El esplendor de la celebración barroca está íntimamente ligado al ritual del Poder. Lo que se pretende –y generalmente se logra– es la exaltación pública y visible de los símbolos esenciales que representan los máximos valores sobre los que se sustenta la autoridad. Es así que, tanto el gobernante religioso como el civil detentan el máximo poder que les es conferido nada menos que por designio divino. En la Nueva España son el virrey y el arzobispo los ungidos con la máxima potestad conferida por la española majestad, quien es, a su vez, para los habitantes de los dominios hispánicos, el representante de Dios sobre la tierra. También de ahí proviene la necesidad y la magnificencia de la fiesta: que los celebrados, el príncipe eclesiástico y el civil, sean exaltados a la categoría de divinidades. No son gratuitas las palabras de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) en el Neptuno Alegórico cuando dice: “Demás que las fábulas tienen las más su fundamento en sucesos verdaderos; y los que llamó dioses la gentilidad fueron realmente príncipes excelentes, a quienes por sus raras virtudes atribuyeron divinidad”.[1] Esta cita de la “Fénix de México”, como fue llamada por sus contemporáneos, nos aclara en buena medida el porqué a los poderosos, homenajeados en los arcos triunfales o en los túmulos funerarios, se les comparaba con semidioses, héroes o dioses de la Antigüedad grecolatina. Si bien a los gobernantes se les reconocían cualidades excepcionales y eran elevados al rango poético y alegórico de seres perfectos y divinos, la institución que en realidad era venerada como vicaria de Dios sobre la tierra era la Iglesia católica. Esto se comprende mejor aún, cuando sabemos que en el estado absolutista hispánico, el poder civil y el religioso estaban unidos y representados en la persona del monarca. Es por ello que los festejos coloniales se “ponen en escena” en el “gran teatro” del espacio público. Como señalábamos en un trabajo anterior:
El teatro como concepción barroca es el gran escenario del mundo, en donde “se mira”, en la acepción griega de la palabra. No es gratuito que gran número de textos lleven el nombre de theatros: el de Sigüenza, el Theatro de la primitiva Iglesia de Gil González Dávila, El theatro mexicano de Agustín de Vetancurt, para citar sólo algunos. Es por ello que los miembros de la colectividad están atentos a las representaciones emanadas del poder.[2]
Por su calidad de fiesta pública, las celebraciones tienen lugar en el espacio abierto de la ciudad, de sus calles, de sus plazas; éstas se vuelven escenario de signos y realidades que en la conjunción de lenguajes verbales, plásticos y auditivos dejan en los espectadores la impresión de pertenecer a un orden que rebasa lo temporal y se inscribe en lo trascendente. Por la ya mencionada calidad de estado absolutista en el que se fusionan la autoridad civil con la eclesiástica es difícil deslindar qué festejos son sólo religiosos, y cuáles pertenecen al ámbito de lo exclusivamente civil. Observamos, por ejemplo, que existen representaciones, como las mascaradas, comunes para celebraciones eclesiásticas y civiles. Lo mismo ocurre con los arcos triunfales; se erigen tanto en honor de arzobispos como de virreyes. Como bien dice Solange Alberro: “Si bien los poderes ya no fueron absolutos ni totalmente de origen divino, lo religioso y lo temporal permanecieron, como en los tiempos antiguos, íntimamente ligados, en un sinnúmero de fiestas, ceremonias y manifestaciones aparatosas.”[3]
La fuente primordial que tenemos de las fiestas y celebraciones novohispanas son las llamadas “relaciones” que nos han transmitido la narración de esos acontecimientos. En ellas se describen festejos religiosos y civiles, celebraciones faustas e infaustas en la palabra de uno o varios narradores, a veces anónimos y en ocasiones identificados. En estos textos se intercala la prosa y el verso; las festividades están descritas desde la óptica del poder oficial. Antonio Bonet Correa, uno de los más reconocidos historiadores del arte barroco, señala lo siguiente: “Quien ha leído una relación puede decirse que ha leído todas, aunque precisamente en su calidad de serie, en sus casi insignificantes variantes es donde reside el máximo interés de las distintas versiones de la fiesta, siempre idéntica e igual a sí misma como todos los ritos.”[4] Un joven y minucioso investigador mexicano, Dalmacio Rodríguez, quien se ha dedicado en los últimos años al estudio de las relaciones y de revisar las opiniones más notables que sobre ellas se han dicho, declara lo siguiente al referirse a su posible género:
Todo parece indicar que las Relaciones de fiestas fueron escritas, en su mayoría, con la expresa intención de crear un monumento literario, tanto en la prosa como en los versos, esto sin que se excluyera su inherente condición historiográfica. Tal confluencia nos permite clasificar esta clase de textos como pertenecientes a un género histórico-literario.[5]
En este estudio sobre las celebraciones consignadas en las más variadas y ricas relaciones, hablaremos, en primer término, de las festividades puestas en escena por la autoridad eclesiástica, en el amplio teatro del espacio público, con sus símbolos representados en los efímeros colores de las pinturas y en los perdurables signos verbales que afortunadamente han llegado hasta nosotros.
