Enciclopedia de la Literatura en México

Manuel M. Flores

Ángel Muñoz Fernández
1995 / 12 nov 2018 14:06

Nació en San Andrés Chalchicomula, Puebla, en 1838 y murió en la Ciudad de México en 1885. Estudió filosofía en el Colegio de San Juan de Letrán. Perteneció al círculo literario de Ignacio Manuel Altamirano. Luchó contra la intervención francesa. Fue varias veces diputado al Congreso de la Unión.

José Luis Martínez
1993 / 12 nov 2018 14:07

El tono más alto e intenso del romanticismo mexicano pertenece a Manuel M. Flores (1838-1885), poeta de la vida, de los grandes impulsos, de la naturaleza y del amor. Menéndez Pelayo y Pimentel le reprochaban la notoriedad de sus influencias, la monotonía de sus temas eróticos, su sensualismo y ciertas incorrecciones en la versificación. Pero aquella pasión misma, desagradable para sus críticos finiseculares, nos parece hoy la mayor gala de su poesía. Lo que con los precursores y los iniciadores del romanticismo había sido languidez y desmayo, adquiere en la poesía de Flores una luminosidad verbal y una exaltación inusitada en nuestras letras, que pueden hacer del autor de Pasionarias (Puebla, 1874. México, 1882) uno de los precursores del modernismo.

