2018 / 03 abr 2018 12:04
La obra poética novohispana fue considerable desde fechas muy tempranas. Los textos muestran que la poesía contó muy pronto con entendidos cultivadores y con un público, por minoritario que fuera, adecuadamente preparado y capacitado para apreciarla. La poesía novohispana comenzó siendo “moderna”; siempre estuvo al día; no hubo novedad que se le escapara. No quedó, por tanto, a la zaga de la revolución gongorina. En Nueva España no sólo se cultivó y continuó con aplicación el estilo de Luis de Góngora también se dio a su obra la dignidad de “clásico”: sus poemas se estudiaron de la misma manera que los clásicos griegos y latinos.
La estela de Góngora cobija, enmarca y explica casi toda la lírica hispánica del siglo xvii y de buena parte del xviii, por lo tanto también del grueso de la poesía novohispana: miembros con todo derecho de la gran república hispánica de las letras, los ingenios de Nueva España, a veces iluminados, a veces “aluzados”, experimentaron esa estela de manera particularmente intensa y prolongada. Pocos poetas importantes y muchos otros poetas de ocasión, todos coincidieron en su vocación gongorina; aspiraron a la lengua poética más alta: la de Góngora; en ella encontraron el ejemplo más noble de suficiencia técnica y estética.
El primer gongorismo (ca.1589-1650)
Importa resaltar el temprano conocimiento que de la obra gongorina tuvieron los primeros poetas novohispanos. Y aunque el modo gongorista no sea evidente en ciertos poetas, lo cierto es que la apropiación del poeta cordobés puede rastrearse en otros autores.
En su Compendio apologético, escribe Bernardo de Balbuena, “Y dexando aora por inumerables los príncipes ytalianos, que con levantado spíritu y aliento an seguido esta profesión y enriquezido su patria con felícissimos partos de sus entendimientos, acercándonos más a nuestras cosas, ¿en qué parte del mundo se an conocido poetas tan dignos de veneración y respeto como en España?”.[1] Y entre otros poetas cita al marqués de Santillana, Boscán, Garcilaso, Castillejo, Hernando de Acuña, y luego “el agudíssimo don Luys de Góngora”; el único epíteto es para Góngora, reflejo, muy probablemente, de alguna predilección especial. En efecto, quizá sea Bernardo de Balbuena, todavía en el siglo xvi, el primer poeta que da visos de la renovación lírica producida por el poeta cordobés. En su Antología poética en honor de Góngora, Gerardo Diego señalaba que Balbuena “hasta cierto punto podría haber entrado [...] por el sentido decorativo de su poesía”, aunque, finalmente, no le pareció “clara la influencia directa”.[2] Balbuena no recurre a una sintaxis complicada, ni a hipérbatos atrevidos ni a cualquier otro tipo de preciosismos sintácticos, pero sí atiende a la estructura, al sentido musical de sus versos y a la consecución de imágenes reveladoras, cuyo bien trabajado adorno refleja una intención plástica y no una acumulación insensata de ornatos inútiles.
Emilio Carilla señala de manera sistemática casos muy concretos de imágenes y giros gongorinos en los versos de Balbuena:
El dios de este lugar sagrado río,
de verdes cañas y ovas coronado…
(El Bernardo, libro i, octava 105)
… del padre de las aguas, coronado
de blancas y de espuma verde
(Soledad ii, vv. 24-25)[3]
Varias de las “evocaciones” señaladas por Carilla reproducen versos gongorinos relacionados con la elaboración de una perífrasis; sin embargo, más que recreaciones de versos específicos, se trata de la puesta en práctica de un procedimiento estilístico, el del proceder perifrástico. A diferencia de otros recursos, la perífrasis encontró muy pronto acomodo en el código lírico novohispano y fue muy frecuente, lo que implica una reflexión sobre el modus scribendi del modelo, cierto grado de comprensión de la escritura gongorina, no mera réplica.
Al usar la perífrasis los poetas novohispanos no sólo seguían la pauta gongorina: comprendieron que se trataba de un procedimiento que, además de proveer buena parte del aparato ornamental, intensificaba el significado. Si, en gran parte, no llegaron a las alturas del modelo fue porque en la masa de seguidores de Góngora el recurso no provenía, como en el maestro, de la necesidad de “traducir al lenguaje la complejidad íntima de [su] visión poética”.[4] Es decir, tuvieron conciencia de la función de la herramienta, pero para ellos no fue resultado de un proceso intelectual y artístico, de una mirada selectiva, sino que encontraron la fórmula hecha, lista para usarse, y, simplemente, la emplearon conscientes de su eficacia expresiva.
Un ejemplo de lo anterior es El Bernardo, en el que Balbuena emplea con bastante acierto dos recursos técnicos aprendidos especialmente de Góngora: los hipérbatos y los remates plurimembres o con versos distributivos: “De sombras lleno y de pavor el viento” (libro i, octava 7, v. 4; es innegable la expresividad lograda con la dislocación del complemento adnominal); de lo segundo: “a cuyo nombre ilustre y lirios de oro / reverenció el cristiano y tembló el moro” (libro i, octava 23, vv. 7-8) o “en quien mostraron su poder a una / los tiempos, el amor y la fortuna” (libro i, octava 69, vv, 7-8). El proceder de Balbuena en la forja de las imágenes está dentro de la escuela gongorina: es evidente que se hallaba saturado por sus fórmulas e imágenes.
Ahora bien, es casi seguro que la poesía de Góngora no esperó el canal impreso para ser conocida en Nueva España: circuló años antes de forma manuscrita. Para hablar del “agudíssimo don Luys de Góngora”, Balbuena debió conocer su obra, por lo menos antes de 1604, año de la publicación de su Compendio apologético. También es un hecho que traslados del Polifemo y de las Soledades circularon en México antes de que se publicaran en España, pues muy tempranamente se pueden registrar resonancias de la polémica desatada por el nuevo estilo. Así, en los preliminares del tratado Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México, del médico Diego Cisneros, publicado en 1618, Francisco de Toro aconseja a su musa el “estilo humilde” (obviamente frente al “nuevo estilo”): “Cultiva, o tosco quanto agreste genio, / estilo humilde, que intente alabança / de el claro en la Españas...”.[5] Sin embargo, en los mismos preliminares, el doctor Cristóbal Hidalgo Vendaval usa el gongorino recurso de la perífrasis geográfica para hablar de la fama de Cisneros:
...la siempre viva y boladora Fama,
que de su fuente el bien y el mal derrama,
hará inmortal tu estilo,
y desde el Taxo al Nilo,
y hasta donde el sol su curso lleva,
con triunfo del laurel, palma y acanto
ha de morir para vivir tu canto.[6]
Aquí mismo hay que destacar también las siguientes quintillas a Diego Fernández de Córdoba:
Donde más alto bolaras
oy, si del Caístro fueras
nuevo cisne en sus riberas,
débil pluma, ¿no intentaras
imitar cisnes de veras?
¿El Petrarca en la dulçura,
Góngora en gusto y sainetes,
Omero en grave cultura?...[7]
Pudiera ser que esta curiosa mención de Góngora tenga que ver con el reconocimiento de los lectores novohispanos, en fechas tan tempranas, de sus famosos estilos: el elegante y complicado (“gusto”) y el sencillo y chocarrero (“sainetes”, aunque el cordobés no compuso sainetes).
De la ambigua recepción del nuevo estilo da cuenta el “Prólogo del autor a sí mismo” del bachiller Sebastián Gutiérrez en su obra Arco triunfal, dedicada a la entrada del virrey Rodrigo Pacheco Osorio, marqués de Cerralvo (Diego Garrido, México, 1625):
…como poeta, que lo soys, al fresco, al calor e iracundia de la vena huyáis cielos y tierra en vuestras descripciones y pinturas de camafear auroras, antarticar los polos, sin saber quál dellos es el Ártico verdadero; emplaustrar las Cabrillas en el carro de Bootes; y de las texas abaxo, de encubertar el hibierno de capas aguaderas de camino, pestañear el verano con botones que rebientan en las rosas, llamándolas de Crocos y de Clicies; enrizar los crystales de los ríos, sembrando sus caracoles y márgenes de esmeraldas y pyropos, con otras mil tarántulas deste género. Y si por manos de pecado, cayéredes en algún despeñadero destos (porque sería possible no estar vos muy libre de semejante roña)... (s. fol.)
Para Dorothy Schons “los primeros rasgos definidos de gongorismo aparecen en el certamen mexicano de 1633 en honor a San Pedro Nolasco”.[8] Parece que no tomó en cuenta la canción “Esdrújula” (1621) a san Hipólito, del bachiller Arias de Villalobos (1568-?), impresa en su Obediencia que México...dio a… don Felipe de Austria (Diego de Garrido, México, 1623), compuesta en el marco de las fiestas por el centenario de la Conquista. El modelo más que evidente es la canción de Góngora a Luis de Tapia, traductor de Los Lusíadas, de 1580.
El gran escaparate de este primer gongorismo es el certamen descubierto por Dorothy Schons: Relación historiada de las solemnes fiestas que hicieron en Mégico al glorioso san Pedro Nolasco, recolectado por fray Juan de Alavés.[9] En las composiciones aquí reunidas es ya digna de atención la insistente presencia de giros y modos gongorinos. Por ejemplo, el comienzo del soneto de fray Juan de Echavarría (premiado con el primer lugar en el tercer certamen):
Mediaba el curso la triforme hermana
de Cintio, no en la barca de Aqueronte,
no con arco y aljaba por el monte,
sí atalayando a su pastor, Dïana,
cuando María, luna soberana,
por que su Endimïón no se remonte,
de vuestro coro, Pedro, y su horizonte,
la noche ilustra celestial mañana…[10]
La palma gongórica es para las octavas de fray Juan de Valdés, cuarto lugar del certamen cuarto (no el primer premio: señal de que todavía no era muy bien recibido el nuevo estilo mostrado tan ostentosamente). Es difícil hacer una selección representativa de los usos gongorinos desplegados por fray Juan; se cita la composición completa:
En roto leño, bárbara osadía,
Nolasco al mar se dio, si no a su ruina,
sepulcro ya sediento que bebía,
no salado cristal, sino divina
ambrosía que brindó la mano impía.
Frágil vaso, soberbia la marina
ambición, si después, perdido el ceño,
lastimada, cedió, de un débil leño.
No vela le conduce, o masteleo,
la jarcia rota y el timón paguro,
Anteo del mar, pisándole trofeo
nuevo, al valor eriges Palinuro.
Adula undoso el golfo a tu deseo,
sólido ya, a tu sacra yedra muro,
y verde joven, si de espumas cano,
te admira reverente el oceano.
Émulo de esta gloria lisonjea
el manto, nueva vela al mar; Eolo
blandamente le sopla; humilde ondea
Neptuno, si ligero, pues de Apolo
tres no luces, mas horas, galantea
tu roto abeto, y al hispano polo
libre conduce, de distancia suma,
undosa ya no, alada sí, su espuma.
Envidiosa arena, del sumergido
profeta fue tu gloria (que a su leño
se negó, y fuera del humor vencido
si al mar él no se diera en breve empeño;
empeño inobediente que, sorbido
por serlo, el monstruo despidió con ceño),
a tu obediencia cede, que abrió pía,
en campos de zafiro, láctea vía.
Inferior, a tu valor se humilla
el hebreo que en mar sólido asienta
pavimento, a ti undoso, en rota quilla,
si tan seguro, más gallardo ostenta,
Santelmo de sus olas hace orilla
segura del barco, cuando más violenta
brama su furia, llévate, sereno,
líquido aljófar, turquesado seno.
[...] agua el semirroto barco
cesa, mas venturoso te conduce
a valenciano margen, que ya en arco
triunfal, émulo de Iris, todo luce,
y brillando esplendores en el sacro
elemento mil soles le conduce,
que, adulando tu sol en los espejos,
líquidos forman nítidos reflejos.
Más importante que este alarde en los procedimientos estilísticos, es que fray Juan de Valdés pone en práctica otra lección gongorina, de más monta: la elaboración de un concepto complejo. Su punto de partida es la anécdota de que Nolasco, después de ser arrojado al mar por los infieles, hizo de sí mismo un barco: es el santo el “roto leño”, la “ambrosia” que en lugar de “salado cristal” beberá el “sediento” mar; es él el “frágil vaso” (otra sinécdoque frecuente para barco) que “lastimará” la ambición marina y transformará su “ceño” en “undosa adulación”. El océano, admirado, se rinde ante el joven Nolasco (“verde joven”), pero con la templanza de un marinero experimentado (“si de espumas cano”: también por el mar que lo moja). Imitando al océano, el viento favorece la travesía del “roto abeto” y lo conduce por “undosa ya no, alada sí” espuma. En las octavas cuarta y quinta, fray Juan compara la aventura de Nolasco con la historia de Jonás y con el cruce del Mar Rojo (mientras para el “hebreo” el mar se torna “pavimento”, para Nolasco permanece “undoso”, pero sereno: “líquido aljófar” y “turquesado seno”). Llega, por fin, el santo a costas valencianas, las cuales, reflejando el sol que es Nolasco, emulan al arco iris.
Este inicial y tentativo ensayo gongorino resulta inútilmente complicado (en el léxico y en la sintaxis) y sus imágenes no llegan a cuajar del todo. Sin embargo, este poema demuestra que los poetas novohispanos comprendieron, desde el primer momento, algo esencial de la estética gongorina: la complejidad formal está motivada por una complejidad conceptual.