La iglesia como protagonista del festejo
Desde la época medieval se instauró la fiesta de Corpus Christi para imprimir en el alma de los creyentes el máximo misterio de la religión católica: la presencia sacramental del Dios hecho hombre. Al iniciarse la evangelización y, a partir de la generosa y compleja tarea de convertir a los naturales, se hizo hincapié en este gran dogma religioso. Debemos pensar que no sólo este factor influyó para celebrar la solemnidad de este sacramento sino la popularidad que en la península gozaba este festejo siglos atrás. Los constantes cronistas del siglo xvii, Gregorio de Guijo (¿?-1666) y Antonio de Robles (1645?-¿?), consignan en sus Diarios año con año la celebración de esa fiesta litúrgica. El festejo se iniciaba con una solemne procesión que recorría las principales calles de la ciudad; lo más atractivo para los espectadores que lo seguían con devoción era la presencia de la “Tarasca”, especie de serpiente monstruosa que simbolizaba el triunfo de Cristo sobre el pecado. En la procesión participaban las cofradías y las órdenes religiosas, ostentando sus estandartes. No faltaba la música y los nobles, quienes montaban caballos ricamente adornados. Las máximas autoridades: los cabildos eclesiástico y civil, el virrey, el arzobispo, la Audiencia, la Universidad y las distintas corporaciones hacían acto de presencia para imprimir en el pueblo la imagen de una sociedad regida por un orden establecido por Dios mismo. Al respecto, son reveladoras las palabras de Antonio Rubial García:
Con la procesión de Corpus, retablo vivo de la sociedad, se afianzaba la idea de que cada estamento representaba un órgano del cuerpo social, que era, según el dogma, el cuerpo místico de Cristo. En ella el monstruo del pecado, de la herejía, de la idolatría, quedaba vencido y la fe cristiana triunfante.[6]
La espectacular procesión concluía con el desfile de carros alegóricos en los que dominaban, gloriosos, un enorme cáliz y una hostia, símbolo de la Eucaristía y de la redención del género humano. El final de fiesta al magno acontecimiento era la representación de un auto sacramental. Evocamos las palabras del célebre viajero italiano Juan Francisco Gemelli Carreri (1651-1725), quien nos dejó esta vívida descripción de la fiesta de Corpus de 1697, cuando visitó la Nueva España:
El jueves, día 6, con motivo de la procesión de Corpus Domini se llenaron todas las calles de la ciudad [...] Principió la procesión con cerca de cien estatuas enfloradas, seguían las cofradías, luego los religiosos de todas las órdenes [...] después los canónigos llevando el Santísimo Sacramento sobre unas andas. Cerraban la pompa el arzobispo, el virrey, los ministros que iban sin capa, el ayuntamiento y la nobleza. En toda la carrera de la procesión se veían bailar, de cuando en cuando, monstruos y enmascarados con diferentes trajes, como se acostumbra en España.[7]
Otra de las grandes festividades celebradas por la jerarquía eclesiástica y que era motivo de regocijo popular era la dedicación de un templo. Es muy posible que en pocas ocasiones como en éstas la comunidad se involucrara de forma tan directa y entusiasta como cuando una nueva iglesia estaba lista para abrirse a la devoción de los fieles. No le falta razón al estudioso Marco Díaz Ruiz cuando dice:
Las dedicaciones de los templos de la Nueva España nos proveen de materiales informativos sobre las características de la fiesta religiosa, la variación de sus componentes, la evolución de temas, símbolos y lenguaje artístico y también nos ilustran del papel que cumple la ciudad tanto en la celebración de la fiesta como en el sentido que adquiere la obra arquitectónica.[8]
Es importante destacar que, como muchas otras relaciones de fiestas, el valor de estos textos no es sólo literario, religioso o histórico, sino que también son escritos invaluables para los historiadores del arte. Debemos agregar, además, el rico valor documental que aportan. Francisco de la Maza, al referirse a la dedicación de la catedral de México, nos dice: “... la suntuosa ceremonia por medio de la cual se dedica –no hay sinónimo exacto que evite la repetición– un templo a Cristo, a la Virgen o a un santo, con lo que adquiere su titularidad. La Catedral de México fue dedicada a la Asunción de María.”[9] Para la dedicación del magno templo urbano, sede y cabeza del clero secular, se escriben varios textos. Resaltan dos especialmente, uno de Isidro de Sariñana (1630-1696), prominente figura de las letras criollas de la segunda mitad del siglo xvii, y otro compuesto por el bachiller Diego de Ribera, quien es casi un escritor “oficial” en lo referente a festividades religiosas. El de Sariñana es tal vez el más conocido por los estudiosos modernos. El autor hace referencia a los orígenes de la iglesia metropolitana, desde los remotos tiempos del conquistador Hernán Cortés, y sigue una narración cronológica progresiva de los distintos prelados que se abocaron a la construcción de la “fábrica” como se llamaba frecuentemente a la edificación de un edificio civil religioso. Refiere la suntuosidad de la imagen de la Asunción de María, a quien se consagra la iglesia. Describe, asimismo, la disposición de las capillas laterales y a los santos que resguardan. Lo más sobresaliente de la relación del cronista es la distribución que se otorga a cada una de las órdenes religiosas para que participen en la magna celebración. Sariñana nos refiere cómo cada orden regular organiza, quince días antes de que se inicien las fiestas, los tablados para que las imágenes sobresalgan en altura y puedan recibir la debida admiración y reverencia del pueblo. La erección de estas tarimas es funcional para la importancia que el barroco da a la cultura visual y, al mismo tiempo, cumple con el cometido de elevar, simbólicamente, la magnificencia de las imágenes en la devoción de los asistentes. Nos refiere también la entusiasta participación de las cofradías y congregaciones de los distintos templos de la ciudad de México, que no desean permanecer ausentes ante tal festejo. La suntuosidad y riqueza ostentadas en esta ocasión se pueden calcular, cuando el escritor describe el magnífico atuendo con el que la orden dominicana engalana a su patrona, la Virgen del Rosario: “Para explicar la riqueza del vestido y preciosidad de los aliños que en esta ocasión la adornaron, no son capaces las voces ni puede caber en descripciones de la pluma, lo que apenas cupo en toda la admiración. La corona solamente, que se le puso en este día, está apreciada en veinte mil pesos” (Sariñana, 1969, p. 41). En este párrafo son dignos de destacar dos aspectos: el recurso retórico de la falsa modestia –frecuente en el discurso de la época– por medio del cual el autor se declara incompetente para describir la magnificencia de la realidad observada y el exorbitante costo que el clero destinaba a las imágenes que debían imprimir en el espectador la sensación inefable e imperecedera de una realidad divina y trascendente.
Así, de acuerdo con la espléndida relación de Sariñana, no sólo sabemos de la participación de todas y cada una de las órdenes regulares, sino que también el lector puede ubicar las calles por donde desfilan las procesiones. El final de la descripción añora la presencia de la majestad española y al mismo tiempo reitera elocuentemente la fidelidad que el reino de la Nueva España profesa al monarca: “¡Oh desgracia de la distancia, que impides a Su Majestad el inmediato examen y ocular conocimiento del cordial afectuosísimo amor que le tiene este Nuevo Mundo” (Sariñana, 1969, p. 53). Para concluir la crónica, el escritor describe el magno final de fiesta, incluyendo la representación de algunos géneros dramáticos breves y la participación entusiasta de los indígenas, fieles devotos de la Virgen María:
Mientras anduvo la procesión gozó el entendimiento en la cadencia de discretas loas bien explicados conceptos; el oído sonoros quiebros de acordes dulzuras; la vista ordenados movimientos de concertadas danzas, y entre ellas algunas de los naturales, que descubiertos los rostros (circunstancia extraordinaria en ellos) denotaron lo singular de sus regocijos. Colocada en el altar la imagen de Nuestra Señora se cantó solemnísima la Salve, con que se absolvió la más grande y festiva solemnidad, que ha visto este Nuevo Mundo ... (Sariñana, 1969, p. 54)
Digna de destacarse en esta descripción es la hipérbole (constante en las relaciones de festejos barrocos) de que nunca la ciudad y sus habitantes han sido testigos de una celebración mejor. Cada uno de los autores de las relaciones novohispanas parece decirnos que la grandiosa singularidad de la fiesta descrita no se ha dado nunca antes. En este rasgo de lo irrepetible y único se observa no sólo la exageración como recurso retórico, sino, ante todo, el deseo de perpetuar el instante por medio de la palabra.
