En algunos cuentos, no en todos, Gerardo Rod no puede ocultar al Cortazár que todos los buenos cuentistas llevan dentro; en otros si puede, pero en algunos aflora, como flor amarilla y asimétrica, como un punzón o un indicador tridimensional. Hay mucha sabiduría en Gerardo Rod, indudablemente un buen lector; a veces parecería que, rindiendo tributo a sus afinidades electivas, escribe en función de sus epígrafes. Catorce cuentos de registros diferentes, unificados subterráneamente por su calidad, por una grave intensidad. Tal vez su tema predominante sean las transfiguraciones, los vasos comunicantes entre la realidad y la irrealidad, entre objetividad y subjetividad, entre las caras cóncava y convexa del ser humano. “Música para agujeros” es un cuento preciso, que fácilmente puede convertirse en un clásico en futuras antologías de narradores mexicanos. Como los grandes cuentistas, Rod tiene mucho de poeta: oiga el tono de “Los ríos de Asia”: Cuando habla, sus manos tejen y destejen la misma telaraña que envolvió mi adolescencia. No hay anillos en sus dedos. Las joyas son sus manos. Con ellas elabora su propia joyería, orfebrería de aire, máscaras que cubren y descubren su rostro en un mismo instante. Defino a un buen cuento como un cuento memorable. A los lectores que les gustan los cuentos con final sorpresivo, contundentes; a quienes les gustan los cuentos noqueadores, dispónganse a leer con la mandíbula por delante. Cuando despierten recordarán el golpe.
Eduardo Casar.