2014 / 22 nov 2017
Impresiones y recuerdos, autobiografía de Federico Gamboa, fue publicada en 1893 en Argentina, mientras su autor preparaba su regreso a México tras el cierre de la legación mexicana en Sudamérica donde fungía como primer secretario. La obra consta de diecisiete capítulos, unidos por un hilo conductor principal: el avance cronológico en la vida narrada, en la que el narrador (que según el pacto de lectura autobiográfico puede considerarse como una sola identidad con el personaje principal y el autor) da cuenta de sus experiencias de vida a partir de los catorce años hasta el momento de la escritura, en que tiene 28.
Si este tipo de texto puede parecer prematuro, sólo es precoz, pues para entonces el joven Gamboa ya había incursionado en todo aquello que llegaría a definirlo en la vida: cronista de espectáculos, traductor, dramaturgo, novelista, diplomático, autobiógrafo, viajero, académico de la lengua y gran curioso del “eterno femenino”. Impresiones y recuerdos es uno de los escasos ejemplos de literatura autobiográfica publicados en el siglo xix; José Emilio Pacheco[1] la considera como, tal vez, su mejor obra.
Impresa por Coni e hijos, su autobiografía apareció en Buenos Aires bajo el sello editorial de Arnoldo Moen, quien se encargó de la distribución de los 500 ejemplares. Gamboa volvió a publicarla en México, con ligeras variantes, con el editor E. Gómez de la Puente en 1922. Tras su muerte sólo fue reeditada en 1994, como pórtico a su obra autobiográfica –consistente en ese texto y una serie de diarios íntimos.
Un género poco frecuentado en México
Impresiones y recuerdos permaneció durante buena parte del siglo xx prácticamente ignorada por la historia y la crítica literarias; ello pudo deberse a la combinación de dos factores: por un lado, al rotundo éxito de su novela Santa (1903), que opacó cualquier otra obra del autor; por el otro, a que durante casi cinco décadas la crítica no enfocó los textos autobiográficos como parte de la tradición literaria en la cual pudiera insertarse claramente el libro e ingresar en el canon. José Emilio Pacheco rescató no sólo Impresiones y recuerdos sino la totalidad de los textos autobiográficos de Federico Gamboa, quien comenzó su diario íntimo en 1891 y no lo abandonó hasta su muerte, en 1939. Pacheco publicó en conaculta Impresiones y recuerdos y, tras ella, la serie completa de Mi diario. Mucho de mi vida y algo de la de otros.
Al publicar su autobiografía, Gamboa había colaborado con crónicas de espectáculos en los periódicos mexicanos El Diario del Hogar (1885-1887) dirigido por Filomeno Mata, y El Lunes (1888), por Juan de Dios Peza, y había dado a la imprenta dos libros: Del natural. Esbozos contemporáneos (1889) y Apariencias (1892). El primero reúne cinco relatos situados, como se advierte en el subtítulo, en el tiempo contemporáneo a su escritura; son textos en los que enfoca personajes de la ciudad que se enfrentan a la seducción y el adulterio, a los romances equívocos en que la bella turista resulta ser un travesti, a la idealizada diva que encubre a una mujer interesada, a los estragos que el hombre de la época creyó advertir si se permitía el ingreso de mujeres al campo laboral burocrático, y a la vida de los niños de la calle que terminan en la prostitución o el suicidio. Hasta donde se sabe, los cinco relatos de Del natural aparecieron publicados en libro desde la primera vez, práctica poco frecuente pues casi la totalidad de la literatura, durante el siglo xix, vio primero la luz en periódicos y revistas, y posteriormente –o muchas veces, nunca– en el formato de libro. Gamboa se encontraba entonces en su primera encomienda diplomática en Guatemala; el título propone ya una escritura programática, una intención de apegarse a una estética cercana al naturalismo que posteriormente Gamboa nombrará, para el caso de su obra, como verismo.
El segundo libro es una novela de largo aliento, Apariencias, en la que acude también al tópico del adulterio, pero sitúa los acontecimientos históricamente, en los años del Segundo Imperio. La obra fue escrita y publicada en Buenos Aires e ingresó al debate –iniciado desde la década anterior– alrededor de la estética naturalista en tierras argentinas. Gamboa dedica sendos capítulos de Impresiones y recuerdos a exponer las razones, los propósitos y las premisas estéticas de ambas obras.
