Si bien Nervo publicaba poemas, crónicas y ensayos desde 1892 en El Correo de la Tarde, periódico de Mazatlán, El bachiller fue la primera novela que dio a la imprenta en 1895, y junto con la lectura de su poema en memoria de Manuel Gutiérrez Nájera, significó el punto de partida de su prolífica trayectoria literaria. En la estructura de este relato se integraron elementos naturalistas, modernistas y decadentistas. El bachiller, en palabras del autor, “ocasionó en América tal escándalo que me sirvió admirablemente para que me conocieran”.[1] Y en efecto, la novela corta se reeditó un año después y una edición francesa vio la luz bajo el nombre de Origène en 1901, edición tutelada por Léon Vanier –editor de Paul Verlaine.
El texto narra la historia de Felipe, un joven taciturno que decide entregarse a Dios y al estudio de la Teología a través de una férrea disciplina que disminuye dramáticamente su salud. Don Jerónimo, su tío, lo hace regresar a la hacienda –donde lo crió tras la muerte de su madre– para que se recupere. Asunción, la hija del administrador, compañera de infancia y criatura en la que Felipe ve encarnada la perdición de su alma, le confiesa su amor y se lo demuestra con un beso. Una idea “tremenda”[2] de salvación cruza la mente del bachiller y se emascula.
Nervo, un modernista debutante
El bachiller se publica en la Ciudad de México durante el cuarto periodo presidencial del general Porfirio Díaz (1892-1896). Para ese entonces, Amado Nervo ya colaboraba para el periódico El Mundo Ilustrado de Rafael Reyes Spíndola, y es precisamente en los talleres de éste donde se imprimió.
El bachiller se ha considerado como la primera novela de Nervo, sin embargo, desde 1892 ya contaba con una versión de Pascual Aguilera que publicó hasta 1905 en Otras vidas (Barcelona, Ballescá), y que escribió antes de su llegada a la capital mexicana. Gracias al éxito comercial que tuvo El bachiller, logró una segunda edición en 1896 (con algunos juicios críticos, México, Tipografía de El Nacional), sólo un año después; y otra en 1901 en París. Mas, no es sino hasta su publicación en Barcelona, en el volumen Otras vidas de 1905, que la obra toma relevancia internacional. Tras el éxito de esta novela, y teniendo en cuenta su vasta producción poética, Nervo se convirtió en uno de los intelectuales latinoamericanos de mayor relieve en los salones del Viejo Continente.
El bachiller se suma a la tradición de novela corta en México, y desde su diseño narrativo-estructural se adhiere al Modernismo latinoamericano. Así, puede ser leída como hija de su tiempo y como parte de una trilogía inicial de novelas cortas nervianas junto con El donador de almas (1899) y Pascual Aguilera (1906).
El bachiller, la historia de Felipe
Desde la primera línea, la información que se le da al lector delimita al protagonista de la novela de Nervo, pues Felipe “nació enfermo de esa sensibilidad excesiva [...] y todo lo exterior hería con inaudita viveza su imaginación”.[3] Más aún, el narrador cala hondo y con la siguiente frase redondea la descripción del personaje y su carácter: “Parecía su organismo fina cuerda tendida en el espacio, que vibra al menor golpe de aire”.[4] Tras la muerte de su madre –del padre no se sabe nada–, Felipe queda, a los 14 años de edad, bajo la tutela de su tío Jerónimo, un hombre oriundo de la devota ciudad de Pradela. Don Jerónimo tiene una hermosa hacienda situada en la periferia de la ciudad, y es ahí donde Felipe pasa los periodos de asueto intercolegiales. Al término de un lustro de estudios en latín, matemáticas, física y lógica, “el vestíbulo de las tres teologías: dogmática, moral y mística”,[5] llega el momento de escoger carrera para el joven bachiller. Después de meditar durante tres semanas, Felipe concluye que estudiará la carrera de Teología, hecho que no asombra a su tío quien ha reconocido en su sobrino una vocación piadosa. De esta manera se configuran los espacios en los que la novela halla su circuito de acción: el seminario y la hacienda. Ambos espacios narrativos representan algo más complejo que el simple escenario de la narración, se contraponen entre sí ejerciendo un papel de equilibrio en la diégesis de la novela. El monasterio: espacio espiritual, aislado, místico, seguro, en donde Felipe, o mejor dicho su alma, estaría a salvo de los peligros que el mundo representa en cada uno de sus rincones. Por su parte, la hacienda es donde la vida fluye y se abre paso. Es el regreso a lo terrenal que amenaza con la perdición del alma: donde Felipe encuentra el mayor peligro para sus propósitos de castidad y entrega al creador.
