Enciclopedia de la Literatura en México

La crónica religiosa: historia sagrada y conciencia colectiva en el siglo XVII

mostrar La construcción del espacio y del tiempo novohispanos

Esta descripción y breve noticia he dado a la estampa, siguiendo el parecer de escritores sagrados y de historiadores políticos que enseñan a referir en las crónicas la tierra, lugar y partes de sus acaecimientos o misterios [...] La persona, el tiempo y el lugar se han de describir para más sólida raíz y cimiento de la historia.[1]

Con estas palabras el cronista fray Baltasar de Medina (1634-1697) destacaba los que debían ser los parámetros básicos de todo historiador al narrar un hecho, parámetros de referencia que son, por otro lado, los que tiene toda civilización para expresarse: el espacio y el tiempo. Durante el siglo xvii, un grupo de intelectuales novohispanos, de origen criollo y peninsular, construyeron una concepción de su tierra natal o adoptiva que les permitía apropiarse de un pasado glorioso y enorgullecerse por un excepcional entorno geográfico. Con esa construcción se buscaba dotar de sentido a este territorio y a sus habitantes y así encontrar una identidad propia frente a lo europeo. Los criollos, siguiendo la tradicional división de la historia en natural y moral, mostraron al mundo un país consolidado (aunque apenas se estaba haciendo) y vistieron su discurso con las formas de la retórica.

La primera apropiación básica, la del espacio, se inició con una exaltación de la belleza y de la fertilidad de la tierra mexicana, un locus amoenus, verdadero paraíso terrenal incontaminado y pródigo en frutos, con un aire saludable y un agua tan rica en metales que infundía valor. Este medio natural, cargado de símbolos morales, propiciaba (y reflejaba retóricamente) las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de sus habitantes, sobre todo de los criollos. 

“Verdadero recuerdo de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de los Siete Dolores”, xilografía, en José López de Avilés, Debido recuerdo de agradecimiento leal a los beneficios hechos en México por su prelado Payo Enríquez Afan de Ribera, México, Viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, 1684.

Estas manifestaciones comenzaron a darse entre 1590 y 1640 como un difuso sentimiento de diferenciación, que veía las características propias como positivas, frente a la actitud despectiva del peninsular que consideraba a América como un continente degradado, lo que determinaba que sus pueblos, incluidos los de raza blanca, fueran blandos, flojos e incapaces de ningún tipo de civilidad. En los autores barrocos de la segunda mitad del siglo esta simple exaltación retórica se volvió un despliegue de erudición que abarcaba la geografía, la producción y las costumbres de los habitantes de todas las regiones que formaban el espacio novohispano. Al determinismo geográfico que insistía en la defectuosa humanidad americana como hija de un territorio de pantanos y calurosa naturaleza, los criollos oponían una visión de seres hábiles y laboriosos, producto de un clima templado y de una tierra pródiga y fértil; la historia natural daba argumentos para crear una historia moral gloriosa.

La segunda apropiación necesaria para crear una cultura propia era la del tiempo, la que buscaba una justificación del presente a partir de la reconstrucción del pasado, es decir la que le daba a la historia moral su sentido de continuidad. Al igual que el espacio, el tiempo novohispano se codificó en los términos de la retórica e hizo uso de los múltiples recursos del género demostrativo: la alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la amplificación, el exemplum, las pruebas, la digresión, la cita de autoridades. El funcionamiento de tales modelos retóricos provocaba, por ejemplo, que la Biblia y los autores cristianos y grecolatinos aparecieran citados exhaustivamente, pues ellos constituían una matriz dentro de la cual los cronistas debían reconstruir y traducir las nuevas experiencias americanas. La historia, por tanto, vista como una rama de la retórica, debía cumplir con tres objetivos básicos: enseñar comportamientos morales (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de repudio o de admiración (movere).[2]

En primer lugar todo texto histórico era un espejo de virtudes, una escuela que enseñaba comportamientos morales y, por tanto, debía ser un discurso didáctico, ejemplar y edificante. En él se proponía un sistema de virtudes individuales y sociales que garantizaban la buena actuación del súbdito de un rey y del fiel de una Iglesia. Junto a las virtudes personales (como el valor, la humildad, la paciencia y la castidad) estaban las corporativas (como la obediencia, la justicia y la caridad); así, las monjas enclaustradas, los obispos, los funcionarios, los mercaderes, los frailes y los laicos de toda condición podían encontrar en ellos normas rectoras para cumplir con sus votos y obligaciones dentro de su propio estado y condición. Como lo prescribía Cicerón, la historia era maestra de la vida, y, por lo tanto, su objetivo primordial no era sólo mostrar la verdad de los hechos, sino convertir éstos en una narración que contuviera enseñanzas morales.

La segunda función del texto histórico, el entretenimiento, estaba relacionada con su capacidad de atraer la atención y evitar el tedio lo que permitía una mejor transmisión del mensaje. La efectividad que tuvo esta literatura se debió en buena medida a la riqueza de su carácter narrativo y a sus historias llenas de prodigios, historias que pudieron competir con las de los caballeros, las de los héroes galantes o las de los pícaros, e incluso desplazarlas.[3] En contraste con las obras de ficción, la historiografía tenía a su favor algo más que el apoyo oficial: sus autores tenían la pretensión de contar “hechos realmente acaecidos” y “no inventadas falacias”.

Finalmente, la historia cumplía con la función de engendrar sentimientos, de mover el pathos. Una primera intención, sobre todo tratándose de la historia sagrada, era sin duda despertar el fervor y la devoción hacia santos, imágenes, reliquias u órdenes religiosas. Pero detrás de la historia existían también otro cúmulo de intenciones entre las que destacaban aquellas dirigidas a la apología o al vituperio para conseguir favores o desacreditar a los enemigos, o bien a la emulación para despertar el fervor patrio. Ejemplos del primer caso son las historias escritas desde fines del siglo xvi por conquistadores, indios nobles y frailes que, junto con la relación de sus méritos, se quejaban ante la Corona por la pérdida de sus privilegios y para solicitar su restitución. En el segundo caso tenemos las narraciones sobre el pasado hechas por los “españoles” nacidos en Nueva España para promover la imagen de su tierra como un paraíso o una nueva Jerusalén y de su gente como una nueva Iglesia primitiva apostólica, con una enorme madurez espiritual y una riqueza moral incalculable. Con todo, ese sentimiento se reducía, en la mayoría de los casos, al ámbito local y lo exaltado era el terruño, la ciudad donde se había nacido.

La definición de los nuevos códigos de la cultura novohispana fueron expresados en un lenguaje religioso, no sólo porque el cosmos cultural era religioso, sino también porque la mayor parte de los autores pertenecían al clero. Los sectores eclesiásticos, formados casi exclusivamente por blancos y mayoritariamente por criollos, tenían una fuerte presencia económica, social y política como propietarios territoriales, como consumidores de bienes y servicios y como miembros destacados de las sociedades urbanas novohispanas. Sus miembros, casi todos individuos instruidos en la teología y en la literatura, eran los únicos que poseían, gracias a su condición estamental, una cohesión interna y las herramientas necesarias para forjar una conciencia colectiva; sólo ellos, por medio de su instrucción y del monopolio que ejercían sobre las instancias culturales (la educación, el arte, el sermón, la dirección espiritual, la imprenta, la fiesta etc.) podían ser los artífices de los nuevos códigos de socialización. Herederos de la Contrarreforma católica, los eclesiásticos novohispanos se consideraban a sí mismos como los únicos que podían atajar la heterodoxia y mantener la pureza de la fe. La Iglesia, única institución con una perspectiva clara y precisa de su misión y de su papel en la sociedad, utilizó la escritura de la Historia como uno de los medios más idóneos para llevarla a cabo.

No debemos olvidar, sin embargo, que las obras creadas en Nueva España responden a un contexto occidental cristiano, inmerso en el providencialismo mesiánico agustiniano, que veía la historia como un acontecer dirigido por la voluntad divina, pero en el que jugaba un importante papel la libertad humana. Dentro de esta visión, tal acontecer tomaba el carácter de una lucha entre los hijos de la luz, fieles a Dios, y los hijos de las tinieblas, seguidores de Satán. Al final de los tiempos, cuando Cristo regresara a la tierra para realizar el Juicio de la humanidad, los ciudadanos de la ciudad de Dios pasarían a gozar eternamente del cielo, mientras los hijos de las tinieblas serían arrojados al infierno. El cristianismo católico era considerada como la única religión poseedora de la verdad; el que la aceptaba se salvaría, el que no se condenaría. La pugna entre el bien y el mal dentro de la historia, explicaba las guerras, los males que sufría la humanidad y la lentitud en el avance del Evangelio. Su desarrollo, además, no se daba sólo entre los seres carnales: el mundo sobrenatural formado por santos, ángeles y demonios, actuaba constantemente dentro de ella. Así, la historia, narración de los avatares que el pueblo de Dios enfrentaba en su camino hacia la salvación eterna, incluía no sólo a la Iglesia militante que luchaba en la tierra contra las fuerzas infernales que se oponían a ese avance, sino también a la Iglesia triunfante que habitaba ya en los cielos, y a la Iglesia purgante que penaba en el purgatorio sus culpas. La historia trataba no sólo con realidades naturales, sino también con hechos sobrenaturales. Por ello, una de las características más significativas de las obras históricas es la insistencia en relatar prodigios y milagros. El mesianismo agustiniano compartía el espacio teológico con la concepción neotomista que consideraba a la sociedad como una estructura jerarquizada y estática sujeta a un orden divino que la trascendía y que señalaba a cada quien el sitio que debía ocupar en el mundo. Algunos elementos del humanismo, como la búsqueda del conocimiento por medio de la observación y de la experimentación y el rescate de tradiciones no cristianas como valiosas, se integraron en forma parcial a la visión agustinianotomista desde el siglo xv.

Junto con este contexto ideológico, tuvieron una gran influencia en la creación histórica del siglo xvii los hechos que transformaron la realidad novohispana y española en la segunda mitad de la centuria anterior. En la península ibérica, Felipe ii había conformado la idea de una monarquía católica con pretensiones de universalidad, que gobernaba sobre un imperio plural sostenido gracias a una compleja burocracia y a un rígido sistema tributario. Su sostén ideológico se basaba en la lucha contra los protestantes y los turcos y en el apoyo incondicional al Papado. Para llevar a cabo esta labor divina, el rey promovía la supremacía de una iglesia que se consolidaba gracias a la Contrarreforma, que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía mayores controles sobre la religiosidad popular pero que, al mismo tiempo, daba espacio al culto de reliquias y de imágenes.

En Nueva España la Contrarreforma se impuso gracias a un conjunto de instituciones que hicieron posible la formación de una cultura autoritaria, aunque con un enorme poder de adaptación a las circunstancias locales: el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permitir las manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia que generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572, propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las provincias de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito urbano; los conventos de religiosas nacidos de la necesidad de dar cabida al excedente de una población femenina española cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios jesuíticos y de la universidad y apoyado por los cabildos de las catedrales y por los obispos que, por medio de los concilios provinciales, aplicaron las reformas propuestas en Trento al ámbito novohispano. Y frente a estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que luchaban por conservar los privilegios obtenidos al haber sido las primeras en llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el cambio. Para dar a los laicos una mayor participación en la vida religiosa, además de promover la seguridad social, la transmisión de los valores locales y el control de las manifestaciones del culto, las órdenes religiosas y el clero secular fomentaron la creación de cofradías, órdenes terceras y congregaciones a las que pertenecían, dentro de un riguroso ordenamiento, casi todos los grupos sociales. En las últimas décadas del siglo xvi, los eclesiásticos buscaban respuestas religiosas adecuadas para una nueva realidad social. Por un lado, el estancamiento de la misión en el área de Mesoamérica, ya cristianizada para entonces, y las pocas perspectivas que había en el norte, asolado por la guerra chichimeca, hacía necesaria la búsqueda de un nuevo sentido religioso. Por otro lado, la persistencia de las idolatrías entre los indios convertidos, y la fuerte presencia de los curanderos, continuadores de los ritos antiguos, forzaban al clero a cambiar los métodos de la misión. En tercer lugar, el surgimiento de nuevos grupos desarraigados que era difícil integrar al sistema (como los mestizos, los indios plebeyos enriquecidos, los esclavos negros, los criollos y los emigrantes españoles). Estos grupos sólo podían sujetarse a la Iglesia institucional por medio de una actividad pastoral que incluyera cultos atractivos y promesas que llenaran sus expectativas de salud y bienestar.

