Enciclopedia de la Literatura en México

Muerte por agua

mostrar Introducción

Muerte por agua (Fondo de Cultura Económica, 1965) es una novela escrita por Julieta Campos (La Habana, Cuba, 1932 - Ciudad de México, 2007), quien, como varios escritores de su generación, se acerca a ciertos experimentos literarios donde el desplazamiento del personaje (pieza caudal de la narrativa clásica) es necesario para dar cabida a elementos de segundo orden como: los objetos, el espacio y los fenómenos atmosféricos, desde los cuales se entrama un discurso dispuesto a mirar el drama humano mediante un punto de vista aparentemente objetivo; una pretendida mirada inteligente que, más allá de encontrar respuestas a las angustias últimas de la existencia –la vida, la soledad o la muerte– las problematiza. En la novela, a través de siete escenas, se narra un día y medio en la vida de tres personajes engañosamente insustanciales, ubicados en una casa, inserta en una ciudad isleña y lluviosa. Al emprender un abordaje panorámico, es posible determinar en Muerte por agua la influencia del movimiento francés denominado nouveau roman y de la mezcla genérica proveniente de las vanguardias literarias de la primera mitad del siglo xx. Sin embargo, esta primera novela de Julieta Campos posee una fuerte carga simbólica, tanto en los objetos como en las acciones de los protagonistas, que la separa del citado movimiento francés, porque el símbolo “dice, remite, devela” y, al ser narrado, emprende un camino contrario al de la mera enumeración del mundo palpable, a la que aspira, en gran medida, Alain Robbe-Grillet, principal teórico y fundador del nouveau roman o “Escuela de la mirada”.

mostrar Primera mitad del siglo XX mexicano

Muerte por agua es una novela escrita en México durante los años sesenta, por ello, es heredera de un tiempo en donde deambulan los fantasmas del progreso, la prosperidad y las utopías libertarias. Así, vale la pena hacer un balance del lugar físico, desde donde se ejecuta la novela en cuestión.

Durante la primera mitad del siglo xx, la Ciudad de México es el lugar en el que se desarrolla buena parte de la vida literaria del país. Muchos de los escritores que alcanzan notoriedad entre los años cuarenta y cincuenta han partido de sus lugares de origen para abrevar de la cultura que la gran urbe ofrece: Efraín Huerta, Sergio Pitol, Inés Arredondo, Juan José Arreola, Juan Rulfo, como ejemplos. Julieta Campos se establece en México en 1955. La época posee una herencia atravesada por convulsiones socioculturales muy evidentes.

En los primeros cincuenta años del siglo xx mexicano, la política nacional dialoga con las aspiraciones y luchas internas y externas: las dos guerras mundiales, el predominio de las dictaduras militares en América Latina, la Revolución mexicana y sus secuencias: el nacionalismo, el cardenismo, la nacionalización del petróleo y el apoyo a los republicanos españoles; la paulatina toma del poder por parte de civiles y una presumible estabilidad económica que, no obstante, es cuestionada desde distintas manifestaciones provenientes del ámbito cultural y de la misma realidad.

La ciudad es el escenario del que parte la “utopía vasconcelista” y sus numerosos brazos: la fundación de instituciones como la Secretaría de Instrucción Pública; el mecenazgo cultural que pretende fortalecer la idea del nacionalismo (verificable en el patrocinio a los muralistas), la aculturación de la sociedad mexicana mediante programas como las cruzadas educativas. La ciudad también es la tribuna desde la que se marca el “arquetipo revolucionario”; personajes reales e imaginarios, como los que atraviesan las páginas de la novela de la Revolución mexicana, se dejan seducir por la joya más preciada de la historia de México: el poder.

