Los relatos que el lector tiene en sus manos parecen provenir de una extraña convicción: lo asombroso es que todo sea tan predecible. Convicción extraña pues refleja una idea de destino milenaria y recurrente, según la cual incluso la sorpresa no escapa al lugar común. Tanto por sus motivos como por la sordidez de sus ethos, este libro bien pudo ser escrito por un estoico tardío que mirar con complacencia los placeres y su desatada lujuria; también, sin incurrir en paradoja, por un epicúreo al que continuamente la amargura lo asalta. Lo escribió, en cambio, un escritor mexicano a finales del siglo XX, y es precisamente a este país y a esta época que corresponden su dicción y sus asuntos. Algún lector creerá encontrar aquí ciertas concesiones al realismo o al reciente minimalismo de inspiración estadounidense. Si acaso, Héctor J. Ayala, se acercó a ellos pálidamente, a fin de crear una tonalidad narrativa que se aproxima a lo lívido, y que combina la sorna con lo terrible, y la acidez con la tensión moral. Un libro de contagiosa fluidez, en donde cada uno de los relatos contribuye al despliegue de una idea terrible, y que, sin necesidad de recurrir a la parábola, más pronto o más tarde insistirá en la mente del lector con la agudeza de una astilla. Tal es la naturalidad con que suceden los acontecimientos, tal la lograda espontaneidad de su prosa, que sólo tras una mirada detenida nos percatamos de que estamos ante un autor sin concesiones.