Laura Valdovinos
12 nov 2018 15:17

De acuerdo con el libro de bautismos de la Parroquia de San Andrés Chalchicomula en el estado de Puebla, hoy Ciudad Serdán, el 8 de septiembre de 1838 nació Manuel M. Flores. Su niñez transcurrió en la casa paterna, donde fue educado, bajo los principios católicos de una familia acomodada, al lado de sus cuatro hermanos, Luis, Marina, Margarita y Enrique, a quienes siempre recordó en sus composiciones.
Salió de la capital de su estado en 1855, para comenzar sus estudios de Matemáticas e Ingeniería en el Colegio de Minería de la Ciudad de México, animado por los consejos y los deseos de su padre; no obstante, la aversión del joven hacia el estudio de las ciencias exactas, sentimiento que se vio robustecido con el paso de los meses, convenció a su progenitor de que le permitiera abandonar el estudio de los números para principiar el de las letras. Así, en 1857, ingresó al Colegio de San Juan de Letrán, para estudiar Filosofía. En los pasillos de esta escuela conoció a Ignacio Manuel Altamirano, quien lo describió como “un joven de dieciséis años, moreno, pálido, de grandes ojos negros, de abundante cabellera ensortijada y de aspecto triste y enfermizo” (Rosas caídas, 2004: 238). Fue así como Altamirano, luego de enterarse de que el joven era poeta, lo presentó con sus amigos y lo introdujo a los círculos literarios. A pesar ello, un par de años más tarde, Flores desertó de Letrán, debido a su afición a la bohemia. Consecuentemente su padre dejó de apoyarlo económicamente, por lo que consiguió trabajo como escribiente en un juzgado, por intercesión de su amigo Julio Vallarta y, después, fue secretario de oficina en la Escuela Nacional de Agricultura, gracias a la ayuda de José Justo Benítez. No obstante, sus ingresos no eran suficientes y la escasez monetaria, aunada a la vida disoluta que llevaba, lo condujeron a la inmensa pobreza, que relata en “Miseria”, uno de los capítulos de Rosas caídas.
Por ello, en 1861, Manuel Romero Vargas lo rescató de la situación precaria en la que se hallaba y lo regresó a Puebla, lo acogió en su casa y lo obligó a participar en la redacción del periódico La Palabra Libre. Su estancia se extendió por seis meses, hasta que en 1862 volvió a San Andrés con sus padres. Ahí se encontró con la ruina familiar, debido a diversos incidentes derivados de la Intervención Francesa, circunstancia por la cual los Flores tuvieron que trasladarse a Teziutlán, Puebla, donde Manuel desempeñó un puesto en la Secretaría de la Jefatura Política del Distrito. En 1865 tuvo un hijo con Lavinia, como la llama en Rosas caídas (2004: 223), al cual nunca reconoció y quien murió unos meses después de su nacimiento.
Entre 1864 y 1865 vivió por temporadas entre Teziutlán, el Ciudad de México y Chalchicomula,[1] durante sus traslados el asedio francés se vio intensificado, por lo que Flores, partidario del liberalismo, decidió tomar parte en el conflicto como hombre de letras. Así comenzó su labor política, en la que no estuvo solo, sino acompañado de su hermano Luis, juntos, en Teziutlán, iniciaron una campaña en contra de las fuerzas del Imperio, cuya intromisión en este poblado era casi inminente, y la cual no se hizo esperar después de que el sanandreseño escribió el poema “A las armas”, para conmemorar el octavo aniversario de la Constitución de 1857.[2] 
Después de que las tropas extranjeras tomaron Teziutlán, detuvieron y fusilaron a Rafael, entrañable amigo del poblano, a quien había dejado como suplente de su cargo en la Secretaría de la Jefatura Política; dicho suceso intensificó los sentimientos nacionalistas de Manuel, los cuales lo llevaron a ser señalado como republicano e intransigente, de manera que él y Luis fueron obligados a salir de Teziutlán y permanecieron encerrados en la Posada de Santo Domingo, hasta que, luego de cuarenta días, las fuerzas imperialistas los trasladaron a la Fortaleza de San Carlos, en Perote, Veracruz, donde cumplieron una condena de cinco meses de prisión. En enero de 1866, fue desterrado a Jalapa, Veracruz, sitio en el que escribió los textos que pertenecen a Mi destierro en Xalapa.
Posteriormente, con la restauración de la República, Flores regresó a la vida política y en 1868 fue electo diputado por San Andrés a la Legislatura de Puebla; también trabajó en la Secretaría de Fomento e Instrucción Pública del mismo estado y fundó el periódico El Libre Pensador. En 1869, inició la gestión de Ignacio Romero Vargas como gobernador, con quien el escritor se afilió para formar parte de la legión lerdista. Así, los años que van de 1870 a 1875 son una etapa de estabilidad en la que ocupó diversos cargos: diputado federal (1870), nombramiento por el cual regresó a la Ciudad de México para asistir a las sesiones del Congreso de la Unión; catedrático de Literatura e Historia en la Universidad de Puebla (1872); administrador del Hospital General de San Pedro, de Puebla (1872); miembro de la Junta Directiva de la Academia de Educación y Bellas Artes (1873); presidente honorario de la Sociedad de Profesores (1873); senador en Puebla por un distrito de la Sierra (1874); y, una vez más, diputado al Congreso de la Unión (1875).
En cuanto a su labor como creador, en 1874 publicó la primera edición de Pasionarias, obra que lo consagró como poeta y lo colocó en el gusto del público. Un cuatrienio después vio la luz el volumen titulado Páginas locas y, finalmente, en 1882, preparó la segunda edición de las Pasionarias, esta vez, corregida y aumentada.