La nueva manera asentó muy pronto sus reales en la república literaria novohispana, en poesía y en prosa. Apenas seis años después de estas primeras muestras, el humanista Juan Rodríguez de León, canónigo de la catedral de Tlaxcala, acompañó su Panegírico augusto castellano (Bernardo Calderón, México, 1639), elogio de la estirpe de Felipe iv, con un exordio titulado “Iris de la eloquencia”:
...Essa pacífica señal, que clausuló los enojos del diluvio, es gallardo símbolo de la eloquencia, y es arco sin saetas, que da licencia para hablar sin herir, que será saber sin agraviar. La variedad de sus colores, con luz del ingenio, los forma el arte [...] Y aunque estas significaciones son de la joyería de los poetas, no se niegan al ornato de los oradores. La oración, siendo de alto sujeto, se parece al iris; varia en descripciones y sentencias, imitando con buena conciencia, sin atreverse a hurto que obligue a restitución. Sea precursora de la claridad, no anuncio de las tinieblas, que escrevir obscuro es amenazar borrasca sobre la lengua castellana, con truenos de vozes peregrinas, rayos de conceptos que no se perciben, y relámpagos de inteligencia, que se adivina lloviendo no para fructificar, sino para destruyr.
Pareciera que Rodríguez de León coincide con Jáuregui en sus críticas al “nuevo estilo”, tanto por la cantidad de neologismos (“vozes peregrinas”) como por la oscuridad y supuesta gratuidad de las imágenes y conceptos. Sin embargo, el mismo que esto firma escribe lo siguiente:
[Habla la Fama, olvidada como reliquia de la Antigüedad, del lugar que ha escogido para retirarse] Un jardín inconstante en lo florido, y más continuo en lo marchito, como ingenio desconfiado del premio; sediento, aunque le rieguen mis ojos, por apelar a cristales de un arroyo liberal, siendo pobre: que no se vincularon larguezas a los ricos. Paga en claveles lo recibido en aljófar, que quien da lo que puede no es ingrato a lo que deve. Algunos paxarillos, músicos de pluma y flores con alma, cantan si lloro [...] Cierra el bosque una hermita, blanco cisne entre sus árboles, breve periodo en su espesura…
Imposible no reconocer resonancias gongorinas en el aljófar como lágrimas, en los pájaros como “músicos de pluma” y “flores con alma”, en el uso muy particular de términos como vincular (‘heredar’) y periodo (‘paréntesis’); la lección de Góngora también está tras la presentación del marchito jardín, con esa inusual y sugerente adjetivación (“inconstante en lo florido”, “continuo en lo marchito”), rematada con la sorpresiva comparación entre el jardín que de tan marchito no espera fruto y el poeta que de tan “seco” no espera premio.
En medio de estas contradicciones, el gongorismo acabó imponiendo a diestra y siniestra su léxico, sus fórmulas y giros. En el arco triunfal dedicado a la entrada del virrey marqués de Villena, de la pluma de un jesuita anónimo, encontramos el siguiente soneto con la alegoría del virrey como Ganimedes:
La frente de laureles guarnecida
el monte de Ida levantó orgulloso
por la assumpción del joven más hermoso
a ministrarle a Júpiter bebida.
Baxe la frente a México el de Ida,
pues en la copa es lustre más glorioso
que Júpiter conceda generoso
a quien su copa da, que le presida.
Si a certamen de honor Ida provoca
por el que en Ganimedes se le apoya,
con su Pacheco México le apoca:
pues la que ambrosia engasta, rica joya,
se la quita Filipo de la boca
para ser Ganimedes del de Moya.[11]
Para este mismo acontecimiento, María Estrada de Medinilla compuso una amena relación, en silva de pareados, en la que da muestras de gran oficio y de una productiva asimilación de los recursos gongorinos. Esta vez se va más allá del empleo puntual de recursos, prácticamente ya moneda corriente. Da la impresión de que de manera muy consciente evita los hipérbatos: su seguimiento de Góngora es mucho más sutil que la aplicación a cartabón de las fórmulas tópicas. Por ejemplo, cuando relata la majestad con la que entre el virrey, montado en un caballo soberbio, “de los de Febo sustituto”:
…color bayo rodado
en quien no queda bien determinado,
por guardarle el decoro,
o si fue oro engrifado o grifo de oro;
a la vista primera
oro esmaltado de azabaches era,
bien que a la fantasía
ya tigre de tramoyas parecía
y ya pavón de Juno,
aunque en lo cierto no tocó ninguno;
y erizando sus plumas,
furias vertiendo, si brotando espumas,
daba a toda plebe,
a chirlo y cintarazo, grana y nieve…[12]
Versos más adelante, la grana y la nieve se correlacionan con el “furias vertiendo y brotando espumas”: las furias enrojecían los rostros de los presentes, las espumas salpicaban de blanco. Las imágenes de este pasaje recuerdan las de la octava 8 del Panegírico al duque de Lerma: cuando el duque montaba a caballo “ya centellas de sangre con la espuela / solicitaba al trueno generoso, / al caballo veloz, que envuelto vuela / en polvo ardiente, el fuego polvoroso”.
Tiempo después, en 1649, Estrada de Medinilla escribió el siguiente soneto en los preliminares de la obra de Francisco Corchero, Desagravios de Christo en el triumpho de la cruz contra el judaísmo. Poema heroyco (Juan Ruiz, México, 1649):
Anfión de la fe, que en voz cadente
a los supremos coros diestro aspiras,
tan docto campas, que a tu ingenio inspiras
cuanto le admiran raro y elocuente.
Sus ecos repitiendo dulcemente,
clarín alado en tus acordes liras
desencanto será de sus mentiras
al vil contagio del inculto diente.
Desagravio de Dios te llama el mundo,
lauro capaz a innumerable suma
de grandezas que concurren en ti solo.
Pues ministras con garbo sin segundo
de culto Marte, fulminante pluma,
discreta espada de valiente Apolo.[13]
En esta primera etapa del gongorismo en Nueva España, tal vez sea María Estrada de Medinilla la discípula más aplicada y destacada de Góngora, y con una obra más sólida en su conjunto. Curiosamente, más adelante ocupará este puesto otra mujer: sor Juana.
Pocos años antes de esta última composición de María Estrada de Medinilla, en 1645, Juan Ortiz de Torres compuso un soneto a la muerte de Isabel de Borbón, esposa de Felipe iv, que es, quizá, el más hermoso poema funerario compuesto en Nueva España, y quizá también el primer registro novohispano del uso poético del término vincular en el sentido forense puesto de moda por Góngora. Dos elementos gongorinos hay que destacar de este comienzo: el uso de vincular y el difícil proceder perifrástico a partir de una noticia erudita:
Dos lágrimas (dos perlas) de la luna
tuvo Cleopatra, que del mar Ausonio
–más que el valor del reino babilonio–
las pudo vincular a su fortuna.
Y por que no tuviese igual la una,
en licor se la ofrece a Marco Antonio,
mostrando en su garganta testimonio
que fue del sol piramidal columna.
Dos perlas fueron, de infinita suerte,
Isabel, que su reina España aclama,
y su virtud que en santa la convierte.
Si su vida en la muerte se derrama,
que fue una perla, el tiempo ni la muerte
no han de igualar la perla de su fama.[14]
Trato aparte el caso del jesuita Matías de Bocanegra, porque quizá sea este poeta el primer ejemplo de un fenómeno (no exclusivo de Nueva España) que podría denominarse “gongorismo calderoniano”. En la que parece su primera obra, Theatro gerárchico de la luz (Juan Ruiz, México, 1642), dedicada al gobierno del marqués de Villena, Bocanegra lanza algunos hipérbatos a la manera gongorina, aunque no muy decididamente, pues sólo lo hace en un soneto (nótese sobre todo la elaboración sintáctica del segundo cuarteto):
A Prometeo debió la tierra el oro,
a sus rayos el agua los caudales,
sus vidrieras los diáfanos cristales
y el ardiente elemento su decoro.
Cuantos influjos el cielo, tu coro
comunica a los hombres y animales,
cuantos produce efectos naturales,
tradujo en luces al mundial tesoro...[15]
Sin embargo, en una composición muy probablemente posterior, su famosa “Canción a la vista de un desengaño”,[16] muestra un gongorismo, al parecer, más asimilado y asentado, pues ese gongorismo es de segunda mano: proviene de Calderón. Al respecto, Gerardo Diego señala:
… y ya en más de una ocasión habremos notado junto a la sombra de Góngora, otra incipiente, la de Calderón. He aquí el enemigo. El que debe cargar con más de la mitad de las culpas que se le abonan en cuenta a Góngora. El peor gongorismo no es sino calderonismo. Calderón reduce a cuatro o seis moldes agotados genialmente por él, algunos de los hallazgos gongorinos; simetriza lo que en Góngora era equilibrado, pero libre. Da la fórmula para adquirir un culteranismo barato de bazar a precio único; y, en suma, convierte la sorpresa en tópico, la forma en molde y lo clásico vivo en académico muerto.[17]
En 1653 se imprimió el Marte católico, arco erigido por la catedral al virrey duque de Alburquerque. Entre las composiciones que lo forman destaca la siguiente octava de fina ley gongorina:
Del Júpiter de España más divino,
ciego furor, tumulto giganteo,
al cielo de su solio cristalino
bárbara turba concitó Tifeo.
Un rayo disparó –feliz destino–,
que en Peloro, con ínclito trofeo,
Marte de España, a filos más tajantes,
puso eterno pavor a los Gigantes.[18]
La referencia mitológica es a la Gigantomaquia: Júpiter fulminó a Tifeo, y Marte, cual otro rayo de Júpiter, a Peloro. En la octava Júpiter simboliza al rey, y su rayo es el “Marte de España”, es decir, el duque de Alburquerque, vencedor en una nueva rebelión de gigantes (las guerras de Francia, Portugal, Flandes y Cataluña). Formalmente hay que destacar la aliteración, de obvias reminiscencias, bárbara turba, y el cruzamiento en la correspondencia de los versos: el primer verso es el complemento adnominal del “solio cristalino” del tercer verso; y el segundo es la aposición de la “bárbara turba” del cuarto; “Marte de España” del séptimo verso es aposición de “un rayó disparó del quinto, y el sexto es el complemento circunstancial de “puso” del verso octavo.
Un año después, en 1654, la Real y Pontificia Universidad de México convocó a un certamen en honor de la Inmaculada Concepción. El secretario fue el presbítero Juan de Guevara, futuro co-autor con sor Juana de la comedia Amor es más laberinto. Las composiciones de la justa no son, en general, “gongorinas”, a pesar de que para la tercera sección del certamen primero se pidió “una canción lýrica del metro de una del nunca bastantemente alabado oráculo de las mejores musas de España don Luis de Góngora, que empieça A la pendiente cuna”.[19] En algunos casos, la imitación se redujo a copiar el metro y la rima (estrofas aBaBCC, sin represa), pero no se ve la intención de seguir el estilo del modelo. No es el caso del capitán don Luis de Berrio, primer lugar en esta categoría de canciones, que recurre a cultismos de raigambre gongorina, como conculcar (‘pisotear’):
Que esta Minerva santa,
procedida del Júpiter eterno,
la séptima garganta
a la hydra conculca del Averno,
que el águila de Pathmos atendía
manchar de oscuro rosicler el día;
también emplea el cultísimo acusativo griego, procedimiento sintáctico no muy común entre los gongorinos novohispanos (‘armada en lo que se refiere al brazo’, ‘armada del brazo’):
Si creyó puro efecto
a Minerva el anciano barbarismo,
por ideal concepto
de Júpiter, opuesto aun al abismo
de la culpa, venciendo (el braço armada)
a la malicia en bélica estacada.
Sólo por este primer testimonio de un recurso sintáctico tan exquisito e inusual (el acusativo griego), y por ser el primero (de una verdadera avalancha que vendrá después) en que explícitamente se exigió seguir un modelo gongorino, este certamen tiene un lugar en la historia del gongorismo novohispano.
Juan de Guevara, nada gongorino en las octavas que abrieron el certamen de 1654, en otro también dedicado a la Inmaculada Concepción (Empressa métrica, Viuda de Bernardo Calderón, México, 1665), hizo alarde de lo aprendido del cordobés:
De la Vesta más pura el fuego ardiente,
en ara de gloriosos resplandores,
soberanos incendios, altamente,
pinto de luces, bosquejo de ardores.
En los purpúreos rayos de su oriente,
donde luceros eran sus albores,
sin que el elogio la lisonja intime,
fuego era más allá de lo sublime.
Bárbaro no, sagrado altivo muro,
a no alterables siglos levantado,
permanencias vincula a lo futuro,
de incorruptibles pórfidos labrado,
aguja reverente, alcázar puro,
de llamas de pureza acrisolado,
se consagró feliz, se erigió luego,
sacro ardor consagrado a mejor fuego.
Primero en luces, sin segundo en pompa,
de blasones purísimos vestido,
sin que el olvido sus memorias rompa,
es del Fénix de gracia ardiente nido.
Asunto a la dorada vocal trompa
se concede, de rayos guarnecido,
porque del jaspe y mármol sus memorias
lenguas de fuego son, que arden en glorias.
Culto al vestal ardor del fuego amante
se coronó glorioso de trofeos,
y de gracia en hoguera más fragrante,
émulos humos de ámbares sabeos,
templo es de intacta Vesta en lo brillante,
divino más pensil que los hibleos,
en cuyo ardor el misterioso ejemplo
es gracia, es vida, es gloria, es triunfo, es templo.[20]
La presencia de Góngora es innegable; está en la sintaxis (el hipérbaton de los primeros cuatro versos no es poca cosa), el léxico (purpúreos, vincula, pórfidos, vocal trompa), los recursos: fórmulas si/no (“Bárbaro no, sagrado altivo muro”), el final plurimembre a la manera del famoso soneto “Mientras por competir con tu cabello”. Guevara parece haber comprendido el proceso gradual que se fragua en el verso de Góngora (de lo material, tierra, a lo inmaterial, nada), pero le sobró el elemento vida que nada en el resto del poema justifica, y que fue, al parecer, la ocurrencia a la que llegó para alcanzar los cinco miembros del original; pero, sobre todo, se le escapó el voluptas aurium,[21] esto es, la fuerza rítmica inexorable del endecasílabo gongorino.