La estancia bonaerense fue trascendental para la concepción y ejecución del proyecto autobiográfico de Impresiones y recuerdos, texto que habría de ser uno de los gestos más modernos de su estética. La vitalidad del espacio para las llamadas “escrituras del yo” en la tradición argentina era tal, que Gamboa, a un año de su llegada, inició un diario íntimo que acostumbró a leer en voz alta, como todos los demás escritores, en las tertulias a las que asistía.
Ese mismo año de 1892, Gamboa comenzó su autobiografía que conjuntó dos audacias literarias: a) aunque el clima intelectual argentino propició el cultivo de lo autobiográfico, la corta edad del autor resultó disonante con un género que parecía requerir no sólo de mayor edad sino también de mayor notoriedad pública, para no ser considerado como un arrogante; b) si bien la alusión a lugares prohibidos o condenados por la moral pública podía ser tolerado en el espacio de la ficción, Gamboa publicó bajo el pacto de lectura autobiográfica las experiencias, en distintos momentos de su vida, con mujeres de la vida galante, a quienes dedica episodios en los que se describen detalles inusitados para la época.
Diario y autobiografía conforman una escritura que anticipó, tanto por sus temas como por sus recursos narrativos, el advenimiento del auge autobiográfico en las letras mexicanas, ocurrido hacia 1920 y 1930, décadas en las que se publican: La feria de la vida (1925-1928, en periódico; 1937 en libro), de José Juan Tablada y Ulises Criollo (1935) de José Vasconcelos, obras fundamentales para un género que en México emergió durante la última década del siglo xix (por emergencia nos referimos no al caso aislado sino a la tendencia en la escritura y lectura autobiográficas).
Impresiones y recuerdos consta de diecisiete capítulos. Cada uno de ellos tiene, como propósito principal, formar una imagen del autor-narrador-personaje; esto es, predomina la función autofigurativa que en cada pieza aporta, por lo general, una vivencia enmarcada en una etapa como estudiante, como periodista, como diplomático, como viajero, como escritor. Debe hacerse notar que, aunque están unidos por el hilo cronológico de una narración que avanza desde el primer recuerdo –a los catorce años– hasta casi el momento de la escritura, en el que narra la publicación y recepción de su novela Apariencias, los textos que componen el libro gozan de una autonomía tal, que permitiría la lectura de cualquiera de las piezas separándola del resto y ésta podría comprenderse como anécdota independiente.
El género autobiográfico ha sido definido por Philippe Lejeune como “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”.[2] Plenamente perteneciente a dicho género, la autobiografía de Gamboa tiene una arquitectura que avanza temporalmente en la construcción de una personalidad desde sus años formativos hasta el presente, sin abandonar nunca el foco en la vida individual por ceder a la tentación de describir preferentemente o a sus contemporáneos o los hechos históricos atestiguados, como ocurre en otro texto de la época, perteneciente también al espacio autobiográfico: Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto (1906).
A diferencia del torrente memorialístico que comúnmente convierte el relato autobiográfico en un texto desbordante, la selección de Gamboa resulta sinecdótica (la parte por el todo) y es precisa (exacta, concisa) en la persecución de un efecto. El conjunto consigue conformar una imagen integral, compleja y moderna, pues, como libro, Impresiones y recuerdos es un buen ejemplo de colección de relatos integrados que presenta “paradigmas de relación entre los diversos relatos” que la distingue de los relatos llamados misceláneos en que dicha relación no existe.[3]
José Emilio Pacheco considera algunos de los capítulos casi como “cuentos sin ficción”, que contribuyeron a la tradición cuentística mexicana tanto como los Cuentos frágiles de Manuel Gutiérrez Nájera, los Cuentos del General, de Vicente Riva Palacio o los Cuentos románticos de Justo Sierra.[4] Pero también hay en el libro, a partir del décimo capítulo, textos que tienen todas las características del relato de viaje (género en el que predomina la importancia del recorrido que hace el sujeto por cierto itinerario), y otros, que, a falta de mejor nombre, podemos identificar como “historia de mis libros”, que es un tipo de texto en el que el literato hace un recorrido desde el momento de concebir una obra –su circunstancia y los propósitos que perseguía– hasta su publicación y fortuna crítica.