En esta primera mitad, la gran urbe, en la cual el grupo de Contemporáneos gesta su particular revolución cultural, recibe el poco frecuente “bautismo lírico” de Efraín Huerta: “Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas, / con sus minutos como niños desnudos, / con sus bochornosos actos de vieja díscola y aparatosa, / con sus callejuelas donde mueren extenuados, al fin, / los roncos emboscados y los asesinos de la alegría”.[1]

La capital de la república es el campo de batalla definitivo; el catalizador de los deseos, no de un país, sino del constructo de lo “mexicano”. Al respecto Armando Pereira apunta: “Ante todo, la década de los cuarenta constituyó el paso de una cultura eminentemente rural a otra en la que predominaba su carácter urbano y cosmopolita. [...] En 1940, el muralismo mexicano [...] había producido ya la parte medular de su obra y empezaba a perder terreno frente a otras manifestaciones”.[2]

Para la década de los cincuenta, un grupo de poetas, ensayistas y narradores, encabezado por Octavio Paz, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño y Carlos Fuentes, lleva a cabo una síntesis de la ciudad y de “lo mexicano”, mediante un reflejo impetuoso que a muchos incomoda, mientras que inspira a otros, quienes cogen la pluma o llegan de otros lugares para dar cuenta del devenir citadino en el cual, como lo canta Bonifaz: “[...] hay bellos nadadores / y ciclistas plácidos, / [...] y estufas y mugre y gasolina y asfalto, / y un sol que calienta y acongoja / más de tres millones de almas enfermas”,[3] o simplemente, parafraseando a José Martí, para habitar en las entrañas del monstruo.

mostrar La escritora

Julieta Campos se establece en México en 1955 poco después de contraer matrimonio con el diplomático e intelectual mexicano Enrique González Pedrero. Para ese tiempo, la autora posee una sólida formación cultural. En su natal Cuba, realiza estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. En la Universidad de Michigan lleva cursos para perfeccionar su inglés y en la ciudad de París, becada por la Alianza Francesa de La Habana, realiza estudios de literatura francesa contemporánea en La Sorbona. En estos años, Campos conoce las obras de dos autores que serán determinantes en sus facetas de narradora y pensadora: Virginia Woolf y Thomas Mann.

Durante sus primeros años en México, se desempeña como traductora, participa también de la crítica literaria y en 1965, antes de obtener la beca del Centro Mexicano de Escritores para el período 1966-1967, publica, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica, Muerte por agua: su primera novela que, debido a la peculiar forma y al trazado de los personajes, es ubicada por ciertos estudiosos dentro de la corriente francesa conocida como noveau roman. No obstante, el simbolismo que late en Muerte por agua trasciende esta ubicación y problematiza el concepto de novela. Por ahora basta señalar que Muerte por agua forma parte de ese extraño corpus que se desarrolla en México a partir de la década del cincuenta y que tiene como principal objetivo la búsqueda de otras coordenadas narrativas donde la experiencia estética adquiera el mismo peso que la anécdota, o inclusive, uno mayor.

Como ejemplos de estos experimentos se pueden contar a: Farabeuf (1965) de Salvador Elizondo, Confabulario (1952) y La feria (1963) de Juan José Arreola, La noche (1963) de Juan García Ponce y Muerte por agua, entre otras. Obras que avanzan por debajo de la multitud lectora; pero que establecen pautas perdurables. Julieta Campos, en su primera novela, encuentra, por ejemplo, la manera de transmitir, mediante situaciones casi inmóviles, estados de ánimo límite: la desesperación, el hastío, el duelo.

mostrar Una novela hispanoamericana

Al momento de abordar Muerte por agua no se puede pasar por alto su calidad de obra del siglo xx, periodo que enmarca a toda una gama de manifestaciones artísticas que pugnan, abierta o veladamente, por alcanzar la unicidad; el estado de gracia que, a lo largo de la Edad Moderna, recibe el nombre de “creación”.

Los escritores hispanoamericanos de la primera mitad del siglo xx pueden alcanzar, holgadamente, el estatus creador, porque las tierras imaginarias del continente permanecen inexploradas. Hay personajes que definir, situaciones que describir, fórmulas que adaptar; una multitud de espacios aprovechables y, sobre todo, una lengua heredada que, gracias a un ímpetu identitario, adquiere gran flexibilidad, palpable en las voces de dos poetas agrupados en el modernismo: José Martí (1853-1895) y Rubén Darío (1867-1916); asimismo en Cuba, tierra natal de Julieta Campos, la prosa del siglo xx posee grandes artífices del lenguaje como José Lezama Lima, Virgilio Piñera o Guillermo Cabrera Infante –contemporáneo directo de Campos, a quien se agrupa en el denominado “Boom hispanoamericano”–. Por otro lado, el México de los sesenta es el teatro donde convergen obras literarias de autores jóvenes, descendientes de Juan Rulfo, Juan José Arreola o Agustín Yánez, que se desmarcan de las formas narrativas canónicas y que aspiran a un universo donde el lenguaje, en detrimento de la anécdota, posea un lugar privilegiado. Son las obras literarias de la llamada generación de 1932, entre las que se destacan las antes mencionadas: Farabeuf y La noche, además de La obediencia nocturna (1969) de Juan Vicente Melo.