Mucho tiempo después, en 1691, Guevara compuso una silva para los Epinicios gratulatorios, en honor del virrey conde de Galve, celebrando su victoria sobre los franceses en la guerra por la isla Española. Esta vez se moderó y únicamente “gongorizó” en los primeros versos de la silva:
Si infestaba el francés el continente
de costas españolas
que, con alternas olas,
circunda el espumoso mar indiano,
triunfo es ya del valor americano
su atrevimiento pérfido alevoso;
qué mucho, si de Silva generoso
el brazo omnipotente
le decretó, con pluma presagiente,
pena fatal y lamentable estrago,
dejando a un solo amago
castigadas francesas altiveces.[22]
Notemos el muy gongorino giro “…con alternas olas”: las olas que van y vienen, pero nunca son las mismas (“Royendo, sí, mas no tanto / el mar con su alterno diente / el escollo está eminente / que del cíclope oyó el canto…”);[23] también el acertado empleo del participio activo (a la manera latina) “presagiente”.
Con todo, no parece que Juan de Guevara sea un autor “gongorino”. Imitó, seguramente con convicción, la sintaxis, el léxico, la manera de fraguar las imágenes; lo hizo como una especie de método de trabajar la lengua para alcanzar un estilo que lo enraizaba en la gran tradición poética española; pero no parece ser su estilo.
Hasta este momento, con excepción de Estrada de Medinilla, pareciera que los letrados novohispanos consideraron que la lengua poética de Góngora era la más adecuada, por su elevación, para composiciones de largo aliento, de tono y materias graves. Sin embargo, con el tiempo, la expresión gongorina dominó por completo, sin importar el metro, el tema o el género; los giros y modos del cordobés fueron el único garante lírico válido. La lengua de Góngora, y sobre todo la del Góngora del Polifemo y de las Soledades se consideró la dicción poética por excelencia, la manifestación más elevada de la cultura. Y hay que insistir en que los poetas novohispanos supieron reconocer los recursos que singularizaron esa manifestación lírica, lo que habla de lectores con adiestramiento, sensibilidad, formación, aunque no todo desembocara en una obra afortunada.
Así por ejemplo, el anónimo autor del romance para el altar de los carmelitas en la dedicación de la catedral (1667) hizo suya la lengua gongorina en un molde métrico tradicionalmente “sencillo”:
A la dïáfana esfera
se descollaba gigante,
alto penacho del viento,
columna del sol portátil,
la fábrica primorosa
del altar que, como amante
de su metrópoli erecta,
consagró víctima el Carmen.[24]
Hay imágenes que denotan un maduro aprendizaje de la lección gongorina: “Sobre este océano rojo, / que en verde caduca nave, / sulcó palomilla leve, / navegó gusano frágil...”:[25] esa espléndida tela, “océano rojo”, que decoraba el altar, debía su belleza y su lustre a la obra de un gusano de seda que en la “verde caduca nave” de su capullo había terminado de producir la seda con que estaba hecho. El mismo autor confiesa la deuda con Góngora en la cuarteta siguiente: “El gran cordobés perdone, / que aquí llegaron a hallarse / solicitadas sus hojas / de los céfiros süaves” (aquí evocando la primera cuarteta del romance “La cítara que pendiente”: “La cítara que pendiente/ muchos días guardó, un sauce/ solicitadas sus cuerdas/ de los céfiros süaves…”): como la abeja se lanzó tras la miel de las flores, creyéndolas verdaderas por su perfección, así el poeta se fue tras el néctar de los “numerosos” versos de Góngora.
En el ya mencionado certamen, Empressa métrica, aparecen los primeros “centones” (poemas hechos con versos ajenos) a base de versos de Góngora. Los autores premiados fueron Juan de Guevara, Alonso Ramírez de Vargas y el bachiller Félix López. Estos centones –dice Dorothy Schons– “sirven como indicadores de cuáles de los poemas de Góngora eran los más populares en ese momento. Muchos de los versos eran tomados de las Soledades, los Sonetos y las Canciones”.[26]
Sin duda, en esta etapa, fueron los certámenes los grandes motores de la propagación y consolidación del gongorismo. Prácticamente no hubo justa en la que el poeta cordobés no fuera uno de los requisitos: como modelo por imitar, como surtidor de versos para centones o para composiciones de rimas forzadas, o simplemente, como inspiración. Su presencia concedía cierta dignidad y altura poética a la insulsa materia de estas festividades artísticas; por ello, se impuso como modelo definitivo por más de un siglo. Nueva España vivió la estela de Góngora con mayor intensidad y persistencia, quizá porque sus poetas encontraron especial adecuación en la búsqueda gongorina; también ellos buscaban (lo consiguieran o no) ingenio, ostentación, deseo de asombrar, nuevos caminos poéticos, cuanto más arduos y difíciles, mejor. De esa búsqueda derivaron en no pocas ocasiones resultados que casi no tienen que ver con el poeta español: con más frecuencia de la que hubieran querido los propios ingenios novohispanos, la herencia gongorina se anquilosó en una retórica, de cuyas limitaciones fueron conscientes sus mismos admiradores y seguidores.
En el certamen a san Francisco de Borja, para el asunto sexto, se pidió describir el carro triunfal en que subió al cielo Borja al ser canonizado: “Píntese glorioso nuestro santo, todo vestido del esplendor de las estrellas”;[27] y para tan luminosa cuestión se exigió una canción que imitara “la consonancia, estancia y misteriosa magestad del vehemente estilo del príncipe castellano don Luis de Góngora…”.[28] La canción a imitar fue “Verde el cabello undoso”. José de la Llana ocupó el primer lugar con una composición que no sólo copia el esquema métrico, sino también los consonantes del modelo (lo que no era requisito):
Rubio el cabello undoso
y de estrellas espléndidas vestido,
aliento sonoroso,
luciente rueda, círculo torcido,
en carro –honor del viento–
Alcides dexa el árido elemento.[29]
Por su parte, Antonio de Ugalde (tercer lugar) va un poco más allá del esquema métrico y del léxico:
En mar de resplandores
cerúleas ondas, campo de zafiros,
Pancaya de colores
rayos vistiendo, iluminando giros,
era lucido el viento,
plausible claridad más que elemento.[30]
Además de la obvia evocación del segundo verso (“cerúleas ondas, campos de zafiros”), está la sinestesia del tercer y cuarto versos: las proverbiales fragancias de la región oriental de Pancaya se tornan colores.
Con todo, la canción más ambiciosamente gongorina es la de Antonio de Huertas (segundo lugar):
No en rayos dessatados
la errante luz atropellaba el día,
cuando passos turbados
sudaba el Can, el Capricornio ardía,
los pezes y los troncos
lloraron tiernos y gimieron roncos.
No de aliento abrasado
salamandras volaban los gemidos,
cuando en carro dorado
sendas de luz caminan los sentidos,
y en ímpetu violento
sólo el mar apagó tanto ardimiento.[31]
En la primera estancia destaca la perífrasis temporal tan gongorina, el quiasmo (es decir, el cruzamiento: “sudaba el can, el capricornio ardía”, en este caso el verbo aparece al principio en el primer enunciado, pero en el segundo enunciado aparece después del sustantivo) del cuarto verso y la simetría bilateral, fonética y sintáctica, del último; y en la segunda, la comparación de nexos elididos: “los gemidos volaban cual salamandras que no son abrasadas por el aliento”. Además, Huertas sí se arriesga con el acusativo griego, recurso sintáctico que, por su complejidad, fue poco empleado por los seguidores novohispanos de Góngora.
En 1673 Diego de Ribera abre el certamen Symbólico glorioso assumpto (Viuda de Bernardo de Calderón, México, 1673), convocado para la dedicación del templo de las capuchinas a san Felipe de Jesús, con las siguientes liras:
Dulcemente sonora,
no aquella que en diversos orizontes
cýtara ya canora
las aguas enfrenó, movió los montes,
y con dulce modelo
fue quietud del abismo, es lustre al cielo;
sí la que, ingenïosa,
con mental, con recóndita armonía,
a suspensión dichosa
del alma propia los impulsos fía,
siendo de su concento
racional cuerda cada entendimiento.
En más docta alta mano,
¡o erudito marqués, o noble Horpheo!,
a Jobe soberano
cultos quitando y penas al Letheo,
de abismo y cielo aora
es orden dulce, es sedición canora.[32]
Como puede apreciarse, el poeta no escatima recursos: hipérbatos, sum + dativo en el sentido de ‘servir de’, fórmulas no-si, sinestesias, alusiones veladas, trueque de epítetos, cierres bimembres, expresiones prodigiosas como la imagen del canto de los poetas al virrey, que “es orden dulce, es sedición canora”, etcétera.
También de marcado aliento gongorino es el romance de Alonso Ramírez de Vargas, que ocupó el primer lugar en el “Segundo certamen”:
Astro se erigió del cielo
sacro Olympo templo grave
a Vesta, notando el culto
ara poca a tanta imagen,
quando del romano imperio
Pompilio con dos semblantes
era timón y era yugo,
por temido y por amable,
cuyo religioso anhelo
(bien que gentil) sus altares
cultivó con sacrificios,
si eternizó con esmaltes.[33]
En este romance el despliegue de modos gongorinos es demasiado ostentoso; si el romance va a perder su natural grata llaneza debe haber una buena razón. Aquí el exceso de artificio no va trabado con la elaboración de un concepto complejo; por ello los procedimientos estilísticos pierden eficacia y se perciben como ornamentos más o menos gratuitos.
Cerca de 1680, Francisco de Castro compuso La octava maravilla, extenso poema en octavas dedicado, como la Primavera indiana de Sigüenza y Góngora, a la aparición de la Virgen de Guadalupe, y publicado hasta 1729. Este poema es un caso especial dentro del gongorismo novohispano: por su extensión (más de 250 octavas repartidas en cinco cantos), por el aliento heroico que lo inspira y por su impresionante y abundoso despliegue de recursos.
Desde el primer momento el gongorismo marcó, señaló, especialmente el poema de Castro: “… el autor muestra muy bien un ingenio o, más bien, un entusiasmo muy semejante al del Polifemo de nuestro don Luis de Góngora, especialmente por la oscuridad”.[34] Es muy elocuente la autocorrección: Castro no tiene el “ingenio” (‘talento natural’) de Góngora, pero sí un “entusiasmo” (‘inspiración’) “muy semejante”; esto es, no alcanza al modelo, pero está inspirado por el mismo espíritu poético de “heroicidad” elocutiva. También hay que destacar el vínculo señalado con el Góngora del Polifemo, no el del Panegírico, no el de las Soledades.
Castro es casi el único poeta novohispano que emplea el acusativo griego, y lo hace con profusión asombrosa: el monte de Dios, “Uno, la celsitud, las cumbres trino, / tan alto glorias ambas”; María, “La sin varón el vientre generosa”, que “se halló de Dios el vientre coronada”; el querubín “corto los años, largo la belleza”; la orden franciscana, “ardida el corazón, docta los labios”; Juan Diego, “tan anciano la edad, la fe tan niño”, el “humano corazón, alas caído, / aliento, espíritu y esperanza exhausto”; frente al milagro guadalupano, al alba faltan las aves, “viéndose picos muda y plumas calva”; Juan Diego camina “yendo pies suelto y ánimo encogido”.
Dice Méndez Plancarte que Castro asimiló muy bien la lección del cordobés; en efecto, prueba de que la lección gongorina caló más hondo, más allá de las excentricidades formales, son estas hermosas miniaturas que, después de haber presentado el Tepeyac como un páramo pobre y seco, lleno de espanto, recuperan la belleza de esa vegetación desértica, con un plus: el casi ético énfasis en la vinculación de esa belleza con el bienestar que provee al hombre:
Raso (maguey le llaman) vegetable
de esta parte del Cancro lleva el suelo;
planta tan a su dueño usufructuable,
qual concedió a otra tierra ningún cielo:
a los del tiempo assaltos indomable,
dura al sol, dura al agua, dura al yelo;
su corazón lo diga alado a pencas
de agudas archas, más que las flamencas.
Su tronco neto el pleno abarque impide
de brazos dos, en bicodal altura;
su herido corazón liquor despide,
que al de Hyblea no le invidia la dulzura;
asado, electo pasto, al gusto mide;
agradecida planta, fiel criatura,
pues al que a ningún costo la cultiva
no sabe, aunque la tuesten, ser esquiva.
Tres potables le brinda; uno es vino,
que, quando la alquitara le resuelve,
sabe correr por aguardiente fino;
su castigada hoja en hebras buelve
hilo, fino de assiento, de camino,
de afán y frío en el hogar absuelve;
y al fin, sobre otros mil usos, al dueño
sirve de vino, agua, dulze y leño.[35]
Junto con La octava maravilla de Francisco de Castro se imprimió la Métrica Passión de el humanado Dios, del también jesuita Juan Carnero (nacido en 1660), en un único canto con 127 octavas. Ninguno de los censores dedica un comentario específico al poema de Carnero; uno de ellos (el padre Pedro de Echavarri) sólo dice del autor que “fue tenido por un Demósthenes de la oratoria, y un archivo de toda erudición para las consultas y resoluciones”. Como el de Castro, es éste un poema de aliento heroico y de inspiración netamente gongorina. La primera octava es todo un recuerdo-homenaje:
Esta, que a Euterpe le debió algún día
ligero toque de su bella mano,
lyra, que regulaba su armonía
al compaz de su numen soberano,
acalore esta vez ceniza fría
de este, si no canoro, cysne cano,
a quien la escarcha de la edad que suma,
de cysne le dexó sólo la pluma.[36]
El padre Carnero recurre a todos los procedimientos estilísticos considerados gongorinos, excepto al acusativo griego (que ni sor Juana usa); su gongorismo es tan genuino como el del padre Castro, menos recargado y por momentos más logrado.