Por otra parte, la relación del bachiller Diego de Ribera ofrece un interés curioso para los lectores modernos, ya que está escrita en verso y además contiene uno de los primeros poemas compuestos por sor Juana Inés de la Cruz, quien a sus escasos dieciséis años de edad empezaba a descollar en el mundo de la literatura oficial. Creemos que por no ser muy conocido, vale la pena incluirlo para que el lector pueda comprobar la destreza literaria que la “Fénix de México” mostraba ya desde ese tiempo. La joven poeta lo dedica a Diego de Ribera y lo intitula Soneto al autor:
Suspende cantor cisne el dulce acento
mira por ti al Señor que Delfos, mira
en zampoña tocar la dulce lira,
y hacer a Admeto pastoril concento.
Cuanto canto suave si violento
piedras movió, rindió la infernal lira,
corrido de escucharte se retira,
y al mismo templo agravia tu instrumento.
Que aunque no llega a sus columnas, cuanto
edificó la antigua arquitectura,
cuando tu clara voz sus piedras toca,
Nada se vió mayor sino tu canto,
y así como le excede tu dulzura,
mientras más le engrandece, más le apoca.[10]
En nuestro propósito de ejemplificar aquí el discurso encomiástico que se usa en este tipo de celebraciones, el soneto anterior es revelador de la adulación que los miembros de un estamento privilegiado –en este caso el de los criollos cultos– utilizaban para elogiarse unos a otros; éste es un rasgo característico de la literatura de circunstancia, tal y como la obra que nos ocupa. Es en esta modalidad de texto escrito para celebrar una festividad oficial en la que resaltan algunas de las descripciones en verso aludidas anteriormente y por la que –adentrándonos en una sociología del gusto literario– podemos afirmar que eran muy del agrado de la época. El uso de las diversas formas del género poético era visto como un prestigio adicional para realzar la descripción que se hacía de una fiesta solemne, como ocurre en esta ocasión con la dedicación catedralicia. Por tanto, se recurre a décimas, silvas, sonetos, romances y otras modalidades en verso para que el lector sienta de una manera más solemne la festividad referida. Veamos como ejemplo la referencia a la solemne procesión relatada en este romance:
Llegó el señalado día,
y en aparato lucido
la nobleza echando el resto
se compitió en los vestidos [...]
Y a las cinco de la tarde,
cuando este planeta, activo
a la vista del ocaso
su ardor comunica tibio.
Empezó la procesión,
a quien para dar principio
las ilustres cofradías
no perturbaron su estilo(Ribera, 1986, pp. 95-96).
Otra gran festividad religiosa, motivo de un gran número de celebraciones que se prolongaban a lo largo de meses, desde la publicación del magno suceso hasta la culminación de los festejos, eran las beatificaciones y canonizaciones de santos, en especial las provenientes del ámbito hispánico. El aumentar el santoral católico con nombres de grandes paladines de la Religión refuerza la autoridad teológica de la Iglesia por encima de las diversas comunidades protestantes, en un momento histórico complejo, cuando se necesita afirmar dogmas y propagar cultos a individualidades ejemplares, cuya vida enaltezca la Fe católica. Es por ello que ante la decisión del pontífice romano de beatificar o canonizar a un santo o santa, tanto la metrópoli como las colonias se preparan con gran júbilo para celebrar el magno acontecimiento. Los fieles devotos de estas personalidades edificantes sienten, además, la emoción de ser testigos de un gran suceso piadoso ocurrido en su tiempo; es decir, estas ceremonias otorgan a los creyentes la sensación de ser contemporáneos de una celebración que va a tener un lugar preponderante en la historia presente y futura. Entre la numerosa cauda de figuras de santidad legitimadas por la Iglesia durante el siglo xvii destacan santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, el rey Fernando el Santo, san Luis Gonzaga, santa Rosa de Lima, san Francisco de Borja y san Juan de Dios.
De entre todos los santos mencionados, por ser americana, la joven peruana ocupa un lugar destacado. Los criollos sienten hacia ella una devoción y un culto especial, porque simboliza la presencia del providencialismo hispánico en el Nuevo Mundo –a los ojos de Dios, tierra de elección–, en el que florecen las virtudes cristianas:
La beatificación en 1668 –y la canonización en 1671– de santa Rosa de Lima fue uno de los mayores y más significativos acontecimientos religiosos y sociales que pudieron haber tenido lugar como consecuencia de la labor evangelizadora de España en América.[11]
De las festividades a la beatificación de la santa limeña se conserva un precioso testimonio escrito por Antonio Morales Pastrana, “... que describe con minucioso detalle, rico y conmovido lenguaje barroco las fiestas que presenció la ciudad con motivo de la beatificación de Santa Rosa” (Vargas Lugo, 1983, p. 94). Como se establecía en este tipo de actos religiosos, y aunque los preparativos se hubieran realizado desde tiempo atrás, las festividades solemnes duran del once al diecinueve de abril: “En la liturgia católica, la prolongación de una fiesta dura ocho días después de ésta.”[12] La relación de Morales Pastrana nos refiere puntualmente la presencia de las más altas dignidades, tanto eclesiásticas como civiles quienes, en realidad, refuerzan la ostentación ritual del poder. El cronista refiere, asimismo, la procesión que cada una de las órdenes religiosas organiza en honor de la nueva santa. La consabida hipérbole, empleada por los autores de relaciones para designar la magnificencia del evento como algo nunca visto, es usada por el autor al decir lo siguiente:
De Palacio salió por la calle del Relox á Santa Catharina de Sena, teniendo dispuestas en las bocacalles por donde se conducía la procesión diversidad de invenciones de fuego, que se alzaron con el cognomento de singulares, pues no se han visto otras tan lucidas en las Yndias. Lo colgado de las calles, ventanas, y riqueza de Altares no se permite a mi pluma su descripción por ser tan grande.[13]
Es también de tomar en cuenta la desmesurada alabanza que hace de la virreina, Leonor Carreto, marquesa de Mancera, en cuya corte estuvo sor Juana, antes de profesar: la llama “... nuevo Sol de las Yndias”, “Assistíanla muchas señoras y damas, Ninfas de tan hermosa Thetis” (Morales Pastrana, 1671, 10). Este procedimiento de equiparar a los poderosos con las deidades de la Antigüedad clásica es frecuente en los escritos “oficiales”, y es un recurso retórico característico, como veremos, de los arcos triunfales y de los monumentos funerarios. La minuciosidad descriptiva del autor consigna la representación pictórica que “cuenta” a los fieles (muchos de ellos analfabetas) la vida de la santa:
Siendo esta de velillo de plata, donde el arte adelantando sus esmeros, executó las ideas que a docta mano conducía el pinzel estampando bordados, argentados realces, afirmando la vista (aun con disuasiones del tacto) ser tela de inestimable precio. Descifróse en los nueve quadros del Altar toda la vida de nuestra Santíssima Rosa. En el nicho primero se formó un bien adornado jardín, y en medio una vistosa fuente, vertiendo corrientes de perlas, compuesto de hermosas flores, cuya fragante lozanía, aspiraba en ardientes aromas a ser firmamento ... (Morales Pastrana, 1671, p. 16)
Si bien la referencia es larga, es representativa del barroco literario, en especial el que reiteradamente encontramos en los textos donde se narran festejos públicos. Vemos que al escritor le interesa fusionar las artes y los sentidos que las perciben para hacer que el mensaje religioso e ideológico sea plenamente captado por los espectadores. También destaca la descripción del locus amoenus, el jardín paradisíaco que suele ser el escenario de las delicias de la santidad.
