Flores de asfalto les dicen. Aman la ciudad, así como Cristóbal Colón o Sebastián Elcano el mar, los mares. Sus odiseas transcurren por intrincados laberintos, que saben de memoria o que se descubren por imprecisos mapas. Les gusta el rap, el rock pesado y tienen nostalgia de una taquería hoy desaparecida, o de la penumbra del café donde tomaron por primera vez la mano de una mujer. Sueñan colores electrizantes y la contaminación atmosférica en el crepúsculo o el paso de un colibrí sobre una flor les parecen pretextos espléndidos para extrañar una naturaleza que aparece a veces en un videoclip. Flores de asfalto se llaman.
Crónicas de neón y asfalto es una breve suma de tales visiones, contadas desde el carril izquierdo de una avenida de alta velocidad, en la ciudad más grande y violenta del mundo, al principio de la revelación: se acercan los jinetes del apocalipsis. A ellos podría estar dedicada la primera obra de Gonzalo Soltero: historias de ciudad, de ironía, de nostalgia y amor, salpicadas con el buen gusto de amigos cibernéticos, grupos de música y un perro —que recuerda al guardián de los mundos inferiores. Quizás es uno mismo. (B.R.)