Así, las coordenadas literarias en las que surge Muerte por agua son fecundas en ejercicios que aspiran a la unicidad. En tal sentido, el valor de esta obra narrativa reside en su carácter de primicia, pues es la novela con la que Julieta Campos da inicio a una senda experimental que toma partido por una de las dos tendencias literarias que Margo Glantz reconoce en su estudio “Onda y escritura: jóvenes de 20 a 32”: la escritura. Al respecto, Glantz señala:

Valerse de este término de referencia temporal no indica que antes no se haya intentado la escritura en nuestras letras, indica solamente que ahora se trata de una actitud explícita, tendencias cuyo punto de convergencia es la preocupación esencial por el lenguaje y por la estructura. [...] El género narrativo busca como buscaron los románticos alemanes, Nerval, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, con respecto a la poesía, el significado mismo de su sentido.[4]

Dada la preocupación por el lenguaje como materia primordial de la experiencia literaria, algunos críticos que se han encargado de la obra de Campos han reconocido las semejanzas con el nouveau roman, al respecto, Hugo J. Verani apunta: “su obra revela gran afinidad interna y externa con los procedimientos narrativos del nouveau roman. Uno de los aspectos esenciales [...] consiste en desplazar totalmente el acento de la significación al modo mismo de la producción de sentido”,[5] un ejercicio intelectual que, al apartarse de la “narrativa convencional” toca los territorios del ensayo, de la dramaturgia, de la lírica y del guion, así como otros en desuso como la estampa literaria. Resulta que, en ocasiones, al indagar en el seductor elemento de la novedad, se corre el riesgo de llegar al principio del círculo. Por ejemplo, cuando la narrativa de Muerte por agua se abandona a la descripción de la realidad perceptible, se topa de frente con la enumeración caótica del mejor Neruda.

mostrar La obra es una isla

Leer Muerte por agua implica una cadena de descubrimientos de orden formal pues, a primera vista, la novela simula ser un mero ejercicio descriptivo: dar nombre a las cosas que aparecen caóticamente ante la mirada de un narrador (al modo de los autores de “La escuela de la mirada” o noveau roman) que describe objetos, paisajes, estados de tiempo y que, en ocasiones, se permite ciertos cambios de ritmo a través de escenas de diálogo. Para “La escuela de la mirada” el sentido se construye desde el objeto.

No obstante, como señala Nora Pasternac: “a lo largo de la lectura (de Muerte por agua) se percibe una organización muy estructurada. El libro está compuesto por siete fragmentos, seguidos, cada uno, salvo el último, por un fragmento mucho más breve, con una tipografía diferente”.[6] Son siete escenas y cada una, salvo la última, lleva una coda en cursivas que refiere a una suerte de escenografía exterior. Como también señala Pasternac, la acción de la novela transcurre en un día y medio, en una ciudad sin nombre que, no obstante, está perfectamente resaltada mediante su carácter de ínsula y el fenómeno atmosférico que se repite a lo largo de las siete escenas, del día y medio, la lluvia:

Llovía. Las gotas caían espaciadas y duras. Había otras en sordina, como un acompañamiento tímido, bastante lejano. Sin transición, el tic-tic de las gotas se hacía más rápido y empezaba a escucharse un ruido áspero, de agua que caía en pequeños y luego en grandes torrentes. Era el aguacero. Detrás de las ventanas, de las paredes, de las puertas cerradas, de las persianas ligeramente entreabiertas había un repliegue, un intervalo. No pararía de llover.[7]

Muerte por agua narra el devenir de dos mujeres y un hombre que deambulan dentro de una casa inserta en la ínsula lluviosa; llena de objetos, costumbres y recuerdos. Estos tres personajes a los que Hugo J. Verani ha llamado “anodinos”, puesto que, mediante la descripción fenomenológica, hacen poco más que describir los muebles empolvados, las fotografías, el mundo exterior y la incesante precipitación, llevan los nombres de: Laura y Eloísa, su madre, además de Andrés, el marido de Laura.