A partir de los cánones que les daba la retórica, los clérigos criollos iniciaron la recuperación de su historia, una historia que les permitiría la construcción de una conciencia colectiva y que les serviría para atraer la devoción y controlar la religiosidad de todos los sectores sociales. Una parte de esa historia, la que vamos a llamar profana, se remontaba al mundo prehispánico y fue recuperada con base en las fuentes indígenas aportadas por escritores como Tezozómoc o Ixtlilxóchitl (véase Romero Galván). Otra parte, también profana, se abocó a rememorar la conquista militar, uno de los hechos fundacionales del reino, y fue obra de la generación criolla que vivió a caballo entre los siglos xvi y xvii y que había visto confiscadas sus tierras, perdidas sus encomiendas y sustituidos sus privilegios a favor de los funcionarios peninsulares; la conquista de Tenochtitlan fue utilizada como la justificación de sus pretensiones de nobleza (véase Rose). Por último estaba aquella historia que, aunque podía incluir narraciones sobre los indios prehispánicos y sobre la conquista, tenía como finalidad básica rememorar hechos religiosos: la historia de la evangelización, fundadora de la Iglesia de la Nueva España, las vidas de los hombres y mujeres destacados por su santidad y las leyendas sobre imágenes aparecidas milagrosamente en el ámbito novohispano. Todos estos hechos formaban lo que vamos a denominar historia sagrada; su construcción quedó plasmada en obras que se expresaron a partir de tres modelos literarios: la narrativa hierofánica, la hagiografía individual y la crónica.

mostrar La narrativa hierofánica

En todos tiempos, reinos y provincias, ha cuidado la divina providencia de dar a su Iglesia imágenes milagrosas [...] para créditos de la fe de las sagradas imágenes (que tanto abominan los herejes), para instrucción y enseñanza de los rudos, para continuo recuerdo de los soberanos misterios de nuestra redención y de los ejemplos de los santos, para excitar en nosotros afectos tiernos de devoción, que más alienta con lo que perciben los ojos, que con lo que se propone por los oídos.[4]

Una de las principales manifestaciones de la necesidad de construirle un mundo espiritual a Nueva España, paralelo al de la vieja Europa, se dio alrededor de las imágenes milagrosas cuyas leyendas se remontan al siglo xvi o a las primeras décadas del xvii y que nacieron para suplantar cultos a antiguas deidades y para modelar la religiosidad de los nuevos grupos étnicos y sociales desarraigados. Estos iconos aglutinaban en todas las regiones de Nueva España los sentimientos de pertenencia al terruño y atraían a sus santuarios a numerosos peregrinos agradecidos por los favores recibidos o que buscaban salud y fortuna. El santuario, manifestación de la actividad milagrosa de la imagen, era el centro hacia donde confluían las “mandas”, las promesas corporativas o individuales, las limosnas, las ofrendas, los exvotos y las peregrinaciones. En la mayoría de los casos, el proceso devocional se iniciaba con un culto desarrollado en el ámbito popular, que con el tiempo era promovido por el clero local y por los obispos españoles hasta convertirse en una devoción regional. En forma paralela, se expandían esos cultos por medio de sermones, retablos, pinturas, santuarios sufragáneos, imágenes peregrinas que realizaban giras promocionales y cofradías y hermandades que organizaban fiestas y procesiones.

En la última fase del culto, y como un factor decisivo en su expansión, los escritores criollos fijaron por escrito las leyendas surgidas alrededor de esas imágenes en una rica gama de textos que responden a una estructura bastante homogénea: en primer término se narraban los hechos prodigiosos que rodearon la aparición de la imagen; ésta, surgida de manos de un artesano o de factura divina, mantenida intacta en condiciones climáticas adversas o renovada milagrosamente, se presentaba siempre como el centro de un discurso que demostraba la legitimidad y necesidad de un tipo de culto negado por los protestantes. Además, la presencia de un indígena como principal receptor del milagro se presentaba como la ratificación celestial del éxito de la evangelización y como una defensa de la capacidad espiritual de los indios, base fundamental de la iglesia novohispana. No es gratuito que muchas de las apariciones se remonten, míticamente, a la primera mitad del siglo xvi, época en la que se implantó la nueva fe en la mayor parte del territorio mesoamericano.

En seguida venía la descripción del objeto, pintura o escultura, elegido por Dios para mostrar su poder. A partir de figuras retóricas llamadas ekphrasis y enargeia se plasmaba una presencia visual por medio de una narración escrita que con palabras trazaba pinceladas. Una descripción del santuario, con su templo, la riqueza de sus retablos y sacristía y sus dependencias, es decir el entorno de la imagen, no podía tampoco faltar en estas descripciones pictóricas. El espacio sagrado, un cerro o una cueva, son elementos comunes a todas las leyendas de este tipo y en su descripción se acentúan los rasgos retóricos de un locus amoenus lleno de delicias. La obra concluía generalmente con una serie de exempla, narraciones de los milagros individuales y colectivos que debían atribuirse a la imagen y que eran presentados como pruebas de su procedencia divina. Fuente inagotable de bienestar material y espiritual, las imágenes detenían epidemias, atraían las lluvias, curaban enfermedades, expulsaban demonios, protegían cosechas y animales y hacían aparecer de la nada los materiales necesarios para construir sus templos. Individuos y comunidades eran favorecidos por estas fuerzas benéficas cuyas imágenes mostraban actitudes corporales humanas: sudaban, lloraban, sangraban, movían la cabeza y los ojos, se cubrían el rostro con los cabellos, se trasladaban de un lugar a otro, aumentaban su peso para hacer imposible su traslado, obligaban a las mulas que las portaban a detenerse para mostrar el sitio donde debía ser construido su santuario. A menudo la presencia de ángeles en hábito de indígenas que cantaban, tocaban instrumentos o peregrinaban ante las imágenes atestiguaba la sacralidad del espacio donde éstas se encontraban. Hasta el mismo Demonio declaraba sollozando el poder que tales iconos poseían para librar a las almas de su yugo. El milagro, tema central de estos textos, debía ser considerado no sólo como un hecho extraordinario y sobrenatural, sino también como una metáfora que encerraba en sí una enseñanza moral. Las narraciones de milagros como exempla traían consigo una moraleja: la fe en las imágenes y las ofrendas que a ellas se hicieran aportarían beneficios de todo tipo a los fieles que las veneraban pero un comportamiento virtuoso era fundamental para obtenerlos.

La finalidad primordial de estos escritos era mover la piedad de los fieles, su devoción y las peregrinaciones, pero a veces también se constituían en vehículos para promocionar las informaciones sobre las apariciones, primer paso en el proceso de solicitud de reconocimiento del culto por parte de la Sagrada Congregación de Ritos en Roma. En todos ellos aparece además como tema central la validez de esos cultos a pesar de la ausencia de documentos escritos en sus orígenes. Para estos escritores, Nueva España era, sin lugar a dudas, un espacio elegido por la divinidad para manifestarse: sus imágenes milagrosas lo hacían el lugar más destacado de la tierra, una segunda Jerusalén.

Las narraciones hierofánicas novohispanas proceden de modelos literarios nacidos en la Edad Media, sobre todo en el siglo xiii (los milagros de Gonzalo de Berceo y Alfonso x), enriquecidos por una larga tradición europea renacentista y barroca y pintados con los colores de un rico folclore local. Su información procede de textos manuscritos, solicitados a menudo por los autores a los sacristanes de los santuarios, de los exvotos, en los que se pintan y se narran brevemente numerosos prodigios y, sobre todo, de la tradición oral. Los autores de estas narraciones, más que ningún otro escritor de historia, utilizaron abundante información procedente del ámbito popular y, por tanto, estas obras deben ser consideradas como la síntesis y coronación de un largo proceso de creación colectiva, en la que el elemento popular se amalgamó y estructuró dentro de la óptica criolla. Este carácter popular no sólo influyó en la narración; llenó también todas las manifestaciones del culto, un culto en el que se entrelazaban las religiosidades indígenas y occidentales. A la práctica española de la romería o el jurar por la corona de la Virgen, se sumaban las danzas, tocotines y música de procedencia prehispánica y las ofrendas indígenas de copal, mazorcas de maíz y fruta. La religiosidad mágica europea se entrelazaba con las prácticas de pueblos que vivían para sus dioses. La convivencia, sin embargo, no dejó de tener conflictos que se manifestaron a menudo en los intentos, exitosos o fallidos, de usurpación de imágenes indígenas por el ámbito español.

Ese mismo fenómeno de apropiación es el que podemos observar en la literatura hierofánica cuyos materiales han sido tomados de la tradición oral popular y reelaborados con un nuevo sentido. La fijación textual obtenida con la escritura marca la transformación de una narración oral plural en un paradigma sacralizado y único que se convierte, a su vez, en materia prima para otras narraciones orales y escritas referidas a otras imágenes. Asimismo, para algunas de las imágenes más sobresalientes se crearon verdaderos ciclos narrativos que difundieron el mensaje y los contenidos de las primeros textos aparicionistas. Esto pasó, sobre todo, con el más temprano de los textos impresos sobre estos temas: La historia de la Virgen de los Remedios del mercedario fray Luis de Cisneros (m. 1619). Este libro, salido en 1621, narra los prodigios de una pequeña imagen de bulto traída por los conquistadores, ocultada durante la huida de la noche triste y encontrada tiempo después bajo un maguey en el cerro Totoltepec por el indio otomí Juan Ce Cuautli. Además de su asociación con la conquista de Tenochtitlan, algunas de las narraciones del texto la ponían en relación con muchos otros ámbitos religiosos: con los franciscanos de Tacuba, pues ahí trabajaba de obrero Juan; con los agustinos, por una cinta de san Agustín entregada por la Virgen para curar a su devoto después de una caída que pudo ser mortal; con la Virgen de Guadalupe, que dio las órdenes y medidas para la construcción de la ermita de los Remedios; al clero secular, que fue encargado de administrar el culto en nombre del Ayuntamiento de la ciudad de México, patrono del santuario. La existencia de tantos ámbitos propició que el texto de Cisneros tuviera una gran difusión y que la leyenda apareciera mencionada en numerosas crónicas como las del agustino Juan de Grijalva (1580-1638), la del mercedario Francisco de Pareja (1619-1688) y la del franciscano Agustín de Vetancurt (ca. 1622-1708). Pero quizá el mayor impacto fue su influencia directa sobre los textos guadalupanos. Ya Francisco de la Maza insistió en los vínculos existentes entre ambas imágenes, no sólo en cuanto al culto sino también en lo referente a sus leyendas. Ambas relacionadas con el agua de la laguna, con la llegada de las lluvias y con las inundaciones y ambas suplantadoras de diosas indígenas; ambas aparecidas en cerros a indígenas de nombre Juan y ambas consideradas númenes protectores de la ciudad de México.[5]

“Apariçión de la imagen de nuestra Sa de Guadalupe de México”, grabado, en Antonio Valeriano, Huei tlamahuiçoltica omonexiti in ilhuic ac tlatoca çihuapilli Santa María ..., ed. Luis Laso de la Vega, México, Juan Ruiz, 1649.

A pesar de que la imagen de los Remedios fue la que visitó la ciudad un mayor número de veces, la de Guadalupe recibió una mayor atención por parte de los escritores criollos. Durante la década de 1640 a 1650 los clérigos Luis Lasso de la Vega (f. ca . 1670) y Miguel Sánchez (1594-1674), vinculados con el santuario y apoyados por el arzobispo Juan de Mañozca (f. 1650), dedicaron sus esfuerzos a divulgar el texto náhuatl llamado Nican Mopohua atribuido a Antonio Valeriano (f. 1605) y copiado por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (ca. 1578-1650). En él se narraban las tres apariciones de la Virgen a un indio de Cuauhtitlán llamado Juan Diego en el cerro del Tepeyac, al norte de la ciudad de México; después de la última, unas rosas prodigiosamente nacidas en invierno produjeron la milagrosa impresión de una imagen de la Inmaculada Concepción con rostro indígena sobre el ayate o tilma de Juan Diego ante la azorada presencia del obispo fray Juan de Zumárraga (1468-1548). Después de narrar la curación de Juan Bernardino, tío de Juan Diego, primer milagro atribuido a la imagen, el texto concluía con una frase que hacía de este icono un objeto único en su género y diferente a todos los demás: “ninguna persona de esta tierra pintó su querida y venerada imagen”.[6]

Luis Lasso de la Vega publicó en náhuatl en 1649 su Huey tlamahuizoltica, con el texto de Valeriano seguido de breves anotaciones conocidas como Nican Motecpana, una recopilación de las intervenciones prodigiosas de la Virgen a favor de los españoles de la capital. Sin embargo, no fue este texto, sino el de Miguel Sánchez, aparecido un año antes, en 1648, el que tuvo un impacto decisivo en la difusión de la narración y del culto. A diferencia de la de Lasso, la obra de Sánchez no se quedó en una mera copia de la de Valeriano sino que realizó toda una elaboración alegórica en la que se entrelazaban la narración simbólica del Apocalipsis, las apariciones guadalupanas y los presagios y acciones desarrollados alrededor de la conquista de México. La Virgen morena se convertía en la mujer del Apocalipsis cuyas alas recordaban las del águila mexicana; el dragón demoniaco simbolizaba la idolatría de los antiguos habitantes del Anáhuac sometida por Hernán Cortés y sus guerreros, émulos de San Miguel y sus ángeles; el Tepeyac, desierto al que voló la mujer preñada vestida de sol, se volvió espacio sagrado junto con la isleña ciudad de México transformada en Patmos y en Jerusalén; San Juan, el evangelista y autor del Apocalipsis, prefiguró a Juan Diego, a Juan Bernardino y a fray Juan de Zumárraga, los tres testigos del milagro.[7] La imagen se convertía así en la razón de ser de la conquista y de la evangelización y en un jeroglífico, en un emblema que encerraba en sí todo un lenguaje cifrado. Por medio de alegorías biológicas, numerológicas y astrológicas la imagen se transformaba en un signo de salvación, en una exaltación solar de la monarquía española, en protección contra las aguas embravecidas de la laguna, en clave matemática para conocer el número de los elegidos, en signo que asociaba al águila con la cruz y a México con el calvario. Con su imagen, María mostró su pretensión de fundar en Nueva España un nuevo paraíso asociado a las rosas milagrosas del ayate y a la planta con la que este fue fabricado: el maguey, convertido en un nuevo árbol paradisiaco. Sin duda, buena parte de sus metáforas y del éxito de su mensaje tienen una deuda enorme con la expansión del culto a la Inmaculada Concepción en todos los ámbitos del imperio español.

La siguiente década vio crecer la difusión del culto. La obra de Sánchez influyó en otros textos como el del jesuita Mateo de la Cruz (m. 1686), publicado en Puebla en 1660, y en las informaciones que realizaron en 1666 Francisco de Siles (f. ca . 1670) y un grupo de canónigos de la catedral. Este último documento se basaba en un interrogatorio con el que, dirigiendo las respuestas, se esperaban obtener las pruebas para iniciar ante la Sagrada Congregación de Ritos los trámites para pedir misa y oficio propios, un día de fiesta y al aval del culto a la Virgen de Guadalupe por parte de Roma.[8] En contraste con estos dos últimos textos (realizados para divulgar la devoción y sin ningún aporte novedoso), se encuentra la obra de Luis Becerra Tanco (1603-1672), políglota y científico criollo, profesor de astrología y matemáticas de la universidad, que había participado en las informaciones de 1666. Después de un opúsculo sobre el tema aparecido ese mismo año, Becerra publicó en 1675 su Felicidad de México, obra que alcanzó dieciséis ediciones y que intentaba dar al relato guadalupano un sustento histórico y científico. Después de la acostumbrada queja por la falta de documentos originales y de una velada alusión a la poca solidez de los trabajos anteriores, el autor explicaba el milagro como una impresión física que los rayos solares habían hecho sobre la manta. Una etimología náhuatl del nombre de Guadalupe, la crítica de ciertas contradicciones de la narración y varias razones que explicaban la desaparición de los documentos originales, eran datos dirigidos a dar a conocer una información hecha “en decoro de la patria cuyas glorias debemos conservar sus hijos” (Maza, El guadalupanismo, p. 83).