Se transcriben a continuación los títulos de los capítulos para, enseguida, hacer referencia a los temas y episodios vivenciales que enfocó:
i. La última armonía
ii. La conquista de Nueva York
iii. En primeras letras
iv. Me hacen periodista
v. Malas compañías
vi. Un salón artístico
vii. El Lunes
viii. Ignorado
ix. Un rapto
x. De viaje
xi. En Guatemala
xii. Mi primer libro
xiii. En Londres
xiv. En París
xv. Tristezas del boulevard
xvi. En Buenos Aires
xvii. Historia de Apariencias
Como ha mostrado Álvaro Uribe,[5] el narrador ubica su primer recuerdo en fecha posterior a la entrada triunfal a la Ciudad de México de Porfirio Díaz, y advierte con ello, que el narrador ha dejado fuera del horizonte de su relato episodios familiares que aludieran a la lucha por la presidencia sostenida por su tío materno José María Iglesias. En el presente desde el que rememora Gamboa (1892-1893), Díaz ha sido determinante para su carrera diplomática; no obstante, en el primer relato aparece representado otro tío, militar retirado, depositario de recuerdos que narra, melancólicamente, a hijos y sobrinos, en significativas escenas de charla.
Centrado en su persona, Gamboa deja fuera de la narración su vida familiar más íntima: su padre y su hermana aparecen en un perfil bastante público. Aunque mencionado en la dedicatoria, su hermano, el connotado jurista José María Gamboa, también está ausente de la narración. En cambio, el lector acompaña al personaje en su formación profesional que corre pareja con el desarrollo de su vida emocional y sentimental.
Federico Gamboa, de cuerpo entero
Como pórtico del libro, “La última armonía” ofrece la clave para leerlo como autobiografía pues, a diferencia del resto de capítulos, sugiere una lectura simbólica y condensa una poética prosopopéyica (esto es, la figura retórica que da vida y voz a los ausentes y a los muertos). La anécdota es minúscula: ubicados, por un revés de la fortuna, en un departamento a las orillas de la ciudad, tío y primos de Federico son la familia con la que convive en su adolescencia. El piano está configurado en el relato como centro de la reunión familiar, como interlocutor de la conversación musical de la prima y como objeto delicado al que no debían tocar Federico ni su primo, y que, sin embargo, estaba en trance de ser empeñado para cubrir algunas deudas, ocasionándole un gran pesar a la prima. Acude a valuarlo un empleado del Monte de Piedad y, más tarde, llegan unos trabajadores para llevárselo; por sus dimensiones, el piano debe bajar por las escaleras: es imposible volarlo desde las ventanas estrechas. Desciende, entre mil esfuerzos, por lo pesado que es, y al llegar al final y depositarlo sobre el piso, sin que aparentemente nadie lo toque, emite un acorde –que bien puede ser una cuerda rota–. No obstante, la prima concluye, y en ello está perfectamente de acuerdo el narrador, que el piano se ha despedido tocando una última armonía.
En este incipit, capítulo notablemente diferente del resto, el poder simbólico del piano convoca dos universos: el de lo femenino, pues es un piano que charla y con el que se tienen delicadezas, y el de lo anímico, ya que su última armonía demostrará los poderes prosopopéyicos del relato autobiográfico como una convención o pacto en el que el autor cree. Así, el capítulo inaugural establece la posibilidad de leerlo como la puesta en abismo de la prosopopeya, operación retórica que, como hizo notar Paul de Man, rige de manera principal la escritura autobiográfica que pretende restaurar la vida mortal al conferir un rostro y una voz a los ausentes y a los muertos, aunque –advierte– “desposee y desfigura en la misma medida que restaura”.[6]
El tema de la separación será una constante en el libro. La escritura desde el productivo exilio diplomático en Buenos Aires tiene su génesis en esa primera despedida que configura un sujeto en crisis que confía en la capacidad cognoscitiva de todo texto autobiográfico; es decir, concibe el acto de escritura como una búsqueda del autoconocimiento, condición que Eakin[7] y Starobinski[8] señalan como distintiva del discurso autobiográfico.