Estos tres personajes, mediante su quehacer contemplativo, ponen de manifiesto una de las tesis más asequibles en la obra: la de la vida sitiada por la decadencia –por la muerte– reconocible en los quehaceres domésticos, donde:

Los pensamientos, las reflexiones de los tres personajes aparecen desconectados de todo “saber” general. [...] Parece haber una gran ausencia de saberes o de conocimientos actualizados, salvo los ínfimos ligados a la domesticidad o lo cotidiano: el azúcar, la cantidad de cucharadas, la consistencia de la tela de un mantel, la mancha de café con leche en ese mantel: todo extremadamente limitado, reducido y fútil, no hay trascendencia ni movimiento, nadie lee periódicos ni se escucha la radio: aislamiento y desconexión completa con el mundo [...] hostil y amenazante, al mismo tiempo que se acentúa la decadencia de la morada.[8]

Aparentemente, la “tentativa historia” de Eloísa, Laura y Andrés combate la “verdad de lo heroico”, aquella donde, según William James, el instinto común de la realidad que tiene el hombre sostiene que el mundo es esencialmente un lugar para el heroísmo. En Muerte por agua, éste parece estar igual de ausente que la idea de Dios, porque los personajes no oponen ninguna resistencia ante el acecho de la muerte; viven desde una especie de espectralidad.

Eloísa y Laura, principalmente, recorren su propia casa como espectros que se anclan en la lánguida vida mediante ceremonias domésticas, como ese momento en que Laura contempla y ordena los retratos de la familia:

Decir hace mucho tiempo y ponerlos a todos en fila, o mejor en rueda, hacer una ronda con los retratos y bailar. Hay algunos que sonríen apenas, como si desde siempre lo hubieran sabido, hubieran estado dispuestos a prestarse, a dejarse hacer trampa con su lejanía, con su pátina, con el tiempo que fue suyo y donde no podría ni debería suceder nada distinto porque todo debió haber sucedido ya, precisamente hace mucho tiempo. Abuelos jóvenes, retratados a los quince años, imberbes, con la mirada nublada por deseos y ambiciones que todavía no se cumplían ni dejaban de cumplirse.[9]

Sin embargo, como sucede en las ficciones convencionales, en Muerte por agua existen una serie de referencias emotivas. Dichas referencias se desarrollan, en mayor medida, a través de Laura, el personaje más activo dentro del limitado espacio que Julieta Campos propone.

mostrar El instante de los recuerdos

Muerte por agua es una novela plagada de apariencias; aparenta ser una novela descriptiva, pero al momento de emprender la descripción de una vajilla, de unas cortinas o del “cuarto de los recuerdos”, la descripción cede al ímpetu del pasado: un objeto significa, más allá de su valor por el sólo hecho de existir, un modo de dialogar con un tiempo remoto lleno de costumbres y familiares que, en el presente narrativo de la obra, sólo puede levantarse en la memoria de un par de mujeres (Laura y Eloísa) que se hacen entender entre fantasmas.

Andrés, por otro lado, es la contraparte del mundo interior que establecen Laura y Eloísa: es su presencia la que activa los mecanismos de la convencionalidad, en ausencia, las dos mujeres lo aguardan; en presencia, lo atienden. Pero Andrés es un pretexto: un personaje incidental que no accede al mundo codificado de Laura y Eloísa, quienes utilizan al lenguaje, al diálogo, como un acto ceremonial para alcanzar ese mundo interior donde todo fluye, como el agua, y que está representado mediante la técnica de los monólogos interiores ejemplificados, magistralmente, en Ulises de James Joyce y que Nathalie Sarraute denominó, posteriormente, “subconversaciones”.

mostrar El personaje es la muerte

La novela está atravesada por una sensación de miedo, miedo al presente, ese día y medio en el que no para de llover; al porvenir y a la interacción. Cuando aparecen los diálogos entre los personajes, casi siempre dan paso a “subconversaciones”, donde se muestra aquello que no se quiere o no se puede decir:

—Poner los manteles, la vajilla… Pero ¿qué diría Andrés? Le parecería una exageración, una locura. Diría que únicamente a nosotros… una cosa semejante…
—No, yo decía, pero si no te parece…
—No es mala idea, no, no es mala idea.
Hasta podría encender las velas y apagar la luz. No. Sería demasiado. Poner los candelabros, eso sí, pero sin llegar a tanto, sin encender de veras las velas.[10]

Este procedimiento puede ser un indicio de la desgastada conversación entre Laura y su madre, pero también puede abrir una brecha interpretativa donde la situación enrarecida de los diálogos sea el indicador de otra cosa, por ejemplo, la visión de la novela por parte de la investigadora Aralia López como una ceremonia luctuosa.