Al mismo tiempo que los criollos de la ciudad de México difundían las leyendas de sus Vírgenes milagrosas, en otras regiones del territorio se daban fenómenos similares y se imprimían textos para difundir sus devociones. En Yucatán, el franciscano peninsular fray Bernardo de Lizana (1575-1631) describía, en un Devocionario de fechas tempranas del siglo xvii, los milagros asociados a la Virgen de Izamal, talla guatemalteca encargada por fray Diego de Landa (f. 1579) para los indios de su parroquia, disputada por los españoles de la vecina Valladolid y autora de innumerables prodigios en todo el obispado de Mérida. La obra, impresa en España en 1633, mostraba las tensiones y conflictos, así como los vínculos culturales y la colaboración que se dieron entre los mayas y los españoles en Yucatán entre los siglos xvi y xvii. El Devocionario era, sin embargo, algo más que un texto hierofánico pues daba también noticias sobre la historia prehispánica de Yucatán y sobre la evangelización franciscana en la zona, labor que era vista como obra de la Virgen y cuya relación pretendía atajar las acusaciones hechas contra los franciscanos por supuestos abusos de autoridad hacia los indios. Diez años después, en 1643, salía impresa en Puebla, a instancias del obispo Juan de Palafox (f. 1655), la obra del jesuita madrileño Juan de Ávalos (1581-1651) sobre la Virgen de Cosamaloapan, imagen encontrada en el lomo de una mula muerta y que dejó la huella de sus prodigios en la zona de Veracruz, entre los obispados de Puebla y Oaxaca. También una promoción del obispo Palafox fue la veneración de la Virgen de Defensa situada en la catedral de Puebla y cuyo primer dueño fue el ermitaño toledano radicado en los bosques de Tepeaca Juan Bautista de Jesús (f. 1660). Además de los acostumbrados prodigios, la peculiaridad de esa imagen fue su gran movilidad, pues viajó por toda América, desde California hasta Chile, y la existencia de dos figuras, igualmente prodigiosas, que llevaron el mismo nombre. El autor que fijó por escrito esos hechos, junto con la vida de Juan Bautista, fue el clérigo secular Pedro Salgado Somoza (f. ca. 1690) cuya obra, impresa en 1683, se basó en una descripción dejada por el mismo ermitaño.

Un año después, el franciscano fray Juan de Mendoza (f. 1686) daba a la imprenta un opúsculo sobre la Virgen de Tecaxique, venerada en un santuario cercano a Toluca. Con un lenguaje sencillo el autor describe los prodigios de Nuestra Señora de los Ángeles, una imagen pintada en una tela de algodón y conservada intacta a pesar de que estuvo a la intemperie en una ermita abandonada. Junto a la presencia de ángeles que tocaban música y emitían luz, a la multiplicación de la cal, de la carne y de las limosnas para concluir el santuario y a otros milagros, la alusión al nombre indígena del lugar (nido de aves) permite al autor hablar de una predestinación de los indios a convertirse en pueblo elegido. La Virgen de Tecaxique se había opuesto a ser trasladada al convento de San Francisco de Toluca, algo que no sucedió en otros casos. La imagen del Cristo de Ixmiquilpan, por ejemplo, fue expropiada a una comunidad indígena y llevada a la capital para ser colocada en el recién fundado convento de las carmelitas descalzas. Alonso Alberto Velasco (1635-1704), autor criollo del texto hierofánico publicado en 1688 y capellán de dicho convento de monjas, construyó alrededor de esa imagen un complejo escrito lleno de alusiones morales y alegorías históricas en el que la presencia indígena es incidental, pues no existe un Juan Diego. La imagen de un Cristo carcomido por la polilla y la humedad y renovado milagrosamente (con todo un aparato de gritos desgarradores, de sudor, de sangre, de emisiones de luz y de movimientos de ojos y de boca), sirve para discurrir sobre los sufrimientos del calvario. La narración del traslado (precedido por un motín popular que se oponía a él y sucedido por una procesión devota y curativa) y los hechos históricos que vivió la ciudad en el siglo xvii, se convierten en una manifestación alegórica de los milagros que rodearon a la renovación de la imagen y en una meditación sobre el alma, afeada por el pecado y restituida con los dones del Espíritu Santo a la belleza y candidez de la infancia. La expulsión del arzobispo por el virrey durante la rebelión popular de 1624, la colocación de los huesos del ermitaño Gregorio López en el templo de las carmelitas, las pocas muertes acaecidas durante la inundación de 1629, la persecución contra los judíos y su quema en la hoguera en la capital en 1649, son interpretados a la luz de una imagen que con sus prodigios enseña, purifica y alivia a la ciudad.

Por el tiempo que Velasco escribía su texto el jesuita Francisco de Florencia (1620-1695) realizaba una magna labor de recopilación de materiales que dieron origen a numerosos libros sobre el tema de las apariciones. Con su obra culmina un largo proceso de elaboración literaria hierofánica que tiene en él a su máximo exponente. Florencia, nacido en la Florida y formado en los colegios novohispanos de la Compañía de Jesús, inició sus trabajos después de un viaje a Europa como procurador de su orden, y de los criollos, para conseguir, entre otras cosas, la autorización de Roma del culto y de una fiesta para la Virgen de Guadalupe. Además de despertar su interés por esos temas, el viaje a Europa le permitió entrar en contacto con otros jesuitas y con varios impresores, lo cual facilitó que muchas de sus obras fueran editadas en España. Sin embargo, sus primeros impresos vieron la luz en México. La milagrosa invención de un tesoro escondido (editado en 1686) recoge la tradición de la Virgen de los Remedios y le da un nuevo giro haciéndola colaboradora de la fundación de Nueva España por su presencia en la conquista; sorprende que apenas un año antes Lorenzo de Mendoza (f. ca. 1690) había dado a la imprenta una obra sobre la misma imagen. Dos años después Florencia publicaba su Estrella del norte de México (1688), texto enciclopédico construido para argumentar y promover la aceptación del culto por Roma y que recopilaba todo lo dicho con anterioridad sobre el tema guadalupano, pero agregaba nuevos testimonios (como aquellos de las monjas que habitaban el convento de Jesús María) y novedosas metáforas (la gran inundación de 1629 se transforma en el diluvio universal y María de Guadalupe aparece como el arco iris de la alianza entre Dios y su pueblo novohispano y en promesa de bienestar para el futuro). Una biografía piadosa de Juan Diego, un exagerado valor otorgado a las informaciones recopiladas en 1666 y una explicación poco convincente al silencio de los historiadores españoles del xvi sobre el prodigio, son también elementos que hacen original este texto. Para Florencia, la aparición no sólo era muestra del favor que Dios otorgó a México; también era prueba de la superioridad de esta tierra sobre cualquier otra: “no hizo tal cosa en otra nación” (MazaEl guadalupanismo, pp. 90ss.).[9]

El tema de la Virgen de Guadalupe abrió para Florencia el interés por otras devociones locales y la necesidad de darles publicidad, no sólo en América sino también en Europa. Así, en 1689 apareció en Cádiz su Descripción histórica y moral en la que narraba la historia del santuario de san Miguel de Chalma en el que un Cristo destruyó y sustituyó a un ídolo venerado en una cueva. En el mismo texto se describían también las virtudes y actividades de dos ermitaños asociados al santuario: los legos agustinos mestizos fray Bartolomé de Jesús María (f. 1658) y fray Juan de San José (f. 1689), maestro y discípulo respectivamente, santificados por la cercanía a la imagen.[10] Poco después, en 1692, salía en Sevilla otra narración de una original hierofanía del arcángel San Miguel, aparecido al indio Diego Lázaro en Santa María Nativitas de Tlaxcala en 1631, pero en la que no existía una imagen, sino un pozo de agua milagrosa, con cuya agua y lodo se fabricaban panecillos curativos. El arcángel, después de golpear y apalear a su emisario para que obedeciera, logró finalmente que su santuario fuera construido y se convirtiera en un centro muy beneficiado por los obispos de Puebla, Juan de Palafox y Manuel Fernández de Santa Cruz. Después de estos textos, el interés de Florencia volvió a centrarse en las Vírgenes, pero ahora en dos devociones del norte del territorio, las de Zapopan y San Juan de los Lagos, localizadas en Nueva Galicia (1694). La primera, patrona de Guadalajara y llamada la pacificadora por su milagrosa participación en un ataque de los indios chichimecas, se mantuvo íntegra después de que un terremoto devastó su templo; la segunda, surgida en un territorio casi despoblado, fue renovada por mano de ángeles.

La actividad difusora de Florencia seguía recopilando información sobre diversos cultos pero la muerte lo alcanzó en 1697, antes de dar a la luz su obra póstuma, una enciclopedia de apariciones novohispanas que se llamaría Zodiaco Mariano y que concluyó (agregando materiales sobre Guatemala y sobre otros santuarios) el también jesuita Juan Antonio de Oviedo (1670-1757), quien la editó en 1755. El Zodiaco recopiló las leyendas y milagros de 106 imágenes marianas distribuidas por obispados.[11] Algunas de ellas habían sido obtenidas por donación o por flagrante robo, otras se “aparecieron”, se “revelaron” después de estar ocultas por mucho tiempo o se renovaron por sus propios medios. Algo común a todas era la voluntad de María de mostrar su especial predilección por la Nueva España.

Para Florencia, y esto es una constante a lo largo de su obra, el principal argumento que avalaba la devoción a estas imágenes era que había existido una continuada tradición histórica sobre ellas; reconstruir esa tradición era el principal objetivo de su obra. Junto a la existencia de una ininterrumpida devoción estaba también la autoridad de los obispos que habían patrocinado los santuarios, la difusión y multiplicación de las imágenes que proliferaban en los altares domésticos y la abundancia de limosnas de patronos ricos con que se edificaban sus santuarios. Florencia además daba a la imagen un carácter de documento visual que nunca había tenido antes; es significativo al respecto el uso que hizo de pictogramas indígenas y de exvotos como pruebas y el remarcar el carácter jeroglífico que poseían algunos iconos.[12] La obra monumental de Florencia, que le permite hacer a menudo referencias cruzadas entre todas las imágenes que maneja, no es sólo una literatura de propaganda para promover la devoción de los fieles; para él las imágenes son una muestra de los favores divinos concedidos a su tierra, una manifestación de la unidad de la fe que existía en Nueva España y de su carácter de pueblo elegido.

mostrar La hagiografía individual

Cuan gran tesoro de virtudes tuvo la Nueva España encerrado en una cueva de Chalma en el Venerable fray Bartolomé, porque es más rica y opulenta [por esto] que por los millones de oro y plata que cada año dan sus minas [...] Y espero en Dios que algún día nos lo ha de proponer la Iglesia Romana por ejemplar de anacoretas del desierto de Chalma, para que la devoción privada que hoy le tienen los que saben sus virtudes, pueda pasar a público y solemne culto y le paguemos la gran devoción que tuvo a Dios y a sus santos, con que la tengamos muy tierna y afectuosa con él.[13]

El jesuita Francisco de Florencia, autor de este texto, no fue sólo el exponente más representativo de la literatura de apariciones, fue también un magnífico hagiógrafo, un narrador de vidas llenas de virtudes y de milagros. Para él y para muchos de sus contemporáneos, la existencia de personas santas nacidas o relacionadas con Nueva España demostraba la igualdad entre los novohispanos y los europeos y daba a conocer que su tierra tenía la suficiente madurez espiritual, que su cristiandad era un espejo del modelo apostólico de la Iglesia de los primeros tiempos. Además, para Florencia y otros escritores Nueva España tenía en esos “santos en ciernes” una riqueza mayor que la de sus minas, pues poseía en el cielo protectores e intercesores que derramaban sobre ella salud, fertilidad y dones. Sin embargo, la existencia de santos auténticos sólo podía ser avalada por Roma, de ahí que una de las finalidades de los textos hagiográficos fuera la promoción de procesos de beatificación y canonización de esas personas ante la Santa Sede.

Sin embargo, desde principios del siglo xvii el papado impuso muchas limitaciones a tales expectativas, limitaciones que afectaban tanto los procesos como la literatura hagiográfica. En cuanto a lo primero se exigieron mayores pruebas y se volvieron más difíciles y complejos los trámites exigidos por la Sagrada Congregación de Ritos para la canonización de personajes tenidos por santos; respecto a la segunda, a partir de 1625, Urbano viii prohibió imprimir libros que contuvieran sugerencias de santidad, milagros o revelaciones, sin la aprobación explícita de la Iglesia. Todos los autores debían hacer protesta de no dar autoridad alguna a hechos sobrenaturales y manifestar que sólo expresaban opiniones humanas, con el fin de preservar la autoridad papal y de frenar la divulgación de materias heterodoxas. Con las nuevas normas papales se limitaba la literatura hagiográfica, pero al mismo tiempo la cultura barroca de la Contrarreforma promovía una religiosidad cargada de hechos prodigiosos en los que participaban reliquias, imágenes, ángeles, demonios, santos y ánimas del Purgatorio. La consecuencia, una “protesta” esquemática en la que se declaraba no dar más crédito que el humano a los hechos prodigiosos y, junto a ella, un abanico infinito de imágenes, de anécdotas y de referencias que mostraban un mundo lleno de maravillas, de manifestaciones de lo divino. De ahí la insistencia de estos autores en dar a conocer el culto rendido a las tumbas, las reliquias y las imágenes de estas personas y los prodigios realizados por su mediación y mostrar que tales devociones eran una prueba más de su fama de santidad.