Ese primer relato que inaugura el espacio de la memoria del joven Federico Gamboa, atiende a la novela sentimental de su historia personal, cuando crea la conciencia de un espacio íntimo:
Y a mí que era muchacho, superficial e intranquilo, el asunto acabó por llegarme a lo vivo; hízome valorizar los sufrimientos que a mi alrededor gemían; comprender la sublimidad de los grandes sacrificios íntimos, de esos que nunca van al vulgo sino que se quedan en el hogar y lo engrandecen y santifican. ¡Qué impresión me hizo el cuadro![9]
El relato de Gamboa pretende, por medio de una máscara textual, otorgar vida y voz a lo muerto, esto es, a un pasado ya inexistente y a un personaje que llega desde tiempos pretéritos a atestiguarlo. Conviene no perder de vista que el narrador se ubica en el presente de la escritura, con una visión a posteriori de unos hechos que selecciona, articula y reelabora (Gamboa escribe desde 1893 sus recuerdos de 1878); sin embargo, aunque la construcción del yo suele identificarse con su ficcionalización, desde su funcionamiento pragmático el relato se ofrece (por el escritor) y se recibe (por el lector) como relato de no-ficción.
Si en ese primer capítulo la anécdota de la prima deja al personaje Federico en una perspectiva marginal, de testigo, a partir del segundo capítulo la configuración del personaje narrador es plena. Se representa a sí mismo con su padre y hermana en un apartamento de Nueva York; la madre ha muerto en un pasado que no fue referido.
Los capítulos que componen buena parte del libro, tienen la función de prefigurar los valores del futuro diplomático, de mostrar la formación del novel periodista que escaló posiciones desde traductor y corrector de galeras, de enfocar la génesis y maduración de sí mismo como traductor de operetas, primero, y como escritor de obras narrativas, después, y, muy notablemente, de exponer su trayectoria sentimental como un proceso en el que ha transitado de la absoluta inocencia a la perversión o decadencia de los valores enarbolados por la sociedad de su momento. Paralelo al relato de su maduración como intelectual construye el de sus búsquedas amatorias.
Los relatos recurren a la estrategia de la miniaturización de escenas heroicas, de revelaciones y, principalmente, de iniciaciones –en el amor, en la literatura, en la política diplomática– y consiguen narrar, simultáneamente, una etapa de vida (periodista, dramaturgo, calavera, tertuliano, amante) y una sola anécdota que pretende ser suficientemente representativa (sinecdótica) de un momento vital del autor-narrador-personaje, para continuar en el siguiente relato con un avance en el tiempo y en la formación vital.
El narrador acude a aquello que valide su pertenencia al mundo literario: describe el trajín de la redacción de El Diario del Hogar, bajo la tutela de Filomeno Mata; resultan de gran importancia las escenas de charla con periodistas, escritores y políticos de la época como Hilarión Frías y Soto, Luis G. Iza, el Viejo Ramírez, Aurelio Garay, Ángel Pola, Juan de Dios Peza y su propio tío. Dedica un capítulo completo al salón artístico de Natali de Testa, por ser la tertulia una de las formas de sociabilidad de mayor prestigio en el siglo xix.
La recreación del salón de Fanny, en las memorias, ofrece una miniatura del mundo artístico en México; por eso recuerda ahí a Adelina Patti con sus modales de gran dama, a la Judic charlando en francés, a Luisa Théo aprendiendo El palomito, a Rosa Palacios llorando su abandono de la ópera para entrar en la mejor remunerada zarzuela, y al maestro Altamirano diciendo “¡Soy indio, indio puro, indio por los cuatro costados!” y disertando acerca de clásicos griegos y latinos, de literaturas extranjeras y de la nacional “con un aplomo que demostraba su conocimiento antiguo de ellos”.[10]
Gamboa configuró su carrera de escritor por contrastes; su queja por el sueldo cotidiano, ganado con una labor no creativa, la de escribano, es compensada con las labores que desempeña de tarde y noche, como cronista y crítico teatral:
Representando siempre a El Diario del Hogar asistí a banquetes oficiales y oficiosos, a inauguraciones de edificios y de caminos de hierro, a paseos políticos, a exámenes, a conferencias, a entierros, ¡hasta a un célebre baile que hubo en Palacio! / ¡Qué despertar tan duro, al día siguiente, allá en el juzgado de lo criminal, junto al pupitre ennegrecido y, esclavo del sueldo, escribir y escribir sin levantar la mano del papel, sin que mis ilusiones intentaran siquiera tender el vuelo! Puede decirse que vivía yo dos vidas, sin parecidos ni puntos de contacto; la una, el más grato de los sueños; la otra, la más penetrante de las realidades. Creo que hasta adquirí dos caracteres; por la mañana, serio, sin hablar; las tardes y las noches, alegre, comunicativo, con ansia de desquitar el tiempo perdido.[11]
En su memoración, Federico Gamboa se negó a otorgar a su trabajo en el juzgado de lo criminal el valor de herramienta formativa para el escritor naturalista en ciernes, pese a que las amarguras del empleo oficial dieron tema a novelas que ejecutó años más adelante. Decide no recurrir por entonces al mejoramiento del recuerdo, a fin de distanciar las búsquedas del escritor artista, de las obligaciones del escribano artesano.