No menos importantes eran las ceremonias que mostraban el otro rostro de la moneda de la sociedad novohispana: el de las solemnidades luctuosas. Cuando se recibía la infausta noticia de la muerte de un gran personaje, tanto en el ámbito novohispano como en el peninsular, las autoridades civiles y religiosas montaban un impresionante aparato ritual en honor de la vida y de la muerte del personaje desaparecido. La pompa desplegada era tanto o más impactante que la que se llevaba a cabo en las festividades felices, pues en ella se reflejaba la indeleble lección de lo efímero y pasajero de la gloria terrena y de la vida trascendente como única y gran verdad última del hombre. Los festejos luctuosos tenían, asimismo, un fuerte mensaje político: el que las diversas capas de la sociedad se adhirieran, por medio del sentimiento y del patetismo de la muerte del poderoso, a los valores temporales y divinizados de los símbolos de la monarquía y del poder eclesiástico. Como ejemplo, aludiremos a un texto que nos refiere las exequias de un arzobispo metropolitano.
Corre el año de 1642, cuando el gran obispo de Puebla, prolífico escritor y benefactor de los indígenas, don Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), entonces arzobispo electo de México y virrey de la Nueva España, decide trasladar los restos del difunto arzobispo de México, don Feliciano de la Vega (¿?-1640), de un remoto pueblo hasta la capital del virreinato. Su predecesor había muerto en Mazatlán dos años antes y los que exhumaron su cuerpo se encontraron con la asombrosa impresión de encontrarlo incorrupto. El gusto barroco por la descripción de la muerte y los efectos materiales de la corrupción de la carne se manifiestan en este texto de manera patente al relatar el autor, en una testimonial y verosímil primera persona, lo siguiente:
Yo vi un cuerpo, que sin averle desentreñado, con los sessos, ojos y lengua en sus espacios y huecos, las partes carnosas ni superficial, ni profundamente jasadas; sin exprimirle las venas, sin averlo curioseado o prevenido á aquella gran costa de bálsamos, barnizes, vinos [...] como los que se embalsaman: que aun assí no siempre se aseguran de la putrefacción, y ingrato olor.[14]
Al llevar el portentoso hallazgo a la ciudad de México, el cabildo eclesiástico y el civil le rinden los máximos honores, y a la vez preparan su entierro en la catedral. Todas las iglesias y conventos tocan las campanas a difunto, mientras en el templo metropolitano se congregan las máximas dignidades. Cada una de las órdenes religiosas rinde honor al finado. Se suceden las ceremonias luctuosas y se erige un suntuoso túmulo con numerosos emblemas y jeroglíficos alusivos a la edificante vida y muerte del arzobispo. Durante los días que dura la celebración se cantan misas y se pronuncian sermones en elogio del difunto. La relación de las solemnidades fúnebres concluye con estas elocuentes palabras:
Referir las demás particularidades, los grandes concursos, los quantiosos y considerables gastos; las assistencias y cuidados de los ministros; los pareceres de los entendidos, las maravillas y admiraciones del pueblo; la promptitud de las comunidades; y el aplauso de todos los estados y toda la República, ni yo podré, ni el más eloquente. Sólo affirmo, que quando en el feliz tiempo de su govierno el Illustríssimo y Excellentíssimo Señor Don Juan de Palafox y Mendoza no huviera (como ha) puesto por obra otra acción más que aquesta, ésta vasta a dejarnos siempre amada su memoria, celebrada su cortesía y urbanidad, si ya no su piedad y christiano zelo, con que le conocerán las edades venideras ... (Fernández, 1642, fol. 152r)
En esta vívida narración resalta la simulada incapacidad del autor para relatar la grandeza de la realidad que se impone sobre las palabras no sólo de él sino de cualquier otro escritor. No obstante el recurso de la falsa modestia, destaca la espléndida enumeración en la que cifra toda la magnificencia de las exequias fúnebres. Como hemos visto en otros textos, tampoco podía faltar la alabanza al poderoso, en este caso, Palafox, quien por esta celebración y por otras acciones, ha pasado a la posteridad de la historia novohispana.
Para concluir con las festividades religiosas, retomaremos la óptica del ya mencionado y célebre viajero italiano Gemelli Carreri, al describirnos los rituales de la Semana Santa de 1697. Dado que la consignación de los sucesos que da el autor es a manera de diario, el lector moderno puede vivir, cronológicamente y en detalle, la temporalidad de los acontecimientos, reseñados por un sensible y culto testigo presencial. Las ceremonias de la Semana Mayor congregaban, antes como ahora, a las más variadas capas de la sociedad. Todos, sin excepción, se reunían para rememorar y revivir dos de los más grandes misterios de la religión católica: la muerte y la resurrección del Salvador hecho hombre. La relación del viajero italiano es una valiosa descripción diacrónica que recorre desde el Domingo de Ramos, que por su puntual referencia, sabemos que cayó a 31 de marzo, hasta el Domingo de Resurrección. Entre los acontecimientos que más llaman la atención del cronista están las procesiones organizadas por las cofradías de los templos de la ciudad:
El Jueves Santo, día 4, salieron tres procesiones sucesivamente; la primera fué la de los cofrades de la Trinidad, que iban vestidos de color rojo, son los mismos que los de la nobilísima archicofradía de igual título en Nápoles [...] La segunda procesión fue la de los cofrades de la iglesia de san Gregorio de los padres de la Compañía, y la tercera la de los cofrades de san Francisco a la cual llaman procesión de los chinos, porque la sacan los indianos de las Filipinas. Cada una lleva sus imágenes, gran cantidad de luces [...] iban también algunos a caballo, precedidos de trompetas, que tocaban sonatas fúnebres. (Gamelli Carreri, 1983, p. 102)
Es digno de resaltar la variedad racial y social de los componentes de las distintas procesiones, así como la fuerza gremial y social que poseían las diversas cofradías. El día culminante para los fieles es, sin duda alguna, el Viernes santo, en que el dolor de los creyentes se identifica con el de Cristo mismo. La solemnidad y el duelo de la gran multitud son descritos vívidamente por Gemelli:
En la tarde salió la procesión de los negros e indios, hermanos de la cofradía de Santo Domingo, con muchas personas que se disciplinaban y hacían otras disciplinas [...] Seguían muchos caballeros de hábito y cofrades, y todas las insignias de la Pasión, llevadas en pequeñas varas por ángeles bien vestidos de color negro y adornados de joyas [...] y al último la imagen de Nuestro Señor en una rica urna de plata [...] Cerca de la urna iban la Madre Santísima y san Juan, y detrás una infinidad de devotos. En suma, esta procesión no cede en magnificencia a las nuestras europeas. (Gamelli Carreri, 1983, p. 104)
Podemos apreciar que el mayor elogio que profesa el viajero italiano es la semejanza que estas ceremonias tienen con las de Europa (símil máximo de cultura) ante las cuales no desmerecen en nada.
