepepulco y México. Nos dice Sahagún que en Tepepulco, "[t]odas las cosas que conferimos me las dieron por pinturas, que aquélla era la escritura que ellos antiguamente usaban, y los gramáticos las declararon en su lengua, escribiendo la declaración al pie de la pintura".[27] A partir de este primer texto en la producción de la Historia, hoy día conocido como los Primeros memoriales (1558-1559; 1560-1561), se desenvuelve un proceso interpretativo que va de la pintura al informe oral, y de la declaración de los colegiales a la escritura al pie de la pintura.[28]
Aparentemente nunca existieron notas de campo que registraran directamente las voces de los informantes, ya que lo que está escrito al pie de las pinturas está matizado desde un principio por la interpretación de los colegiales. Todo lleva a suponer que la misma formación de los colegiales como gramáticos trilingües es una parte integral de la autoridad del texto: "escribiéronlos los latinos en el mismo pueblo de Tepepulco".[29] Recurrir a los colegiales refleja un prejuicio de la etnografía occidental que Michel de Certeau ha definido como la necesidad de decir, o mejor dicho, escribir la verdad que la oralidad ignora.[30] La autoridad de Sahagún se establece precisamente a partir de una revisión del texto que circunscribe la voz de los informantes: "las torné a enmendar y las dividí por libros, en doce libros, y cada libro por capítulos y algunos libros, por capítulos y párrafos".[31] A esta estructuración de la historia siguen otras transformaciones, adiciones y derivaciones, como el "arte de la lengua mexicana con un vocabulario apéndice",[32] para el que se toma la gramática latina como modelo, por lo que Sahagún insiste constantemente en que los colegiales eran gramáticos trilingües: "con cuatro o cinco colegiales todos trilingües";[33]"todos expertos en tres lenguas: latina, española e indiana".[34]
Hay que recordar aquí que la reflexión arqueológica y antropológica en los estudios humanísticos de la Antigüedad es el punto de partida de la escritura del "otro" en ultramar.[35] El "otro" del Renacimiento es fundamentalmente la Antigüedad griega y romana, cuyas culturas eran consideradas dignas de imitación y, como tales, proveen un complejo de motivos para observaciones comparativas en la historiografía del Nuevo Mundo. En efecto, los estudios humanísticos de la Antigüedad contribuyeron a forjar el instrumental científico de la Europa moderna al recuperar tales textos fundamentales para la representación del mundo como la cartografía de Ptolomeo. Pero también establecen modelos de pensamiento, lenguaje y cultura y, lo que quizás es aún más importante para la etnografía, elaboran gramáticas y diccionarios del latín y el griego.
La modernidad de Sahagún no residiría tanto, entonces, en un parecido al método que utiliza el antropólogo moderno –para quien, por decir algo, el latín no tiene ningún valor epistemológico–, como en el proyecto de escribir, es decir, ordenar e interpretar una cultura en una hoja en blanco.[36] Tampoco la tarea etnográfica tiene para Sahagún una supuesta finalidad desinteresada, sino que está regida por la intención pragmática de corregir la ignorancia de los religiosos sobre los ritos paganos que continuaban practicándose en su presencia. La finalidad de Sahagún no es hacer un registro sin más, de "los cantares y psalmus que tiene [el diablo] compuestos y se le cantan",[37] sino más bien forjar las armas para entenderlos y desenmascararlos. Así lo precisa en el prólogo al Libro Tercero:
el diablo ni duerme ni está olvidado de la honra que le hacían estos naturales, y que está esperando coyuntura para si pudiese volver al señor que ha tenido; y fácil cosa le será para entonces despertar todas las cosas que se dice estar olvidadas cerca de la idolatría, y para entonces bien es que tengamos armas guardadas para salir al encuentro.[38]
Esta preocupación por la proliferación de prácticas paganas (sin un código para interpretarlas), revelan la función que cumple la etnografía en la conversión de los indios. Los prólogos de Sahagún hablan del apoyo que recibió su proyecto historiográfico así como de los conflictos que tuvo con la jerarquía franciscana. Su explicación de la validez de las encuestas etnográficas como medio de combatir al diablo y su finalidad primordial como instrumento de la evangelización no se pueden reducir a que hayan sido solamente una estratagema para legitimar su empresa, y que detrás de la cual estaría una preocupación de índole científica.[39] Por otro lado, hemos visto que en la misma recopilación de información ya existe un trabajo interpretativo que produce significados que exceden y suplantan desde un principio al registro de la voz en cuanto tal. Esta labor de interpretación, expresamente expuesta por Sahagún, se puede aplicar a otras crónicas religiosas que sin embargo no incluyen informaciones tan detalladas y sistemáticas sobre la producción de sus conocimientos etnográficos. Con estas indicaciones no se pretende negar un carácter científico a las pesquisas etnográficas del siglo xvi, sino situarlas dentro de los parámetros epistemológicos que las definen.
