[Artículo en edición] Si me han de matar mañana… (1933) es el título del tercer volumen de cuentos del autor chihuahuense Rafael F. Muñoz (1899-1972). Es el cuarto libro de su bibliografía y el primero en ser íntegramente inédito, es decir, ninguno de sus textos fue publicado antes en un periódico. Está compuesto por once narraciones: “El buen bebedor”, “Oro, caballo y hombre”, “Looping the loop”, “El festín”, “De hombre a hombre”, “Hermanos”, “Una biografía”, “Un disparo al vacío”, “Cadalso en la nieve”, “El perro muerto” y “El repatriado”.
Únicamente el tercer cuento, “Looping the loop”, no tiene como marco el levantamiento armado en el norte del país, acaecido en la década de 1910 y comandado por Pancho Villa; el resto forma parte fundamental de la Narrativa de la Revolución Mexicana. La violencia y la muerte como resultado del conflicto bélico son las constantes en estos relatos; si bien, los enfoques y tratamientos en cada uno son muy distintos. El autor articula sus textos con un lenguaje fluido y distante de todo rebuscamiento; sin embargo, reviste su prosa con tintes poéticos, y echa mano de elementos como la ironía, la prosopopeya y demás recursos retóricos que llevan la narración de lo sutil a lo descarnado con facilidad, haciendo de las tragedias de sus personajes hechos memorables.
Fue publicado por Ediciones Botas y los textos se recogen íntegramente en las antologías Relatos de la revolución. Cuentos completos (Grijalbo, 1985) y Que me maten de una vez (ERA/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011), junto con otros tomados del resto de sus libros, figuran en 20 Cuentos de la Revolución (Factoría Ediciones, 2000).
A comienzos de la década de los treinta, el país atravesaba por las secuelas que toda guerra deja. Tras la caída de Díaz vinieron las refriegas de los grandes caudillos por el poder: desde Victoriano Huerta, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, con muchas disputas y levantamientos armados de por medio, hasta Plutarco Elías Calles, bajo cuya administración, justo en esos momentos —segunda mitad de los años veinte—, se exacerbaron las reyertas, no sólo a nivel político sino en el amplio espectro social, con la Guerra Cristera. De poco sirvió que el presidente interino Adolfo de la Huerta (sucesor provisional de Carranza) consiguiera que Villa depusiese las armas en 1920, pues los conflictos por el poder y sus consecuencias conllevaron un precario e inestable estado de paz.
Se buscó aplacar el furor de la Revolución, cuyo conflicto armado dejó más estragos que beneficios: uno de cada ocho mexicanos había muerto; fueron destruidos ferrocarriles, puentes, haciendas y demás muestras del “progreso porfirista”; el clima de violencia pervivía tras el apogeo revolucionario. Quiso encausarse entonces el movimiento por vía de la institucionalización: Calles creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), ahora Partido Revolucionario Institucional (PRI), a fin de zanjar las “insurrecciones cíclicas” por el poder. El Partido tuvo tal eficacia que José Vasconcelos, candidato presidencial opositor, fue derrotado pese al enorme apoyo popular del que gozaba. No obstante, factores externos como la Gran Depresión Económica norteamericana de 1929, así como una serie de conflictos internos, propiciaron inestabilidad en el Partido, favoreciendo, para 1934, a un nuevo y pujante candidato de nombre Lázaro Cárdenas, quien se hizo de un sólido y nutrido grupo de seguidores en las bases obreras y campesinas. Con un fuerte espíritu reformista, Cárdenas, ganó la elección e implementó cambios de gran impacto. Comenzó a hacer realidad los principales ideales revolucionarios (el reparto agrario y la subsecuente expropiación petrolera, fundamentalmente); desterró a Calles y rebautizó el PNR como Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Por fin se respiraba un poco de paz y mediana prosperidad.