En Nueva España la hagiografía se manifestó como un género histórico desde el siglo xvi, aunque no fue sino hasta el xvii y el xviii que dio sus frutos más novedosos. Como un reflejo de lo que sucedía en Europa, en un principio el género insistió más en el modelo moral que en las características individuales; en la hagiografía el carácter específico de la historia, que era el tratar hechos particulares, pasaba a un segundo término, siendo lo más importante lo general. Con todo, el humanismo renacentista y su exaltación del individuo reforzaron algunos elementos individuales de la hagiografía aproximándola a la biografía clásica desde fines del siglo xvi. Los textos novohispanos sobre estos temas tomaron muy diferentes formas: sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre virtudes y milagros, biografías particulares y biografías incluidas en textos sobre santuarios o en menologios de crónicas provinciales femeninas y masculinas. En todos aparecen ejemplos de virtud, piedad, sacrificio y devoción, así como revelaciones y hechos sobrehumanos; sin embargo, no todos los textos hagiográficos tenían la misma finalidad por lo que debemos diferenciar en ellos dos tipos de narraciones: el primero, representado por los menologios que describen las vidas de los varones apostólicos de la época misional, estaba inserto en un contexto corporativo y servía para exaltar a la institución, por lo que quedaron incluidos en las crónicas provinciales y serán tratados en su momento. El segundo tipo (del que nos ocuparemos ahora) lo constituyen las “vidas” particulares de personajes destacados cuyas acciones merecieron ser tratadas individualmente: los beatos, cuya veneración pública fue autorizada por la Iglesia después de un proceso de beatificación, y de los que México sólo tuvo dos casos;[14] los “siervos de Dios”, a quienes se les inició una causa ante la Sagrada Congregación de Ritos, pero ésta quedó inconclusa (cinco casos en total en Nueva España);[15] y los venerables, es decir, aquellos que no fueron objeto de un proceso en Roma. En todos estos casos, junto con las virtudes de los biografiados, se destacan sobre todo los numerosos milagros que realizaron. Por ello estos seres eran, además de modelos imitables, intermediarios para obtener los favores divinos, si bien sólo aquellos reconocidos como beatos o como santos podían recibir veneración pública.[16]

Estos textos utilizaron para sus narraciones materiales diversos: anécdotas e intimidades escuchadas en el confesionario de boca de los mismos biografiados; testimonios escritos u orales de quienes los conocieron; experiencias personales en su trato con los venerables. Elementos de color local tiñen esas narraciones decoradas, enriquecidas y convertidas en discurso retórico. Así, elementos propiamente novohispanos se entrelazaban y acomodaban a los modelos hagiográficos europeos para producir obras de una gran originalidad. A este género podemos aplicar la aseveración de Michel de Certeau: “La vida de un santo es la cristalización literaria de las percepciones de una conciencia colectiva.”[17] Las primeras obras impresas que narran vidas de venerables novohispanos fueron la del lego franciscano Sebastián de Aparicio (f. 1600) y la del ermitaño Gregorio López (f. 1596), ambos peninsulares. Tales biografías querían mostrar dos modelos de santidad surgidos en una Iglesia novohispana ya madura, libre de herejías y seguidora fiel de los dictados de la reforma católica postridentina.

La vida de Sebastián de Aparicio, escrita por fray Juan de Torquemada (ca. 1557-1624) e impresa en 1602, es un texto poco conocido que narra las hazañas de un lego franciscano natural de Galicia, profeso a los 76 años, modelo de castidad y de ascetismo, recolector de limosnas y arriero. La docta ignorancia, tema de muchas otras vidas de legos posteriores, es para Torquemada un buen pretexto para disertar sobre la fe de los simples, manifestada en obras de caridad, lo que constituye la verdadera sabiduría. Numerosos milagros, sobre todo el de su cuerpo incorrupto, propiciaron el inicio de su proceso de beatificación en 1625. Por su parte, la vida de Gregorio López, obra de su confesor y amigo el clérigo secular Francisco Losa (1530-1624), muestra a un anacoreta de las antiguas tebaidas; sus excepcionales virtudes, sus prácticas ascéticas y su sabiduría formaron sobre él opiniones encontradas; muchos lo acusaron de luterano por su escasa asistencia a la misa y a los sacramentos y por su rechazo a profesar en una orden religiosa, pero la ortodoxia de su pensamiento quedó avalada por su amistad con filósofos y eruditos y su santidad estuvo corroborada por numerosos milagros realizados en vida y después de muerto. Su fama llevó a los criollos novohispanos a promover su causa de beatificación ante Roma. Así, la obra del padre Losa recibió numerosas ediciones, y la vida de López otra biografía escrita por el maestro de la capilla de la catedral de México, Ambrosio de Solís.

A partir de 1640 se inició una nueva etapa en la literatura hagiográfica caracterizada por la necesidad de narrar las vidas de personajes que nacieron o que actuaron en Nueva España como parte de una historia patria, historia que quedaba inmersa en el plan divino pues consideraba a esta tierra propicia para fomentar virtudes y prodigios. Transformada por la perspectiva criolla, la hagiografía virreinal explotó, desde la segunda mitad del siglo xvii, nuevos modelos de santidad: los mártires en el Japón, los obispos, los sacerdotes y prelados regulares y las mujeres laicas y religiosas. El caso más significativo de esta nueva visión criolla fue la hagiografía escrita alrededor del protomártir fray Felipe de Jesús (f. 1597), religioso de los descalzos de San Francisco, único beato nativo de Nueva España que había elevado a los altares Urbano viii, junto a sus 25 compañeros, en 1627. A pesar de que la figura del beato criollo no recibió una especial atención en el proceso y de que fue considerado tan sólo uno más dentro del grupo de los veintiséis mártires, los novohispanos insistieron en impulsar una devoción individual hacia él. Destacados escritores criollos como Miguel Sánchez (1640), Jacinto de la Serna (1652), Diego de Ribera (1673) y Juan de Ávila (1681) dieron a la imprenta sus sermones biográficos. No fue sin embargo hasta 1683 que el cronista descalzo fray Balthasar de Medina hizo la primera biografía completa del protomártir, obra llena de narraciones de prodigios: la llegada del beato al Japón fue anunciada por cometas, temblores, lluvias de tierra roja y de ceniza; después de su martirio, los cuervos no tocaron su cadáver, que destilaba sangre fresca días después de muerto, mientras que columnas de fuego se levantaban en el cielo para dar testimonio del hecho. Además Japón, país con un emperador y con crueles gobernadores, cumplía con creces la escenografía apropiada de tipo “romano” para enmarcar un martirio. La obra estaba enriquecida también con la descripción de las suntuosas fiestas de la beatificación y del juramento que hizo la capital mexicana al convertirlo en su patrono.

La figura de Felipe relegó a un segundo plano la presencia de otro mártir criollo en el Japón muerto en 1632, el agustino Bartolomé Gutiérrez, que mereció tan sólo una breve biografía impresa en México en 1666 por Juan Fernández Lechuga (f. ca. 1675), copia de una anterior hecha en Manila por fray Martín Claver en 1638. A pesar de esto, el martirio del criollo Bartolomé, lo mismo que el de su compatriota Felipe, se volvió una prueba de la madurez que había alcanzado Nueva España; esta tierra, que varios decenios atrás era aún zona de misión entre idólatras, se convertía ahora en madre de misioneros y de mártires en un país lejano y exótico; se volvía una nación evangelizadora, como lo fueron las de Europa, y en un espejo de la Iglesia primitiva apostólica.

Además de tener mártires, los novohispanos estaban orgullosos de que en su tierra vivieran hombres cuya vida se apegaba a un segundo modelo de santidad propio de la Iglesia primitiva: el obispo ejemplar. El príncipe de la Iglesia debía destacar con dos virtudes especialmente: la humildad, dado que por su cargo estaba en continuo peligro de caer en el vicio contrario; y la caridad manifestada en una dadivosidad sin límites hacia los pobres. Junto a ellas se exaltaban también el ascetismo, la actividad reformadora del orden moral y las fundaciones de hospitales, colegios, seminarios, conventos y recogimientos. La hagiografía episcopal cumplía, para el clero secular, las funciones que tenía la crónica para el regular.

Tres fueron los obispos, todos peninsulares, cuyas vidas merecieron ser objeto de tratados hagiográficos en el siglo xvii, aunque muchos más recibieron la atención de un género (el elogio fúnebre) que rebasa el tema del presente ensayo. Del primero, el obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, no nos ocuparemos pues su biógrafo, Antonio González de Rosende, jamás estuvo en Nueva España. El segundo prelado biografiado en este periodo fue el arzobispo virrey fray Payo Enríquez de Ribera (f. 1684) cuya actuación política llenó el decenio entre 1670 y 1680 y cuya vida fue objeto de un texto de José López de Avilés (1684) en el que destacan más las cualidades de un gobernante que las virtudes de un venerable. Sobre el tercero, el obispo de Michoacán y arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas (f. 1698), su amigo y confesor, José de Lezamis, imprimió un texto en 1699 que lo muestra como un monstruo de ascetismo y como reformador moral de las costumbres femeninas y fundador de varias instituciones educativas y de beneficencia. Junto a los prelados seculares, merecieron también ser biografiados algunos provinciales regulares siendo el caso más representativo el del agustino fray Diego de Basalenque (1577-1651) cuya vida publicó fray Pedro Salguero en 1664. Modelo de prior y de provincial por la riqueza y ornamentos que dejó en los conventos michoacanos de su orden, amado por los indios y por los españoles por sus virtudes y humildad, este fraile ejemplar dejó como prueba máxima de santidad su cuerpo incorrupto. Mención especial merece aquí la biografía de Bernardino Álvarez, fundador de los hermanos hospitalarios de la Caridad llamados también hipólitos, escrita por el criollo Juan Díaz de Arce (1594-1653). Este clérigo secular exalta la labor de un personaje que, después de haber llevado una vida disipada, se entregó de lleno al cuidado de los enfermos y de los locos y fundó la primera congregación americana dedicada a ellos.

Por su parte, la Compañía de Jesús también desarrolló una gran actividad hagiográfica debido, en buena medida, a la costumbre de sus miembros de escribir e imprimir “cartas edificantes” a la muerte de un ilustre predicador, hermano, rector o misionero de su instituto. Ejemplos de esas cartas las tenemos a todo lo largo del siglo: de Andrés Pérez de Ribas sobre Juan de Ledesma (1636); de Luis de Bonifaz sobre Alonso Guerrero (1640); de Alfonso Bonifacio sobre Pedro Joan Castini (1664); de Tomás de Escalante sobre Bartolomé Castaño (1679); de Francisco de Florencia sobre Nicolás de Guadalajara (1684); de José Vidal sobre Miguel de Omaña (1682); y de Eugenio Solá sobre Pablo de Salceda (1689). Aunque lo milagroso también está presente en sus vidas, lo que importaba resaltar en ellas eran las virtudes, como la paciencia que somete la ira, la templanza y la castidad, necesarias en personas que tienen trato continuo con el mundo, con las mujeres y con los poderosos. La humildad era en este sentido un eje central de las vidas de los sacerdotes biografiados que no tenían empacho en barrer, servir en la cocina o atender a los enfermos.

La segunda mitad del siglo xvii vio aparecer, junto a un nuevo modelo hagiográfico relacionado con las vidas de religiosas (véanse Lavrin y Ramos Medina), las biografías de varios ermitaños; algunas (como las de Bartolomé de Jesús María o Juan Bautista de Jesús) fueron incluidas, como vimos, en narraciones hierofánicas; otras son biografías autónomas como la de Diego del Río hecha por Juan García de la Rea y la de Diego de los Santos escrita por Antonio González Lasso. La existencia de este tipo de textos es muy significativa, no sólo porque los ermitaños fueron los únicos personajes laicos que recibieron la atención de la hagiografía, sino también porque el anacoreta real comenzaba a ser marginado y perseguido a fines del xvii.[18] Son también muy representativas de este último periodo del siglo dos “vidas” de Sebastián de Aparicio cuya edición estuvo relacionada con la promoción en Europa del proceso de beatificación del lego franciscano (proceso que no concluyó hasta 1790). Es muy significativo que las obras escritas sobre él por Diego de Leiba e Isidro de San Miguel, hayan sido impresas en Sevilla y en Nápoles en 1687 y 1695 respectivamente.

Desde el punto de vista formal, la hagiografía presentaba dos cualidades únicas: era la forma literaria más competente para infundir mensajes sociales y proyectar valores, dada su función de narrar vidas humanas; poseía una estructura cerrada y acabada, con un inicio (el nacimiento), un desarrollo (las acciones, virtudes y milagros) y un final (la muerte). Esto último era lo que diferenciaba a la hagiografía de la crónica, la cual presentaba una temporalidad inacabada pues su narrativa estaba inmersa en unos hechos que continuaban aconteciendo.

mostrar La crónica religiosa

Es la historia un beneficio inmortal que se comunica a muchos. ¿Qué depósito hay más cierto y más enriquecido que la historia? Allí tenemos presentes las cosas pasadas y testimonio y argumento de las por venir; ella nos da noticia y declara y muestra lo que en diversos lugares y tiempos acontece [...] Es la historia un enemigo grande y declarado contra la injuria de los tiempos, de los cuales claramente triunfa. Es un reparador de la mortalidad de los hombres y una recompensa de la brevedad de esta vida.[19]

Fray Juan de Torquemada expresaba con estas palabras algo que trascendía el carácter moralizante y apologético que era, para muchos, la principal función de la historia; la memoria es un antídoto contra la mortalidad, otorga al hombre un arma contra el olvido y la brevedad de las vidas individuales. A la función teológica y didáctica se agregaba otra más mundana y relacionada con lo inmediato, que era la necesidad de mantener el recuerdo del pasado como testimonio y como argumento (es decir como recurso judicial) para el presente y para el futuro. Es un saber que tenía validez en el ámbito social, en la vida comunitaria que trascendía a los individuos. Gracias a este papel de preservadora de la memoria colectiva, la historia era para las instituciones eclesiásticas un instrumento básico de cohesión al interior de sus órganos y de defensa contra sus opositores. De los dos sectores que conformaban la Iglesia, era el clero regular el que presentaba las condiciones más propicias para desarrollar una sólida literatura histórica dada su organización jerárquica y electiva, su riqueza y el hecho de poseer un arraigado sentido corporativo. En él, las reglas fundadoras y las constituciones marcaban un fuerte lazo de unión entre los miembros de cada una de las órdenes religiosas; éstas estaban a su vez conformadas por corporaciones llamadas provincias, que eran unidades autónomas con su propio gobierno interno, con mecanismos de rotación de autoridades y totalmente independientes, tanto de las otras provincias de la misma orden, como del obispo.

