Poeta prácticamente inexistente en los registros oficiales de la poesía mexicana; ausente de las antologías y de las páginas de la crítica literaria; conocido de unos cuantos lectores, amigo de algunos poetas y desconocido en las casas editoriales… Juan Martínez (1933-2007) es un caso aparte en la poesía mexicana.
Quizá lo diferente de su obra —elusiva, inquietante— explique en parte esa situación; también su propio radical desinterés (una palabra benigna para reemplazar a otra tal vez más certera: desdén) por los destellos y el ruido de la escena literaria y sus reglas de juego a menudo agobiantes y triviales para un temperamento como el suyo, que moldeó su propia vida —marcada también por lo diferente—, de acuerdo con los dictados de su razón poética y las exigencias de su mundo interior que, según se desprende de su obra, no le permitió fisuras.
Uno de sus poemas fundamentales, «Ángel de fuego», es la culminación de una poesía que desde el primer momento ha propuesto a nuestra consideración un mundo diferente y una transformación de lo humano, lo que implica una higiene existencial lograda a través de la experiencia estética y mediante el poder de la imagen enmarcada en el ritmo del lenguaje, reflejo moviente de la realidad.
"¡Generación! / Oíd vosotros la palabra del viento que habla por el hálito de mi nariz. / Olvidado el mundo de su atavío, y el pájaro de su concupiscencia / encontré la sangre esparcida del alma de los pobres y de los inocentes, / y no la hallé precisamente en excavaciones..."