Los certámenes poéticos fueron muy importantes en la difusión y consolidación del gongorismo en Nueva España. En este sentido, quizá el certamen más representativo sea el Triunfo parténico (1683), muestra por antonomasia del gongorismo novohispano, en general, y del de Sigüenza y Góngora, en particular. El autor cordobés es el único autor que desfila, en la categoría de clásico, junto con los latinos, los griegos, los santos padres y los humanistas; es evocado no sólo en los versos, también en los pasajes en prosa:
Sigüenza nos habla de “jeroglíficos de tanto garbo, que con silencio vocalísimo cantaban epinicios al triunfo parténico”.[37] ¿De dónde sale ese “silencio vocalísimo”? Pues del soneto gongorino “Las que a otro negó piedras oriente”, dedicado al conde de Villamediana, que guarda en su camarín cuanto “pincel valiente…/ …parlero / silencio en sus vocales tinta miente”. Lo que en el poema está justificado, lo está mucho menos en la prosa donde la cita se incrusta, porque le confiere un espesor metafórico inusual. En otra ocasión el mismo Sigüenza dice de la plebe “que en semejantes acontecimientos, más que vistiéndose la garnacha de Licurgo, empuñando la vara de Aristarco lo advierte todo”, ingenuo homenaje a La Tisbe gongorina: “La vez que vistió Paris / la garnacha del Licurgo”.[38]
Junto a estas desafortunadas reminiscencias gongorinas, Antonio Carreira critica la profusa adjetivación, la manía por los superlativos y el abuso de noticias eruditas. En relación con las reminiscencias, hay que decir que no importa tanto su acierto o desacierto, como destacar el hecho de que los versos de Góngora constituyeron un especie de poliantea, “gramática lírica” y vocabulario, a la mano de todo poeta medianamente instruido: sus conceptos, imágenes, sintaxis, recursos, neologismos, sacaban del apuro creativo a cualquier autor, con sólo un poco de disciplina y, en el caso de la poesía, dedos para contar las sílabas (que no necesariamente nociones rítmicas).
En la segunda mitad del siglo xvii novohispano la lengua de Góngora no fue sólo una moda: fue la lengua de la poesía. En cuanto al abuso en la adjetivación y en los superlativos, en efecto, es ésta una práctica que no puede prohijarse a Góngora, sino al muy particular esfuerzo de los discípulos de acercarse, con recursos propios, a su maestro. Finalmente, el ostentoso aparato mitológico-erudito no es tampoco imputable a Góngora, y no es un vicio exclusivo ni de Sigüenza, ni de este certamen en particular. ¿Cuál otro era el proceder de los certámenes sino la reducción de un tema teológico o hagiográfico, con todas sus posibles ramificaciones, o de una festividad civil, a una alegoría mitológica? Ésta no sólo permitía una selección altamente significativa (por su carácter simbólico) de los aspectos a tratar, sino que también brindaba el escenario y el ornato más apreciados: “Todos los escritores, a partir del momento que emplean una imagen o una metáfora, confrontan la realidad con un determinado número de conceptos, cuya totalidad define, por así decirlo, su cultura. Es normal que los escritores del siglo xvii, educados en la cultura clásica […], hagan referencia constante a ese universos greco-latino conocido por todos sus lectores”.[39]
A todo lo largo del Triunfo parténico, Góngora está presente como requisito explícito o como fuente de inspiración. En una de las categorías del certamen primero se pidió “una canción de cuatro estancias de a nueve versos, con su represa de a tres, imitándola del Apolo cordobés que empieza: Qué de invidiosos montes levantados”.[40] Los autores de las canciones que ocuparon los dos primeros lugares, Juan Pérez Ribero y Alonso de Rojas, “Poniéndose aún más estrecha ley”, conservaron las consonancias del original; su gongorismo se reduce al metro y a las rimas; ningún otro rasgo permitiría calificar estas canciones como composiciones gongorinas. En cambio, la canción de Alonso Ramírez de Vargas, que “Por haberse escondido entre los muchos papeles que se presentaron se quedó sin premio”,[41] es todo un muestrario de recursos gongorinos:
En roscas de cristal conchas desmiente
sierpe espumas vestida
silbando cierzos, Notos exhalando
contra Delos, que sólida, valiente,
al circo le convida
sus procelosos ímpetus burlando;
no es la isla apenas, cuando
torbellinos revoca
opuesto escollo e inamovible roca.
Por la tortuosidad de su garganta
escamosa ballena
todo aquel archipiélago vomita,
que se bebió primero para tanta
resistencia serena,
que más se afirma cuanto más le incita:
rechazada se irrita,
porque a su movimiento
aun es lágrima el mar, suspiro el viento.
Ramírez de Vargas es también autor de una canción que ocupó el segundo lugar en el certamen cuarto. En esta sección las exigencias gongóricas llegaron a su clímax: “una canción a imitación de la gongorina que comienza: En roscas de cristal serpiente breve, de a diecisiete versos en cada estancia, con su represa de a cinco; las cuales se han de componer de centones sacados precisamente del mismo don Luis de Góngora […] y se advierte a los poetas ser indispensable y expresa ley el que no sólo se han de tomar dos ni tres versos, pero ni aun uno entero para subrogarlo en la canción”[42] a estas exigencias, ya rigurosas, hay que añadir el requisito alegórico: Carlos ii como nuevo Eneas, que con su imperio sobre el Nuevo Mundo expande el reino y la descendencia de españoles y católicos, gracias a “su oráculo”, esto es, a su devoción a la Inmaculada Concepción (la Virgen es Delos, Apolo, Cristo):
Con naval pompa * de inquïeto lino,
velero bosque * aun contra el viento armado,
la proa diligente * en poca arena
no sólo dirigió * descaminado
el príncipe troyano * peregrino,
mas redújola * entre una y otra almena,
tocó las playas más; * fue de su pena
término luminoso:
que, fuego él expirando * afetüoso,
Delos campos apenas * ha ofrecido,
do halló reparo * agradecidamente,
cuando de amor * admira reverente
deidad que en isla * se venera culta,
trïunfando * del agua que la oculta
aun contra el * Orïón humedecido;
que ser quiso en * el mar sin cobardía
al frigio, muro * y resistencia al día.
Los poetas debían marcar en los márgenes la procedencia de los hemistiquios. Obviamente, en este caso, no se puede hablar de reminiscencias o de maneras gongorinas. La prueba de ingenio está en armar, a retazos ajenos, descontextualizando los versos originales, algo coherente. Ramírez de Vargas lo consiguió. La estancia podría parafrasearse: ‘después de un naufragio, el perdido (“descaminado”) y peregrino Eneas (“el príncipe troyano”) no sólo dirige su nave en poco espacio (“en poca arena”), sino que la regresa consigo hacia playa segura, en donde alcanza a entrever un palacio (“entre una y otra almena”); esa playa fue el final de su doloroso peregrinar. En ese lugar, Delos, que despedía el calor de sus altares y hogares, como ofreciendo afecto al peregrino, encontró Eneas, agradecido, descanso. Ahí, desde lejos, todavía semioculta por el agua, admiró con reverencia a la deidad que en la isla se veneraba. En medio del mar y de las tribulaciones de Eneas, Delos quiso ser el muro al que pudiera asirse el frigio, y el cobijo (“resistencia al día”) para su descanso’. Nada fácil el ejercicio. Quede como curiosidad: no tiene caso hablar del “gongorismo” de estas canciones.
El sábado 20 de enero de 1685, en Madrid, tuvo lugar un suceso “de tan desusada singularidad, excelencia y desmedida altura, que en toda la dilatada duración successiva de cerca de diez y siete siglos no han visto las edades”:[43] Carlos ii paseaba con algunos de sus cortesanos, en coche, por las orillas de Madrid, cuando se encontró con un humilde cura que llevaba el viático a “un hortelano moribundo”. Ante el asombro de propios y extraños, el rey cedió su carroza y, no conforme, acompañó la “misión eucarística” hasta su culminación: “Llegaron las dos Grandezas, divina y humana, a la possada del enfermo, que estaba algo achacoso; y después de aver recibido con devoción el Panis angelorum, mandó el dicho señor don Carlos se le diesse alguna limosna…”. Para celebrar tan piadoso acontecimiento, pocos días después (3 de febrero) los ingenios españoles convocaron la Academia.[44] Los novohispanos no se quedaron atrás y, con algún retraso por la natural dilación con que llegaban las noticias a América, dieron a luz la Copia de la carta escrita en Madrid con sonetos de ingenios desta Corte (Herederos de la Viuda de Calderón, México, 1685), donde destaca el fino gongorismo del siguiente soneto de Sebastián de Gadea:
Ondas no Manzanares, luces brilla,
pues, en su litoral, feliz camino,
de un astro y otro, augusto, peregrino,
hace el concurso eclíptica su orilla.
Mas hoy, que con descenso alto se humilla
el soberano sol al Sol divino,
besa en su arena el labio cristalino
la eterna estampa de su real rodilla.
¡Oh, ofrezca de su fe la altiva llama
su carroza al planeta más luciente,
contra la que informó al joven osado;
y dándole inmortal día a su fama,
Carlos alumbre al orbe reverente
Que Faetón abrasó precipitado!
La expresión y, sobre todo, la ceñida y bien lograda construcción del concepto a partir de un dato astronómico y de una noticia mitológica bastante común son todo un homenaje al maestro cordobés. En el primer cuarteto se presenta al Manzanares ostentando luces en lugar de ondas; su ribera ha sido el lugar del encuentro (concurso) de dos soles: el Sacramento y el rey, por lo que se ha convertido en eclíptica o sendero de soles. En los tercetos viene la trabazón mitológica: que el rey, fervoroso, ceda su carroza al sol eucarístico es mejor acción que la de Faetón, pues Carlos, cediendo su carroza, lejos de incendiar el orbe, como el orgulloso y soberbio Faetón, lo ilumina con su ejemplo de humildad.
Ya se ha mencionado el, por momentos, rabioso gongorismo del capitán Alonso Ramírez de Vargas, pero quizá una de las mejores muestras de su aprendizaje del cordobés sea su “Elegía” por la muerte del capitán José de Retes Largache, patrono del templo de San Bernardo.[45] Esta composición engasta varios de los recursos gongorinos más preciados y no pocas evocaciones. Entre los primeros, destacan los hipérbatos: “Cuántas, aunque las guarden / sus silencios, al culto reverentes / vivas lámparas arden…” y el poco frecuentado acusativo griego: “Dos ínclitas matronas / […] / una blanca la tez y la otra adusta…” (y aquí mismo el adusta en el sentido gongorino de ‘quemada’, ‘morena’). Es también afortunada la elaboración, a la manera gongorina, de conceptos a partir de noticias mitológicas:
Joven fue, de mis presas,
a este benigno cielo trasladado,
para que sus empresas
fuessen lustre de entrambas y cuydado,
la copa ministrando, siempre atento,
en su imagen a Júpiter sediento…
De Júpiter se observa
que al Rhodio fecundó con lluvias de oro
quando nació Minerva,
y, al nacer Baco, transformó en thesoro
del Hermo generoso los raudales,
liquidando sus ondas en metales,
como quanto tocava
Midas, en oro rubio se bolvía,
y con lo que abundava
el hambre no saciable enriquezía,
y al voto ancioso, en rutilantes venas
convirtió del Pactolo las arenas.
O ya verdad se cante,
o tradición apócrifa se cuente,
excedió en lo abundante
del Hermo jonio la preciosa fuente,
el contacto de Midas poderoso
y el diluvio de Júpiter precioso.
También de Góngora (“O ya de verdad se cante, / o tradición apócrifa se cuente…”, Soledad i, v. 74) proviene el guiño cómplice con la tradición mitográfica, al fin y al cabo, pagana. Más adelante, Ramírez de Vargas vuelve al recurso de la perífrasis mitológica; esta vez con la historia de las hermanas de Faetón, las Helíades, transformadas en álamos; perífrasis inspirada muy probablemente en el soneto gongorino “Verdes hermanas del audaz mozuelo”:
Escaso fue el lamento
de las que en verdes plantas convertidas
al audax ardimiento
despidieron en lágrimas las vidas,
quando al vayvén del joven derrotado
la nave de la luz varó en el Pado;
no sólo por ser pocas
y sin número aquí las que circundan
mis lagunas y rocas [habla México],
mas por la causa en que su llanto fundan:
que no es lo mismo en el fatal asedio
llorar el daño allá, que acá el remedio.
En 1691, Nueva España se unió a los festejos por las bodas de Carlos ii, relatados luego por un “corto ingenio andaluz, hijo hispalense Betis” en la Métrica panegírica descripción:
Vestidura bordada, Adonis fuerte,
el invicto virrey lució con arte,
donde escarchados arroyuelos vierte
de su Excelencia el mar, y en que reparte
benignidad, temores, vida y muerte,
guerrero Adonis y gallardo Marte:
florido mar, con tantas maravillas,
que salpican diamantes sus orillas.[46]
“El virrey se presenta como un guerrero Adonis y un gallardo Marte”, tal cual el duque de Lerma, cazador en sus mocedades, era un “Hipólito galán, Adonis casto” (Panegírico, verso 72), con el recurso del truque de atributos, tan del gusto de Góngora; se describe “tan galán, tan airoso, tan lucido”, que cual nuevo Apolo (sol) salió “las nieblas desterrando a lo funesto”, pues “con arduos esmeros vigilantes / vistió centellas y calzó diamantes”. Más adelante, en las octavas sobre el paseo de los toros, describe al conde de Santiago que llega en un soberbio caballo, “Olimpo irracional, negro Babel”, cubierto con un paño plata y celeste “con que aviva / uno y otro color, con fuego y hielo: / todo ardor, todo nieve, todo cielo”.