Cotejamos brevemente estas indicaciones metodológicas en Sahagún con algunas paralelas en La historia de las Indias de la Nueva España e islas de Tierra Firme de fray Diego Durán, que tiene tres partes: dos de ellas corresponden a ritos, ceremonias y al calendario, mientras que la tercera ofrece una visión indígena de la historia del origen, la fundación y la caída de México-Tenochtitlan. La "extirpación" de idolatrías es el tropo dominante en las dos primeras partes, mientras que en la tercera es la "resurrección" de la "grandeza mexicana". La tercera parte, por su carácter histórico y la combinación de romance y tragedia en su trama, será discutida en el último apartado. Aquí examinaremos el carácter etnográfico de los dos primeros libros, en particular las indicaciones sobre la validez de sus observaciones y la función de la etnografía en la evangelización. Debemos observar, de paso, que la historia de México-Tenochtitlan no carece de noticias etnográficas que Durán intercala para comentar el origen de costumbres, ritos y ceremonias aztecas, ni tampoco carece de datos autobiográficos como cuando nos informa que llegó a México de niño: "Pensarán algunos que alabo mis agujas en decir bien de Tezcuco: ya que no me nacieron allí los dientes, vínelos allí a mudar."[40] Podemos fácilmente formarnos la imagen de Durán aprendiendo a hablar náhuatl mientras jugaba con niños nahuas entre las ruinas de los templos de la antigua ciudad de Texcoco. Al igual que Sahagún, Durán compara libros precolombinos y consulta informantes de diferentes pueblos, pero no llega a formar un equipo de investigadores. Los escritos de Durán no sólo registran aspectos de la religión tal como se practicó en los tiempos antiguos, sino que también incluyen las circunstancias en que vino a conocer alguna costumbre. Tal cosa aprendió mientras confortaba a alguien en el lecho de muerte; tal otra al observar el comportamiento de viejos que lloraban ante piedras en los cimientos de la iglesia mayor, que en otra época formaron parte del templo a Huitzilopochtli. Otras observaciones dan testimonios de formas de vida que han dejado de existir: "el cual traje yo lo alcancé y hoy día entiendo se usa entre los macehuales".[41] Hay todo un sentido del devenir, de ruina de la historia en este "yo lo alcancé", que entraña una nostalgia difícil de reconciliar con la extirpación de toda práctica sospechosa, es decir, con un programa evangelizador que está informado por una tendencia etnográfica que equipara las prácticas idolátricas con la totalidad de las formas de vida de un pueblo.
Tomemos, por ejemplo, la problemática de combatir "idolatrías" cuando se carece de un código que permita a los religiosos reconocerlas en el continuo de la vida cotidiana:
delante de nuestros ojos idolatran, y no entendemos: en los "mitotes", en los mercados, en los baños y en los cantares que cantan, lamentando sus dioses y sus señores antiguos, en las comidas y banquetes, y en el diferenciar de ellas: en todo se halla superstición e idolatría; en el sembrar en el coger, y en el encerrar en las trojes, hasta en el labrar la tierra y edificar las casas.[42]
Violencia epistemológica: la sujeción del saber indígena
Al considerar que la totalidad de la vida cotidiana estaba regida por idolatrías y supersticiones, Durán ejerce una violencia epistemológica sobre el saber nahua. La violencia no recae tanto en el calificativo de idolatría dentro del pasaje antes citado, como en el de superstición, que reduce todo el saber a un falso conocimiento. Uno de los ámbitos donde se puede observar más claramente el proceso de descalificación del conocimiento indígena es en los juicios sobre el calendario. Es interesante observar que el calendario fue interpretado y valorado de una forma positiva en la Historia de las Indias de Motolinía, y que quizá la actitud negativa de Sahagún y Durán reflejen la nueva postura hacia las costumbres tradicionales que la Iglesia adopta a partir del Concilio de Trento (1543-1565). En cualquier caso, el calendario, tanto el tonalpohualli –la cuenta de los días– como el xiuhpohualli –la cuenta de los años– manifiestan para Motolinía el alto grado de civilización de los pueblos de Anáhuac. En su evaluación del conocimiento astrológico en el tonalpohualli, Motolinía no encuentra ninguna contradicción con el cristianismo o la ciencia europea:
Y es de saber que aquestos docientos y sesenta días están tasados ansí en este número, porque tantos son los signos ó hados, disposiciones de los planetas en que nacían los cuerpos humanos, según los filósofos o astrólogos de Anáhuac; y no es nueva opinión entre éstos de Anáhuac, pues sabemos que en nuestras naciones hay filósofos o sus escritos que las tienen.[43]
Motolinía precisa que la base astronómica de la cuenta de 260 días no es arbitraria y corresponde al ciclo de Venus. En la explicación y justificación de Motolinía hay, sin embargo, un tanto de violencia al querer asimilar el tonalpohualli a la astrología europea. Pero aun cuando Motolinía está apelando aquí a una forma conocida para justificar esta cuenta adivinatoria, su posición frente a la cultura nahua es de incorporarla lo más posible dentro del proceso evangelizador. Su visión es la de una nueva iglesia, no solamente en el sentido de un pueblo recientemente convertido, sino con todas las implicaciones que pueda haber en el traslado y traducción del cristianismo a otra cultura. De ahí que Motolinía celebre la creatividad de los indígenas en los rituales católicos: "y desde a poco tiempo comenzaron los de Huexotzinco e hicieron muy ricas y galanas mangas de cruces y andas de oro y pluma; y luego por todas partes comenzaron a ataviar sus iglesias, y hacer retablos, y ornamentos, y salir en procesiones, y los niños deprendieron danzas para regocijarlas más".[44]