Este sentido corporativo determinó un tipo de escritura de la historia marcadamente particularista, teñido de apología: la crónica provincial.[20] En Nueva España dos problemas aquejaban a prácticamente todas las órdenes religiosas: uno, al interior, que se reflejaba en un relajamiento del espíritu primitivo; el otro, al exterior, que se manifestaba en unas conflictivas relaciones con el episcopado. El primero era consecuencia de una intensificación de los vínculos entre el convento y la sociedad y se había dado como efecto del creciente número de criollos ingresados a los claustros; el segundo nació de una disputa por el control de las parroquias indígenas y se complicó con un problema económico relacionado con la exención de pago del diezmo que tenían las haciendas de los regulares, privilegio que afectaba al principal ingreso de los obispos y de los cabildos eclesiásticos de las catedrales. El conflicto llegó a su punto máximo en tiempos del visitador y obispo de Puebla, Juan de Palafox, quien secularizó varias parroquias de regulares en su diócesis y confrontó a los jesuitas y a otras órdenes para que pagaran diezmos sobre sus propiedades. La crónica religiosa escrita por los regulares en el siglo xvii cumplía por tanto una doble función institucional: primero daba a conocer los orígenes de las provincias religiosas para sacralizarlos y buscar en ellos su razón de ser; en una época en la que el primitivo espíritu decaía, las vidas de sus ilustres fundadores daban ejemplo de virtud a las generaciones de jóvenes frailes de cómo se debía practicar la espiritualidad originaria; en segundo lugar, era urgente remarcar los títulos de primeros evangelizadores por medio de estas relaciones de méritos, con los que se solicitaban privilegios a la Corona y se justificaban sus derechos sobre las doctrinas de indios, disputadas por el clero secular, y sobre sus exenciones y privilegios en el pago de los diezmos. Además de la narración de la vida de sus fundadores (inmersas a menudo en un mundo sobrenatural) y de las alusiones a los conflictos internos o externos de sus órdenes, las provincias incluían en estas crónicas la fundación de pueblos, hospitales, escuelas y obras públicas realizadas por sus miembros, la descripción de sus conventos, los tesoros y obras de arte que albergaban sus templos y, en ocasiones, las rentas y propiedades que poseían, además de la transcripción literal de documentos, bulas y probanzas. Muy a menudo, incluso, las crónicas no sólo se refirieron a hechos acontecidos en el siglo xvi sino también ocuparon mucho espacio para describir los problemas contemporáneos que afectaban a las provincias.

Todo esto hacía de las crónicas importantes instrumentos de cohesión institucional, lo que explica que en todas las provincias religiosas existiera el cargo oficial de cronista, cargo que fue a menudo ocupado por personas no sólo con una gran cultura, sino además con una profunda experiencia en el desempeño de funciones directivas en sus provincias. Para estructurar sus escritos, estos historiadores religiosos se basaron en los documentos de los archivos conventuales, en obras impresas (crónicas provinciales e historias generales) en otras crónicas manuscritas que hoy se han perdido y en la tradición oral guardada en sus comunidades; como los otros casos que hemos tratado, la crónica religiosa fue una creación colectiva y sus autores estaban conscientes de tal hecho.[21] Los datos recopilados en ellas sirvieron, además, para completar las historias generales que se hacían sobre sus órdenes en Europa, y a través de ellas influyeron en la concepción que los núcleos cultos del Viejo Continente tenían sobre el Nuevo Mundo.[22] Con todo, cada una de las crónicas religiosas contenían particularidades dadas no sólo por el carácter de sus autores, sino también por las actividades y organización de la orden religiosa a la que cada uno pertenecía. Por tanto, para su estudio, vamos a dividirlas en mendicantes evangelizadores (franciscanos, dominicos y agustinos); mendicantes con administración en centros urbanos (carmelitas y mercedarios); y la Compañía de Jesús dedicada a actividades educativas y misionales.[23]

mostrar La crónica de las órdenes mendicantes primitivas

Para el siglo xvii las tres órdenes evangelizadoras de Nueva España habían sufrido profundos cambios respecto a lo que fueron cien años atrás, cuando estaba fundándose la Iglesia en este territorio. Ciertamente las tres continuaban administrando numerosas parroquias indígenas, pero en ellas el proceso evangelizador estaba estancado, no sólo porque se habían abierto nuevas zonas de misión en América Septentrional y en Filipinas, sino también por la caída de la población aborigen que, por otro lado, continuaba con sus prácticas paganas en forma oculta. Ese estancamiento contrastaba con el gran auge que los conventos mendicantes poseían en el ámbito de las ciudades españolas, en las que tenían fuertes vínculos con las élites locales y donde administraban propiedades y capitales, además de la religión entre la población blanca y mestiza. Su crecimiento urbano propició el paso de órdenes europeas de corte medieval a comunidades criollas. El control de las parroquias de indios, que les daba numerosos privilegios, los enfrentó con el clero secular; la criollización trajo consigo conflictos de alternativa en los que cada tres años los miembros peninsulares contendieron con los criollos por el control de los cargos provinciales elegibles en los capítulos. La importancia que tuvieron en el siglo xvii estas asambleas, y los conflictos que en ellas se dieron, marcaron incluso el tipo de estructura que muchos cronistas utilizaron para describir la historia de sus provincias, a menudo organizada cronológicamente por trienios y por provincialatos, cuya continuidad se interrumpe para introducir la biografía de los varones muertos (pues la muerte es un nacimiento) en ese periodo.

Las crónicas mendicantes del siglo xvii, convertidas en una palestra contra las pretensiones de los obispos y en un espejo de virtudes para atajar los vicios que destaparon las alternativas, construyeron una Edad Dorada, época que se remontaba a la fundación de la Iglesia apostólica novohispana durante la primera mitad del siglo xvi. Según esta visión idílica, los misioneros, que andaban solos por los caminos, consiguieron milagrosas conversiones y bautizaron a una población indígena numerosa (a pesar del casi desconocimiento de las lenguas de los nativos) gracias tan sólo a la verdad y la bondad de la religión cristiana y a su intachable vida. En sus trabajos, sin embargo, tuvieron que enfrentarse a la intervención del Demonio que actuaba por medio de sus ministros, los hechiceros, los sacerdotes o los gobernantes apóstatas. En ese esquema idílico la peculiaridad de los infieles era secundaria, formaban parte de una escenografía misionera; eran idólatras y por tanto llenos de vicios, aunque para algunos autores franciscanos poseían cualidades morales similares a las de los pueblos paganos de la antigüedad. Con ese material humano los frailes ejercitaron su caridad, su humildad y su paciencia y crearon un espacio ordenado frente al caos satánico. Los indios convertidos gracias al poder del bautismo, transformados en hombres llenos de virtudes cristianas y espejos de su padre espiritual, se congregaban voluntariamente en pueblos, una república aislada de los españoles, modelada por las prácticas cristianas y sujeta a los frailes. En ese espacio reinaba la armonía entre frailes, obispos y autoridades; es un ámbito de paz y concordia donde se rinde culto a Dios. Las virtudes de indios y frailes y las características y condiciones de la Iglesia novohispana sólo encuentran un modelo digno de comparación en la Iglesia primitiva. Para los mendicantes esta evangelización primera se convertía además en un hecho fundacional para su patria y en el origen de su Iglesia, la Iglesia de los frailes. La evangelización se veía así desde la perspectiva de una cristiandad del siglo xvii, pujante y madura, practicante de ritos y devociones, capaz de crear nuevos espacios sagrados en torno a sus reliquias y a sus imágenes milagrosas propias.

5.1. La crónica franciscana

La visión idílica de una Edad Dorada había sido creada por un franciscano del siglo xvi: el peninsular fray Jerónimo de Mendieta (1525-1604); pero su crónica quedó inédita a causa de su combatividad y por los vituperios con los que trataba a los españoles y en especial a los burócratas. Sin embargo, su contenido y su construcción de la Edad Dorada misionera tuvieron un gran impacto gracias a la Monarquía indiana del también franciscano peninsular fray Juan de Torquemada, voluminosa obra impresa en Sevilla en 1615, en la que se incluían extensos párrafos textuales de la Historia de Mendieta eliminando las asperezas y críticas conflictivas. Sin embargo, la obra de Torquemada era algo más que una versión censurada de la de Mendieta. Con una visión universalista (en la que aún está presente la defensa del indio que caracterizó a los frailes escritores del siglo anterior), la Monarquía recopilaba materiales inéditos sobre el mundo indígena prehispánico incluyendo los de los frailes del xvi (Las Casas, Olmos, Motolinía y Sahagún) y los de los indios y mestizos nobles del xvii (Chimalpain, Ixtlilxóchitl y Tezozómoc; véase Romero Galván). Con su estudio, la cultura indígena, más bien la náhuatl, se insertaba en el contexto de la civilización universal a la altura de Grecia, Roma o Egipto. Esto permitía explicar los logros que el cristianismo alcanzó y dar a conocer cómo fue anunciada la llegada del Evangelio a estas tierras durante su gentilidad. Esta continuidad entre ambos mundos fue incluso la razón de ser de la otra parte del título: los veintiún libros rituales. Con su obra el autor pretendía dar a conocer “ceremonias, leyes y gobiernos de un pueblo eminentemente religioso, al que los designios de la providencia van a llevar a la práctica de nuevas ceremonias sacras en honor a un nuevo dios”.[24]

Ese mismo interés por dirigir los temas de la historia profana hacia una visión religiosa también se nota cuando el autor trata los temas de la conquista. Cortés, considerado como un héroe, es presentado como un agente de Dios para introducir a los indios al cristianismo; la conquista militar es vista como un hecho necesario para lograr la evangelización. Es lógico, por tanto, que la culminación de la obra sean las acciones de los primeros misioneros, ejes alrededor de los cuales gira toda la historia. Más que un texto histórico, la obra de Torquemada es una especulación teológica, surgida para explicar, dentro del esquema filosófico occidental, la existencia de los indios americanos y el papel que su conquista y evangelización jugaron dentro del contexto de la historia de la salvación.[25] Este interés de Torquemada por dedicar un espacio a los indios y a la conquista española como premisas para la evangelización marcó todas las crónicas franciscanas del siglo xvii. Sin embargo, ninguna de ellas tendrá ya el carácter universalista de la Monarquía indiana. El fracaso de una sociedad utópica formada por frailes e indios, la expansión de la labor misionera a China y a Japón y la desaparición de las profecías que interpretaban los hechos históricos como premoniciones apocalípticas, propiciaron que las perspectivas universalistas fueran marginadas: “La visión providencialista quedó de nuevo relegada al transfondo, convirtiéndose en la expresión de una fe sencilla que ve milagros en todas partes.”[26] En esta evolución la historiografía se convierte en algo regional, en una expresión que describe particularidades geográficas y procesos locales. La visión universalista se diluye en las historias provinciales.

Para el siglo xvii la orden franciscana poseía en Nueva España cinco provincias que se extendían por todo el territorio y que abarcaban desde Nuevo México hasta Yucatán. Una de las más antiguas, casi tanto como la provincia matriz del Santo Evangelio, era la de San Pedro y San Pablo de Michoacán y su historia salía a la luz en 1643, reconstruida por la pluma de fray Alonso de la Rea (ca. 1600-1661). Con “una pintura escueta, breve y precisa, y un estilo sobrio” este criollo queretano describió la historia de su región, con sus riquezas agrícolas y minerales, su pasado prehispánico y sus procesos de conquista y evangelización. El esquema de la obra fue el de Torquemada, de quien tomó también muchos de los datos, sobre todo aquellos relativos a la civilización indígena de Michoacán. Sin embargo, “sus episodios no tienen ni la extensión ni la prolijidad” de la Monarquía; el autor nunca pierde de vista que los datos aportados son meros eslabones dirigidos a explicar un hecho trascendente: la presencia del cristianismo en Michoacán, como consecuencia de un plan divino, avalado por la aparición de algunas imágenes milagrosas y por las virtudes de sus fundadores.[27]

Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano, México, María de Benavides, 1698, portada.

Con una estructura e intención similar, pero con mucha mayor extensión, el cronista oficial de la provincia de Santiago de Jalisco, fray Antonio Tello (1596-1652) dejó una voluminosa obra manuscrita cuya única edición completa (publicada hasta este siglo) ocupa cinco volúmenes. Este peninsular, teólogo de Salamanca, misionero y guardián de varios conventos en el norte de Nueva España, escribió su Crónica miscelánea alrededor de 1652 como un alegato sobre el derecho de los religiosos sobre las parroquias indígenas que el obispo Juan Ruiz Colmenero (f. 1663), amigo de Palafox, pretendía limitar. La provincia de Jalisco, desgajada de la de Michocán hacía apenas cuatro décadas, presentaba una extensa área misionera entre los grupos nómadas del norte, rebeldes a la dominación española. Por ello la obra de Tello se ocupó extensamente de describir sus costumbres y religión en los tiempos de su gentilidad (los coras que Tello conoció bien reciben una atención especial), y de narrar las rebeliones indígenas y los martirios de los religiosos víctimas de ellas. Las conquistas militares (a veces crueles como la de Nuño de Guzmán pero, según el autor, antecedentes necesarios a la conversión), eran asistidas por Santiago y San Miguel, los guerreros celestiales que ayudaban a los cristianos contra los indios indómitos. Setenta y dos vidas de religiosos de la provincia, una relación de conventos y fundaciones y un catálogo de escritores franciscanos se incluyeron no sólo para mostrar los servicios que la orden ha prestado a la Iglesia, sino también para hacer patente que sin los franciscanos hubiera sido imposible la conquista del norte.