Las memorias guían la forma en que debe ser leído el personaje, y, vicariamente, la forma en que quiere ser leído Federico Gamboa, el referente. Impresiones y recuerdos está constituido por diferentes discursos que se cruzan y sobreponen, en plena hibridación genérica, una imagen cuidadosamente ofrecida a la curiosidad pública; pero es, al mismo tiempo, un proceso de objetivación saturado de ideología e intencionalidad en la justificación de su papel en el mundo.
Impresiones y recuerdos está concebido como parte de un proyecto más amplio desde el cual concibe Gamboa la literatura, y que tiene como características: su filiación al naturalismo y su sentido de “lo real”, la expresión de la vivencia y el sentimiento, y el enfoque de los bajos fondos. El espacio de la autobiografía es, para Gamboa, un espacio experimental en el que él mismo es transfigurado en personaje y transformado, así, en “documento humano”.
Una de la premisas enunciadas por Émile Zola fue la del sentido de lo real, en el que la imaginación ya no era la mayor cualidad del novelista y era incluso “considerado casi como una crítica”.[12] El escritor toma notas, busca documentos, se informa en fuentes; si desea escribir sobre el mundo teatral conocerá actores; asistirá a sus representaciones; coleccionará palabras, historias, retratos; visitará todos los rincones del teatro; entrará al camerino de las actrices, y se impregnará de su medio ambiente.[13] Bajo estos supuestos, pensados para la novela, más los expuestos en Le roman expérimental (1879), puede argumentarse que Federico Gamboa eligió su propia vida como materia literaturizable, y que interpuso su cuerpo como campo experimental de observación.
Gamboa selecciona algunos momentos y vivencias que transforma en literatura y cristaliza una experiencia interna que puede, así, ser analizada y valorada. La imposibilidad de expresar en palabras el fondo íntimo de toda experiencia sentimental se resuelve literariamente en metáforas, símbolos, alegorías que consiguen comunicarse con el lector.
Varios capítulos de la segunda parte del libro parecen seguir la estructura narrativa de los relatos de viaje, género en el que predomina el enfoque de los lugares visitados en un periplo. No obstante, en Impresiones y recuerdos termina imponiéndose el discurso autobiográfico como escritura principal y supedita a su mirada aquello que el narrador elige mostrar de los espacios recorridos. En lugar de detenerse ampliamente en el París que, por entonces, recién estrenaba la Torre Eiffel y maravillaba con sus edificios y monumentos embellecidos por la reciente Exposición Universal, Gamboa elegirá narrar aquellos lugares que muestran las entrañas de una ciudad, tal como su proyecto autobiográfico se caracterizó por develar la intimidad de su persona. El viaje iniciático a París se verifica con la mirada de un hombre que entiende la ciudad como cuerpo. Enfocará sus entrañas no desde la imaginación, sino desde la expresión de la vivencia de su recorrido. Gamboa explora la vida nocturna del Boulevard y visita los Albañales y las Catacumbas: entrañas de París.
El enfoque de los bajos fondos acerca su escritura al naturalismo. Al escribir Impresiones y recuerdos, Gamboa había seguido la discusión sobre la novela naturalista en Argentina.[14] La novedad radica en incorporar esa mirada traspasando los límites del pacto ficcional. Si en la literatura de Eugenio Cambaceres la suspicacia de una primera persona mal disimulada en la ficción le había significado cierto ostracismo y, debe decirse, también cierto halo de valentía, en Gamboa la primera persona está enfocada a un propósito: la configuración de un personaje cuya vida está al servicio de la construcción del artista, del escritor, del intelectual transformado en documento humano.