En un pasaje paralelo, fray Pedro de Gante le explica a Felipe ii que adaptó la doctrina a la forma de los cantos paganos e incorporó motivos cristianos a las mantas que tradicionalmente usaban en sus danzas.[45] Si por un lado, Gante y Motolinía no encuentran ningún conflicto en el uso de la cultura nahua para transmitir la doctrina o para decorar las ceremonias, por el otro, sus escritos también nos recuerdan la violencia que ejercieron en un principio los franciscanos para formar la élite de muchachos letrados:
Se juntaron luego poco más o menos mill mochachos, los cuales teníamos encerrados en nuestra casa de día y de noche, no les permitiendo ninguna conversación con sus padres, y menos con sus madres, salvo solamente con los que servían y les traían de comer; y esto para que se olvidaran de sus excesivas idolatrías y excesivos sacrificios, donde el demonio se aprovechaba de innumerable cantidad de ánimas.[46]
Como lo ha indicado Walter Mignolo, este párrafo manifiesta la violencia de la alfabetización. Mas allá del encierro forzado, está el aislamiento cultural y la prohibición de conversar "con sus padres, y menos con sus madres". No se trata sencillamente de un olvido de las tradiciones anteriores por medio de la separación de la comunidad, sino de la formación de una nueva conciencia: "En una cultura primordialmente oral, donde virtualmente todo el conocimiento es transmitido a través de la conversación, la preservación del contacto oral contradecía el esfuerzo de enseñar a leer y escribir."[47] Estos muchachos formados por los franciscanos eventualmente regresaban a sus comunidades a implantar un régimen de terror en el que perseguían a sus propios familiares: denunciaban sus rituales paganos y se encargaban de arrestarlos en medio de las celebraciones. Sahagún describe este régimen terrorista en una relación que da al final del Libro Décimo:
Fue grande el temor que toda la gente popular cobró de estos muchachos que con nosotros se criaban, que después de pocos días, no era menester ir con ellos, ni enviar muchos, cuando se hacía alguna borrachera de noche, que enviando diez, o veinte de ellos prendían y ataban a todos los de la fiesta o borrachera, aunque fuesen cien o docientos, y los traían al monasterio para hacer penitencia, y de esta manera se destruyeron las cosas de la idolatría.[48]
Sahagún pasa a deplorar, con un dejo de nostalgia, que al permitirles comer y dormir en casa de sus padres se relajó la vigilancia y denuncia de las idolatrías, "aunque ven y saben algunas cosas idolátricas o de borracheras no las osan decir"; también se lamenta de que a los religiosos se les haya prohibido "que a ninguno encierren ni castiguen en sus casas por ningún delicto".[49] Cuando escribe esta relación en 1576, Motolinía ya había muerto, y las órdenes monásticas habían perdido su lugar predominante frente al clero secular. El terrorismo de los muchachos corresponde a los años inmediatamente posteriores al auto de fe (1539) de don Carlos Ometeochtli, cacique de Texcoco, en el que Sahagún participó como intérprete oficial.[50] A diferencia de Sahagún, Motolinía condena el clima inquisitorial de esos años:
En el año de mil y quinientos y treinta y nueve y en el de mil quinientos y cuarenta, algunos españoles, de ellos con autoridad y otros sin ella, para hacer ver que tenían celo [...] comenzaron á revolver la tierra y á desenterrar los defuntos, á poner premia á los indios que les diesen ídolos [...] y algunos indios fueron ansí atormentados, que en realidad de verdad hicieron ídolos de nuevo, y los dieron, porque los cesasen de aflijir." [51]
Este pasaje está en el polo opuesto al anteriormente citado, donde Sahagún se queja de la falta de autoridad para perseguir y encarcelar idólatras. Lo que para Motolinía era tolerar un error, para Sahagún significaba ignorar un engaño y una supuesta conversión que en el fondo escondía una voluntad de continuar su religión: "preguntados si renegaban de todos los otros dioses que habían adorado, respondían también quemachca, que sí, pálidamente y mentirosamente".[52] Tal enfoque de Sahagún no toma en consideración que el carácter étnico no es algo de lo que uno se puede despojar en la opción de aceptar o negar los artículos de la fe. La reducción tajante de la conversión a una cuestión de elegir un credo presupone un sujeto homogéneo sin traza de un inconsciente étnico.
Sahagún tampoco contempla una nueva iglesia con los fuertes elementos apocalípticos que los primeros franciscanos visualizaron con un sustrato indígena.[53] Su posición refleja la rigidez que adopta la Iglesia en el Concilio de Trento. La iglesia tridentina censura tanto las tradiciones locales como toda mística con aspiraciones milenarias. En las críticas de Sahagún a las ideas de Motolinía sobre el calendario, podemos deslindar instancias de una violencia epistemológica que, el reducir el tonalpohualli a un saber falso, sugiere el nuevo clima intolerante de la Iglesia.