Igual posición presenta el cronista franciscano que escribió la historia de la provincia de San José de Yucatán, en el otro extremo del territorio: fray Diego López de Cogolludo (ca. 1610-1686). Este peninsular, conocedor del maya y estudioso de las tradiciones de los indios prehispánicos de la zona, escribió también un texto misceláneo lleno de noticias diversas, aunque su hilo conductor son los capítulos provinciales de los franciscanos y la historia de la evangelización. El mismo título de Historia de Yucatán nos habla de una pretensión más general que la de una mera crónica de su provincia. Así, la obra comienza con el descubrimiento y conquista de Yucatán para seguir con la historia indígena (libro iv) y con continuas alusiones a los gobiernos civil y episcopal, a los ataques piratas y a los principales edificios religiosos de la ciudad de Mérida; en forma paralela y a veces de manera un tanto desordenada, se dan noticias de carácter religioso como el caso de las cruces o de profecías indígenas que anteceden a la llegada del cristianismo o sobre la Virgen de Izamal y sus milagros. La edición del voluminoso texto en Madrid, en 1688, estuvo inmersa en un conflicto que los franciscanos tuvieron con el obispo Juan de Escalante quien les secularizó varias parroquias; la historia de Cogolludo se volvió un argumento con el que se mostraba la labor de los religiosos en la península y lo injusto de la actuación episcopal.

Pero quizá la obra más significativa de la historiografía franciscana del siglo xvii, después de la de Torquemada (en la que se basó), sea el Teatro Mexicano del criollo fray Agustín de Vetancurt (ca. 1622-1708). Aunque su misión principal fue dar a conocer la labor franciscana en la provincia del Santo Evangelio, para lo cual incluyó un menologio de frailes santos y una descripción de conventos, la obra rebasó este objetivo e incluyó un sinnúmero de noticias de todo género, como se puede ver por el título “sucesos ejemplares históricos, políticos, militares y religiosos del Nuevo Mundo de las Indias”. Impresa en 1698, la monumental obra está dividida en cuatro partes que dan noticias sobre la geografía, la historia de los mexicas prehispánicos, la conquista de México-Tenochtitlan, la evangelización franciscana remarcada por las biografías de sus realizadores, el estado de los conventos de esa orden en el siglo xvii y la descripción de las ciudades de Puebla y México, con su clima, sus plazas, sus calles, sus templos y sus conventos. El género denominado “Teatro”, nacido con el manierismo, fue llamado así por su carácter de espectáculo: “es decir de aquello que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual capaz de atraer la atención y de provocar curiosidad, horror, admiración u otros efectos de ánimo”.[28] El modelo usado por Vetancurt fue el Teatro eclesiástico de Gil González Dávila (Madrid, 1649), aunque con una visión muy nacionalista y franciscana y bajo la perspectiva de quien quiere hacer patente la grandeza de su patria. El cronista criollo quiso mostrar las hazañas de los conquistadores que dieron al rey de España estas tierras; pero consideraba más importantes a los frailes que le ofrecieron las almas redimidas de los indios. Escribir sobre su tierra natal era, además, pagar una deuda a la patria, hacer una labor didáctica y salir al paso de muchas creencias erróneas que sobre ella circulaban en Europa. Vetancurt señalaba que cuatro cosas influían en la forma de ser del hombre: la naturaleza, el alimento, la abundancia de lo necesario y el ejercicio de las buenas obras. De las tres primeras la Nueva España era una tierra pródiga, pero era sobre todo en la cuarta en la que se excedía su grandeza; su patria era una tierra de hombres inteligentes y virtuosos que habían construido ricas y hermosas ciudades llenas de templos y conventos.[29]

Este mismo orgullo patrio es el que se observa en la obra de otro franciscano criollo, contemporáneo de Vetancurt pero perteneciente a la provincia de los descalzos de San Diego: fray Baltasar de Medina (1634-1697). Su orden había sido la última de las mendicantes en llegar a Nueva España y, de hecho, su fundación estuvo determinada por la de la provincia de San Gregorio de Filipinas, que necesitaba un convento de paso en América para los misioneros en ruta al Asia. Esta posición de orden secundaria en Nueva España llevó a su cronista a exaltar aspectos que no tenían que ver directamente con la orden pero sí con el territorio criollo: descripciones geográficas y urbanas de las ciudades donde hubo conventos de descalzos; relación de la fundación de México-Tenochtitlan; el abasto de la ciudad de México; posición astronómica, riqueza, edificios, autoridades y tribunales de la capital, etcétera. Con estas noticias misceláneas se entrelaza la presencia de la orden de los descalzos, los privilegios pontificios que recibió la provincia, sus provinciales y escritores, los beneficios que recibía el reino con sus fundaciones conventuales y, sobre todo, su maternidad sobre el único beato criollo que había dado esta tierra, fray Felipe de Jesús. Autor de una biografía completa del mártir, el padre Medina dedica varios capítulos a describir la obra de los descalzos en Filipinas y en Japón. Con una excepcional conciencia de dirigirse a un amplio público, utilizó un lenguaje llano y vocablos de uso común pues buscaba “más ser reprendido por los doctos que ignorado de los pueblos”. Esta frase define la crónica franciscana del siglo xvii: textos que gracias a su carácter misceláneo pudieran ser leídos tanto por los sabios como por los curiosos.

5.2. La crónica dominica

La orden franciscana basaba su espiritualidad en la pobreza evangélica; su misión y su historiografía quedaron marcadas por esta premisa. Los dominicos, en cambio, insistieron en la preparación teológica y la predicación basada en el estudio y en la palabra, lo que determinó su actividad misionera. Para el siglo xvii, con un menor número de fundaciones que la franciscana, la orden de Santo Domingo poseía tres provincias en Nueva España: Santiago de México, San Hipólito de Oaxaca y los Ángeles de Puebla. Las dos primeras desarrollaron una rica crónica provincial, con base en una tradición remontada al siglo xvi y que había generado su propia visión idílica de una Edad Dorada dominica. El autor que desarrolló esta visión fue fray Agustín Dávila Padilla (1502-1604), que escribía su crónica al mismo tiempo que el franciscano Jerónimo de Mendieta concluía la suya, con una diferencia: su obra sí fue impresa. Muy posiblemente este hecho determinó la suerte de las crónicas de la provincia de Santiago escritas en el siglo xvii pero que permanecieron inéditas. Dos de ellas fueron continuación de la obra de Dávila y sus autores pertenecían a las dos facciones que se disputaban el control de la provincia: el peninsular fray Hernando Ojea (ca. 1560-1615) y el criollo fray Alonso Franco y Ortega (ca. 1591-1663). El primero escribió una serie de 51 vidas ejemplares de frailes (peninsulares en su mayoría) del convento de Santo Domingo de la ciudad de México, escenario de sus virtudes descrito con lujo de detalles en todas sus dependencias, capillas y templo. El segundo, cronista oficial desde 1637, inició la historia de la provincia donde la dejó Dávila (en 1591), y la terminó en 1645; ofrece una descripción pormenorizada de cada trienio con la fundación de conventos de religiosas y de frailes de su orden. El texto de Franco se ha convertido en una crónica de hechos contemporáneos, muchos de ellos vividos por el autor, y no en una narración del pasado glorioso. Algo distinto acontece con la tercera crónica histórica de la provincia dominica de Santiago escrita por fray Juan Bautista Méndez (ca. 1613-1705). A partir de la estructura en capítulos provinciales, este autor describe la historia dominica desde la llegada de la orden a Nueva España hasta 1564. Basado en las crónicas de Dávila y de Remesal (esta última sobre Guatemala), que a veces copia textualmente, Méndez hace una síntesis de la presencia dominica en el centro y el sureste del virreinato. A pesar de ser una obra con el mismo contenido que las crónicas del xvi, ésta tiene rasgos muy criollos, como la inclusión de un capítulo sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe y sobre su protector amparo de la ciudad.

El padre Méndez y los cronistas dominicos que lo antecedieron no se interesaron por las culturas indígenas y en sus textos la presencia de los evangelizados está supeditada a la vida de los religiosos y es una mera construcción retórica; algo distinto pasó con el otro cronista dominico del siglo xvii, el oaxaqueño fray Francisco de Burgoa (1605-1681). Ninguna de las crónicas de la provincia de Santiago se compara con sus complejos textos que, a diferencia de ellas, recibieron la atención de la imprenta aún en vida de su autor. Provincial de San Hipólito, prior en varios conventos y defensor de los derechos de los dominicos frente a las pretensiones secularizadoras del obispo Bartolomé de la Serda (f. 1652), el cronista criollo escribió una historia de las hazañas evangelizadoras dominicas y del espacio que conquistaron. La historia de Burgoa es así una narración de las “refulgencias espirituales, prendas esclarecidas de virtud, santidad y letras” de los varones insignes de la Provincia, y una descripción de los “temperamentos, sitios, frutos y calidades así proficuas como nocivas” de la tierra.[30] La originalidad del autor fue separar ambas historias en dos libros independientes y con dos finalidades distintas. En Geográfica descripción, el primero, quedó plasmado el espacio de la provincia. Este es el lugar que el autor conoció en sus recorridos como provincial cuya forma de planta de un pie gigantesco que mira hacia la salida del sol simbolizaba “las huellas de santidad” de sus apostólicos fundadores. La obra describe la fundación de los conventos, los parajes donde estaban y los pueblos indios, la escenografía geográfica, económica y humana de Oaxaca antes y después de la llegada de los dominicos. En Palestra historial, el segundo texto, se muestran en cambio las ejemplares vidas de los miembros de la orden, campeones contra la idolatría y constructores de una provincia llena de conventos. Como Burgoa no era afecto a citar fechas, un siglo y medio de historia dominica es visto a través de los hombres que lucharon por salvar sus almas y las de los indios en curiosa intemporalidad. Con todo, este texto no fue sólo una descripción edificante de virtudes, era (como lo indica su título) una palestra donde se denunciaban los abusos de los españoles, la desenfrenada codicia y las presiones episcopales y donde se justificaba la inconstancia del indio que regresaba a sus idolatrías al faltarle el apoyo de sus ministros, expulsados de algunas parroquias. Los predicadores, que en el siglo xvi se habían enfrentado a los abusos de los españoles, ahora debían vencer al nuevo enemigo, la ignorancia, con sus mismas armas: el celo y la virtud.[31]

5.3. La crónica agustina

La orden de San Agustín, tercera en llegar a Nueva España, basaba su ideario en la predicación, en el estudio de las Sagradas Escrituras y en la vida eremítica. Para el siglo xvii la provincia madre del Santísimo Nombre de Jesús de México había tenido que ceder sus conventos orientales para que se fundara la de San Nicolás de Tolentino de Michoacán (1602). La historiografía de la orden en la Nueva España del siglo xvii quedó marcada por ese hecho, así como por la existencia de una tercera provincia en las islas Filipinas cuya historia, así como la de las misiones en China y en Japón, serán temas obligados en las narraciones agustinas novohispanas.

La primera crónica impresa de la provincia agustina de México (1624) fue obra de fray Juan de Grijalva (1580-1638), criollo colimense que utilizó para su texto las relaciones de fray Alonso de Buiza (f. ca. 1600) y de fray Francisco Muñoz (f. 1616), obras escritas en la centuria anterior y hoy desaparecidas. Al igual que Mendieta, Grijalva construyó una visión idílica de la Edad Dorada de la evangelización novohispana desarrollada por frailes angélicos sobre indios dóciles; sin embargo, difiere del cronista franciscano en su afán de narrar hechos sobrenaturales: violentas luchas contra las fuerzas infernales, apariciones de ángeles y milagrosas curaciones y prodigios realizados por frailes o por imágenes como la Virgen de los Remedios (asociada a los agustinos porque su aparición estaba relacionada con la cinta de San Agustín) o el Santo niño de Zebú en Filipinas. Grijalva también difiere de Mendieta y de los demás cronistas franciscanos en cuanto a su tratamiento del indio prehispánico. Como en todas las crónicas agustinas y en la mayoría de las dominicas, las menciones al mundo anterior a la conquista son vagas y retóricas; no hacen diferenciación entre los pueblos civilizados de Mesoamérica y los chichimecas norteños pues a todos se les aplica el estigma de lo demoniaco por ser idólatras. Entre un pasado idealizado y luminoso (obra de héroes culturales y fundadores de pueblos), y un futuro promisorio en las misiones en Asia (de la entrada a China se ocupa en varios capítulos), se encontraba un presente que no era para Grijalva tan optimista. Al tratar problemas conflictivos que le atañían directamente, el cronista se vuelve pesimista y polémico y convierte su obra en una tribuna pública para quejarse de la discriminación de que son objeto los criollos y de los abusos de los obispos sobre los frailes.[32]

Esta misma actitud, pero con mayor enjundia y combatividad fue la que mostró en su obra otro criollo agustino, fray Esteban García (ca. 1600-1665), cuya crónica continuó la de Grijalva.[33] El texto es un llamado al rey para que haga justicia a los frailes criollos, sus más fieles servidores, pero que viven apabullados por las leyes de alternativa y por los abusos de los obispos. En la obra el conflicto brota por todos lados. En frases dispersas entre las vidas de frailes santos, se insinúan las rencillas, los odios, la ambición y la corrupción descritos con un tono apasionado, lo cual quizás influyó para que quedara manuscrita y sepultada en el archivo del convento de San Agustín de México. Suerte distinta tuvo otra obra agustina contemporánea de la de García, igualmente crítica, pero escrita sin apasionamiento: la Historia de la Provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (México, 1673) de fray Diego de Basalenque (1577-1651). Llegado a México a la edad de nueve años, este peninsular acriollado, provincial excepcional y promotor de la riqueza y el ornato de conventos e iglesias, escribió una historia en la que su provincia adoptiva aparecía como una entidad autónoma de la del Santísimo Nombre de Jesús, desde sus orígenes alrededor de 1540. En ella, junto a las virtudes de ilustres agustinos, adquieren un papel relevante los recursos económicos de la comunidad, la descripción de suntuosos edificios conventuales, de sus haciendas y de la riqueza de sus sacristías.[34] El texto muestra un armonioso equilibrio entre el florecimiento espiritual de los frailes y la ayuda material de los encomenderos, entre la caridad y la humildad de sus miembros y las pugnas con los obispos, la división de las provincias, los problemas de la alternativa y los capítulos cismáticos que vivió la provincia. En tiempos de Basalenque, el cronista oficial de la provincia era fray Juan González de la Puente, autor de otra crónica de la que sólo se publicó un menologio en 1624. Es por demás significativo que la obra de fray Diego, y no la de fray Juan, trascendiera y se convirtiera en la crónica oficial de la provincia agustina de Michoacán.

