Una mujer verifica serenamente que amar es una forma de morir: cosa sabida, dirán amantes y amados, pero difícil de ser puesta en claro sin rozar las pocas y casi ineludibles formas que hay para declarar que se ama y por tanto se muere. El deseo es el único recurso para entenderse con el tiempo —el transcurrido y el que sobreviene—, y aunque éste siempre termina venciendo, sólo mediante la investigación del deseo es posible acercarse a las explicaciones reales: lo que significa ese pronombre endemoniado, nosotros, y lo que ha provocado que dentro de él alguien esté amando y muriéndose.
Vizania Amezcua ofrece, con una escritura suspendida en la poética contemplación de la vida —nada menos—, un sueño de amor que cobra forma a partir de la observación atenta de la memoria, pero también la desnuda demostración de que "cada sueño es una herida". Con bella lucidez, a veces con la intensidad que exige la entrega del propio cuerpo, y otras veces con la desaprensión de quien acepta que los días y las noches no se detienen, la mujer que cuenta en estas páginas expone las razones de la estatua que, ahora lo sabemos, correspondió calladamente y tenazmente, acaso excediéndola, a la devoción de Pigmalión. Es desolador constatar que en el comercio entre las almas sea regla y no excepción el desencuentro, pero gracias a esa verdad son posibles las historias como la que consta en Una manera de morir, y leerlas equivale a redescubrir —con emoción, con asombro— que el amor salva los destinos de aquellos mismos a quienes pierde irremediablemente: demostrarlo como lo consigue la autora es el hermoso mérito de esta novela.