El poemario Cuerpo en añicos anuncia un proyecto pesimista y constante, donde se cruza el tiempo y la carne, la ciudad y la piel, la fiesta y el silencio. Poeta de lo irreparable, Josué Vega López transcurre, para citarlo, "entre las rodillas concentradas de la fe y la inútil hora de la creación". En una aparente ingenuidad se oculta el engaño del taciturno, del que no teme dormir en otra cama o abrir los ojos cuando alguien golpea. Aparece así la resistencia, el resorte, lo largamente extendido, lo que sólo puede percibirse con los sentidos bien abiertos. Es, pues, toda una provocación al sonido o al tacto, a las grietas de la lengua e, incluso, a la quietud. Josué Vega López es un heterónimo, pero en verdad no lo es. Si usted, lector, percibe confusión no se preocupe; cuando más, puede usted encontrar sólo su nombre y acaso su cuerpo.
En este libro toma forma una idea que se trasluce detrás del baño público o del hotel de paso; uno puede estar consigo mismo, o mejor no estar, y salir ileso. Vega López, en su inamovible noche y su página, se enfrenta, sin intermedios, a sí mismo, no teme destemplarse y quedar frío, en silencio. Se trata de poeta en añicos, un pesimista empedernido, que no necesariamente escribe el caos, sino su vida, su nombre, un falso heterónimo.