“El virrey se presenta como un guerrero Adonis y un gallardo Marte”, tal cual el duque de Lerma, cazador en sus mocedades, era un “Hipólito galán, Adonis casto” (Panegírico, v. 72), con el recurso del trueque de atributos, tan del gusto de Góngora; se describe “tan galán, tan airoso, tan lucido”, que cual nuevo Apolo (sol) salió “las nieblas desterrando a lo funesto”, pues “con arduos esmeros vigilantes / vistió centellas y calzó diamantes”. Más adelante, en las octavas sobre el paseo de los toros, describe al conde de Santiago que llega en un soberbio caballo, “Olimpo irracional, negro Babel”, cubierto con un paño plata y celeste “con que aviva / uno y otro color, con fuego y hielo: / todo ardor, todo nieve, todo cielo”.
Góngora en la obra de Carlos de Sigüenza
En este recuento del gongorismo novohispano no puede faltar Carlos de Sigüenza y Góngora, a pesar de no haber escrito mucha poesía y de haber sido un poeta con apenas oficio. Con todo, la influencia de Góngora en su lírica refleja una íntima convicción estética, pues existen en sus versos muchas reminiscencias de la obra del cordobés, aunque carezca de originalidad y finura. Son sus primeras obras, Primavera indiana y Oriental planeta evangélico, las que muestran mayor influjo de Góngora. En cuanto a la Primavera, desde la primera octava destacan obvias reminiscencias, tal como se aprecia en este ejemplo del Panegírico al duque de Lerma:
Si merecí, Calíope, tu acento,
de divino furor mi mente inspira,
y en acorde compás da a mi instrumento,
que de marfil canoro a trompa aspira,
tu dictamen: atienda a mi concento
quanto con luces de sus rayos gira
ardiendo Phebo sin temer fracaso
del chino oriente al mexicano ocaso.[47]
Y Luis de Góngora escribe:
Si arrebatado merecí algún día
tu dictamen, Euterpe, soberano,
bese el corvo marfil hoy desta mía
sonante lira, tu divina mano;
émula de las trompas su armonía,
el séptimo trïón de nieves cano,
la adusta Libia, sorda aún más lo sienta
que los áspides fríos que alimenta.[48]
En la historia del gongorismo novohispano la Primavera indiana tiene un lugar importante no tanto por sus alcances líricos, sino por ser el primer poema guadalupano: como la manera gongorina proveyó de imágenes y recursos a la expresión de materia tan inasible como la doctrina de la Inmaculada Concepción, dio también altura “heroica” (más en la elocutio que en la inventio) a los relatos de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. La Primavera indiana es un anuncio del gran poema La octava maravilla de Francisco de Castro, hito del gongorismo en Nueva España.
La mejor muestra de “gongorismo” es el Oriental planeta evangélico, dedicado a san Francisco Javier. Se trata de una extensa composición de 760 versos organizados en estancias, tipo canción, de ocho versos, con el siguiente esquema aBBAccDD. Los recursos son los mismos (cultismos, hipérbatos –más violentos que en la Primavera–, latinismos sintácticos como el sum + dativo, remates bimembres, veladas alusiones mitológicas), más cierta insistencia en el uso de sinestesias (apenas presentes en la Primavera), pero esta vez, todo está conjuntado con mayor oficio y soltura:
Tú, del cielo armonía
nunca dormida, siempre vigilante,
que en facistol de olímpico diamante
métrica entonas dulce melodía:
pues debes a los cielos
generosos desvelos,
dispende ahora, con cadencias bellas,
consonancias de luz, voces de estrellas…[49]
En 1680, el Cabildo de la ciudad encargó a Sigüenza el arco para recibir al virrey conde de Paredes.[50] El poeta dio fin a la bienvenida con unas octavas marcadamente gongorinas: “Diósele complemento a toda esta máquina, entrando su Excelencia por la triumphal portada a 30 de noviembre a las quatro horas y un quarto de la tarde […] Al abrirse las puertas del Arco […] se apareció Ésta [una doncella, alegoría de la ciudad] entre unas nubes, y dixo assí [vienen las octavas]”.[51] Hay que entender que quien habla en el poema es la Ciudad de México, con las “gongóricas” modulaciones de don Carlos:
¡Cómo! ¿Quién? ¡Oh qué empeño! ¡Oh cuánta gloria!
Con cláusulas de ardor rompe el profundo
alto silencio en que se ejecutoria
la paz tranquila que me envidia el mundo.
Piélago de luz es, no transitoria,
volante exhalación, cuanto el fecundo
purpúreo imperio del sagrado oriente
obsequïos tributa a mi occidente.
Pero, ¿tú aquí, Señor? Que me suspende
pálida timidez; de qué me asusta,
si a influjos de ti mismo más me enciende
la excelsa luz de tu presencia augusta.
Si hibleas suavidades de ti aprende
cuanto hay del polo hasta la zona adusta,
a tu dictamen deba mi esperanza
de tu culta excelencia la alabanza…
Permítalo también la que venera
deidad el mundo, cuya beldad rara
con concha, el mar por Venus la tuviera,
con arco, el monte Cintia la adorara,
a quien con más razón el premio diera
el troyano pastor, pues admirara
que es, cifrando los méritos en uno,
Venus bella, alta Palas, regia Juno.
Empeño desigual a heroica pluma
fuera querer copiar con alto vuelo
esa deidad que, de las Gracias suma
te franquea en su rostro todo un cielo;
mas ¡ay!, que sabe ser frágil espuma
túmulo undoso a intrépido desvelo
de cera, que, afectando vida alada,
líquida muerte adquiere fulminada.
Hay que notar el recurso gongorino de los remates plurimembres (“Venus bella, alta Palas, regia Juno”), así como la elegante paráfrasis de la última octava: es una osadía vana tratar de retratar a la que es suma de todas las gracias (se refiere a la virreina), pero recuerda otras osadías como la de Ícaro, que trató de volar (“afectando vida alada”) con alas de cera (“intrépido desvelo de cera”); se elevó tanto que el sol las derritió y cayó al mar (“túmulo undoso”) donde encontró su muerte (“líquida muerte adquiere fulminada”). También es notable la mayor complejidad de la sintaxis:
Esos de lino mármoles, no muros
de virtudes quiméricas forjados,
espejos si se pulen, que seguros
objetos copian, que debí a los hados,
contra todos sus ímpetus más duros,
de espíritus ardientes animados,
mis héroes representan, que han debido
veneración al polvo del olvido.
‘Esos mármoles de lino representan a mis héroes, que han debido veneración al polvo del olvido (que hasta ahora habían sido sepultados por el polvo del olvido)’. Los demás versos son oraciones que califican a “los mármoles de lino”: no son muros forjados de virtudes quiméricas (esto es, frente a la convencional ornamentación mitológica que exalta héroes y hazañas inexistentes, sus mármoles muestran héroes históricos, verdaderos; recordemos que el arco de Sigüenza representaba a los emperadores mexicas), son, en cambio, si se pulen, espejos que reflejan objetos, animados de espíritus ardientes, cuya gloria se debe a su lucha contra un destino adverso (tal vez se refiera a la conquista).
El gongorismo en la obra de sor Juana Inés de la Cruz
Decir que sor Juana es la discípula más aventajada de Góngora es decir todo y no decir nada. Contra lo que podría pensarse la influencia de Góngora no siempre es tan obvia o evidente. Son cuatro las composiciones que mejor ilustran esa “emulación” del cordobés. La primera, en orden cronológico, es el Neptuno alegórico, compuesto en 1680 por encargo del cabildo de la catedral para recibir a los virreyes marqueses de la Laguna. Aun comparado con el aparato y con el exceso de artificio de estos “arcos”, el Neptuno es notable: la monja escogió las cualidades y hazañas de Neptuno que figurarían en los lienzos, y encontró toda clase de alegorías y emblemas para establecer relaciones entre las grandezas del dios y las del virrey: pura retórica y gimnasia verbal (pues, por supuesto, ni siquiera lo conocía). Todo perfectamente enmarcado en un mundo de erudición mitológica, histórica y literaria, y profusamente adornado con citas en latín de poetas antiguos. Se trata, pues, de una obra de gran aliento, de inspiración casi épica, y de la oportunidad de su vida para lucirse y demostrar sus amplios conocimientos y quien era ella haciendo versos. Cuando sor Juana necesitó calzarse el coturno, acudió a la lengua poética más alta, la más heroica, y esta lengua no era otra que la de Góngora.
El Neptuno está lleno de guiños gongorinos. Repasemos algunos:
— “Argumento del primer lienzo”, l.723: habla sor Juana del Austro “conducidor de las lluvias” (como los “conducidores de cabras” de la Soledad, i, verso 92). Al final de este mismo bloque, el segundo verso del soneto: “Como en la regia playa cristalina / al gran señor del húmedo tridente…” (verso tomado del verso 14 del soneto “Oh claro honor de líquido elemento…”)
— Los versos 35-36 del romance con que abre la “Explicación del arco”: “esta atalaya del cielo, / que, a ser racional, presumo / que al sol pudiera contarle / los rayos uno por uno” (del romance “Los rayos le cuenta al sol…”). Aquí mismo, versos más adelante (53-56), para referirse a fray Payo, arzobispo-virrey de Nueva España, dice sor Juana: “con su sagrado Pastor, / a cuyos silbos y a cuyo / cayado, humilde rebaño / obedece el Nuevo Mundo” (confróntese con el soneto “Sacro pastor de pueblos…”: “…gobiernas tu ganado / más con el silbo que con el cayado…”).
Quizá el Epinicio al virrey conde de Galve es, en cuanto a recursos formales, el poema más gongorino de sor Juana, o, por lo menos, el que más ostentosamente pretende mostrar esa filiación. A diferencia del Primero sueño, aquí parece haber una intención evidente de sonar gongorina para dar dignidad, altura, a una composición hecha por encargo, con la que la monja no se compromete más allá del logro de cierto aparato verbal, de ciertos artificios, bien construidos, más o menos “efectistas”, “espectaculares” y, por supuesto, “cumplidores”. Notemos como comienza la silva:
No cabal relación, indicio breve,
sí, de tus glorias, Silva esclarecido
será el débil sonido
de rauca voz, que a tus acciones debe
cuantos honores bebe
de Hipocrene en la fuente numerosa
alientos soberanos
que el influjo reciben de tus manos.[52]
Este inicio no puede ser más convencional; muy ampulosamente expresada, pero no es sino la tópica modestia del poeta. He aquí la ostentación gongorina: ya en los dos primeros versos encontramos la fórmula A si no B, no muy frecuente en sor Juana, como una especie de “marca”. La inspiración, pues, proviene de la gesta heroica del virrey; él será quien “anime” “la dulce ardiente llama” del “pecho escaso”. Como parte del tópico, sor Juana habla de la desproporción entre las hazañas que alaba y su capacidad para cantarlas. Pero no presenta esta desproporción así nada más, sino con una imagen que luego dilata en una comparación a la manera gongorina: su pecho es “vaso limitado” para tanta y tan alta materia; en tan pequeño recipiente, ésta queda como “pólvora” comprimida, que estalla en explosiones desordenadas e insignificantes:
los conceptos aborta mal formados,
informes embrïones,
no partos sazonados,
si bien de lumbres claras concebidos.[53]
Hay que notar el uso gongorino del hipotexto mitológico: se trata del mito de Júpiter y Sémele. Tal vez la noticia mitológica favorezca el no pensar abortar como dialogía: los conceptos no “se salen” de tan abundantes, sino que, por falta de capacidad del poeta, se producen inmaduros, antes de tiempo.
Estos versos parecen suficientes para ilustrar el “poco talento” de la poetisa. Pero la redundancia es un arma retórica poderosa. Sor Juana se extiende en otras dos comparaciones, cada una con su imagen. Así como se abortan esos conceptos “mal formados”:
Así preñada nube, congojada
de la carga pesada
de térreas condesada exhalaciones,
sudando en densas lluvias la agonía
–víbora de vapores espantosa,
cuyo silbo es el trueno
que al cielo descompone la armonía–,
el pavoroso seno
que concibió la máquina fogosa
(que ya imitó después la tiranía
en ardiente fatal artillería),
rasga, y el hijo aborta, luminoso,
que en su vientre aun no cupo vaporoso.[54]
En resumen: la nube, muy cargada con los vapores que exhala la tierra, revienta, y produce el rayo. Aquí el hipotexto no es una historia mitológica, sino una información de las ciencias naturales: de qué manera se forman las nubes, se condesan y se produce la lluvia, el rayo, el trueno. Y, como en la imagen anterior no hay mención de Júpiter, Sémele y Baco, aquí sor Juana no menciona el ‘rayo’: lo presenta describiéndolo en todo su esplendor: su forma “serpentina”, su luminosidad y la temible sonoridad de su “silbo”. Como Góngora, no nombra para nombrar mejor.
Hacia el verso 63 (de 142) comienza propiamente el canto de alabanza a la victoria del virrey: “No de otra suerte, pues, la balbuciente / lengua, en mal pronunciadas / cláusulas, de tus glorias solicita / ponderar…”).[55] Los primeros 63 versos apenas fueron el engaste, ¡pero qué engaste!: la elocuencia de las bien trabajadas comparaciones entre la pequeñez del cantor (y del canto) y la grandeza de la acción (de la materia) ya es todo un homenaje a la hazaña del virrey.
Poco recurre la monja a otros recursos léxicos, como el participio activo. El procedimiento sintáctico más usado es el hipérbaton que separa el sustantivo de su adjetivo o relativo: “la que en sus claras voces aun no cabe / de tu nombre publican alta gloria” (uno de los más elaborados), “la que al mar de Occidente / defensa es auxiliar”, etcétera. Con todo, el mejor gongorismo de este Epinicio no está en los procedimientos estilísticos, sino en la exacta y sugerente trabazón de las imágenes en las comparaciones que se hacen.