Sin mencionar explícitamente a Motolinía, Sahagún rechaza su interpretación: "En lo que dice que los indios [que] compusieron esta cuenta se mostraron filósofos naturales es falsísimo, porque esta cuenta no le llevaban por ninguna orden natural porque fue invención del demonio y arte de adivinación."[54] La objeción se que el tonalpohualli no tuviera su base en la naturaleza implica una subordinación del saber indígena a una norma científica europea:
Pero esta arte adivinatoria síguese y fúndase en unos caracteres y números en que ningún fundamento natural hay, sino solamente artificio fabricados por el mismo diablo, ni es posible que ningún hombre fabricase, ni inventase esta arte, porque no tiene fundamento en ninguna ciencia, ni en ninguna razón natural, más parece cosa de embuste y embainamiento, que no cosa racional ni artificiosa.[55]
Aunque se pudiera argumentar que Sahagún estaba en lo correcto en cuanto a la falta de correspondencia entre el tonalpohualli y el movimiento de los planetas, son significativas las diferencias entre estos dos misioneros en el juicio del saber de los nahuas. La valoración negativa de Sahagún también la comparte Durán, quien al escribir su libro sobre el calendario en el decenio de los setenta coincidiría con los derechos tridentinos. Durán no da ninguna validez al tonalpohualli: "De manera que dan a entender que por ciencia particular, no conocen nada, sino por la malicia que ellos imaginaron de aquel signo y pintura dejado por sus antepasados."[56] Durán basa sus conocimientos sobre el calendario en un "viejo y antiguo papel lleno de tantas y feas figuras de demonios, que me puso de espanto".[57]
Tanto Sahagún como Durán, al reducir el tonalpohualli y la escritura pictográfica a meras invenciones y figuras de demonios, están muy lejos de la admiración que sentía Motolinía por el calendario y los filósofos del Anáhuac, aunque los juicios positivos sobre el calendario no se limitan a Motolinía, pues también los encontramos, por ejemplo, en el Calendario de toda la índica gente, aparentemente escrito por fray Martín de La Coruña, en 1549: "Pero [el carácter supersticioso] entiendo yo quanto a los modernos idólatras, y no los antiguos sabios que las dichas tablas ordenaron en el qual tiempo pienso aún no havía idolatrías si se mira bien la sabiduría que hay en estas tablas."[58] Pero no nos dejemos seducir por esta valoración positiva que en el fondo también acarrea una violencia epistemológica. La distinción entre "los modernos idólatras" y el sistema en sí mismo, implica una usurpación de la autoridad sobre el significado del calendario: no le corresponde ya al sabio nahua su interpretación. Motolinía, fray Martín de La Coruña y, en general, los franciscanos con ilusiones apocalípticas, al descalificar las interpretaciones nahuas del calendario se constituyen en los únicos depositarios legítimos del saber. Encontramos aquí una apropiación análoga a la que arriba vimos sobre el habla correcta del náhuatl. Sahagún o Durán ven la necesidad de conocer el calendario para interpretar fenómenos culturales que sospechan supersticiosos, pero no por el saber que contienen, a pesar de que se dan cuenta de que es una clave imprescindible para la lectura de la historia nahua y otros textos pictográficos.
Es interesante observar, de paso, que el padre Sánchez Baquero, en su Relación breve del principio y progreso de la provincia de Nueva España de la Compañía de Jesús, propone dos explicaciones a las epidemias de 1575: una astrológica –que explicaría la vulnerabilidad de los indios a las enfermedades por la conjunción de Marte y Saturno la cual, supuestamente, afecta a los melancólicos–, y otra espiritual –que atribuiría las epidemias a "un azote y castigo de Dios, que quiso tomar venganza de la idolatría y crueldad de esta gente"–; las dos coinciden ya que, en última instancia, la "divina sabiduría [...] tubo y dispuso la concurrencia de estos influjos para cuando desde su eternidad vio que lo sabía".[59] Sánchez Baquero, sin embargo, termina cuestionando la posibilidad de tener conocimientos de astrología judiciaria porque "en esto hay en las Indias tanta variedad y la influencia de los planetas no tenga otro conocimiento que la experiencia y observaciones, ha faltado para hacerlas acá personas".[60] En nombre de una limitación empírica, Sánchez Baquero concuerda con aquellos que condenaron la explicación astrológica de la epidemia, pero ni siquiera se pregunta si los registros de los antiguos pobladores de las Américas contenían datos válidos. De ahí que la explicación más convincente sea la del castigo de Dios. La cuestión para Sánchez Baquero está en decidir si acaso los castigados no fueron los españoles por quedarse sin indios que trabajaran para ellos, "que nosotros careciésemos de sus servicios". Ya que al fin de cuentas, "los indios fueron más bien librados, como gente recién bautizada, que irían a gozar de Dios antes que la malicia mudase sus corazones".[61] La forma en que Sánchez Baquero concluye este apartado de su historia de la Compañía nos da una pista sobre el lugar y la función de la ficción en su Relación : "Quédense estos juicios, tan ocultos como justificados, para cuyos son; y vuélvase a anudar el hilo cortado de la historia."[62] Este último formulismo marca un retorno a la relación de los hechos y, por lo tanto, la separa de los contornos alegóricos que sus especulaciones delinean. Son gestos estilísticos que definen los alcances de la obra de acuerdo con el título de Relación breve.