A lo largo de todo el libro, sólo una vez se menciona una fecha concreta, y esta mención puede tomarse como una clave, después de haber asistido a los diálogos interrumpidos y a la interacción bastante accidentada de los personajes, inmersos en el ambiente espectral que propone la casa encerrada, la casa ínsula, la casa sitiada por el agua. En el momento en que la narrativa se enfoca en Laura, se da cuenta de esta única fecha en Muerte por agua:

Desde su sillón mira a Eloísa. Montada como una pequeña bruja en la aguja pesadísima de un reloj desproporcionado, empujando los años, los meses, los días, la tarde, las horas, los minutos, los segundos, para encontrarse con ella un poco después de las cinco de la tarde de ese día, de ese mes, de ese año, de ese 15 de octubre de mil novecientos cincuenta y nueve.[11]

Aralia López González, en su estudio “Escritura y encarnación de espectros...” apunta: “Nunca se dice qué ocurrió ese día, pero en el contexto textual de presagios y anticipos de pérdidas, de muerte, suponemos que podría tratarse del fallecimiento de Eloísa”.[12] Un personaje femenino vivo que trata de retener, mediante ceremoniales domésticos, la presencia de su difunta madre. Si se sigue esta interpretación estaríamos ante un discurso de carácter elegíaco, una novela para el luto donde la lluvia adquiriría el estatuto de “agua de la pena”: En la isla de Laura y Eloísa, llover sería llorar por lo inaprensible, por lo que duele: la muerte, la ausencia. No obstante, como señala Gaston Bachelard: “alrededor de una muerta, todo un lugar se anima, se anima durmiéndose, en el seno de un reposo eterno; todo valle se ahonda y oscurece, ganando una insondable profundidad para sepultar toda la desdicha humana, para convertirse en la patria de la muerte”.[13] Muerte por agua, muerte por pena, es el motivo que parece tintinear en lo profundo de la escritura. Si es así, el ambiente enrarecido se sustenta en la razón de un “canto nóstico” (canto de nostalgia) y la anécdota en la novela se torna fundamental: Laura y Eloísa emprenden la ceremonia del encuentro, que no es sino la inmersión a una muerte basada en la contemplación de las viejas fotografías y en la realización de actividades domésticas, en las cuales, los caminos de la añoranza convergen.

mostrar Hablar de Muerte por agua

En el número del 10 de junio de 1966 de la Revista de la Universidad aparece una reseña de José Emilio Pacheco titulada: “Novela versus lenguaje poético” en la que el polígrafo brinda sus opiniones acerca del noveau roman y reconoce que las obras pertenecientes a este movimiento no pueden ser tomadas como influencias de Julieta Campos particularmente en su novela Muerte por agua, son, escribe Pacheco: “coincidencias intelectuales, afinidades espirituales”.[14]

Los estudios críticos sobre la obra de Julieta Campos han surgido a cuentagotas. Su papel como escritora creció a raíz de que le fue concedido el premio Xavier Villaurrutia en 1974. No obstante, en varias ocasiones, cuando la crítica ha querido ocuparse de su obra, casi siempre lo ha hecho desde estudios que abarcan dos o más libros: es el caso de “Julieta Campos y la novela del lenguaje” de Hugo J. Verani. Por otro lado, existen varios testimonios de la labor escritural de la autora que dan cuenta de los significados y procedimientos de Muerte por agua; en el libro Señas particulares: escritoras, Fabianne Bradu, en el capítulo que dedica a Campos y que lleva por título: “Julieta Campos. La cartografía del deseo y de la muerte” enumera una serie de elementos persistentes en su obra como: la personificación femenina de la ciudad, la casa, el cuarto y las fotografías. En el número 131 de La palabra y el hombre, correspondiente a julio-septiembre de 2004, Kenya Aubry lleva a cabo un estudio de interpretación sobre Muerte por agua titulado: “Entre dos aguas: metáfora de la desintegración dialéctica del mundo. Una lectura posible de Muerte por agua”, en el que la investigadora se apoya en la herramienta hermenéutica para penetrar en el simbolismo del agua.