Primero sueño es el poema “del conocimiento”, pero es más bien sobre “el anhelo de conocimiento” y sobre la constatación de la imposibilidad de saberlo todo. Y, a pesar de ello, sor Juana se las ingenia para mostrar, bien hilvanado y hermosamente expuesto (e incluso con su muy personal opinión, en algunos casos) todo lo que sí sabe: cómo se producen la noche y el día, la fisiología de corazón y pulmones, el proceso de la digestión, el funcionamiento del cerebro, y muchas noticias más. En efecto, el poema es una espléndida suma de un “grande golfo de erudiciones”.
Podría decirse que el Primero sueño es también la síntesis del gongorismo de sor Juana. Me detendré sólo en los procedimientos estilísticos, ilustrándolos con un ejemplo:
a) Cultismos: piramidal, rutilante, eminente, luciente, infama, funestas, canora, espaciosa, pavorosa, intercadente, atropadas, conticinio, signífero, etcétera. No todos los cultismos provienen de Góngora, algunos parecen de cuño sorjuanino. La influencia de Góngora no está necesariamente en los cultismos concretos, sino en el recurso léxico.
b) Fórmulas A si no B: poco frecuentes en sor Juana, aquí son claramente un recurso importante: Nictimene (la lechuza), aprovechando la oscuridad de la noche, se mete a las iglesias, sacrílega llega hasta “los lucientes faroles sacros” “que extingue, si no infama”; las Minieides, transformadas en murciélagos “ya no historias contando diferentes, / en forma sí afrentosas transformadas”, etcétera.
c) Quiasmo: el más notable es el que describe el cuerpo dormido como un muerto que vive: “el cuerpo siendo, en sosegada calma, / un cadáver con alma, / muerto a la vida y a la muerte vivo”.
d) Hipálage: en la última parte, se pregunta sor Juana cómo poder saberlo todo, si ni siquiera puede explicarse cabalmente los misterios de las cosas tan simples y cotidianas como una rosa; y en la hermosa miniatura en que la describe –con una elocuencia que la pinta, no estática, sino dinámicamente, como surgiendo y desplegando toda su belleza– dice que la colora, de candor, el alba, de púrpura, la aurora y “…mezclado, / purpúreo es ampo, rosicler nevado” (vv. 747 a 748).
e) Hipérbatos: desde los más sencillos: “de la tierra nacida sombra”, o (hablando del hombre) “compendio que absoluto / parece al ángel…” (La dislocación del relativo enfatiza el adjetivo absoluto); a los muy gongorinos: “[sobre Harpócrates] a cuyo, aunque no duro, / si bien imperïoso / precepto, todos fueron obedientes” (vv. 77 a 79).
A todas estas “subtilezas” y “elegancias” habría que añadir los varios versos bimembres, oxímoros sorprendentes (“altiva bajeza”, verso 694, para referirse al hombre), aliteraciones (“y con un nocturno cetro pavoroso”) y otros efectos sonoros preñados de significado. Un solo ejemplo: está el alma ya instalada en su alto mirador, con una vista privilegiada de “todo lo crïado” y todo es una confusión de emociones, hermosamente expresada:
gozosa más suspensa,
suspensa pero ufana,
y atónita aunque ufana…
Góngora mostró cómo, por medio de una serie de procedimientos estilísticos, elaborar imágenes y conceptos, para con ellos potenciar al máximo la capacidad denotativa de la lengua; no la capacidad de sugerir, sino la de decir; por eso la descripción tiene importancia en los dos poemas. Para que la descripción funcione, para que sea lo más apegada a la realidad de lo que se describe, la lengua debe troquelarse con comparaciones, metáforas, imágenes. Un ejemplo: en la Soledad ii (vv. 308-313) el anciano pescador le muestra así al peregrino un rebaño de cabras:
Estas –dijo el isleño venerable–
y aquellas, que, pendientes de las rocas,
tres o cuatro desean para ciento
(redil las ondas y pastor el viento),
libres discurren, su nocivo diente
paz hecha con las plantas inviolable.
Ahora un ejemplo del Primero sueño (versos 210-225) de sor Juana:
Este, pues, miembro rey centro vivo
de espíritus vitales,
con su asociado respirante fuelle
—pulmón, que imán del viento es atractivo,
que en movimientos nunca desiguales,
o comprimiendo ya, o ya dilatando
el musculoso, claro arcaduz blando,
hace que en él resuelle
el que le circunscribe fresco ambiente
que impele ya caliente,
y él venga su expulsión haciendo, activo,
pequeños robos al color nativo,
algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño
(que, repetido, no hay robo pequeño)…
Por la naturaleza misma del Primero sueño, sor Juana no alcanza la concisión conceptual de Góngora: éste describe un rebaño de cabras y su pastoreo; la monja el funcionamiento del aparato respiratorio. En el pasaje sorjuanino, los hipérbatos, aunque breves y simples cobran una importancia singular, pues, además de colaborar a la sonoridad, subrayan las acciones claves de la respiración humana.
Góngora y sor Juana son “noticiosos”; no pocos conceptos del cordobés están construidos a partir de algún conocimiento (la brújula, el estrecho de Magallanes, el descubrimiento del Pacífico, las navegaciones, etcétera, sólo en la Soledad i). En los dos autores este tipo de elaboración conceptual no es sólo erudición retórica, sino genuino asombro ante los productos de la inteligencia humana, asombro vehiculado en un artificio verbal igualmente asombroso, digno y meritorio.
La originalidad, la grandeza del Primero sueño, resultan de la perfecta trabazón del conjunto y de la vigorosa pulsión personal que lo anima: su materia es el anhelo de sor Juana de toda la vida. Por eso es un poema de gran belleza y de una singularidad irrepetible. El Primero sueño no sólo muestra el tamaño de la monja haciendo versos, sino también la amplitud de sus conocimientos y su enorme curiosidad, su insaciable sed de saber. Se trata de una obra profunda y entrañablemente personal. Para la articulación verbal de sus más hondas preocupaciones, de “su universo”, sor Juana escogió como modelo las Soledades, el poema que casi ochenta años atrás no sólo había conmocionado el mundo de la poesía hispánica, sino que había transformado, para siempre y sin vuelta atrás, la concepción de la lengua poética, al hacer del artificio verbal, genuina y precisamente trabajado, el garante de la belleza, de la emoción y de la potencialidad epistemológica de un texto poético. En este sentido, sor Juana leyó perfectamente a Góngora, por ello, para expresar el sueño de su vida, fue tras esa objetividad, racionalidad y belleza.
Ejemplo de la pervivencia de los modos del siglo xvii es la obra de Francisco de Solís y Alcázar: su muy gongorino y, por momentos, oscurísimo romance al convento de los agustinos en Culhuacán. Llama la atención que un hecho tan cotidiano, haya dado lugar a una composición estéticamente tan ambiciosa:
Lince el discurso, examinando instantes,
cual Ícaro que al sol, soberbio, implica,
bebiendo en sus ardores inflüencias,
pirata de los átomos que inspira,
espacios bebe al tiempo que, bregando,
contra el ocio inestable solicita
si fantásticos rumbos al influjo,
caminos a la esfera adonde aspira.
Tímido a veces, inculcando dudas,
distancias mide al vuelo en que termina
sutil asunto, que, en concepto leve,
vagas ideas ociosidad fabrica.[56]
En 1714, publicó fray José Gil Ramírez su Esfera mexicana en honor al nacimiento del infante Felipe Pedro (Viuda de Miguel de Ribera, México, 1714), descripción y explicación del arco levantado para la ocasión. En una de las paredes se representaba al rey Felipe v y a su esposa, María Luisa Gabriela, con el infante en brazos, y bajo el lienzo se encontraba un soneto que comenzaba:
Este regio pimpollo dominante,
ardiendo nieves y nevando ardores,
es Ethna vegetable entre las flores,
que oculta en viva nieve ardor fragante.[57]
Para empezar notemos la falta de hipérbatos: el recurso estaba dejando de ser esa ostentosa prueba de adscripción gongorina. En cambio, destaquemos el trueque de epítetos del segundo verso, procedimiento ya muy lexicalizado, pero al fin resabio gongorino (el de realizar descripciones elaboradas de cosas simples), que todavía confiere a estos versos algo de su primigenia eficacia lírica.
Más adelante, en el pasaje en que las ciudades de Nueva España alaban al recién nacido, Mérida se presenta como “cabeza ilustre de Campeche, no tanto conocida por el codiciado fructo de la cera, que vinculó el cielo a sus países, quanto por este epígraphe, que mostraba su amante incendio” (fol. 23r, atención al vinculó):
…Esta, pues, opulenta
noble ciudad, a vuestro culto atenta,
os rinde, heroyco dueño,
de su crecido amor corto diseño,
con afecto leal y decoroso,
un tan sagrado don como precioso,
compuesto de destellos
que Flora en granos athesora bellos
y en fragatas de rosa
comercia con el cielo venturosa
por occeanos de púrpura y de nieve
que a blandos soplos el Favonio muere,
y, aveja susurrante,
pyrata alado en piélago fragante,
o le roba o le liba
con ambiciossa sed, con ansia viva,
para hazer de este robo, argumentosa,
ya dulçe miel, ya cera luminosa
que en llama refulgente
arde en las aras culto reverente.
Cera, en fin, os dedica,
en otra mejorada que fabrica
dulçe aveja oficiosa,
en la fe de su pecho fervorosa
que, atenta a vuestro culto y a su fama,
eterna aliente su implacable llama. (fol. 28r-v)
El pasaje de Gil Ramírez se inserta en esta tradición: la miel, “don tan sagrado como precioso”, formada –como pensaban los antiguos– a partir de las gotas de rocío, “destellos que Flora en granos athesora bellos”, las imágenes del intercambio comercial entre el cielo y la tierra “en fragatas de rosa”, de la abeja “cual pirata alado” en “occeanos de púrpura y nieve”, que –como pirata que se respeta– ambiciosa, ansiosa, ávida, roba esos tesoros que luego, artificiosa, cuidadosa (muy afortunado recuerdo gongorino del término argumentosa, a partir del romance a santa Teresa)[58] convierte en “dulce miel” y “cera luminosa”, la segunda, producto, además del “pecho fervoroso” del animalillo (por su uso en el culto y en las ofrendas a los grandes). Notemos la calidad en la construcción del concepto. Las metáforas se traban con toda naturalidad; la elaboración de los detalles no es ociosa, pues éstos no llaman la atención sólo a sí mismos, sino que colaboran a la armoniosa presentación del conjunto.
El buen aprovechamiento de esta particular práctica gongorina se ilustra también en esta octava sobre la cera (que arde como el pecho de Nueva España por el infante Felipe Pedro), en sus imágenes, factura y léxico tan deudora del cordobés:
Essa que labra aveja exploradora,
en piélago de flores, buzo errante
de las perlas que grana limpia aurora
en róseo nácar de esplendor fragante,
la luz alienta que la noche dora,
mas la acaba al rigor de lo flamante.
La que en mi pecho os doy, vital alienta
eterna llama que el amor fomenta.[59]
Gil Ramírez refrenda esta lección gongorina en la presentación de la riqueza ofrecida por Oaxaca, a saber, la “púrpura indina” o cochinilla. Véase el primoroso detenimiento en su descripción:
Púrpura indiana, noble quanto rica,
a quien bárbara planta dio pungente
grosera cuna en su rosado oriente:
emulación de aquella,
rica en su precio y en su aspecto bella,
que, en avara garganta, infiel retira
un pezesillo que las ondas gira,
y Alcides descubrió de amores ciego,
a la luz que le dio su obscuro fuego,
honra de Tyro hermosa,
ardiente, vital sangre generosa,
que a su patria dio fama
y al imperio en divisas roja llama.[60]
Cosa aún más digna de atención son las muchas pinceladas gongorinas de los pasajes en prosa. En la narración de Gil Ramírez, además de citas exactas de Góngora, encontramos una manera expresiva influida por el cordobés; manera que, en efecto, confiere al texto una densidad metafórica novedosa. Véase, por ejemplo, esta plástica descripción del atardecer iluminado por los juegos pirotécnicos, cuyo fuego va en consonancia con el ardor de los corazones novohispanos:
Acabó el día, pero no la luz, pues apenas el sol anocheció, quando amaneció la noche, artificioso hipálage que sólo la lealtad pudo hazerle, desmintiendo a las estrellas, ya [en] el afectado zenit de las abrasadas luminarias, donde hasta los troncos ardieron mariposas en llamas de afecto, y ya en los prevenidos fuegos, donde los errantes cometas, que, tal vez, fueron infausto agüero a los cetros, ésta fueron feliz auspicio a la corona.[61]
Por otra parte, además de las obvias evocaciones, de la sintaxis y del léxico, hay que notar el influjo de Góngora en la elaboración de las imágenes; por ejemplo, ésta: a la señal, el torilero abre la puerta del coso, “y al punto, de su obscuro vientre, como de nube preñada, se abortó un rayo animado, que encendió colérico los relámpagos en sus ojos, formando en sus bramidos el trueno”, afortunado cuadro del toro listo para la embestida. Finalmente, el arrojo del torero vence al “armado bruto”, que muere “manchando el suelo con el múrice de su sangre para escrivir en tinta roja, en el trájico papel de la arena, avisos inútiles a los otros”.[62]
A las corridas de toros siguieron las peleas de gallos, a los que Gil Ramírez llama “aves del sol” o “plumados duelistas” y describe en prolongada perífrasis:
Es el gallo el ave de Phebo, porque, como sienten muchos, quando este lucido dinasta ilustra al nadir a rayos haziéndole ruido su dorado influxo, aunque a tanta distancia, con el silencioso estruendo le despierta, para que, abriendo los ojos y alentando el pico, desvelado pregonero en la intempesta noche, dé a los mortales el primer anuncio del día.[63]
Hermosa representación del amanecer: la sinestesia del sol que “hace ruido” con su “dorado influxo”, y despierta al gallo con su “silencioso estruendo” de luz. Recurrir a motivos auditivos para describir un fenómeno visual es un hallazgo: si bien lo vemos, es, en efecto, estruendosa la irrupción de la dorada de la luz solar cada mañana.