Autofigurarse de esa manera, establecer ese como lugar de escritura, le permitirá, también, hacer del vicio, virtud. Sus vivencias como escribiente de juzgado en la Cárcel de Belén, como parroquiano de bares y cantinas, como crítico de teatros y sus entretelones, como infaltable en bailes de trueno, como asiduo a las tertulias, como viajero con credenciales diplomáticas, como incorregible amante de cocottes y mujeres caídas, y como cliente de prostíbulos, le dieron asunto y personajes no sólo a sus novelas, sino también a su escritura autobiográfica.
Una de las principales características de su escritura autofigurativa es mostrarse a sí mismo como intelectual. Los dos capítulos dedicados a la historia de sus libros: “Mi primer libro” e “Historia de Apariencias”, sirven de soporte para reforzar su representación como escritor. Como hiciera Alphonse Daudet en sus Treinta años de Paris, más tarde Rubén Darío en su “Historia de mis libros”, y mucho después Alfonso Reyes en su “Historia documental de mis libros”, en Impresiones y recuerdos, ese par de capítulos funciona simultáneamente como lugar de exposición de una poética y como espacio de validación de quien escribe.
Federico Gamboa recurre a gran parte de las estrategias que Sylvia Molloy,[15] Leonor Arfuch,[16] José Amícola,[17] entre otros, han examinado en los modelos de representación en los textos autobiográficos hispanoamericanos. La evocación del pasado está condicionada por la autofiguración del sujeto en su presente bonaerense de 1893. Además de movilidad entre destinos, el personaje se desplaza entre lenguas, entre tiempos y entre contextos; de forma paralela a como ocurre con su prosa, cuyas formas híbridas, críticas y abiertas son portavoces de un equilibrio inestable, su propia vida tremola siempre en las vacilaciones de su vida viajera. La imagen periférica que aparece desde el primer relato es un motivo reiterado en la autofiguración del personaje, y casi siempre se consigue por contraste: Gamboa acude a los sitios y tópicos del viaje canónico, modélico y ritualizado, pero también subterráneo, como en París o dislocado como fue su paso por el barrio chino de San Francisco, donde no comprende nada y el espacio configurado se vuelve laberíntico, caótico y múltiple.
Muchos de los relatos son escenas de comienzos que apuestan a generar el mayor interés por la manera como están narradas: Gamboa desea cautivar con su estilo. Y ahí radica el punto nodal de sus decisiones autofigurativas: el narrador re-crea gran parte de las anécdotas de sus memorias en tanto éstas lo validan como escritor, y no como tradicionalmente se concebía al género: el autor consagrado cuyas anécdotas importan por ser suyas.
Al final del libro, puede constatarse que Gamboa consiguió el prodigio de crear un texto dual, literario y referencial, ofrecido en la dedicatoria: “me verán junto a ustedes, entre renglón y renglón, y al volver una por una las páginas del libro”.[18]
Cosas y cosazas que no son para dichas
Federico Gamboa fue un escritor atento a la recepción de su obra. La aparición inmediata de un tipo de texto como el autobiográfico que frecuentemente es dejado para su publicación post mortem, la difusión y publicidad de adelantos con los anuncios del periódico, la publicación de críticas y reseñas, y el envío de ejemplares a las redacciones de Argentina y México, fueron gestos calculados que, junto a la provocación temática, permiten afirmar la modernidad de Federico Gamboa.