Al igual que Rosas caídas, los manuscritos de Mi destierro en Xalapa permanecieron inéditos durante muchos años, hasta que en 1862 Emilio Pérez Arcos los ordenó para publicarlos y complementar la labor de difusión de la prosa de Flores. Por estas mismas fechas su hijo ilegítimo, Manuel Alfredo, que Flores nunca lo conoció, murió de viruela.
Al hablar de Manuel María Flores no se puede dejar de mencionar su relación con Rosario de la Peña, puesto que su romance incluso formó parte de la producción literaria de éste. Las ironías de la historia han convertido a Rosario en la de Acuña y no en la de Flores, su verdadero amante. Manuel conoció a la musa del Romanticismo mexicano, el 25 de agosto de 1874 en un baile en la casa de Manuela Bablot, prima de ésta. Cuando Rosario y Manuel coincidieron, éste radicaba en Puebla, pues era senador del estado, dado que la situación política era inestable, no podía separarse de su cargo y viajar a la capital para frecuentar a su amada; así es como inició el epistolario, el cual se extendió por aproximadamente diez años, hasta la muerte del poeta. Sin embargo, su matrimonio nunca pudo llevarse a cabo, debido a la precaria situación económica que enfrentó Flores después de la caída del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, ya que por su filiación política fue relegado de la administración de Porfirio Díaz, sumado a que la sífilis que contrajo en 1864, provocaba graves estragos en su salud. 
En 1880 la hidropesía comenzaba a atacarlo y la ceguera ocasionada por la sífilis se había agravado. Un par de años más tarde Díaz le concedió una titularidad como senador local en Morelos, motivo por el cual vivió en Cuernavaca. Regresó a la Ciudad de México sumamente enfermo, perdió la vista por completo y vivió en la miseria hasta que el 20 de mayo de 1885 murió. Fue enterrado en el Panteón de Dolores, pero con el tiempo sus restos se perdieron. Cuando ocurrió su deceso, los periódicos de la capital anunciaron con pena la muerte del gran romántico mexicano; asimismo, el Liceo Hidalgo le dedicó la sesión del primero de junio y Francisco Sosa pronunció un elogio al poeta.
Formó parte de algunas asociaciones como el grupo de Altamirano, el Liceo Hidalgo, las Sociedades El Edén, Florencio del Castillo y “otras muchas de la capital y de los estados”, según palabras suyas, encontradas en una nota autobiográfica manuscrita. Colaboró en las publicaciones poblanas La Palabra Libre, El Libre Pensador y La Lira Poblana; así como en las capitalinas, El Búcaro, El Artista y El Renacimiento.
Fue de los únicos poetas eróticos que vio nacer el México de la primera mitad del siglo xix. En su época, se le reconoció más como poeta, ya que su prosa permaneció decenas de años en el anonimato, puesto que a punto de morir le dejó todos sus papeles a Rosario de la Peña, quien los mantuvo en resguardo hasta antes de su muerte el 24 de agosto de 1924; poco antes de fallecer, empezó a quemar papeles, entre los que pudo estar parte de la obra del poblano. Por fortuna, el presbítero José Castillo y Piña la convenció de que sus recuerdos literarios no sólo eran de ella, sino que formaban parte del patrimonio cultural del país, motivo por el cual le permitió quedárselos. El religioso escribió varios artículos acerca de dichos documentos y dio libre acceso a ellos, gracias a lo cual Margarita Quijano pudo revisar los 32 cuadernos, entre los que se encontraban Rosas caídas, Mi destierro en Xalapa, y el epistolario, Cartas a Rosario de la Peña, por supuesto en desorden, ya que Manuel nunca tuvo la intención de publicarlos.
Cuando el doctor Castillo y Piña se encontraba muy enfermo, dispuso que los manuscritos fueran a Guadalajara, pero Emilio Pérez Arcos, coterráneo de Flores, le sugirió que lo mejor sería devolverlos a San Andrés Chalchicomula. De esta manera, los documentos fueron entregados oficialmente a Fausto M. Ortega, gobernador del estado de Puebla el 22 de agosto de 1959; ahí, los papeles quedaron bajo custodia del Centro Escolar Francisco I. Madero, de donde se perdió una gran parte. 
Así fue como el siglo xx pudo conocer una nueva faceta de Flores, que, no obstante, no lo salvó del olvido de los lectores. Pues si bien su poemario debut, Pasionarias, fue reeditado varias veces por diferentes editoriales, después de su publicación en 1874; a partir de las primeras décadas del siglo xx el volumen dejó de ser indispensable en los libreros de los lectores de poesía; de tal forma que el autor, cuya fama había deslumbrado a un sinnúmero de admiradoras y despertado la envidia de sus congéneres, quienes sabían de la dificultad del éxito editorial, se volvió parte de un recuerdo y comenzó a ser una reliquia fundamental del museo romántico mexicano. Así, su obra dejó de circular y, por ende, los estudios críticos fueron escasos, sobre todo, por el peso poco justo que le tocó cargar entre sus páginas: ser sólo poesía erótica, con poco oficio literario; bella para la sensibilidad romántica, pero insuficiente para la trascendencia poética. Empero, aunque pocos, existen trabajos de recuperación y análisis, tanto de la lírica como de la prosa autobiográfica del bardo poblano.