Las “puestas en escena” del poder civil
Durante el siglo xvii los miembros de los altos estamentos de la sociedad virreinal, compuestos por criollos ennoblecidos por medio de las lucrativas actividades económicas, como la minería, el comercio o la posesión de propiedades rurales, conformaban, junto con los altos funcionarios peninsulares, una clase privilegiada que giraba alrededor de las esferas de poder. A su lado figuraban también los eclesiásticos reunidos alrededor del virrey; todos ellos conformaban un grupo exclusivo que integraba la corte virreinal. Dentro de este grupo minoritario se encontraban, asimismo, los criollos intelectuales, profesores de universidad y de los colegios de enseñanza superior, protegidos de los poderosos en turno, quienes formaban el grupo elitista que integraba la corte novohispana, esa aristocracia que buscaba ser el reflejo de la metrópoli: “La corte virreinal era el espejo más cercano que tenían los ricos novohispanos para acercarse a la realidad de sus congéneres europeos; era el único modelo que poseían para conocer la forma como debía comportarse un aristócrata” (Rubial García, 1998, p. 83).
Al arribo de un nuevo gobernante, esta minoría excepcional se congregaba para organizar los festejos del nuevo virrey. Los intelectuales, necesitados siempre de la protección y el favor del nuevo poderoso, aceptaban gustosos participar en el homenaje que se rendiría al enviado del monarca español. Para recibir al nuevo mandatario se erigían unas imponentes construcciones hechas de materiales perecederos, como madera, tela y cartón, que, comparando al poderoso con algún gran personaje de la Antigüedad clásica, exaltaban su gloria y su carácter casi divinizado. Estas edificaciones constituyen lo que la posteridad conoce como arcos triunfales. Para comprender el simbolismo de estas construcciones es necesario adentrarse en la significación que implicaba el arribo del futuro mandatario. Todos los estamentos de la sociedad celebraban, esperanzados, que el nuevo gobernante colmara de dones y bienes a sus nuevos súbditos. Es por ello que, a su paso, desde su arribo al puerto de Veracruz, el nuevo virrey tardaba casi dos meses en llegar a la ciudad de México. Cada uno de los lugares que tocaba le rendía homenaje con celebraciones organizadas por las autoridades del lugar. Por ejemplo, cuando desembarcan los virreyes condes de Paredes, marqueses de la Laguna, en 1680, el diarista Robles nos refiere que tardaron cerca de mes y medio en su viaje desde Veracruz a México.[15]
Es en ocasión de la llegada de este virrey cuando las dos personalidades más sobresalientes de la cultura barroca, sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora son llamados por los cabildos eclesiástico y civil para erigir, en honor del nuevo gobernante, sendos arcos triunfales con los que la ciudad de México recibe a los condes de Paredes. Octavio Paz describe el de sor Juana de la manera siguiente:
El arco fue levantado frente a la puerta occidental de la catedral. Era de una sola fachada y tenía treinta varas de altura y dieciséis de anchura. Estaba hecho de madera, trapo y yeso. La fábrica no puede haber sido muy sólida pues tardó en construirse apenas un mes. Sor Juana describe los tres cuerpos que lo formaban y sus estilos arquitectónicos: corintio, compósito y dórico; los jaspes y bronces que simulaba; las columnas, pedestales y tableros o lienzos con sus pinturas, efigies e inscripciones en español y en latín.[16]
La descripción del ensayista mexicano se puede tomar como válida para la construcción de todos los arcos de triunfo. Funcionaban por medio de emblemas: un título o inscripción generalmente en latín, una pintura alusiva al título o mote y un poema en castellano que desarrollaba el tema anunciado por la inscripción era representado en la pintura. Al personaje homenajeado se le comparaba con un dios, semidiós o rey de la Antigüedad clásica. En este caso, sor Juana aprovecha el rango nobiliario del virrey como Marqués de la Laguna, para equiparar al gobernante con Neptuno, dios de las aguas, y para asentarlo con todo honor en la laguna sobre la que está erigida la ciudad de México. En la explicación en verso que, al final, la poeta hace de todo el arco, lo describe como : “este Cicerón sin lengua, / este Demóstenes mudo, / que con voces de colores/ nos publica vuestros triunfos” (sor Juana, 1957, vol. 4, p. 103). Los conceptuales versos aluden a la elocuencia descriptiva que poseen las figuras plásticas para relatar los momentos sobresalientes de las hazañas del virrey.
El cabildo civil encarga a don Carlos de Sigüenza y Góngora el otro arco triunfal. Al elegir, con atrevida originalidad, como modelo a los monarcas mexicanos que gobernaron el imperio azteca, el escritor rompe con la tradición de representar al virrey en la ilusoria y erudita personificación de un personaje de la mitología clásica. Su obra ostenta el expresivo nombre de Theatro/ de Virtudes Políticas, / Que/ Constituyen á un Príncipe: advertidas en los Monarchas antiguos del Mexicano Imperio [...]. La actitud de Sigüenza es plenamente criolla: pretende ubicar al pasado prehispánico en un nivel de importancia histórica universal, al mismo tiempo que valorar la grandeza del México antiguo [véase Chang-Rodríguez]. Al respecto señala Roberto Moreno de los Arcos al describir el argumento del arco:
En una especie de lección política al príncipe (así llamaba al virrey) para explicar todas las virtudes que debía poseer atribuye una a cada uno de los reyes del México antiguo. Huitzilopochtli incluido por haber sido el guía de su pueblo, simbolizaba la necesidad que tienen los príncipes de principiar con Dios sus acciones [...] Tizoc representaba la paz. Ahuizotl simbolizaba el don del buen consejo. Moctezuma Xocoyotzin era la benignidad. Cuitláhuac era la resolución. Cuauhtémoc significaba la constancia.[17]
El texto de Sigüenza es tan complejo, elaborado y lleno de alusiones históricas y citas eruditas como el de sor Juana, lo cual confirma cómo ambos están insertos en el código expresivo de la época, el barroco literario. Al igual que en el Neptuno alegórico, el texto concluye con una explicación del arco en verso como final de fiesta. En éste, la ciudad de México, que metafóricamente “había salido” de las puertas del arco, dirige la siguiente octava al gobernante:
Entra, que de presagios asistida
La plebe humilde, el noble cortesano
Medir quisieran con tu Augusta vida
Quanto imperio te fía el Jove Hispano,
Tu gloria desde aquí será aplaudida
Del docto, del inculto, del villano,
Del Claustro pío, del sagrado Clero,
Mas si de todos es, á quien numero.[18]
En estos versos se percibe el festivo y fiel recibimiento que los estamentos sociales ofrecen al virrey. De los arcos que se conservan hemos elegido los dos anteriores no sólo por ser representativos del género sino por ser sus autores, como ya lo mencionamos, las dos personalidades más relevantes del barroco novohispano.