En Buenos Aires apareció inmediatamente un artículo demoledor que, entre otros, tocó dos puntos que serán reiterados por el resto de críticos, con distinto enfoque: los excesos temáticos y la heterodoxia en el lenguaje. La reseña, firmada por L.R.F., basa su descalificación en: “la pobreza literaria de su forma y la índole peligrosa de su fondo”,[19] e incurre en la falacia de olvidar que era una obra literaria para exponer como único asunto el de la concupiscencia; el libro le parece indecente, pues asegura que todo lo empapa con el tufo de la sensualidad:
Se cuentan en él todas las insanias del libertinaje, se describen los lugares de corrupción y los ardides y procedimientos del vicio, iniciando al lector en los apetitos y voluptuosidades de la carne […]. Hay allí páginas empapadas en el acre olor de la alcoba de las cortesanas; y, cuando en algunos pasajes se cree respirar el ambiente sano y puro de los campos, de las montañas y de las fuentes y lagunas, surgen sempiternas palpitaciones de sensualidad, ora entre exuberante vegetación del Cerrito del Carmen junto a Guatemala, ora sobre las ondas del lago de Oakland en San Francisco, para iniciar al lector en las lúbricas intimidades de una cortesana guatemalteca o de una meretriz judía. Y en estos vapores está envuelto todo el libro.[20]
En cambio, tres plumas respetadas firman sendas opiniones críticas a modo de despedida a quien fuera, a decir de Uribe, “el primer escritor mexicano en convivir activamente con los literatos de un país sudamericano”:[21] el poeta Rafael Obligado cuyas tertulias fueron el foco de sociabilidad más destacado hasta la creación del Ateneo; el literato Antonio Atienza y Medrano, redactor de la Revista Nacional, órgano cultural y literario de primera importancia, y Alfredo Ebelot, escritor e ingeniero francés que fue redactor de la Revue des Deux Mondes, quien en Argentina participó en la llamada “conquista del desierto”.
Los tres coincidieron en señalar el tema del “eterno femenino” que, aunque con distintas razones, justifican, toleran o alientan, en el escritor. El asunto no es menor pues –asegura Obligado– “algunos lo encuentran pornográfico hasta el punto de pedir su retiro de las librerías por escandaloso y malsano”.[22] Rafael Obligado defendió la pertinencia del género, a pesar de que la juventud del autor hizo decir a muchos que era un rasgo de arrogancia pretender interesar al público con su autobiografía, siendo él tan joven; argumentó que Gamboa era un “estudio de caso humano”, si bien, le deja en el aire la pregunta: “¿Te has detenido donde el decoro termina y asoma la licencia?”
Las críticas de Antonio Atienza y Medrano y Alfredo Ebelot aparecieron en Revista Nacional, una de las publicaciones literarias más relevantes de la época. Desde posturas diferentes ante el gran tema, el del naturalismo literario, ambos defienden la primacía literaria de esta obra por encima de cualquier otra consideración. Atienza asimila el texto a la novela naturalista, y lo reconoce como:
una serie de cuadros, en cada uno de los cuales ha tratado Federico Gamboa de dar plasticidad a una memoria querida, a una emoción profunda, a una escena íntima, a un hecho culminante de su vida. La galería, tomada en su conjunto, revela la unidad interna que proviene de ser el mismo sujeto que refiere sus tristezas y sus alegrías; pero aparte de esa íntima relación armónica, cada cuadro forma de por sí un todo independiente por el tema, por el ambiente, por las líneas, el dibujo, la composición y el colorido.[23]
El artículo de Alfredo Ebelot sale a la luz cuando ya Gamboa se encuentra en el viaje de regreso a México. En su artículo, hace una defensa del término verismo difundido por Gamboa, y sugiere a los críticos que en lugar de juzgar los “deslices de sus personajes”, mejor se pregunten si los vicios que estudia Gamboa existen en la sociedad y los ha sabido observar bien.[24]
La recepción crítica en México de Impresiones y recuerdos se reduce, en lo que hasta ahora tenemos noticia, a dos primeros artículos y unos comentarios posteriores, además de varios anuncios breves y acuses de recibo del libro en distintos periódicos.
El primer artículo, de Manuel Gutiérrez Nájera, no sólo muestra una superior expresividad literaria sino una mejor comprensión del género respecto a la crítica bonaerense. El Duque Job dedicó a Federico Gamboa uno de los más representativos artículos que, desde mi punto de vista, permiten declarar Impresiones y recuerdos como la puerta de sucesivos textos publicados en México que, siendo autobiográficos, fueran también considerados como artísticos y se publicaran en vida. El arranque no deja lugar a dudas del artificio conseguido: la prosopopeya consumada con los poderes de la escritura literaria, sancionada por la crítica:
Es Federico Gamboa este libro de cubierta amarilla; impreso en Buenos Aires, a los no sé cuántos días del año corriente; es aquel a quien sus compañeros en la vida traviesa le llamaban “el Pájaro”: despierto, vivaracho, decidor, de brío y arrestos, sin llegar nunca a pendenciero; comensal impagable, particularmente de la una de la mañana en adelante; pobretón casi siempre y siempre alegre; enamorado, no de una mujer sino del sexo; inteligente, agudo; sano de espíritu, aunque venialmente pecador de cuerpo; periodista, más bien que por afición o paga, por deseo de tener entrada libre a los teatros y acceso fácil a los bastidores; el Federico más inacadémico posible; el despejado y listo bohemio, muy parecido a los pintados por Mürger, gastador contumaz e impenitente de su amor, de su salud y de su ingenio. ¡Cómo no reconocerle, si tengo clavado en la memoria y aún están llenos de risa mis oídos![25]
La coincidencia de identidad del autor, narrador y personaje, y la firma que usa un yo llamado Federico Gamboa que remite al enunciador del discurso, crea un pacto de lectura completo, redondo, que hace decir al firmante Duque Job, que el libro es Federico.