Entre la historia indígena y la universal
No se entiende estos misterios sino con solo advertir el cumplimiento de la profecía que dixo el bendito padre Fray Domingo de Betanzos, de que antes de muchas edades se acabarían de tal manera los indios que los que viniesen a esta tierra preguntasen de que color avían sido. A otra pestilencia como ésta no fuera menester esperar más, para que este dicho se hubiera cumplido del todo, como ya lo está en la mayor parte [...]. Intentaron varios modos para que los españoles se enfermasen. Echaban los cuerpos de los difuntos en el caño del agua para que entraran en México, con casi un buey della. Indios huvo que cogía la sangre de los enfermos, y rebolvían en el pan que se vendía en la plaza, pensando dar muerte a bocados.[63]
Al igual que en el texto de Sánchez Baquero, esta descripción de la pestilencia de 1575 presenta un problema hermenéutico. Agustín Dávila Padilla lo resuelve, sin embargo, con la profecía de uno de los primeros dominicos en México, fray Domingo de Betanzos, en la cual, la noticia de la epidemia se integra a la historia de la orden bajo una concepción universal en la que la desaparición de la nación taína no altera en gran medida el devenir histórico de la totalidad. De este pasaje de Dávila Padilla se infiere un diseño providencial que, en última instancia, racionalizaría el "misterio" de las mortandades. Lo que más llama la atención es la apariencia de una guerra de castas: ya que la epidemia sólo había afectado a los indígenas, éstos dan a los españoles, literalmente "muerte a bocados"; mezclan la sangre de los enfermos con el pan y arrojan los cadáveres al caño que lleva el agua a la ciudad de México. Esta yuxtaposición de lo "profético" (que resuelve el misterio de un devenir histórico) y lo "grotesco" (que corroe la unidad del sujeto de la historia) ilustra una tensión entre la historia indígena y la universal, que se repite con algunas variantes en otras crónicas religiosas.
Es quizá en la Historia general de Sahagún donde esta tensión presenta la más extrema disyuntiva entre una reflexión sobre la historia universal y una versión indígena de la conquista. En el apéndice al Libro Once, escrito durante esta misma epidemia de 1575, Sahagún también menciona la profecía de Betanzos: "no es de creer empero que esta gente se acabe en tan breve tiempo como la profecía dice, porque si así fuese la tierra quedaría yerma, porque hay pocos españoles en ella, y aun ellos se vendrían a acabar y la tierra se henchiría de bestias fieras y árboles silvestres, de manera que no se podría habitar".[64] Este pasaje se inscribe dentro de la profecía de Betanzos a pesar de su negativa. Lo que verdaderamente cuestiona Sahagún es la posibilidad de que los españoles pudieran sobrevivir sin los indios. Más aún, para que la profecía se cumpliera, tendría que haber una población española a quien preguntarle, según la versión de Dávila Padilla, "de qué color avían sido". El pronóstico de Sahagún era que la pestilencia pronto cesaría y que todavía quedarían muchos indígenas, "todavía quedará mucha gente hasta que los españoles se va y aún más multiplicando y poblando, de manera que faltando la una generación que de poblada esta tierra de la otra generación que es la española; y aun tengo para mí que siempre habrá cantidad de indios en estas tierras".[65] Tal interpretación de la profecía implica una posición pesimista sobre el futuro de la nueva iglesia y la firmeza moral de los indígenas: "si ahora se quedasen ellos a sus solas y que la Nación Española no estuviese de por medio, tengo entendido, que con menos de cincuenta años no habría rastro de la predicación que se les ha hecho".[66] Si acaso se predicó el evangelio antes de la venida de los españoles, la fe se perdió rápidamente y dejó un rastro de formas culturales que de una manera u otra son semejantes al catolicismo.
No se encuentra en Sahagún ninguna huella de las ilusiones milenarias que tendrían los primeros doce franciscanos, y fray Gerónimo de Mendieta en tiempos más tardíos. Con una concepción de la peregrinación de la Iglesia del oriente al poniente, Sahagún insiste sobre la posición transitoria de la Nueva España en el camino a China: "porque por las Islas, y por esta Nueva España, y el Perú no ha hecho más que pasar de camino, y aun hacer camino para poder conservar con aquellas gentes de las partes de la China".[67] La historia de la Iglesia tiene ciertamente una vocación universalista, pero la Nueva España y, en general, toda América, aparecía como un lugar muy poco importante.