Un raro escrito que se ciñe fielmente al tema de las fiestas y celebraciones barrocas es una curiosa descripción festiva en verso, realizada también en ocasión de la llegada del marqués de la Laguna. Su nombre ostenta la intención poética del autor: Piérica/ Narración/ De la Plausible Pompa/ conque entró en esta Imperial y No-/ bilíssima Ciudad de México/ EL EXMO. SEÑOR /CONDE DE PAREDES, MARQUÉS/ DE LA LAGUNA [...]. Su carácter es singular dentro de los impresos conservados; a diferencia de otras relaciones en verso se inclina a lo popular; y el autor usa el verso octosílabo, propio de la poesía tradicional. Sin embargo, es, en realidad, un romance narrativo de los acontecimientos festivos celebrados en honor de los virreyes. Entre las fiestas que relata se encuentra una corrida de toros, espectáculo muy gustado en los dominios hispánicos (Rubial García, 1998, pp. 56-57).
Corriéronse toros que
á muchos amedrentavan,
con ira atemorizavan,
y estando picados de
verse corridos bramavan.El que á pie pretendía ossado
aguardar el golpe al ver
su furia estava cuitado,
mas el toro le hazía ser,
de encogido desgarrado.[19]
No menos interesante es la descripción, breve pero precisa, del ritual indígena del Volador, en el que desde un palo de muchos metros de altura se deslizaban los celebrantes, hasta llegar a tierra:
En dos voladores dando
gusto a su Excelencia justo
avía unos indios mas quando
aquestos no le dan gusto
á sus Virreyes volando.
En el ayre con desgayre
dieztra aquella pobre grey
dava gusto con donayre,
que en servicio de su Rey,
parece anda por el ayre
Ramírez Santibáñez, 1680, fol. 2v).
Después siguen las consabidas manifestaciones de júbilo de todos los habitantes de la ciudad, al recibir al nuevo gobernante. Se describe el desfile que en su honor organizaron algunas instituciones:
La Real Universidad
llena de sabiduría
con sus insignias lucía
siendo tanta variedad
de lucimientos Maestría
[...] En el lucir compitieron
los regidores bien varios,
mas los Alcaldes lucieron
con novedad aunque fueron
como Alcaldes Ordinarios
(Ramírez Santibáñez, 1680, fol. 3v).
Se hace patente la ingeniosa destreza del autor en los juegos de palabras, cuando, al referirse a la universidad, menciona la palabra “Maestría”, al aludir a lo lucido de las insignias y al título que la misma institución otorgaba. Lo mismo ocurre con los “Alcaldes”, quienes presentan originalidad en sus atavíos, siendo “Alcaldes Ordinarios”, es decir, desempeñaban ese cargo como jueces.
Cabe ahora mencionar otra festividad de gran importancia para la autoridad virreinal: el afamado Paseo del Pendón que se celebraba en el día de san Hipólito, en conmemoración de la rendición de Cuauhtémoc ante los españoles. Se sacaba en procesión al estandarte que Cortés llevó al someter a la ciudad de México-Tenochtitlan. Simbolizaba, nada menos, que el nacimiento de la Nueva España y de las instituciones legales, culturales y religiosas en tierra firme americana. Es de nuevo la ágil pluma de Gemelli Carreri la que nos da una puntual narración de esta fiesta:
En la tarde se comenzó la solemnidad del Pendón, que es la mayor que se hace en México, en memoria de la conquista de la ciudad, terminada el día de san Hipólito. Juntos todos los regidores, los alcaldes ordinarios, el corregidor y otros caballeros invitados por el ayuntamiento, tomaron el pendón o estandarte con que Cortés conquistó a México, y fueron al palacio del virrey en donde se encontraron reunidos todos los ministros, salió de allí el acompañamiento en este orden; precedían dos atabaleros sobre asnos, bestias muy estimadas en América; seguían tres trompeteros, doce alguaciles a caballo, y los dos maceros del ayuntamiento; después los caballeros, los regidores, los alcaldes y el corregidor, y al último los ministros del tribunal de cuentas, los de la sala del crimen, y los de la real audiencia, entre los cuales llevaba el pendón un regidor (Gemelli Carreri, 1983, p. 194).
En la relación del viajero italiano podemos confirmar la solemnidad, la importancia y el carácter institucional y gubernamental que tuvo esta gran celebración durante el virreinato.
Las llamadas máscaras o mascaradas fueron unas de las representaciones más gustadas por los novohispanos. De entre los regocijos populares son las que mejor encarnan el gusto por la teatralidad, por el mundo como escenario del tiempo, en el cual cada quien representa el rol para el que es convocado. Lo más significativo de estas celebraciones era, precisamente, el hecho de representar breves argumentos con máscaras que, simbólicamente, encubrían el propio rostro y mostraban la cara del estereotipo representado:
Las Mascaradas consistían en comparsas de estudiantes, de gremios, de artesanos ó de caballeros nobles y ricos que salían disfrazados con trajes que representaban personajes históricos, mitológicos, bíblicos, dioses de las religiones primitivas ó que simbolizaban las virtudes como la fe, la Esperanza, la Caridad; los dones como la Sabiduría, la Ciencia, el Entendimiento; los vicios como la Soberbia, la Gula, la Ira.[20]
Estas representaciones eran generalmente ejemplares: mostraban una lección histórica, moral o religiosa, y eran conocidas como “Máscaras Graves”. Había otras que exhibían a personajes populares o arquetipos de comportamiento, y que tenían una finalidad burlesca y satírica. Estas eran conocidas como “Máscaras Facetas”. Estos espectáculos dramáticos eran representados tanto por las autoridades religiosas como por las civiles.
El diarista Robles es de nuevo fuente invaluable para reseñar una máscara que incluye las dos modalidades, la seria y la burlesca, celebrada el 9 de mayo de 1691:
Máscara curiosa: Dicho día salió de la casa del duende D. Fernando Valenzuela, una máscara seria en nombre de la real Universidad por el casamiento del rey; y salieron de ella muchas personas a caballo, unas en formas de diversos animales, como son águilas, leones, y otras en el traje de las naciones, como son: turcos, indios y españoles, y personas al revés, con los pies para arriba y la cabeza para abajo, con sus hachos en las manos, y corrieron delante del balcón de Palacio todos y se acabó después de las once de la noche (Robles, 1946, vol. 2, p. 224).