5.4. La crónica carmelita y mercedaria

Llegadas tardíamente a Nueva España, las órdenes del Carmen descalzo y de la Merced no realizaron actividades misioneras entre los indios como las tres primeras. Este hecho, unido a lo específico de sus espiritualidades, determinó que en su historiografía no apareciera la visión idílica de una Edad Dorada, aunque los temas hagiográficos y hierofánicos no estuvieron ausentes de ella. Muy posiblemente por esta falta de un pasado misionero glorioso, las crónicas de estas órdenes tuvieron que echar mano de otros medios para obtener privilegios y para encontrar un lugar entre las instituciones eclesiásticas novohispanas. Con todo, es muy significativo que ninguna de las dos órdenes pudiera imprimir sus crónicas, que se quedaron para el uso privado de los frailes.

La provincia de San Alberto Magno de los carmelitas descalzos, cuyo ideario tenía como tema central la vida contemplativa y eremítica, quedó descrita en la crónica de fray Agustín de la Madre de Dios (1610-1662), peninsular que simpatizaba con la causa criolla. En su Tesoro escondido este religioso describió las fundaciones de su orden y las vidas de sus miembros, tanto de la rama masculina como de la femenina. Para resaltar el papel de su orden en el ámbito novohispano, y para acallar a aquellos que la consideraban una provincia menor, el autor remarcó la abundancia de doctores, escritores y virtuosos carmelitas (cuyas vidas y obras estaban rodeadas de prodigios) y la riqueza de sus conventos (riqueza obtenida gracias a las limosnas de los fieles).[35] Los pleitos con las otras órdenes (que veían con malos ojos sus obras y fundaciones) y la amistad de los carmelitas con personajes tan insignes como Gregorio López, eran hechos que aparecían entrelazados con milagros (prueba de la inclinación de la voluntad divina hacia ellos) y con virtudes que atestiguaban su grandeza moral. La misma justificación de no haberse dedicado a la misión entre indios (de lo cual se culpaba a las autoridades españolas y a la poca disposición de los de la orden) es muestra de esa necesidad de aceptación que parece animar la crónica de fray Agustín.

Esta misma actitud la observamos en la crónica de Francisco de Pareja (1619-1688), criollo neogallego, provincial y primer cronista (desde 1671) de la provincia mercedaria de la Visitación.[36] Dividida en cuatro estados, que abarcan desde la llegada de los españoles a México hasta 1681, la obra presenta la evolución de una institución que se fundó primero en Guatemala, que arribó a México hasta 1585 y que tenía tan sólo ocho fundaciones en Nueva España en el siglo xvii. La primera parte, la más polémica del texto, está basada en la versión interpolada de la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo (1492-1581), en la que se da al mercedario fray Bartolomé de Olmedo una presencia inusitada durante la conquista de México. En su texto Pareja muestra a su correligionario como el primer apóstol de Nueva España; lo presenta como predicador, bautizando caciques, diciendo la primera misa en Tenochtitlan ante un altar en el que ya se venera a la Virgen de los Remedios, colaborando con Cortés como su brazo derecho y recibiendo a los franciscanos en 1524. Con ello la Merced se convertía en la primera orden evangelizadora de Nueva España. De este modo se refutaba a los cronistas de las otras órdenes el no reconocer, movidos por la envidia, el papel protagónico de Olmedo; también se reforzaba el prestigio y preeminencia de unos frailes nobles, virtuosos y académicos que buscaban obtener ventajas y privilegios de la corona.

5.5. La crónica jesuítica

Fundada durante el Renacimiento, la Compañía de Jesús presentaba una organización y una espiritualidad distintas a las de las órdenes mendicantes. Sin obligaciones de vida comunitaria y, por lo tanto, sin conventos, los miembros de esta orden se dedicaron a la labor educativa, a las misiones entre infieles, a la predicación, a la administración sacramental en los ámbitos rurales y urbanos y a una intensa tarea literaria que abarcaba, como hemos visto, los temas hagiográficos y hierofánicos. Sin embargo, a pesar de haber desarrollado una gran actividad en Nueva España desde su llegada en 1572, para mediados del siglo xvii no existía impresa aún ninguna crónica de la provincia. Su costumbre de redactar informes anuales (llamados Annuas) había producido un cuantioso material histórico y dos cronistas (Juan Sánchez Baquero y Gaspar de Villerías) ya tenían escritas breves relaciones sobre los orígenes de la Compañía de Jesús en Nueva España.[37]

Después de ese largo periodo de espera salía en Madrid en 1645 la primera gran Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, dedicada, sobre todo, a describir el proceso evangelizador realizado por los jesuitas en el norte. Su autor, el peninsular Andrés Pérez de Ribas (1576-1655) había tenido una larga experiencia misionera en la zona, ocupó varios cargos administrativos, como el de provincial, y fue enviado a España como procurador de su orden en 1643, hecho que facilitó la edición de su obra. Esta estancia explica también la razón de su escritura pues el padre Ribas estaba encargado de defender a su provincia contra las aspiraciones del obispo Palafox sobre los diezmos de sus haciendas. Al narrar los duros trabajos de los jesuitas en Sinaloa y las muertes de algunos de ellos (víctimas del odio de los hechiceros, ministros de Satán), el autor escribía también un alegato contra las pretensiones del obispo poblano, construía una defensa para atajar a quienes aseguraban que los jesuitas novohispanos sólo se dedicaban a laborar en las ciudades ricas y creaba un instrumento de propaganda para conseguir los favores del rey hacia la labor misionera de su instituto. Pero además de recopilar las vidas y hazañas de los virtuosos misioneros, la obra es, como otras crónicas contemporáneas, una miscelánea que narra las acciones de armas que hicieron posible el avance de la cristiandad en Sinaloa y una relación geográfica y etnográfica de la región.[38] Contrariamente a lo que dice el título, las bárbaras naciones del norte aparecen a los ojos del cronista como gente industriosa e ingeniosa, que argumenta con sabios discursos, que adorna sus cuerpos con galanos aderezos, que sabe hacer textiles y conoce la agricultura; una vez cristianizados están incluso más libres de vicios que los viejos creyentes. Con esta visión se justificaba la labor y los “triunfos” de los jesuitas en el norte.[39]

La obra de Pérez de Ribas tuvo un éxito inusitado por lo que sus superiores le mandaron escribir una Crónica más amplia donde se trataran los otros aspectos de la labor de la Compañía; sin embargo, la extensa obra quedó inédita seguramente porque quince capítulos de ella se ocupaban en atacar a Palafox. Ante la ausencia de un trabajo de este tipo, a fines del siglo se echó a cuestas esa labor el más eminente escritor de la Compañía en Nueva España, el hagiógrafo y hierógrafo criollo Francisco de Florencia. A pesar de lo importante que era un texto así para los jesuitas, la Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España (ambiciosa obra que abarcaba hasta el siglo xvii e incluía un extenso menologio) fue impresa parcialmente (una tercera parte) y sólo salieron a la luz aquellos hechos sucedidos entre 1566 y 1582. Con su desmesurada erudición y su conocimiento profundo de los archivos, el texto de Florencia que conocemos no tiene la intención de mostrar los logros misioneros de la Compañía sino más bien sus actividades educativas y devocionales; aunque al principio habla de la labor jesuítica en Brasil y en la Florida (lugar de su nacimiento descrito como un paraíso) y de algunos mártires de su orden en esas zonas, la mayoría de los capítulos están dedicados a la fundación de colegios, a sus haciendas y bienes, a las donaciones que recibieron y a sus benefactores, al apoyo de los obispos y a la riqueza de las ciudades que los recibieron y que se vieron honradas con sus letras y sus espirituales riquezas. Son también de su interés algunas actividades relacionadas con el culto, como el traslado de un baúl de reliquias desde España y la descripción de los festejos con que fueron recibidas, hecho del que se ocupa en numerosas páginas de la obra. Los jesuitas aparecen como los Hércules, los héroes descubridores de un nuevo mundo y san Ignacio como un Alejandro Magno, conquistador del orbe. Lleno de metáforas imperiales, el texto de Florencia es parco en revelaciones y milagros pues, como afirma en su prólogo, la labor de los jesuitas se fundó tan sólo con virtudes sólidas. Con todo, en el capítulo I (cuando habla de los preparativos para la salida de los jesuitas de España) el tema central son los vaticinios con que fueron anunciadas sus excelsas acciones futuras en América.

Para Francisco de Florencia mantener la memoria de esos hechos era necesario pues “sin ella no puede durar el ser de las más gloriosas acciones”.[40] Él y sus contemporáneos (BurgoaVetancurt, Medina, Méndez, Pareja) formaban una generación de criollos orgullosos de su patria y de su historia y preocupados por protegerlas del olvido. La literatura que produjeron (casi toda de carácter misceláneo aunque su tema central fuese lo religioso) compendiaba no sólo los hechos del pasado, sino también incluía noticias geográficas y descripciones de su presente. Por medio de esa literatura, que conjuntaba tiempo y espacio en un afán enciclopédico, se afianzaba la memoria de lo propio, premisa básica para hacer un balance del momento en el que se estaba. Uno de los medios más eficaces para mantener esa memoria y para difundirla era la imprenta; por ello, a diferencia de las obras escritas en el siglo xvi , las crónicas y textos religiosos del xvii fueron editados en su mayor parte en la época en que se escribieron.[41] Incluso aquellos que quedaron manuscritos en las bibliotecas conventuales (por la censura de las autoridades eclesiásticas y civiles o por falta de fondos), circularon en el ámbito de los religiosos por medio de copias, y muchas veces se integraron a textos más amplios que sí fueron impresos. Salidos de las prensas de las ciudades novohispanas (Puebla y México) o de las urbes hispánicas (Sevilla, Madrid, Valladolid), los libros hicieron posible que se multiplicaran los destinatarios del mensaje, propiciaron un mayor rigor en la elaboración de conceptos y categorías y sacralizaron los contenidos volviéndolos incuestionables.

Una de las finalidades buscadas por los autores y sus provincias al promover la impresión de sus textos fue sin duda darlos a conocer al mundo europeo y, a menudo, a las autoridades de Madrid y de Roma, centros donde se tomaban las decisiones que afectaban a sus provincias. Pero junto a esta función práctica, también existía en ellos la intención moralizante y devocional que exigía que los mensajes llegaran a la mayor cantidad de sectores sociales de Nueva España, de ahí que estuvieran escritos en castellano y no en latín. Es cierto que las ediciones eran limitadas y sólo podían ser accesibles a un reducido público que sabía leer, clerical en su mayoría. Sin embargo, autores y autoridades sabían que los contenidos podían tener mucho más alcance gracias a su inserción en la difusión oral, en los sermones, en las confesiones, en las direcciones espirituales y en las lecturas públicas que se hacían en las reuniones de cofradías, en los estrados de los hogares, en las salas de labor y en los refectorios. Fue sin duda por estos medios que los textos religiosos se convirtieron en importantes agentes de cohesión social y en forjadores de una conciencia colectiva.

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Literatura hierofánica

Ávalos, Juan de, Relación de la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Cosamaloapan en la costa norte del obispado de la Puebla de los Angeles, Puebla, 1643.

Becerra Tanco, Luis, Felicidad de México en el principio y milagroso origen que tuvo el santuario de la Virgen María, Nuestra Señora de Guadalupe, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1675. // Otras ediciones: Sevilla, Tomás López de Haro, 1685; Madrid, Juan de Zúñiga, 1745; México 1780; Madrid 1785 entre otras.

----, Origen milagroso del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, extramuros de la ciudad de México, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1666.

Cisneros, Luis de, Historia de el principio y origen, progresos, venidas a México y milagros de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios ..., México, 1621.

Cruz, Mateo, Relación de la milagrosa aparición de Nuestra Señora de Guadalupe de México, Puebla, Viuda de Borja, 1660. //Otras ediciones: Madrid, 1661; México, 1781; Madrid, 1785.

Florencia, Francisco de, Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel San Miguel a Diego Lázaro de San Francisco, indio feligrés del pueblo de San Bernabé de la jurisdicción de Santa María Nativitas [Estado de Tlaxcala], Sevilla, Tomás López, 1692. // Edición moderna: Luis Nava Rodríguez, México, D. F., La Prensa, 1969.

----, Descripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas en el Reino de la Nueva España e invención de la milagrosa imagen de Christo Nuestro Señor crucificado que se venera en ellas. Con un breve compendio de la admirable vida del venerable anacoreta fray Bartolomé de Jesús María y algunas noticias del santo fray Juan de San Joseph, su compañero, Cádiz, Imprenta de la Compañía de Jesús/ Cristóbal de Requena, 1689.

