En un principio, según su autor, este libro iba a llamarse Ensayos o Variaciones. Si al final se decidió por Ballenas, título más novelero, eso no le quita el carácter reiterativo, de aproximaciones oblicuas a la misma trama. El lector puede intuir que aquí, es estas páginas, se gestó un descubrimiento, no se sabe si feliz o cruel: la conciencia de estar condenado a contar una misma historia, o volver a ella una y otra vez, con la esperanza de verla clausurada un día, pero más bien con la certeza de que existe una zona oscura en esa historia que obliga a recomenzarla: con la certeza de que la historia existe porque existe en ella un punto negro, una franja vedada. Más que cuentos, Ballenas es una reunión de relatos, concepto cuya dificultad radica en su simple definición: una historia contada en prosa. Donde prosa, como muchos afirman, es en la actualidad todo aquello que no rima periódicamente. Quizá Wolfson pertenece a ese tipo de escritores que Julio Torri describió como “los que no podemos inventar asuntos”. Sus historias se construyen gracias a lo que sus personajes desconocen, en especial si ignoran hallarse participando en una historia. Dos temas, la música y la ciudad, se vuelven motivo de una composición serial; los argumentos se tejen en los espacios donde un personaje deja de ver, otro deja de sentir, y otro más, de saber. De ahí que el título del primer texto haya servido para nombrar el conjunto, como emblema azaroso de todos los destinos.