Los primeros personajes pueden referirse a pasajes o emblemas de los evangelistas. Sin embargo, “las personas al revés” personifican el gusto por esta imagen tan barroca de la inversión de la realidad, conocida como “el mundo al revés” que pone de relieve lo engañoso y absurdo de la realidad de los sentidos. Este tema vuelve a aparecer en la mascarada que se representó en noviembre de 1700: “Sábado 6, fueron los años del rey en la Catedral. Salió otra máscara con representación del mundo al revés, los hombres vestidos de mujeres; ellos con abanicos y ellas con pistolas; ellos con ruecas y ellas con espadas ...” (Robles, 1946, vol. 3, p. 129).
Es manifiesto el gusto por la inversión grotesca e ilusoria de los papeles que en la realidad desempeña cada uno de los sexos. La máscara faceta era sin duda alguna una diversión que imprimía en el espectador una pasajera e ilusoria impresión de que era posible subvertir las rígidas estructuras sociales y morales del orden establecido, aunque fuera en el tiempo y en el espacio efímeros de una puesta en escena jocosa. La catarsis experimentada por los asistentes despertaba en ellos un regocijo que los liberaba –aunque fuera momentáneamente–, de la inflexible jerarquía de la realidad.
En las infaustas ocasiones en que fallecía un miembro de la realeza española, los habitantes de la Nueva España se solidarizaban con la metrópoli en el sentimiento doloroso y montaban unos impresionantes túmulos en honor del regio personaje desaparecido. Como ejemplos de estos sucesos tenemos la muerte del príncipe Baltasar Carlos, en 1647, y del rey Felipe iv, en 1665. En el primer suceso son elocuentes las palabras del anónimo cronista cuando asevera:
... que como en todo tiempo [la ciudad de México] ha sido tan amante de sus Reyes á pulsado siempre igual [...] los latidos de su nobleza a los sucessos de España; congratulándose con los prósperos y doliéndose de los adversos: como las dos Liras que, dizen que recorridas, y refinadas sus cuerdas, y puestas en un punto, herida la una, suena la otra con la misma consonancia, que si ella uviera recebido el golpe.[21]
Una de las ceremonias más solemnes es el pésame que se da al virrey como representante del monarca. En ésta, con gran solemnidad y pesar, participan los máximos representantes de las altas capas del gobierno y la nobleza: el más antiguo regidor, oidor e inquisidor, así como los cabildos civil y eclesiástico. Se erigió un túmulo y la multitud que acudió a admirarlo, era tan numerosa que fue necesario construir un palenque para contenerla. Antes de la predicación del sermón en la catedral: “... fueron colocándose las insignias en el Túmulo, la Corona sobre la Urna, en dos, en dos almoadas [sic] de brocado, al pie de ella abría la mano un León dorado ...” (Anónimo, Real mausoleo, fol. 25r). La simbología de la realeza no puede faltar en estos signos que la exaltan e imprimen en el espectador la sensación de que la monarquía está instaurada por la Divinidad.
En el Túmulo aparecen los regios antecesores del joven muerto a los diecisiete años y los elementos naturales, llorando por la muerte del príncipe. Citamos una hermosa octava que nos revive esta ocasión:
El Agua soy, y llórome sin ojos
Quando mares de lágrimas me anegan;
Oy Baltasar tus resplandores rojos
A mucha noche lóbrega se entriegan.
Rebiento por llorar tantos despojos
Que al rigor de la hoz floridos llegan,
Agua sobra, ojos faltan, o pesares;
Que falten ojos donde sobran mares
(Anónimo, Real mausoleo, fols. 11r y 11v).
Tanto o más suntuosa es la pira fúnebre que se erige para conmemorar el deceso de Felipe iv, ocurrido en septiembre de 1665. La lamentable noticia llega a la capital del virreinato meses después y, como ocurre en estas ocasiones, los cabildos y el Tribunal de la Fe organizan la construcción de sendos túmulos. Nos referiremos aquí al monumento que erigió la Inquisición. Como dato interesante, diremos que uno de los autores fue el jesuita Antonio Núñez de Miranda (1618-1695), confesor de sor Juana, quien era calificador del Santo Oficio. La universalidad de la monarquía española se asienta por los autores Núñez y Francisco de Uribe, cuando manifiestan, de manera idealizada:
Quédese a juicio, y aplicación del curioso léctor, la distribucion acomoda de todos los Estados, Naciones y Gentes, que lloraron a nuestro difunto Monarcha; desde el Frances mas afrontado hasta el mas Bárbaro Indio: y la union lastimera de gemidos, con que sus basallos todos le lloraron en realidad de verdad a una voz: como le emos ponderado en las cartas de España, y vemos practicado en el universal sentimiento de México.[22]
Como sucede en los arcos triunfales, también en los túmulos funerarios se elige a un personaje de la Antigüedad clásica para equiparar la grandeza del difunto con la del mítico protagonista. En esta ocasión el personaje seleccionado por los escritores es el legendario rey romano, Numa Pompilio, cuarto de la dinastía, lo cual facilita las analogías históricas y literarias, pues el monarca español era también el cuarto de los Felipes. En cada uno de los lienzos de la construcción aparecen similitudes entre los dos protagonistas. Ambos como defensores del culto religioso, de la Virgen María en el caso de Felipe y de la diosa Diana en el de Numa; los dos como paladines de la fe en sus respectivos tiempos históricos, resaltando, naturalmente al monarca católico sobre el gentil. Ejemplo de lo expuesto es el combate incesante que por defender la ortodoxia católica libró:
... De España echando, si à su costa misma.
La infestada Morisma.
En si aquestos primores nuestro Numa,
PHILIPPO QUARTO, con ventajas suma
Mas pio, aun con sus mismos agresores ...
(Urive y Núñez, 1666, fol. 33v)
Al seguir el mismo modelo temático de composición que en el túmulo dedicado a Baltasar Carlos se establecen las semejanzas, en este caso de los sucesos históricos relevantes, vividos por los antecesores del monarca. Así, aparecen Carlos v, Felipe ii, y Felipe iii, dotando a su sucesor de sus cualidades: valentía, prudencia y piedad, respectivamente (Urive y Núñez, 1666, fol. 32r). Al describir los festejos, los autores refieren de una manera vivaz lo siguiente:
Miércoles 25 de agosto, tan deseado del nobelero Pueblo, para su vulgar divertimiento: quanto esperado de la religiosa República, para admirar, y respetar las acordadas disposiciones, y ajustadas demostraciones del Santo Tribunal. A las doze del medio dìa, empeçó con sus Magestuosos [sic] redobles el Real Convento de Santo Domingo, y fue, como hazer señal à todas las demás Yglesias, Conventos y Parrochias, que en conspirados golpes, y bien correspondidos clamores, hizieron ecco a sus dolorosas vozes y llenaron toda la Ciudad de estruendoso sentimiento ... (Urive y Núñez, 1666, fol. 45r)
Como comentario final a este texto, destacamos la radical diferencia que los autores establecen entre “el nobelero pueblo” y los estamentos superiores que conforman “la religiosa República”, o sea el ápice de la pirámide social. Esta apreciación es común, como ya hemos visto, en los criollos ilustrados, quienes forman parte de la clase privilegiada.