El primer trabajo de investigación que proporciona datos en suma relevantes sobre la producción de Flores, así como pistas de manuscritos inéditos, es la tesis de maestría de Margarita Quijano, Manuel M. Flores, su vida y su obra (1946), en dicho estudio la autora realizó una clasificación de los escritos por género y las filiaciones de estos con la vida del escritor, así como con el Romanticismo, corriente literaria a la que siempre se le vinculó. Además, transcribió y ordenó por primera vez fragmentos de lo que ella llamó diario y que, ahora puedo decir, es una autobiografía y recibió por título Rosas caídas; del mismo modo, proporcionó un índice del epistolario con Rosario de la Peña, en el cual registró 49 cartas, la mayoría fechadas. Por ello, el estudio de Quijano continúa siendo indispensable, por el trabajo de recuperación de los textos en prosa de quien, hasta ese momento, sólo era concebido como poeta.[3] 
En 1969, Grace Ezell Weeks editó Manuel M. Flores. El artista y el hombre,[4]  que siguió la labor emprendida por Quijano: elaboró un esbozo de la obra del escritor; así como de las relaciones con su vida. En este caso, la autora realizó un estado de la cuestión de la recepción de Flores en su época, a partir de los prólogos a sus libros. Además, llevó a cabo un análisis comparativo entre la prosa, la poesía y la vida del poeta, por lo que descubrió relaciones entre las mujeres citadas en cada texto y personajes históricos. Weeks también revisó parte de los manuscritos, algunos de los cuales incluso describió.
Otro estudio es el de María Guadalupe Rosales, Manuel María Flores y el Romanticismo (1986), tesis de licenciatura, cuyo objetivo fue comparar la obra de Flores y el Romanticismo del Viejo Continente. Buscó los antecedentes europeos de algunos de los títulos del poblano. Pero quizá la aportación más importante es la transcripción de las 49 cartas que fueron ordenadas por Margarita Quijano, porque, en 1999, cuando Marco Antonio Campos inició la recopilación para la edición de Cartas a Rosario de la Peña, sólo pudo hallar 45; es decir, el rescate de Rosales es hoy la única prueba de que esas cuatro cartas están perdidas.
Patricia Reguera en su tesis de maestría, La dicotomía de la imagen de la mujer en la poesía y la prosa de Manuel M. Flores (2007), elaboró un examen de la prosa sin que el punto focal fuera la vida del autor. Planteó un análisis temático, con el que pretendió demostrar que el tratamiento de la mujer cambió de acuerdo con la forma del texto, pues si en la poesía Flores presentó a la mujer como un ser idealizado, en su prosa describió a la mujer real, con todos sus defectos posibles, como es el caso de Rosas caídas. La autora no desconoció la existencia de poemas que fueron una excepción de su planteamiento, como “Orgía” y “Horas negras”; no obstante, afirmó que aunque es verdad que con ellos se rompía la regla, en su mayoría la propuesta se cumplió.
Laura Valdovinos, en su tesis de licenciatura “Las páginas íntimas no son más que el reflejo del hombre interior” De las mujeres a la autobiografía: la construcción de un hombre en Rosas caídas de Manuel M. Flores (2012), recuperó los escritos autobiográficos porque presentan otra perspectiva del autor. En Rosas caídas, los tópicos románticos y los amores incontenibles, eternos y sufrientes del héroe, fueron intercambiados por los conflictos existenciales y amorosos de un sujeto moderno.
A partir de abordar Rosas caídas como una autobiografía, se muestra cómo el género a caballo entre la realidad y la ficción crea también un referente complejo, un narrador que trata de construirse como un héroe romántico y a sus mujeres como mujeres frágiles o fatales, pero la conjunción de dos perspectivas, una histórica y una ficticia, no lo permiten. Es así que el problema inherente al género autobiográfico se refleja en la construcción de Flores. Finalmente, se muestra que Rosas caídas es un texto de frontera, al igual que su creador, quien se vio inmerso en un proceso de cambio, tanto literario como histórico. El poeta a unos pasos de la modernidad, en la que no hay extremos, sino matices y las construcciones son eclécticas.[5]
Asimismo, se han publicado algunos artículos sobre la obra de Flores, como en la revista Bohemia Poblana, en la que fueron dedicadas varias páginas a reseñas, menciones biográficas y poemas del autor, incluso los números de enero de 1959 y mayo y abril de 1960 se elaboraron en su honor.[6] 
En 1997, en Tema y Variaciones, publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana aparecen dos artículos, “Manuel M. Flores y su desvelo de amor” y “Álbum de ensueños, manuscrito inédito de Manuel M. Flores”,[7]  en el primero, José Francisco Conde revisó la crítica a la obra de Flores y ofreció su propia interpretación; en el segundo, Ángel José Fernández se centró en datos autobiográficos y rescató el cuaderno vii del archivo organizado por Margarita Quijano “Álbum de ensueños”, en el cual hay algunas composiciones inéditas y otras versiones de poemas publicados antes. 
El trabajo de recuperación, valoración y análisis de los versos y los escritos autobiográficos de Manuel María Flores aún tiene muchas vetas que explorar; afortunadamente, en estos primeros años del siglo xxi, el interés por el poblano no ha dejado de tener sus destellos, por lo que, sin duda, en un futuro podremos revisar nuevas investigaciones que proporcionen una visión más completa de la obra del bardo.