Aunque ha propiciado mitologías no siempre secretas, Francisco Tario parece haber existido sólo en su literatura. Se sabe que fue portero del Asturias y que la imagen de una de sus atajadas se reprodujo en una cajita de cerillos; que tenía un par de cines en Acapulco y que no tocaba ni los metales ni el dinero, pero su biografía se reduce con frecuencia a la vida familiar y a la escritura de sus libros. Ajeno al cocktail-party intelectual y al prestigio de periódico, sus lectores se creen acaso iniciados a una cofradía arcana conformada por aquellos a los que el azar les ha deparado leer a quien firmaba como Francisco Tario.
En La desconocida del mar, Alejandro Toledo ha reunido diversos textos hallados en una cómoda antigua, de frente barroco y laterales coloniales, que Tario adquirió en los saldos de una iglesia, “que en los años cincuenta viajó en barco de México a Madrid”, refiere Toledo, “y cuatro décadas más tarde emprendió el viaje de regreso. Ese mueble habita ahora un departamento de la colonia Narvarte (la casa de Julio Peláez Farell, el hijo menor), en el Distrito Federal”.
En estos textos, el asombro vuelve a crearse por medio de un humor inquietante y una sencillez desaforada, y en ellos quizá pueda descubrirse algo del hombre que escribía como Francisco Tario, el cual registraba en un diario su vida como portero del equipo de futbol Asturias, que pergeñaba un retrato de la actriz Rosenda Monteros, que recreaba en un texto la pintura de Julio Farell y que no dejaba de jugar con la literatura.