Pese a la falta de una tradición más fuerte que orientara la suscripción de un pacto de lectura autobiográfica, es en México donde personaje-narrador-autor se funden desde una primera lectura, donde sobresale una característica fundamental para su disfrute pleno: el reconocimiento del personaje principal, además de espacios, personas y anécdotas por parte del lector. Si es cierto que el yo rige el enfoque e impregna los capítulos del libro, el nosotros que crea junto a sus verdaderos pares, jóvenes escritores en la Ciudad de México, sólo pudo ocurrir a plenitud en tierras nacionales.
Otro artículo esperaría a Gamboa cuando éste, finalmente, regresara de Buenos Aires, vía Europa. Brummel, Manuel Puga y Acal, envió una carta abierta publicada también en El Partido Liberal. Alude a la lectura del artículo del Duque Job, y comparte la idea de que el libro se parece al autor, y a continuación recurre al mismo procedimiento de Gutiérrez Nájera al aportar información y recuerdos personales, no mencionados en Impresiones y recuerdos, a modo de pacto de lectura autobiográfica suscrito por completo:
¡Qué cosazas cuentas, amigo mío! Has hecho de tu libro un espejo en que reflejaste tu vida, y lo que es peor, no sólo la tuya sino también la de los demás. ¿Quedarán todos contentos con tus indiscreciones? ¡Quién sabe! Pero, en todo caso, has sido ingenuo, has sido veraz y te ampara el ejemplo de Juan Jacobo y Casanova. / Por mi parte debo decirte que al comprender el género de tus narraciones, hojeé rápidamente y con afán todo tu libro, temeroso de encontrar en alguna de sus páginas alguna anécdota fuertemente salpimentada en que mi nombre estuviera mezclado. No la encontré, y te lo agradezco, por más que en alguna parte comprendí que habías evocado mi recuerdo y a mí te habías referido con una discreción que obliga tanto más mi gratitud cuando que no es propia de tu carácter.[26]
Aunque advierte que “es horrible pecado el del escándalo”, podemos reconocer en Brummel el vicario gusto de reconocerse en ese retrato de sociedad. Y ocurre, por vía del involucramiento vivencial en la narrativa, lo que no pudo suceder en Argentina: “he sufrido el contagio de tu último libro. El crítico regañón, que analiza frases y pone y quita puntos y comas, ha cedido el lugar al amigo que, acompañándote, se ha puesto a entonar coplas regocijadas de la eterna canción de la vida de bohemia”.[27]
Además de éstas, hubo una crítica de Victoriano Salado Álvarez que implícitamente negó todo valor literario, testimonial o de “documento humano” al libro de Gamboa y, como ocurriera con algunos críticos argentinos, alegó la necesidad de notoriedad pública como premisa del valor autorreferencial.
Tras estas críticas, el libro fue cayendo en el olvido y quedó sepultado bajo la fama de las sucesivas novelas que publicara Gamboa, hasta llegar, diez años después, a Santa (1903) que terminó por difuminar el resto de su obra.
Arfuch, Leonor, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002.
Atienza y Medrano, Antonio, “Impresiones y recuerdos, por Federico Gamboa. Correspondiente de la Real Academia Española”, Revista Nacional, 1° agosto, 1893, pp. 116-123.
Ebelot, Alfredo, “Impresiones y recuerdos de Federico Gamboa”, Revista Nacional, 1° septiembre,1893, pp. 218-226.
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