Frente a esta visión francamente negativa hacia los indígenas es sorprendente ver el lugar que Sahagún otorga a los informantes en la producción de la historia propiamente dicha. Éste no es el lugar para evaluar el inestimable aporte de la obra de Sahagún a los conocimientos del mundo nahua; sólo podemos recordar aquí la disyuntiva antes mencionada entre la peregrinación de la Iglesia en la historia universal y el espacio textual que les brinda a los informantes para que escriban la historia de la conquista según ellos la recuerdan. De ahí que en el Libro Doce se utilicen formas de representación que adaptan la escritura alfabética y la perspectiva renacentista para expresar una visión nahua del mundo. Es decir, encontramos paisajes que funcionan a la vez como pictogramas, y usos del alfabeto cuyo énfasis recae en el piano de la expresión y no en la comunicación de un significado unívoco.[68] Someramente también se puede señalar cómo la traducción de Sahagún al español tiende a transformar una escritura donde predomina la parataxis –yuxtaposición de imágenes e ideas– en otra donde la sintaxis característica del español subordina la secuencia de palabras y oraciones a una idea central.
En la obra de Motolinía o en la de Mendieta, la conquista y conversión de los indios de la Nueva España forman parte de un diseño providencial que anuncia la venida del milenio. Desde un inicio las cartas de Cortés promovieron especulaciones apocalípticas y la formación de una iglesia militante. Así lo precisa fray Francisco de los Ángeles, mejor conocido por Quiñones, en una Obediencia (1523) a los primeros doce misioneros franciscanos:
Mas ahora cuando el día del mundo va declinando a la hora undécima, sois llamados vosotros del Padre de las compañas, para que vais a su viña, no alquilados por algún precio, como otros, sino como hijos de tan gran Padre [...] y emprendiendo la victoriosa pelea del Soberano Triunfador, con palabras y obras prediquéis a los enemigos.[69]
Los primeros franciscanos se plantean la conversión de la Nueva España en términos de una conquista espiritual. La muchedumbre y la gran ciudad que encuentra Cortés en Tenochtitlan los llevan a identificar a los indígenas de México con las diez tribus perdidas de Israel y, por lo tanto, con la undécima hora que anuncia san Mateo en su evangelio. Las expectativas milenarias y la militancia franciscana llevan a Mendieta a adoptar, en su Historia eclesiástica indiana, las novelas de caballerías como género idóneo para narrar el romance de la conquista espiritual:
Porque si para escribir historias profanas y henchir sus libros los autores se aprovechan de mil menudencias y cosas impertinentes, pintándolas con muchos colores retóricos, mostrándose cronistas puntuales [...] con más razón podré yo escribir estas menudencias [...] pues escribo historia verdadera y no forjada de mi cabeza, no profana sino eclesiástica, ni de capitanes del mundo sino celestiales y divinos que sujetaron con grandísima violencia al mundo, demonio y carne, y a los príncipes de las tinieblas y potestades infernales.[70]
Según Mendieta, la natural disposición de los indígenas al cristianismo confirmaba el esquema escatológico en que las fuerzas del mal serían vencidas al fin de la historia. También exalta la capacidad que mostraron los indios para aprender de los españoles todo género de industrias, no sólo igualando sino mejorando las técnicas europeas. Las valoraciones positivas de la disposición de los indios hacia la fe y la industria son una constante, desde los primeros años, en toda una serie de cartas que relatan la crónica de la conversión. En una carta temprana de fray Jacobo de Testera a Carlos v (1533), se describe la devoción de los indios en términos verdaderamente piadosos: "los sospiros, gemidos é lágrimas con que piden a Dios de sus culpas perdón [...] Provocan a lágrimas á quien los vee".[71]
El paradigma escatológico de los franciscanos milenarios, llevado a sus últimas consecuencias históricas, implicaría una trasposición geográfica de la historia universal del Viejo al Nuevo Mundo. Son las muchedumbres de Indias las últimas gentes que esperan recibir el mensaje del evangelio. Para los franciscanos milenarios los indios encarnan, sin ningún equívoco, las características angelicales de aquellos que realizarían el fin del mundo. En una carta a Felipe ii (1562), Mendieta llega a preguntarse si los indios acaso no pertenecen a otra especie: "si no fuera porque tenemos por fe que todos descendemos de Adam y Eva, diríamos que es otra especie por sí".[72]
