El infierno vacío versa sobre una tragedia recurrente: la incapacidad de ser uno mismo frente al otro. En una época enferma de velocidad y reconocimiento, estos personajes contrastan por su inquietante lentitud, una esterilidad emocional que los desplaza a través de dramas silenciosos, de minúsculas batallas cotidianas: el que intenta convencernos de que su piedra es una moneda; el oficinista que reflexiona sobre Camus, la muerte de cien mil haitianos y las tortas de aguacate (y asegura que una cafetera tiene propiedades superiores a Dios); el amante que se finge budista para rechazar un coito; los críticos de arte que entretejen argumentos absurdos para ocultar su ignorancia.
Con una prosa cruda, pero de una sencillez quirúrgica, estos relatos funcionan como pequeños artefactos de exploración humana.