----, La Estrella de el norte de México [...] Historia de Ntra. Sra. de Guadalupe, 1ª ed., México, María de Benavides viuda de Ribera, 1688. // Otras ediciones: Barcelona, Antonio Velázquez, 1741; Madrid, 1785.

----, Origen de los dos célebres santuarios de la Nueva Galicia ...., México, José Guillena Carrascoso, 1694. // Otras ediciones: México, Biblioteca mexicana, 1757; México, Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1766; México, Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1801, sólo sobre San Juan de los Lagos.

----, La milagrosa invención de un tesoro escondido en un campo que halló un venturoso cacique y que escondió en su casa para gozarlo a solas, patente ya en el Santuario de los Remedios en su admirable imagen de Nuestra Señora ..., México, María de Benavides viuda de Ribera, 1686. // Otras ediciones: Sevilla, Siete Revueltas, 1745.

---- y Juan Antonio de Oviedo, Zodiaco Mariano, México, Imprenta del Colegio de San Ildefonso, 1755. // Edición moderna: Antonio Rubial, México, D. F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995.

Lasso de la Vega, Luis, Huey tlamahuizoltica omonexiti ilhuicac tlatoca ihwapilli Sancta Maria, México, Juan Ruiz, 1649.

Lizana, Bernardo de, Historia de Yucatán, Devocionario de Nuestra Señora de Izamal y Conquista Espiritual, Valladolid, España, Jerónimo Morillo, 1633. // Edición moderna: México, D. F., Museo Nacional, 1893.

Mendoza, Juan de, Relación del santuario de Tecaxique en que está colocada la milagrosa imagen de Nuestra Señora de los Angeles, noticias de los milagros que el señor ha obrado en gloria de esta santa imagen, México, Imprenta de Juan de Ribera, 1684. // Edición moderna: Toluca, 1978.

Mendoza, Lorenzo de, Origen de la milagrosa imagen y santuario de Nuestra señora de los Remedios de México, sus venidas a la ciudad y maravillas que ha obrado, s.p.i, (1685).

Salgado Somoza, Pedro, Breve noticia de la devotísima imagen de Nuestra Señora de la Defensa [...] Con un epítome de la vida del venerable anacoreta Juan Bautista de Jesús, Puebla, Diego Fernández de León, 1683. // Otras ediciones: Puebla, Cristóbal de Ortega Bonilla, 1760.

Sánchez, Miguel, Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe, celebrada en su historia con la profecía del capítulo doce del Apocalipsis, México, viuda de Bernardo Claderón, 1648. // Edición moderna: México, D. F., Tradición, 1981.

Valeriano, Antonio, Nican Mopohua, ed. de Guillermo Ortiz de Montellano, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1990.

Velasco, Alonso Alberto, Renovación por sí misma de la soberana imagen de Cristo Señor Nuestro crucificado que llaman de Itzmiquilpan, México, Viuda de Rodríguez Lupercio, 1688. // Otras ediciones: México, María de Benavides viuda de Ribera, 1699; México, Herederos de José de Jáuregui, 1790; México, Mariano Zúñiga y Ontiveros, 1807. Ediciones modernas: México, D. F., Tipografía Cristóbal Colón, 1932; México, D. F., Convento de Carmelitas Descalzas, 1996.

Literatura hagiográfica individual y masculina

Jesuitas

Anónimo, Vida admirable y muerte dichosa del religioso padre Jerónimo de Figueroa de la Compañía de Jesús en la provincia de Nueva España, rector del Colegio Máximo de México, México, María de Benavides viuda de Ribera, 1689.

Bonifacio, Alonso, Carta del padre [...] rector del colegio de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús de la ciudad de México [...] a cerca de la muerte, virtudes y ministerios del padre Pedro Ihoan Castini, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1664.

Bonifaz, Luis de, Carta del padre [...] rector del colegio de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús de la ciudad de México [...] en que se da cuenta de las virtudes y dichosa muerte del padre Alonso Guerrero de la misma Compañía, México, Bernardo Calderón, 1640.

Escalante, Tomás de, Breve noticia de la vida ejemplar y dichosa muerte del venerable padre Bartolomé Castaño de la Compañía de Jesús [...] de esta provincia de Nueva España ..., México, Juan de Ribera, 1679.

Florencia, Francisco de, Relación de la ejemplar y religiosa vida del padre Nicolás de Guadalajara, profeso de nuestra Compañía de Jesús ..., México, Juan de Ribera, 1684.

Pérez de Ribas, Andrés, Vida, virtudes y muerte del padre Juan de Ledesma, México, s.i., 1636.

Sola, Eugenio de, Carta del padre [...] rector del colegio del Espíritu Santo de la Compañía de Jesús en la Puebla de los Angeles, en que da noticia de la exemplar vida y dichosa muerte del padre Pablo de Salceda, religioso profeso de ella ..., México, María de Benavides viuda de Ribera, 1689.

Vidal, José, Vida ejemplar, muerte santa y regocijada del angelical hermano Miguel de Omaña de la Compañía de Jesús en la provincia de Nueva España ..., México, Juan de Ribera, 1682.

Mendicantes y hospitalarios

Díaz de Arce, Juan, Libro de la vida del próximo evangélico exemplificado en la vida del Venerable Bernardino Alvarez, español, patriarca de la orden de la caridad [...] y en las vidas de algunos hermanos que fueron compañeros del venerable ..., 2 vols., México, Juan Ruiz, 1651-1652. [Existe versión compendiada en un volumen: México, Felipe de Zúñiga y Ontiveros, 1762].

Leiba, Diego de, Virtudes y Milagros en Vida y muerte del Venerable padre fray Sebastián de Aparicio, Sevilla, Lucas Martín de Hermosilla, 1687.

Medina, Baltasar de, Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón San Felipe de las Casas o de Jesús, franciscano descalzo natural de México, México, Juan de Ribera, 1683. // Otra edición: Madrid, herederos de la viuda de Juan García Infanzón, 1751.

Salguero, Pedro, Vida del venerable padre y ejemplarísimo varón fray Diego de Basalenque, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1664. // Otra edición: Roma, Herederos de Barbielini, 1761.

San Miguel, Isidro de, Parayso cultivado de la más sencilla prudencia [...] vida del venerable siervo de Dios [...] fray Sebastián de Aparicio ..., Nápoles, Ivan Vernunccio, 1695.

Torquemada, Juan de, Vida y milagros del santo confesor de Cristo, fray Sebastián de Aparicio, fraile lego de la orden del seráfico padre San Francisco de la provincia del Santo Evangelio, México, Diego López Dávalos, 1602.

Obispos

Lezamis, Joseph de, Dedicatoria y breve relación de la vida y muerte del Illmo. y Rvmo. sr. Dr. D. Francisco de Aguiar y Seijas, arzobispo de México, México, María de Benavides viuda de Ribera, 1699.

López de Avilés, Joseph, Debido recuerdo de agradecimiento leal a los beneficios hechos en México por su dignísimo y amadísimo prelado el Illmo. Rmmo. Exmo. Sr. Matro. D. fray Payo Enríquez Afan de Ribera ..., México, Viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, 1684.

Ermitaños

García de la Rea, Juan, Vida ejemplar y ejercicios de virtudes del venerable varón Diego del Río, que floreció en perfección de vida y murió con aclamación de santidad en la ciudad de Puebla, Puebla, Diego Fernández de León, 1692.

González Lasso, Antonio, Oración panegyrica que en la traslación de las cenizas del venerable varón Diego de los Santos Ligero, eremita en los desiertos de la ciudad de Tlaxcala [...] oró el licenciado ..., Puebla, Viuda de Juan de Borja, 1657.

Losa, Francisco, La vida que hizo el siervo de Dios Gregorio López en algunos lugares de esta Nueva España, México, Juan Ruiz, 1613. // Otras ediciones: Lisboa, 1615; Sevilla, 1618; Madrid, 1642, 1648, 1674, 1707, 1727.

Solís, Ambrosio de, Memorias del Siervo de Dios Gregorio López, México, Juan Ruiz, 1663.

Crónicas religiosas

Franciscanas

López de Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, Madrid, Juan García Infanzón, 1688. // Ediciones modernas: Justo Sierra, 2 vols., Mérida/Campeche, José María Peralta impresor, 1842-1845; Manuel Aldana y Rivas, 2 vols., Mérida, 1867-1868; 3 vols., Campeche, Gobierno del Estado, 1954; Ignacio Rubio Mané, México, D. F., Academia Literaria, 1957.

Medina, Baltasar de, Crónica de la Santa Provincia de San Diego de México, México, Juan de Ribera,1682. // Edición moderna: México, D. F., Academia Literaria, 1977.

Rea, Alonso de la, Crónica de la orden de Nuestro Seráfico Padre San Francisco; provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán en la Nueva España, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1643. // Edición moderna: México, D. F., El Colegio de Michoacán/ Fideicomiso Teixidor, 1996.

Tello, Antonio, Crónica Miscelánea de la Santa Provincia de Xalisco (compuesta en ca. 1652 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna: 5 vols., Guadalajara, Gobierno de Jalisco/ Instituto Jalisciense de Antropología e Historia/ Instituto Cultural Cabañas, 1987.

Torquemada, Juan de, De los veinte y un libros rituales y Monarquía Indiana, Sevilla, Matías Clavijo, 1615. // Otras ediciones: Madrid, 1723-1725. Ediciones modernas: 3 vols., México, D. F., Salvador Chávez Hayhoe, 1943-1944; 3 vols., México, D. F., Porrúa, 1969; Miguel León Portilla, 7 vols., México, D. F., Universidad Nacioal Autónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones Históricas, 1979-1983.

Vetancurt, Agustín de, Teatro Mexicano, Descripción breve de los sucesos ejemplares históricos, políticos, militares y religiosos del Nuevo Mundo occidental de las Indias, 2 vols., México, María de Benavides viuda de Ribera, 1698. // Ediciones modernas: 4 vols., México, D. F., 1870-1871; 2 vols., Madrid, José Porrúa Turanzas, 1960-1961; México, D. F., Porrúa, 1982.

Dominicas

Burgoa, Francisco de, Palestra Historial de virtudes y ejemplares apostólicos. Fundada del celo de insignes héroes de la Sagrada Orden de Predicadores en este Nuevo Mundo de la América de las Indias Occidentales, México, Juan Ruiz, 1670. // Ediciones modernas: México, D. F., Archivo General de la Nación, 1934; México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México/ Instituto de Investigaciones Antropológicas, 1997.

----, Geográfica descripción de la parte Septentrional del Polo Artico [...] y sitio de esta provincia de predicadores de Antequera, Valle de Oaxaca ..., México, Juan Ruiz, 1674. // Ediciones modernas: 2 vols., México, D. F., Archivo General de la Nación, 1934; México, D. F., Porrúa, 1989.

Franco y Ortega, Alonso, Segunda parte de la Historia de la Provincia de Santiago de México (concluida en 1645 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna: José María Ágreda y Sánchez, México, D. F., El Museo Nacional, 1900.

Méndez, Juan Bautista, Crónica de la provincia de Santiago de México del orden de predicadores (concluida en 1685 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna: México, D. F., Porrúa, 1993.

Ojea, Hernando, Libro tercero de la Historia Religiosa de la Provincia de México de la Orden de Nuestro Padre Santo Domingo (compuesta alrededor de 1608 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna: José María Ágreda y Sánchez, México, D. F., El Museo Nacional, 1897.

Agustinas

Basalenque, Diego, Historia de la Provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1673. // Otras ediciones: 3 vols., México, D. F., La Voz de México, 1886; José Bravo Ugarte, México, D. F., Jus, 1963; parcial, Heriberto Moreno, México, D. F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1985.

García, Esteban, Crónica de la Provincia Agustiniana del Santisimo Nombre de Jesús de México. Libro Quinto (compuesta alrededor de 1665 e inédita durante el virreinato). // Ediciones modernas: Gregorio de Santiago Vela, Madrid, Imprenta G. López de Horno, 1918; Roberto Jaramillo, México, D. F., Organización de agustinos de Latinoamérica, 1998.

González de la Puente, Juan, Primera Parte de la Crónica Agustiniana de Michoacán en que se tratan y escriben las vidas de nueve varones apostólicos agustinianos, México, s.p.i., 1624. // Edición moderna: Nicolás León en Francisco de Plancarte y Navarrete, Colección de documentos inéditos y raros para la Historia eclesiástica mexicana, vol. 1, México, D. F., 1909.

Grijalva, Juan de, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de Nueva España en cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, México, 1624. // Edición moderna: México, D. F., Porrúa, 1985].

Carmelitas y Mercedarias

Madre de Dios, Agustín de la, Tesoro escondido en el Santo Carmelo Mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la Historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España. // Ediciones modernas: Manuel Ramos, México, D. F., Probursa/ Universidad Iberoamericana, 1984; Eduardo Baez, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones Estéticas, 1985.

Pareja, Francisco de, Crónica de la Provincia de la Visitación de Nuestra Señora de la Merced, redención de cautivos de la Nueva España (concluida en 1688 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna: 2 vols., Vicente de Paula Andrade, México, D. F., Imprenta de J. R. Barbedillo, 1882-1883.

Jesuitas

Pérez de Ribas, Andrés, Historia de los triunfos de Nuestra Santa Fe, entre gentes las más bárbaras y fieras del Nuevo Orbe; conseguidos por los soldados de la milicia de Compañía de Jesús en las misiones de la provincia de Nueva España, Madrid, Alonso de Paredes, 1645. // Ediciones modernas: 3 vols., México, D. F., Layac, 1944; Ignacio Guzmán, México, D. F., Siglo xxi, 1992.

----, Crónica e Historia religiosa de la Provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España, (compuesta alrededor de 1653 e inédita durante el virreinato). // Edición moderna parcial: 2 vols., México, D. F., 1896.

Florencia, Francisco de, Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España, México, José Guillena Carrascoso, 1694. // Edición moderna: México, D. F., Academia Literaria, 1955.

Crítica

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