Los cuentos de La memoria del agua se soportan en la construcción de atmósferas. Unidos en su mayoría por un personaje del mismo nombre mantienen además la constante de la entrada de espacios cerrados, ya al garete del abandono, ya al arbitrio de la soledad inexplicable o asumida o de la terrible, cotidiana, soledad entre la gente. Alondra, que puede o no puede ser la misma en distintas etapas de la vida, le da a este libro la mínima posibilidad de dos lecturas: como historias sin nexos o como una sola que se puede armar con base en parcialidades e inexactitudes: en cualquiera de estos dos caminos la atmósfera es espesa y se lucha denodadamente contra el silencio, contra la muerte. Obsesiva, Maritza M. Buendía, introduce al lector a esos espacios en donde se mueve, una fina sensibilidad, una mirada de angustia por el mundo, por el recuerdo, por los placeres y melancolías, por las herencias y las búsquedas propias de la existencia. En sus mejores momentos las anécdotas nos elevan a un estado en donde lo que se mueve a través de las palabras es la energía, la voz humana, crítica, sensible, entre agua, aire, fuego y tierra. Es acaso, de nuevo, en una versión contemporánea, el vuelo del alma, o lo que solía llamarse así, por las esferas del universo de la imaginación.