Como se ha visto no pocos giros y modos gongorinos eran ya parte del código lírico, y se empleaban sin plena conciencia de su procedencia. Pero no es el caso de Gil Ramírez: el novohispano se conoce su Góngora, y los cita textualmente en dos ocasiones. La primera vez lo cita para describir el adorno –todo en blanco– del carro de los panaderos: “…como esta vez México en sus calles, dando embidia a los riscos del Ida y a los peñascos de Liçeo. Nieve el pecho y armiños el pellico, pudiera cantar de ellas el Cisne de Andalucía…”.[64] La segunda cita está en la descripción del argentado carro de los plateros: para hablar de ese tan asombroso cúmulo de plata “baste por todos Góngora en su siempre gigante Poliphemo: Donde espumoso el mar siciliano / el pie argenta de plata al Lilibeo”.[65] Sus arrobos gongorinos no son, pues, fruto de una “secreta causalidad”, sino producto de una atenta y productiva lectura del poeta cordobés.
Diego Ambrosio de Orcolaga, compuso, para las fiestas por el nacimiento del infante Felipe Pedro Gabriel, Las tres Gracias manifiestas en el crisol de la lealtad de México, donde gongoriza a más no poder, dando prioridad a la melodía y al color: hipérbatos, sinestesias, perífrasis mitológicas, osadas y complicadas metáforas. He aquí su descripción de flores y de aves:
Plaustro florido a la deydad dudosa
el corazón de Arabia prevenía,
y despertando del botón la rosa
que en tirios pabellones se dormía,
invención de thimamas olorosa,
con purpúreos bostezos da el buen día,
y al romper cada qual, con una salva,
bombarda de carmín saludó al alva.
Los traviesos fragantes ruiseñores
al Fénix de la luz, con dulce trino,
claro es que si le cantan, cantan flores,
sedientos de su lechos cristalino:
alados nuncios, danle con primores
el parabién de su oriental destino,
supliendo por sus vozes, muchas vezes,
repúblicas de brutos y de pezes.[66]
No es improbable que tras el concepto de la “deidad dudosa” esté la idea gongorina de la luz crepuscular “la dudosa luz del día”, pero aquí aplicada no al atardecer, sino al amanecer; el “corazón de Arabia” parece perífrasis por flores y aromas; la representación de la rosa elaborada a partir de dos imágenes sensoriales: “invención olorosa” de thimamas y, apelando ahora a la vista, el colorado comienzo del florear de la rosa se convierte en “purpúreos bostezos”; y el cierre de la octava de las flores con la “bombarda de carmín”: el rojo estallar de la rosa al momento de abrir su plenitud. Los mismos recursos están en la segunda octava, donde se presentan las aves. En cambio, en el pasaje dedicado a la fiesta de toros es notable el uso de la perífrasis mitológica:
En continuado triduo se jugaron
de los que Diana aquel favor menguante,
medio círculo en frente, señalaron,
dilemma de la Parca terminante,
cuyo denuedo intrépido juzgaron
ser de otra esfera monstruo dominante,
y es que quisá se desprendió en un vuelo,
en Tauro transformado, el León del cielo.
De Europa y de Pasiphe los amados,
de Perilo tormentos encendidos,
de Jasón los ardientes apagados
y de Xarama linces conocidos,
de todos esta tarde toreados
se vieron, y acozados y corridos:
que en el valor y el alma de tal día,
cobarde se encogió la valentía.[67]
Lucas Fernández del Rincón (1685-1741) compuso a la muerte de María Luisa Gabriela de Saboya su Llanto de Flora, desatado en rosas sepulcrales del cual se destaca únicamente un soneto, muestra de su gongorismo:
Ya que pluma batiendo transparente,
por labios que de nácar desprendía,
articular el Céfiro quería
su estilo, aunque florido, balbuciente;
desdeñado galán, con voz doliente,
rigores de una rosa repetía,
que, sincopando términos al día,
hizo de sus auroras occidente,
o por que la república fragrante
luciesse sin empacho su hermosura,
que mal pudiera a par de su semblante,
o porque, Rosa de región más pura,
prevenir quiso, en campos de diamante,
la que perpetua primavera dura.[68]
Muy afortunada la elección del vocablo gongorino sincopar para aludir al efímero paso de la vida: “sincopando términos al día, / hizo de sus auroras occidente”. En otro soneto sobre esa flor (María Luisa Gabriela de Saboya) trocada en estrella, “que a un mejor Phebo, ya luzero asiste”,[69] se presenta a la difunta cual amoroso girasol de Dios, en versos de obvias reminiscencias gongorinas:
Clicie que al sol atiene en quanto gyra
los vuelos de su ephímera tarea,
desde que en cuna de coral gorgea,
hasta que en lecho de crystal espira:
como vive a merced de lo que mira,
víctima del occasso, se carea
al parasismo de la luz phebea,
en la que Tetis le construye pyra…[70]
Desde las primeras décadas del siglo xviii, el gongorismo comenzó a dejar de ser la opción lírica de los certámenes, aunque siguió siendo la elección individual de varios autores (como por ejemplo Francisco de Solís y Alcázar, José Gil Ramírez, Diego Ambrosio de Orcolaga o Lucas Fernández del Rincón; además de Juan Antonio de Segura, Miguel de Reina Zeballos, Francisco Ruiz de León). La lírica oficial empezaba a cambiar, pero fuera de ella los poetas siguieron prefiriendo la expresión de Góngora. En este punto se debe añadir un testimonio más a la nómina gongorina de Nueva España: el volumen Poemas varios (1717-1720), hasta ahora manuscrito, recopilado por fray Juan Antonio de Segura, que incluye la obra de varios poetas reunidos en la llamada Academia Guadalupana. En esta recopilación poética, además de estar como lección constante tras la lengua de algunos autores, Góngora se presenta como modelo a imitar y como motivo de reflexión. En la sección “Alegoría con que se introduce la Academia del dios Cupido”, se pide una “canción de a 12 con repressa” (doce estancias de 17 versos) y, en el escolio se aclara: “hizimos empeño de hazer algunos poemas no imitando sino proponiendo remedar las Soledades de don Luis, nuestro príncipe, y esta canción fue una”:
Desde una exelsa y empinada roca
que a la más regia pluma presta seno,
a cuyas plantas de arenosa playa
adula el mar que con su lengua toca,
y siendo a sus impulsos suave freno
sirve para mirarlo de atalaya,
surto el discurso el telescopio explaya
y en el tridente líquido engolfado
aun en tierra temió verse anegado.
Al contemplar que vuela
de lino y no de pluma alada una ave,
allegórica nave,
que, espumas dividiendo a remo y bela,
prepara viage por el mar de Egnido
de Neptuno a Cupido,
en cuyo intento, si a mirarlo llego,
por término del agua busca el fuego.
Camina, pues, pero primero al norte
consultar es precisso, que la rige
quando a Nereo los espacios huella,
no aquel que de zaphiros en la corte
es el carro estrellado a quien dirige
de una y otra ossa la polar estrella
Cinossura más bella,
Arcturo de más luz, mejor lucero
en mi imaginación lograr espero;
si el sol inmaculado en Guadalupe
a aquel que ahora fabrico
Bucentoro mental, qual le suplico,
meresco que feliz la popa ocupe,
que para ser su guía
estrella de la mar dize María.[71]
El molde métrico es una canción, no la silva de las Soledades, pero, en efecto, el estilo recuerda el del “príncipe”: la perífrasis del águila, el cuadro del océano chocando con el peñasco: el mar “lame” y “halaga” las plantas de la alta roca, al tiempo que ésta frena sus impulsos. El artificio está en un ingenioso juego etimológico: el verbo castellano adular, con el significado que conocemos, provine del latino adulor, pero está también el verbo latino adulo que significa ‘lamer’. Menos afortunadas son las imágenes que aluden a la Virgen: el discurso extiende el telescopio y navega en busca de Cupido. En su viaje, ninguna constelación será norte; sólo la Virgen podrá ser la guía de ese discurso. Versos de un fluir difícil, por lo forzado del concepto.
Quizá lo más relevante de estos Poemas varios para la historia del gongorismo novohispano sea la aparición por primera vez del Góngora chocarrero y escatológico. Sabemos que fue el poeta cordobés el creador de la fábula mitológica burlesca con sus romances sobre Hero y Leandro y sobre Píramo y Tisbe. Luego vino una andanada de seguidores, entre los cuales sobresalió Salvador Jacinto Polo de Medina, quien también llegó a hacer escuela. En este volumen manuscrito hay dos fábulas burlescas, más deudoras de Polo de Medina que de Góngora: una dedicada a Apolo y Dafne, de Juan José Gutiérrez (fols. 58 r-71 r) y otra sobre Hero y Leandro, de Juan Antonio de Segura, quien no desdeña los giros del modelo impuesto por el cordobés. Nótese la inspiración gongorina en el siguiente pasaje (el cruce de Leandro, la noche de amor y el desafortunado desenlace):
Tomó el racional bagel
puerto en los brazos más finos,
y aunque se acostó en su lecho
no anduvo en él muy dormido.
Gozó la flor más fragrante,
convirtiendo en su capillo
las ojas de una azucena
en púrpura de un Narciso.
No le duró mucho tiempo
la dicha, que el hado esquivo
quiso se llorase muerto
su amor, aún recién nacido.
Pues una funesta noche
que en el viento confundidos
presagiaban mil desgracias
de las tinieblas los silvos,
a los dos amantes tiernos
sepultó el gozo en gemidos,
siéndoles el mar y el fuego
muerte a un tiempo y obelisco.
Al charco de los atunes
se arrojó el tal mancebito
(y al mismo Góngora el verso
se lo venderé por mío)…
Fluctüaba entre dos aguas
como huevo el afligido,
quando pensó entre dos fuegos
Hazer chillar lo freído.
Contrastar no puede el agua,
mas no se da por vencido,
porque es gala del esfuerzo
el despreciar los peligros.
Ero cuidaba su fuego,
sin ser vestal ni virgíneo,
mas para enemigos tantos
ardía su ardor muy tibio.
Más durara si ella huviera
su honestidad encendido,
que bien pudo, pues [ya] de ella
avía hecho cera y pavilo.
Apagóse en fin la antorcha,
y Ero, viendo tal conflicto,
lo que apagaron las aguas
quiso encender a suspiros.
Leandro, que ya fatigado,
no podía más consigo,
de ver la llama apagada
llegó a perder los estrivos.[72]
El Góngora escatológico está representado en el siguiente romance de Pedro Muñoz de Castro:
Por fortuna, di con una
con que me armé Cayetana
en el servicio de Apolo,
Deyopeya, la pribada.
“Tolendus tenemos”, dixe,
cisnes de nuestra Castalia,
con la ayuda de esta nimpha,
camarista titulada
de la cámara apolínea;
era ayuda y necesaria
que en sus cohortes proveía
y todo lo gobernaba.
Con ella a Pareja alojo,
le asestó, y él se agazapa:
tente que amago, y el bote
es el ayre y va sin nada.
Passe por burla, que luego
llevará el ciego su papa
con colirio para el ojo
y quid pro quo de lagaña.
No quise de la Elicona
fuentecilla coger agua,
porque de la de Meotis
me proveí con la que basta.
De mayores y menores
seguía abajo, mercenarias
aguas cogí para asperges
de cabezas laureadas.
Di de mano a las vecinas
de los cuervos cacaguatas,
porque son más correosas
las de las palomas blancas.
Agua de tanta correa,
que primeramente pasan
examen de surradores
para parar en surradas.
Con éstas de los palomos,
ni más turbias, ni más claras,
“agua va”, les dixe ossado
a cada qual en sus barbas.
Yo a fe que le diera en ellas,
aún más que de buena gana,
a mi Pareja dos ojos
para que mejor mirara.[73]
Al principio del romance, Muñoz de Castro relata que, como se trata de la época de carnaval, necesita una máscara. Busca entre sus contertulios de la Academia el rostro más feo. Por fin encuentra uno, con que “me armé de Cayetana”, que parece un simple juego fonético con “me armé de caballero” (por lo de la máscara); no sé si Cayetana tenga algún otro sentido, como todos los términos que siguen, usados en su acepción escatológica, literariamente consagrada por Góngora en la famosa letrilla “¿Qué lleva el señor Esgueva?...”: servicio, privada, camarista, a partir de cámara (“…el excremento del hombre, cuyo nombre se debió de dar porque siempre se exonera el vientre en lugar retirado y secreto”, Diccionario de autoridades), ayuda, necesaria, proveerse, ojo, “[aguas] mayores y menores”, palomo (palomino: “en estilo jocoso y festivo se llaman aquellas manchas del excremento que suelen quedar en las camisas”, Diccionario de autoridades.); y creo que también pudieran estar usados en doble sentido o, por lo menos, algo maliciosamente: “alojar”, “colirio” y “ciego” (jugando con ojo y su significado obsceno: “el ojo que no tiene niña”, Quevedo dixit), “bote” ('bacinica'), “aguas” (“vulgarmente llaman aguas mayores a los excrementos gruessos del hombre, y menores los excrementos fluidos”, Diccionario de Autoridades).[74] Finalmente, está el juego del “Tolendus tenemos”: tolendus parece ser un sustantivo formado de manera caprichosa y juguetona a partir del verbo tollo, que puede significar alzar, levantar (en este caso el chiste sería francamente obsceno) o quitar, que pudiera ir más de acuerdo con el contexto escatológico: '¡Por fin, compañeros, podremos vaciar nuestros intestinos!'.[75]
En cuanto al trabajo poético en este volumen, posiblemente el poeta con más giros gongorinos sea el mencionado fray Juan Antonio de Segura que, además de la fábula de Hero y Leandro, escribió esta canción:
Nunca de tus influxos el asylo
con más razón, Euterpe soberana,
mi lyra busca ufana,
que al presente, adorando el mar tranquilo
de Maria, sacro Nilo
que de gracia brotó siete gargantas
y siete cuellos sujetó a sus plantas,
de la infernal serpiente,
burlando de sus iras el torrente.