Es posible que hagan falta más estudios sobre Muerte por agua, pero lo más probable es que lo que en verdad le haga falta a esta primera novela de Campos sean lectores. Tal vez con el tiempo llegue el momento crucial para esta complicada novela, así como el de tantas otras obras que permanecen en un presunto olvido.

mostrar Bibliografía

Aubry, Kenya, “Entre dos aguas: metáfora de la desintegración dialéctica del mundo. Una lectura posible de Muerte por agua”, La Palabra y el Hombre, núm. 31, julio-septiembre, 2004.

Bachelard, Gaston, El agua y los sueños, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2003.

Bonifaz Nuño, RubénLos demonios y los días, México, D. F., Fondo de Cultura Económica (Tezontle), 1956.

Campos, JulietaMuerte por agua, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994.

Glantz, MargoOnda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, (consultado el 20 de julio de 2014).

Gutiérrez de Velasco, Luz Elena (ed.), Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, México, D. F., Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Desbordar el canon)/ Universidad Autónoma Metropolitana, 2010.

Huerta, EfraínPoesía Completa, pról. de David Huerta, comp. de Martí Soler, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2004.

López González, Aralia, “Escritura y encarnación de espectros. Muerte por agua de Julieta Campos”, en Luz Elena Gutiérrez de Velasco (ed.), Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, México, D. F., Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Desbordar el canon)/ Universidad Autónoma Metropolitana, 2010, pp. 47-58.

Pacheco, José Emilio, “Novela versus lenguaje poético”, Revista de la Universidad de México, núm. 10, vol. xx, junio de 1966, p. 35. (consultado el 5 de agosto de 2014).

Pasternac, Nora, “Julieta Campos: Muerte por agua y su imagen en el espejo”, en Luz Elena Gutiérrez de Velasco (ed.), Julieta Campos. Para rescatar a Eurídice, México, D. F., Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Desbordar el canon)/ Universidad Autónoma Metropolitana, 2010, pp. 33-46.

Pereira, Armando, “La generación del medio siglo: un momento de transición de la cultura mexicana”, Literatura Mexicana, vol. 6, núm. 1, 1995, (consultado el 17 de junio de 2014).

Pingaud, Bernard, La antinovela: sospecha, liquidación o búsqueda, Buenos Aires, Carlos Pérez Editor, 1968.

Verani, Hugo J, "Julieta campos y la novela del lenguaje", Texto Crítico, septiembre-diciembre 1976, no. 5, p. 132-149, Repositorio Insititucional de la Universidad Veracruzana, Web.

mostrar Enlaces externos

Torres Fierro, Danubio, “Dos Campos, una Julieta”, Letras Libres, (consultado el 12 de agosto de 2014).

Zecchin, Graciela Cristina, “Néstor: memoria épica y nóstos en Odisea 3.103-200”, Circe, Instituto de Estudios Clásicos, (consultado el 5 de agosto de 2014).

Muerte por agua no es una novela tradicional. Su estructura es el resultado de la necesidad de dar integración a un universo que se descompone: el desorden, la desintegración entran así a formar un orden nuevo, gracias a la forma redonda de un ciclo temporal que se cierra sobre sí mismo, detenido para siempre. En una ciudad diluida entre la lluvia y el mar, en una casa que es a su vez una isla rodeada por la lluvia, tres personajes -otras tantas islas- giran en un cuarto deshabitado, que se empeñan en poblar con el pasado, con la memoria. Se repite el mito eterno de la muerte dada a aquello que se ama, por el afán de darle vida mirando hacia atrás, hacia el pasado: Orfeo, la mujer de Lot.

* Esta contraportada corresponde a la edición de 1965. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.


Muerte por agua es una novela cuya estructura es el resultado de la necesidad de dar integración a un universo que se descompone: el desorden, la desintegración entran así a formar un orden nuevo, gracias a la forma redonda de un ciclo temporal que se cierra sobre si mismo, detenido para siempre.
* Esta contraportada corresponde a la edición de 1985. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.