El que —en este libro por ejemplo— la palabra poética le dé forma, con trazos apasionados pero firmes, a la imagen de una mujer que pasa por la vida con intensidad, ofrece al lector la posibilidad de reflejarse en un espejo en donde uno se ve dolorosamente cuestionado —no tiene caso ya el regreso de Ulises; todo bolero es una pena recordada; Eva es la metáfora del sueño—: todos y todo, en las páginas de este libro, tenemos un pecado que expiar, comenzando por el lenguaje mismo, cuya dureza ocasional y desnudez retórica cuestionan la existencia de una belleza fundada en simetrías y delicadezas. ¿Será acaso porque este lenguaje, esta palabra poética deviene de una realidad social que no hace concesiones, que se mueve entre los extremos de la amargura y los momentos climáticos del orgasmo? ¿Será acaso porque este discurso está construido por una mujer que vive en la frontera norte del país?