Nacido el 21 de mayo de 1936, en la pródiga tierra tropical de Carlos Pellicer y José Gorostiza, José Carlos Becerra vivió impelido de aliento catastrófico. Su poesía, ahíta de desilusión y espejismos, amenazada por la devastación y la zozobra, se nos presenta como una voz etérea que intenta aprehenderse a sí misma, construir una materialidad a partir de imágenes del mundo que se desmantela entre apariciones y desfiguros. Movido por la fiebre de la decadencia y de los presagios, el poeta emerge incólume para afirmarse en una realidad derrocada, fugaz y desagraviada, aunque sin claudicaciones ni desmayos. Como él mismo exclamó: “en tanta luz era la oscuridad la que guiaba mis pasos”.
Expulsado de un reino que nunca terminó de asumir, su efigie se proyecta hoy para las nuevas generaciones como la reverberación visible que delata la estulticia que nos convierte en espíritus ansiosos, desnudos, contrahechos y mortecinos. Su obra es el testimonio de una revelación arquetípica que se escribió en el estrecho tiempo de una década –la de los sesenta-, tiempo suficiente, no obstante para fijarse sólidamente en el horizonte de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Su presencia física fue fugaz; apenas encendió la oscuridad de una noche en el cielo de nuestra poesía. Como dijo Octavio Paz: “murió en plena búsqueda pero nos ha dejado un puñado de poemas que son algo más que Los signos de una búsqueda: una obra”. Con el presente libro José Carlos Becerra. Los signos de la búsqueda las nuevas generaciones rinden homenaje a esta obra que desde su aparición sedujo no sólo a nuestro premio Nobel, sino a autores tan diversos e importantes como José Lezama Lima y Mario Vargas Llosa.