Motolinía también propone en una carta a Carlos v (1555) este desplazamiento geográfico de la historia universal: "lo que yo a V.M. suplico es el quinto reyno de Jesú-Cristo significado en la piedra cortada al monte sin manos, que ha de henchir i ocupar toda la tierra del qual reyno V. M. es el caudillo i Capitán".[73] El llamado Carlos v va a asumir sus responsabilidades escatológicas, como el emperador de últimos tiempos, y establece una secuencia temporal que va de Giro a Darío, de Alejandro el Grande a Julio César, para concluir con Carlos v, el quinto reino que correspondería a la cabeza en la estatua descrita en Daniel, capítulo 2. En los Memoriales, Motolinía traza el curso de la historia de oriente a occidente: "y como floreció en el principio la iglesia en oriente, y que es principio del mundo, bien ansí agora en el fin de los siglos ha de florecer en occidente, que es el fin del mundo".[74] Estas propuestas subordinan la historia de los indígenas a una historia universal en la que, a su vez, se desplaza a Europa como el lugar geográfico donde se realizaría el fin del mundo. La historia de la fundación de México-Tenochtitlan anticipa y legítima la historia de la conquista española y la implantación de la fe: "Fueron los mexicanos en esta tierra como agora son e han sido los españoles, ca se aseñorarón de la tierra."[75] Nos recuerda este pasaje de Motolinía la justificación de la conquista por Cortés en su segunda carta a Carlos v (1520), donde insiste en que los antiguos mexicanos eran advenedizos en la tierra.[76] Pero las analogías de Motolinía no sólo validan la conquista española sino que también acarrean el proyecto de una nueva iglesia e incluso de un reino autónomo dentro del imperio: "una tierra tan grande y tan remota y apartada no se puede desde tan lejos bien gobernar, ni una cosa tan divisa de Castilla y tan apartada no se puede perseverar sin padecer grande desolación y muchos trabajos, ir cada día de caída, por no tener consigo a su príncipe y rey que la gobierne".[77] Motolinía le pide a Carlos v envíe un hijo para la gobernación de la Nueva España, en términos no menos urgentes de que a la tierra, "en esto le va la vida".[78] No hay que insistir demasiado para darse cuenta del radicalismo de la trasposición de la historia universal al Nuevo Mundo, y quizá aún más de su llamado a un reino autónomo.
De ahí que no sea una coincidencia que la filosofía de la historia en la Historia natural y moral de las Indias, del padre Joseph de Acosta, presente una teología que refuta las interpretaciones de la conquista y las propuestas políticas de los franciscanos milenarios. Acosta llega a Lima en 1572 con instrucciones de implementar las doctrinas del Concilio de Trento. Así, lo encontramos participando como teólogo consultor en el Tercer Concilio Providencial Limense (1582-1583), convocado expresamente para introducir los decretos tridentinos en la iglesia peruana. También se le atribuyen dos de los textos fundamentales que definen la nueva doctrina: la versión castellana del Cathecismo y exposición de la doctrina Christiana (1585), obra trilingüe (castellano-quechua-aymará), y el Confesionario para los curas de indios. Con la instrucción sobre sus ritos (1585). Estos libros, por supuesto, no forman parte de una historia de la literatura mexicana, pero si son indicativos de la posición de Acosta y del contexto político dentro del cual piensa y redacta su Historia natural y moral de las Indias. Aunque esta obra no trata exclusivamente sobre México es importante para la historia de la literatura mexicana porque contiene una visión indígena de la historia de México-Tenochtitlan. Sus reflexiones sobre la historiografía también establecen una alternativa al milenarismo franciscano para pensar la historia prehispánica y el lugar de la cultura nahua en la conquista y colonización de México.
Éste no es el lugar para un estudio detallado de la obra de Acosta, así que solamente se deslindarán dos conceptos fundamentales. El primero se refiere a su explicación del origen asiático de los amerindios; el segundo a su modelo evolutivo de las sociedades amerindias y el lugar de éstas en el curso de la historia universal.
Hay que destacar que los razonamientos de Acosta son muy diferentes a los criterios que hoy día han establecido la migración de los primeros pobladores del continente a través del Estrecho de Behring. Acosta se plantea la necesidad de reconciliar la humanidad y la naturaleza amerindia con los dogmas bíblicos de la descendencia de Adán y Noé. Esta problemática de orden religioso no se limita a una afirmación del dogma, sino que a su vez implica una negación, por parte de Acosta, de la historia indígena: "Saber lo que los mismos indios suelen contar de su principio y origen, no es cosa que importa mucho; pues más parecen sueños los que refieren, que historias."[79] Este tipo de reducciones de las narrativas indígenas a sueños, claramente les niega todo valor epistemológico. Pero si prestamos atención a las recomendaciones contra las interpretaciones de los sueños en los catecismos, por ejemplo en el de Alonso de Molina de 1569, se verá que la violencia epistemológica opera tanto en la negación del valor histórico de las narrativas como en la prohibición generalizada de toda interpretación de los sueños: "Crees en los sueños o por ventura tuviste por agüero la lechuza, al búho."[80] Por un lado, los indios no saben de qué hablan, mientras que por el otro, el habla en sí misma es perjudicial. La negación de la historia indígena permite a Acosta trazar una trayectoria en la que los pueblos amerindios, "salidos de tierras de policía y bien gobernadas se les olvidase todo con el largo tiempo y poco uso".[81]