La “sed de misterio y de Dios”[6] que en el alma de Felipe existe lo lleva a consagrar su existencia a la más férrea disciplina de los dogmas religiosos. Para él, el ejercicio de la penitencia representa la más honda de las satisfacciones. Suprime sus impulsos humanos a través de la meditación, el ayuno y la flagelación. Sólo de esa manera ve posible realizar el anhelo máximo: el ayuntamiento místico entre el alma y Dios.
Él era el primero en entrar a las distribuciones y el último en abandonar la capilla; y el pedazo de muro que a su sitial correspondía en ella hubiera podido dar testimonio de su sed de penitencia, mostrando la sangre que lo salpicaba, y que se renovaba a diario, cuando durante la distribución de la noche, apagadas las luces, los acólitos entonaban el Miserere.[7]
Sin embargo, un día, en la oscuridad de la capilla, tiene una revelación problemática, pues aparece ante sí la imagen de una mujer: la cara conocida de la hija del administrador de la hacienda de su tío le recuerda la fuerza insondable de los impulsos naturales. A partir de ese momento el joven bachiller redobla los esfuerzos de su disciplina, e irremediablemente, su cuerpo comienza a enfermar.
El resultado de tales vejaciones es observado con desaprobación por el tío, quien lleva a su sobrino a la hacienda para que se recupere. Aunque Felipe se niega, el médico del monasterio tiene la misma opinión que el tío, y al joven no le queda otra opción que aceptar.
Cuando llega a la hacienda acompañado de su tío, los trabajadores de la hacienda lo reciben y festejan. No obstante, ocurre un punto irreversible en la historia, aparece Asunción, la dueña del rostro que se le había manifestado tiempo atrás en el seminario, la razón de sus preocupaciones: “Felipe atendía a todos con la sonrisa, cuando de pronto notó que los rancheros abrían filas para dejar paso libre al administrador, que llevando a su hija de la mano, se adelantaba a saludarle”.[8] El conflicto del alma del bachiller estalla con la belleza de Asunción, encuentra lugar adecuado en la cercanía de la muchacha hacia Felipe, y se resuelve cuando ésta le confiesa su amor. Asunción vive para Felipe, lo atiende, lo procura, lo acaricia, no se le despega ni un segundo, y esto angustia al joven. En el momento más álgido de la narración ambos están solos, ya que el tío Jerónimo y Cipriano, el padre de la muchacha, han salido a resolver un asunto de la hacienda. Asunción entra con el desayuno y rompe el silencio de la lectura de Felipe con una pregunta: “¿por qué se ordena usted?”.[9] Después, Asunción expone que hay varias maneras de llegar al cielo, y que una de ellas sería convertirse en un buen marido, un hombre trabajador que procure a su esposa. “No te ordenes, no te ordenes... ¡Te quiero!”,[10] declara la hermosa joven.
En Felipe se desata una pugna entre el deber y el ser. Al sentir la perdición de su alma busca refugio en la lectura. Su libro queda abierto en un capítulo en el que se narra cómo un padre de la Iglesia “se hizo célebre por haber sacrificado su virilidad en aras de la pureza [...], la castidad, sin este sacrificio, era imposible”,[11] y toma una decisión: se emascula con la ayuda de una plegadera.
La historia del bachiller se nos presenta por medio de un narrador que no participa de las acciones de la novela, que lo sabe todo: es decir, un narrador extradiegético, omnisciente. Dosificador de la información, de los paisajes, de los pensamientos, de las revelaciones, cede la voz a los personajes para obtener sustento directo de la información que él proporciona, en un lenguaje cuidado.
Por otro lado, entre El bachiller y Pepita Jiménez (1874) del escritor español Juan Valera, existe una relación intertextual, pues la segunda también es una novela corta donde el personaje del seminarista está atrapado por “las pasiones que se disputaban el dominio de su alma”.[12] Don Luis es seducido por Pepita Jiménez, la prometida de su padre, durante el festejo de la fiesta de San Juan; mientras que Asunción hace lo propio con Felipe. Ambos protagonistas se encuentran atribulados por la perdición de su alma, y caminan en senderos narrativos similares que desembocan en distintos cauces: Don Luis renuncia a sus votos de seminarista y confronta a su padre por el amor de Pepita Jiménez, mientras que Felipe no es capaz de resolver el conflicto y termina por emascularse frente a Asunción.
La obra de Amado Nervo ha sido valorada principalmente a través de su poesía y cuenta con distintos momentos de recepción. Dichos momentos están calibrados, dentro de la tradición literaria mexicana, en distintas épocas de producción textual, obedeciendo a la inercia de los grupos intelectuales dominantes. Debido a esa generalidad, es difícil encontrar crítica que se centre sólo en la figura del prosista, y más difícil aun, documentos específicos sobre El bachiller, por lo menos hasta las primeras décadas del siglo xxi, cuando existe una marcada revaloración de Nervo como uno de los pilares de la narrativa mexicana moderna, ya no solamente de la lírica.