La amistosa contienda de “los mexicanos cisnes”: los certámenes poéticos
En las magnas celebraciones religiosas y civiles no sólo se organizaban las festividades que hemos reseñado sino que se convocaba a los poetas más destacados de la Nueva España para que con su ingenio y destreza literaria compusieran las más variadas formas poéticas en un derroche de erudición y de habilidad versificadora. Son la mejor manifestación de poesía culta preservada en la Nueva España. De entre los certámenes conservados del siglo xvii elegimos dos que muestran la facilidad de los artistas para ajustarse al “arte por encargo” y cómo desarrollaban los temas impuestos con pericia en las más variadas formas poéticas (sonetos, serventesios, liras, décimas y octavas reales, entre otras). Si bien es cierto que, en general, a estos poemas les falta inspiración y sentimiento y les sobra erudición y oficio, también debemos reconocer que para estos escritores la exaltación de los valores colectivos resultaba un motivo digno para ejercitar con maestría los principios de la composición poética. Tales pautas estaban dictadas por las preceptivas y tratados retóricos de la época y eran la culminación de una gran y solemne festividad. Como certeramente expresa José Pascual Buxó:
Los certámenes literarios o “justas poéticas” fueron sin duda uno de los espectáculos que despertaron mayor interés en la sociedad novohispana. Convocados para un misterio de la religión o un acontecimiento eclesiástico, se concibieron y realizaron para disfrute intelectual de las clases privilegiadas, pero nunca olvidaron satisfacer el gusto de las castas incultas. El boato deslumbrante de la Iglesia, los arrobadores fuegos de artificio, la bulla y alegría de las mascaradas se hicieron coincidir con el empaque y gravedad del clero, con la altiva presencia de los doctores universitarios y con la pedantería de los escolares.[23]
Cuando llega a la Nueva España la noticia de la canonización de san Francisco de Borja, además de las festividades, máscaras y carros alegóricos, se convoca a los ingenios poéticos a participar en una “justa”. Elogiosamente se les agrupa como miembros del “Parnaso Mexicano / invidia de las Musas, dulce Coro”.[24] El tema del certamen es la comparación entre el nuevo santo y el héroe griego Alcides o Hércules. Se resaltan los doce trabajos del personaje mitológico y las acciones grandiosas del santo jesuita. En uno de los asuntos se establece la analogía entre las columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar, considerado el non plus ultra del mundo antiguo, y el establecimiento de la Compañía de Jesús, en la Nueva España, como parte del Nuevo Mundo. Reproducimos una décima que alude al tema y que es obra del bachiller Diego de Ribera, a quien se le concede el primer lugar y se le premia con “... unos Candeleros de plata de valor de treinta y seis pesos ...” (Anónimo, Festivo, fol. 44r).
Si Alcides plantó en España
las dos Columnas valiente;
tú Borja, en el Occidente
obraste mayor hazaña.
Tu fundación desengaña
lo vano de tus proezas;
si él terminó sus firmezas
viendo el piélago profundo,
y passas tú al nuevo mundo,
por donde él acaba, empiezas(Anónimo, Festivo, fol. 44r).
El más célebre certamen del siglo xvii, con el que concluimos nuestro ensayo, es sin duda el Triunfo Parténico; sobre él comenta Pascual Buxó: “Con todo, es el Triunfo Parténico en honor de la Inmaculada Concepción de María, confeccionado y descrito por Carlos de Sigüenza y Góngora, uno de los más fastuosos y el que nos proporciona mayor cantidad de detalles suculentos de estas fiestas de la externa religiosidad y la cultura adjetiva” (1959, p. 33).
La Universidad, la llamada Academia Mexicana, organiza este concurso poético. Es interesante saber que a los profesores de dicho centro de estudio se les obligaba a jurar fidelidad a la Inmaculada, si alguno no lo hacía: “... le será por el mismo caso denegado el grado, y el que se atreviere a dárselo incurra en pena de cien ducados de Castilla para el Arca de la Universidad”.[25] Las descripciones que hace Sigüenza de los ornatos del claustro universitario y de la capilla erigida en honor de la Virgen constituyen una rica fuente de información para la historia del arte novohispano. El libro contiene, en realidad, dos certámenes: el de 1682 y el de 1683. Otro rasgo sobresaliente del Triunfo es que en él participaron poetas tan reconocidos en su tiempo como Diego de Ribera, Alonso Ramírez de Vargas y la propia sor Juana. En la justa literaria se compara a la Inmaculada con la isla de Delos: “... regazo en que nació Apolo, cuna en que se arrulló Febo, y patria noble de el Sol” (1945, p. 142). La alusión designa a la Virgen como madre de Cristo. Al igual que en otros libros de certámenes, en éste encontramos las más diversas formas poéticas, incluyendo composiciones en latín. El autor refiere: “no por ser Secretario se me privó de que, como otro cualquiera de los poetas, pudiese componer este Soneto”:
Si celeste, si cándida, si pura,
es etérea azucena el sol luciente.
Cuando indultando a Delos por su oriente
privilegiada de intacta su hermosura:
¿Cómo pudo el borrón de sombra impura
profanar su excepción? ¿Cómo indecente
villana espina, horrorizar ardiente
la luz nevada, que aún en Delos dura?
Si en la sombra no hay sombra, si en la idea
la mancha falta: no queriendo el día
que menos que de luz su cuna sea,
¿Cómo el original? ¿Cómo podía
impuro con la culpa fea,
siendo luz la sombra de María?(Triunfo Parténico, p. 188)
Sigüenza concluye su participación asentando que los generosos jueces le otorgaron el primer lugar. Como era costumbre en estas justas, el secretario, en este caso el propio don Carlos, componía un poema jocoso, llamado vejamen, en el que se refería al ganador. Con el ingenioso que se autodedica Sigüenza, burlándose de su propia miopía, finalizamos con el comentario del Triunfo Parténico:
Monstruo de desgracias
es mi soneto en sus arrojos,
pues hecho con cuatro ojos
nació con catorce pies.
Por eso, más que premiado
de la Justa y su atención,
salió en aquesta ocasión
con salva y vaso penado(Triunfo Parténico, p. 188).
Los dos últimos versos aluden a los objetos de plata que se le otorgaron como premios.
En conclusión, la sociedad novohispana tuvo en sus múltiples celebraciones civiles y religiosas, la más genuina manifestación de la rica cultura barroca que en las ocasiones festivas conjuntaba a todos sus miembros para exaltar los valores que le dieron cohesión y razón de ser. Es, pues, en los efímeros momentos de los festejos cuando todos los miembros de la comunidad reconocen y reflejan su rostro en el mismo espejo de sus símbolos colectivos.
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