Este modelo monogenético implica una degeneración del amerindio a un estado de virtual salvajismo, "no teniendo mas ley que un poco de luz natural [...] y cuando mucho algunas costumbres que les quedaron de su patria primera".[82] Una vez establecida esta supuesta degeneración, Acosta puede pasar a formular un esquema evolutivo donde los pueblos amerindios volvieron a inventar el orden social. Según Acosta, los indígenas han pasado por tres etapas que corresponden al salvaje sin autoridad política, a las behetrías, y a un tercer estadio de los "reinos o imperios" de México-Tenochtitlan y los incas del Perú.[83] Estas tres formaciones políticas, por supuesto, son para Acosta inferiores a las europeas. Aparte de no ser cristianas, carecen de escritura alfabética y de ciencia natural tal como se dio entre los griegos y romanos: "fuera de la luz sobrenatural, les faltó también la filosofía y doctrina natural".[84] El modelo de la evolución social entre salvajismo, barbarie y civilización, tan preciado por la antropología del siglo pasado, le permite a Acosta plantear diferentes políticas para la evangelización, así como explicar el triunfo de los españoles. Por ejemplo, a las sociedades "salvajes" habría que enseñarles primero a ser hombres: "[los] que tienen necesidad de ser compelidos y sujetados con alguna honesta fuerza, y que es necesario enseñallos primero a ser hombre, y después a ser cristianos".[85] Mientras que la grandeza de los incas y los mexicanos ha sido de "ayuda [...] para la predicación y conversión de las gentes".[86] También adopta Acosta la estatua de Daniel para esclarecer los diseños de la providencia, pero ya no como en Motolinía, quien se planteaba un desplazamiento geográfico de la historia, sino para elaborar una analogía con la propagación del cristianismo en Roma. Es decir, la divina providencia se sirve de los imperios inca y mexica para divulgar el evangelio. Acosta hace particular mención de la difusión de las lenguas: "como iban los señores de México y del Cuzco, conquistando tierras, iban también introduciendo su lengua".[87] En última instancia, el valor narrativo de la historia prehispánica es su ilustración de cómo la divina providencia preparó la entrada del evangelio: "Que cierto es cosa digna de consideración ver en qué modo ordenó la Divina Providencia que la luz de su palabra hallase entrada en los últimos términos de la tierra."[88]
Sabemos que la versión de Acosta de la historia de México-Tenochtitlan fue derivada de un resumen de la obra de Durán que le entregó el padre Juan Tovar. La versión resumida de Acosta se inserta en una lógica cultural que sitúa la narración de los hechos de los antiguos mexicanos como la historia para los criollos: el pasado prehispánico es digno de ser rememorado como la Antigüedad de México, un equivalente de Grecia y Roma, pero no por el lugar y significado que pudiera tener su memoria entre las comunidades indígenas. Éstas ya no eran tenidas más que por una sombra de la grandeza perdida y, por lo tanto, habían dejado de ser un sujeto legítimo de la historia mexicana.
La perspectiva de Durán es muy diferente en tanto que sugiere una rehabilitación ideológica y moral del indio como sujeto de la historia. Durán no sólo admira la narrativa de la fundación de México-Tenochtitlan sino que también imita la forma de historiar de los antiguos nahuas:
Pero los historiadores y pintores pintaban con historias vivas y matices, con el pincel de su curiosidad, con vivos colores, las vidas y hazañas de estos valerosos caballeros y señores, para que su fama volase, con la claridad del sol por todas las naciones. Cuya fama y memoria quise yo referir en esta mi historia, para que, conservada aquí, dure todo el tiempo que ella durare, para que los amadores de la virtud se aficionen a la seguir.[89]
Aquí ya no opera la aprobación de la narrativa indígena para fundamentar la implantación de un orden colonial. Este comentario metahistórico más bien sugiere una integración de la historia del México antiguo en el imaginario político de la colectividad indígena: "para que los amadores de la virtud se aficionen a la seguir".El término virtud aquí significa claramente una conducta política más afín con la virtud del príncipe en la obra de Maquiavelo que con un obrar conforme a la moral cristiana. Busca Durán exaltar a los forjadores del estado mexica y de allí engendrar un deseo de imitarlos. Y es que la metáfora dominante en esta parte de la Historia de Durán es la resurrección del pasado: "Esta dichosa patria ha procreado hijos que con más suficiencia lo pudieran haber resucitado y dado vida, con sus claros y delicados ingenios."[90] Si bien Durán aquí habla por los que no lo podían hacer entonces, esto no implicaba que en el futuro no volviera a ser posible que los indígenas se representaran a sí mismos.
De una forma u otra, la resurrección busca reconciliarse con la extirpación como metáforas contradictorias en la Historia. En el fondo de esta contradicción encontramos un diagnóstico de la situación colonial que en muchos aspectos nos recuerda la psicopatología del colonizado en la obra de Frantz Fanon. Durán habla de cómo los indígenas tienen la "imaginativa lastimada" a consecuencia de la conquista y la explotación económica, pero también culpa al régimen de terror que, según él, cundió en los últimos años de México-Tenochtitlan.[91] No es posible establecer aquí si en la obra de Durán es dable reconciliar la violencia epistemológica que descalifica todo el saber indígena con la rehabilitación del imaginario político. Se puede concluir, sin embargo, recordando que Ángel Garibay, en su prólogo a la Historia, señala: "con Durán nace la novela histórica en México",[92] indicación pertinente para cerrar este capítulo.
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