Anima, pues, con números süaves
el corvo diente de marfil y plata,
comunicando grata
a este Parnasso y sus sonoras aves
dulces acentos y modelos graves,
para que con sonora melodía
las victorias aplauda de María,
que, si en su inmunidad la pluma espacia,
nunca tendrá en su numen mayor gracia.[76]
La prueba de que se leyó y conoció bien a Góngora en Nueva España quizá sea la obra de una oscura monja poblana, sor María Teresa, con toda seguridad poetisa de ocasión, que en 1734 dedicó a la muerte de su compañera sor María de Santa Leocadia el soneto de Góngora “Tonante monseñor, ¿de cuándo acá?” pero eliminando todo matiz burlesco:
Milagro penitente, ¿por qué acá
yaces frío cadáver, si yo sé
que entre luces renaces mejor que
el que en aromas siempre vivo está?
El rigor de tu vida a mí me da,
para prensarte viva, tanto pie,
que si tu luz viviente muerta fue,
mejor que viva resplandece ya.
Imagen, rica no, costosa sí,
que el serafín taller diestro forjó
con oro limpio del mayor Perú,
tú, flor que apaga al más vivo alhelí,
muerta eres ya, pero marchita no.
¡Oh tú, dichosa tú, mil veces tú!
Se han usado como muestras paradigmáticas de los extremos a los que llegó el gongorismo en tierras americanas las obras de Miguel de Reina Zeballos y de Francisco Ruiz de León. El colmo “gongórico” de Reina Zeballos sería su obra La elocuencia del silencio. Poema heroico, vida y martirio del gran protomártir… san Juan Nepomuceno (Miguel de Peralta, Madrid, 1738), dedicada al confesor de Felipe v, Guillermo Clarke. Se trata de un poema en diez cantos, con un total de 624 octavas, que peca de una llaneza algo fastidiosa, y sus contados aciertos son justamente aquellos pasajes o versos deudores de Góngora. Por ejemplo, cuando describe las altas montañas del Palatinado:
Señala el superior Palantinado
alta meta del reyno, al Occidente,
que de montañas ásperas cercado,
son corona y muralla de su frente:
Sudetes las nombró, donde alternado
respira el astro entre la flor luciente,
que es tal su altura, que han vivido en ellas
con presumpción de flores las estrellas; (canto I, octava I9)
o el valle de Bohemia:
El valle ameno en lentas ondas mueve
el cándido vellón de que, poblado,
es a la vista desatada nieve,
que la derrite el silvo y el cayado.
Aquel de Europa robador aleve
aquí dexó a su especie vinculado,
que en desagravios del mentido susto,
repitiesse los robos en el gusto. (canto I, octava 24)
Cada una de esas dos octavas es una hermosa miniatura paisajística: las altas montañas que coronan y amurallan el valle del Palatinado, tan altas que el sol (“el astro”) parece lucir entre flores que semejan estrellas y estrellas que semejan flores (un gran tópico gongorino: la paridad de la estrella y la flor). En la segunda octava se presenta el rebaño de ovejas, tantas, que con sus lentos y acompasados movimientos brindan “ondas” al valle; tantas que parecen nieve que, derretida, (“desatada”), corre al llamado del pastor (“…la derrite el silvo y el cayado”). En el valle pasta también el toro, aludido en una muy gongorina perífrasis mitológica: por el robo de aquel “mentido” toro, su especie quedó obligada (vinculado en el uso forense de Góngora) a sólo contemplar (“repetir los robos con el gusto”) el paso del rebaño.
Juzga Menéndez Pelayo que Reina Zeballos “versificaba con robustez”, y digna muestra son las siguientes octavas, especie de “bucólica mexicana” en que se describe el laborioso trabajo del indio de la meseta que, armado de su acocote, extrae el aguamiel de los próvidos magueyes:[77]
En su fecundidad inagotable,
pródigo el centro del maguey ofrece
estraño mineral que al vegetable
la industria ingerta, y con la planta crece:
más que al pico y la cuña, a breve sable,
cabándole las manos, obedece,
y de su seno cóncavo desata,
en dulce néctar, líquida la plata.
Y como suele abeja artificiosa,
quando a la flor el labio acerca activa,
que el centro chupa y labra deliciosa
la miel que, sazonada, al gusto aviva;
del indio assí la industria laboriosa
toca el maguey y el dulce jugo liba:
que al aguijón lo agudo hurta la maña,
por el fácil conducto de la caña. (canto 8, octs. 42-43)
Recordemos las viñetas antes estudiadas de Gil Ramírez. Es la misma lección del Góngora naturalista, creador de “naturalezas vivas”. En los tres poetas, el español y los novohispanos, se trata de cuadros realistas: las insólitas comparaciones, su trabajada expresión lejos de “desrealizar” las escena, la detallan y precisan: “Puede que esa primorosa conciencia de la exactitud del lenguaje figurado sea la gran lección de Góngora, una lección que ningún otro poeta español ha impartido tan sabiamente”.[78]
Ya para cerrar la primera mitad del siglo xviii, en 1748, la Real y Pontificia Universidad de México organizó un certamen literario para celebrar la llegada al trono de Fernando vi. A estas alturas del siglo, el paradigma gongorino se resiste a desaparecer del todo como requisito en estas justas. Para el “Certamen quinto”, expresamente se pidió “una canción a imitación de la quarta heroyca de don Luis de Góngora, que comienza: Verde el cabello undoso”. Es asombroso: ¡cuántos años han pasado desde que esta misma canción fue requisito en el certamen a san Francisco de Borja, en 1672! Ganó el primer lugar una poetisa anónima:
De flores prado undoso
hoy por Fernando culto su vestido,
si ostenta sonoroso
más que la Fama con clarín torcido,
dulce le inunda al viento
con cadencias y aromas su elemento.
Cuantos su vergel moran
heroicos Tulios, Filomenas nuevas,
no sólo amantes doran
el afecto que cifran en sus cuevas,
que en sus valles vacíos
flotas de amor descargan sus navíos.
Pues si el monstruo marino,
¡oh gran Fernando!, rinde sus arenas
a tu nadante lino,
cuando su tez le rompen tus entenas,
remeciendo tus naves,
¿qué harán las flores, en amar más suaves?
Además del molde métrico y de que el léxico suena gongorino, porque por requisito proviene de Góngora (sonoroso, undoso), apenas se asoma uno que otro procedimiento estilístico: ya muy debilitada, sólo esbozada, la fórmula si/no de la primera estancia, el muy lexicalizado hipérbaton del comienzo de la segunda (“Cuanto… heroicos Tulios…”) y el participio activo de la tercera (nadante).
Como ya se señaló, junto con Reina Zeballos, se ha considerado a Francisco Ruiz de León ejemplo del gongorismo novohispano del siglo xviii. Se le conoce principalmente por dos obras: la Hernandia (Viuda de Manuel Fernández, Madrid, 1755), poema épico sobre la conquista de México, y Mirra dulce (Antonio Espinosa de los Monteros, Santafé de Bogotá, 1791), dedicado a los dolores de la Virgen al pie de la Cruz. Es la Hernandia la que, en todo caso, desde Beristáin se ha venido calificando como poema “gongorino”: “Los defectos que se encuentran en este poema deben atribuirse al mal gusto de la época, y no a falta de ingenio ni de conocimiento del autor”.[79] Para empezar, estoy de acuerdo con Gerardo Diego en que “no era la técnica culterana instrumento apropiado a la relación dilatada”,[80] pues muy difícilmente se puede sostener esta tensión ornamental y conceptual a lo largo de 1465 octavas. En general, podría decirse que ni la sintaxis, ni el léxico, ni las imágenes son producto de la elección gongorina, pero sí hay varios pasajes en que el autor ostenta con gala sin modos gongorinos (conceptos, fórmulas, algo de vocabulario, comparaciones). Hay que destacar que son estos pasajes los más afortunados: resaltan como oasis en medio de su prosaísmo y llaneza “rimados”, por momentos aún más plúmbeos que los gongorinos arrebatos del siglo anterior.
En 1761 Dionisio Martínez Pacheco publicó sus Discursos morales sobre el engaño de la vida y desengaño de la muerte: dispuestos en treinta y cinco décimas (Cristóbal y Felipe de Zúñiga, México). Como el título lo indica se trata de una obra moralizante sobre la brevedad de la vida. Después de una larga amonestación al hombre sobre el asunto, de repente, en un contexto inusual para la evocación de un hedonista como Góngora, aparece su “Aprended, flores, de [así en el original] mí”:
Pues, hombre, ¿qué es lo que aguardas
en tan fiero padecer?
Mira que ahora puede ser
lo que para luego tardas.
No ves que si te acobardas
puedes, ¡ay!, perderlo todo,
y entonces, por más apodo,
desde la fúnebre estancia ,
lamentando tu arrogancia,
te quejarás de este modo:
Aprended, flores, de mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía aun no soy.
Casi para terminar este recorrido por el gongorismo novohispano, es importante hacer referencia a la muy original traducción del Art poétique de Boileau (1674) hecha por el jesuita Francisco Javier Alegre (hacia 1776). Alegre se desarrolló intelectualmente en el momento de esplendor del Neoclasicismo. Así que es evidente que su traducción no es una muestra de poesía gongorina, todo lo contrario, es un ejemplo acabado del gusto neoclásico entonces dominante. Sin embargo, esta poética articula, pasada la tempestad, la reflexión ponderada de un humanista culto y de gusto educado sobre el fenómeno Góngora. Alegre traduce muy libremente, no se adhiere del todo a los postulados neoclásicos y, alejándose de Boileau, se propone revisar y reivindicar el legado de la literatura española de los siglos anteriores.
En el último cuarto del neoclásico siglo xviii, cuando ya no era “políticamente correcta” la mención de Góngora, Alegre se dejó llevar por su gusto de lector y reconoció la calidad modélica de la obra gongorina. Pero el jesuita es también un preceptista, y uno formado en la limitación neoclásica, por lo que hace suyo el “racionalismo poético” de Boileau:
Amad, pues, la razón, y a su luz pura
le deba el verso todo el lucimiento,
la gracia y la hermosura.
De un insensato ardor precipitados,
lejos de ella, conceptos extraviados
buscan muchos autores,
y creyeran sus versos menos bellos,
si pensaran lo que otro
puede pensar como ellos. (vv. 58-65)
Bajo esta óptica, Góngora fue el mejor mal ejemplo del uso inadecuado de la lengua, como puede advertirse en esta nota referente a los neologismos:
Góngora comenzó la Galatea con esta bellísima imagen: Donde espumoso el mar siciliano; pero toda esta hermosura la borró con la siguiente expresión: el pie argenta de plata al Lilibeo, en que cometió al mismo tiempo un grosero barbarismo, porque argentar ni ha sido ni será jamás voz castellana, y un pleonasmo feísimo, porque argentar con plata es lo mismo que platear con plata y dorar con oro. Esto es lo que se llama pomposo barbarismo. Entre él y el solecismo hay esta diferencia: que el solecismo, particularmente cuando es por impropia o trastocada construcción, tal vez lo santifica y excusa la licencia o la necesidad poética. Góngora, por decir: su frente es émula hermosa de la perla Erythrea, dijo así: De su frente la perla es Erythrea / émula vana. Esta construcción y esta colocación desusada, pasa por licencia; pero esta licencia jamás excusa un barbarismo.[81]
Se concluye entonces que “sin el magnífico ejemplo de la virtud, de la probidad técnica y estética, del esfuerzo sublime por ennoblecer el estilo poético hasta una dignidad que se basta a sí misma, de espaldas a esta lección magistral de don Luis de Góngora…”,[82] no sólo la novohispana, sino la poesía hispánica toda se vino abajo, degeneró. Pasaron muchos años antes de que volviera a haber “gran poesía” en español.
En relación con la poesía colectiva, homogénea por requisito y totalmente reglamentada desde su génesis, productos de certámenes y de arcos triunfales, en fin, poesía “oficial”, adquiere, gracias a la lengua de Góngora, una dramática significación. Sin duda, todos aquellos poetas de ocasión coincidieron en su vocación gongorina: aspiraron a la lengua poética de Góngora por considerarla la más alta. En relación con la poesía individual, hay que reconocer que sor Juana no estuvo del todo sola. Se destacó a María Estrada de Medinilla, Agustín de Salazar y Torres, Carlos de Sigüenza, Francisco Castro, Juan Antonio de Segura. Junto a ellos, otros poetas: Juan Ortiz de Torres, Ambrosio de la Lima, Diego de Ribera, Alonso Ramírez de Vargas y José de Villerías.
También es importante destacar el descubrimiento del Góngora de las pequeñas cosas, hecho primero por sor Juana, y luego por algunos de nuestros gongorinos del siglo xviii. Gil Ramírez, Reina Zeballos, quien haya sido el autor de la Hernandia e incluso el padre Alegre fueron capaces de encontrar la maravilla y belleza de las cosas siguiendo la voz de Góngora.
Tal vez la particularidad del gongorismo novohispano esté en su intensidad y duración. Por casi dos siglos, la lírica gongorina conformó no sólo la lengua poética de prestigio, sino casi la única lengua poética que podía concebirse. Sabemos que estos poetas hicieron de la poesía de Góngora una gramática lírica, una poliantea, un manual métrico sin el que no era posible componer versos.
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