La primera crítica que obtuvo El bachiller fue casi inmediata, muy poco tiempo después de su publicación en 1895. Óscar Mata ha recogido algunos de aquellos primeros comentarios. Las opiniones citadas a continuación fueron emitidas por Luis G. Urbina e Hilarión Frías y Soto, autores de fin de siglo, que para 1895 contaban con la autoridad literaria suficiente como para dar “un visto bueno” a las obras emergentes, como la de Nervo:
Acabo de leer un libro de Amado Nervo, el poeta de las pálidas, de lo triste y de lo enfermo. Púsole por título El bachiller, por argumento un problema psicológico, y por desenlace una enormidad —¡Qué lástima! Sin este desenlace sería una obra completamente bella, porque Nervo... siente hondo y piensa alto, pero de repente se le ocurren unas cosas como el final este que se me ha atravesado, que vienen a dar una nota morbosa a sus concepciones [Luis G. Urbina].
Opino [...] que es contrario a la rectitud ética el fin de la novela. Reciba, sin embargo, el joven autor, las despreciadas pero sinceras felicitaciones que por su bien meditada y artísticamente trabajada le envía El Portero del Liceo Hidalgo [Hilarión Frías y Soto].[13]
Para 1928, casi una década después de la muerte de Nervo, un nuevo grupo literario en ascenso, los Contemporáneos, evalúa la obra nerviana en la Antología de la poesía mexicana moderna. Jorge Cuesta lo acusa de sinceridad excesiva, de autobiografismo ramplón y de adjetivación ebúrnea;[14] a partir de entonces, Nervo es considerado un poeta que debe ser evitado si se desea la renovación de la poesía mexicana, y su prosa queda sepultada bajo los mismos juicios.
Tiempo después, cuando todavía operaba ese influjo derivado de juicios negativos de lo que Juan Domingo Argüelles llama “el escarnio de la vanguardia”,[15] Xavier Villaurrutia hace una precisión más en la cual admite la valía de la obra de Nervo; sin embargo, pone como condicionante una labor de selección: es solamente bajo una estricta expurgación que Nervo tendría futuro dentro del parnaso literario mexicano. Villaurrutia advierte que el ejercicio panorámico que significa publicar unas obras completas no le haría ningún favor a Nervo, puesto que defendía estéticas finiseculares para su labor creativa;[16] lo poco rescatable, a los ojos de una modernidad pujante, se encontraba ensombrecido por páginas y páginas de esa “sinceridad desnuda a la que el lector cierra los ojos por pudor”.[17]
A finales del siglo xx, en 1993, Octavio Paz, cuya primera opinión sobre Nervo no distaba demasiado de la instaurada por sus maestros, los Contemporáneos, se retracta en el marco de la publicación de sus propias Obras Completas. Ahí regresa sobre sus palabras para admitir que no podría sostener lo que dijo en su juventud, ya que en retrospectiva, Nervo, junto con otros poetas, también desdeñados como Manuel José Othón o Manuel Gutiérrez Nájera, fueron los pilares de la lírica mexicana del siglo xx.[18] Por su parte, Luis Miguel Aguilar en 1988 comienza la separación de la prosa y la lírica nerviana, una especie de sacrificio en el cual lo hallado puede resignificar todo lo perdido: “el que quiera hundir a Nervo tendrá que hundir también, junto con algunos de sus poemas, los flotadores de su prosa”.[19]
En pleno siglo xxi encontramos una diversidad de juicios: muchos todavía prolongan la opinión de los Contemporáneos, pero plantean otra clasificación, es decir, que la ficción, la crónica y la lírica nervianas pueden verse por separado. Comenta Juan Domingo Argüelles que “en la prosa [Nervo] nos entregó cuentos, novelas y crónicas que están entre lo mejor de las letras mexicanas de las dos primeras décadas del siglo xx”.[20] Óscar Mata, en el prólogo que hace a una pequeña selección de prosa nerviana tiene un juicio similar al de Argüelles:
Nervo narrador escribe cuentos y novelas cortas que bien pueden figurar dentro de las tres principales corrientes de la literatura mexicana de finales del siglo xix: el segundo romanticismo, el realismo y el modernismo [...] La prosa narrativa de Nervo es sobria, de discreta elegancia [...] No dejan de estar presentes los elementos característicos del lenguaje modernista: la sinestesia, el amor a la música, un gusto por las emociones y las sensaciones raras y exquisitas [...] piezas literarias con sabor fuerte.[21]
Por último, reserva un espacio aparte para describir los mecanismos que operan en El bachiller: “Nervo es un intelectual que basa sus tramas no en hechos sino en las ideas, en la fuerza de sus ideas, sin que ello signifique que sus cuentos y novelas cortas adolezcan de falta de sucesos. [...] sobre todo las novelas cortas [tienen] un tono onírico fantasioso. [Así,] El bachiller no es una obra primeriza, sino una pequeña obra maestra”.[22]
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