Entretanto, la herida seguía abierta; la inestabilidad nacional era una constante lamentable; la incertidumbre y el descontento social se reflejaban en todos los niveles, sentidos y ámbitos. La literatura, desde luego, no fue ninguna excepción:
[…] a pesar del tono pesimista de las novelas que aparecieron entre 1926 y 1940, por lo general no criticaban franca o directamente a los triunfadores de la Revolución. Y aun cuando se podrían leer las novelas como ataques a ciertos jefes de la fase militar, hay que tomar en cuenta que la mayoría de ellas se publicó durante la transición entre la década de los grandes caudillos (1920s) y la primera década del dominio del partido nacional (1930s); o sea, cualquier crítica negativa podía interpretarse, aun entonces, como una justa evaluación de los jefes corruptos del pasado reciente —muchos de ellos ya fallecidos— y no del grupo específico en el poder durante los años en que aparecían las novelas. Además, […] el mensaje de las novelas más significativas, al fin de cuentas y a pesar de cualquier crítica de la Revolución que pretendieron ofrecer, fundamentalmente apoyaba la posición centralista y aun totalitaria del gobierno nacional.
Dadas estas condiciones, la sombra de la Revolución mantenía una vigencia incuestionable: provocaba tanta fascinación como temor, y se configuró en el imaginario colectivo como un episodio cruento y caótico a superar por medio de un nuevo sistema de gobierno, en apariencia pacífico y democrático (“en apariencia” porque los altercados por el poder se mantenían de manera encarnizada y, además, no se podía hablar de democracia con un partido único al frente); se entró en un periodo de “reconstrucción nacional”. No obstante, la mitificación de los caudillos y sus gestas seguían siendo el tema favorito de escritores y artistas en general. Inclusive, miembros de la Generación Perdida y de las vanguardias europeas, La “Generación Perdida” fue el nombre bajo el cual se distinguió a un grupo de escritores norteamericanos, activos durante la primera mitad del siglo XX, de entre los cuales destacan Hemingway, Cummings y Faulkner. Las Vanguardias que proliferaron en Europa, principalmente durante el primer tercio del siglo XX, fueron varias y diversas; se caracterizaron por sus principios estéticos rupturistas, innovadores y de orden onírico-autómata en la mayoría de los casos. Los links con más información al respecto pueden consultarse en los enlaces externos. (como John Dos Passos y Antonin Artaud, sólo por mencionar a un par) se dieron cita en el país para tomar parte del fenómeno de efervescencia mundial en boga, y “pudieron unirse a aquel ambiente de nacionalismo que no era excluyente”. En tanto que en suelo mexicano propiamente se gestaban movimientos como el Muralismo (en la pintura), el Estridentismo y el Agorismo contra los ateneístas y Contemporáneos (en el rubro literario), que fueron hijos en mayor o menor medida de la Revolución; era ésta, pues, una veta que parecía inagotable.
Además de Muñoz, escritores como Martín Luis Guzmán, José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes (y un largo etcétera) hicieron del conflicto armado su leitmotiv predilecto: “La Revolución pasó a ser tema de novelas y crónicas muy críticas”. Con el resabio de este carácter, y pese a la gran vitalidad de su cultura, la desilusión y el pesimismo marcaron hondamente la conciencia del pueblo mexicano, por las expectativas defraudadas resultantes del movimiento. El filósofo Samuel Ramos fue acaso quien mejor comprendió y teorizó al respecto: El perfil del hombre y la cultura en México (1934) hizo “un psicoanálisis de la nacionalidad […] diagnosticándole complejo de inferioridad. El cauce lo seguiría Octavio Paz con El laberinto de la soledad (1949), y del tema surgiría la preocupación por ‘lo mexicano’ en el grupo alrededor de Leopoldo Zea”. Así, la Revolución y sus consecuencias, fraguaron en una compleja red de producciones estéticas.
El autor y su estética: la Revolución testimoniada de primera mano
Rafael F. Muñoz a sus escasos 14 años ya marchaba al lado de las tropas villistas, no como revolucionario sino sólo con el propósito de adquirir experiencias de primera mano; lo vivido durante esos años caló hondo en el futuro autor chihuahuense. Hijo de un importante abogado (presidente del Tribunal estatal), creció en la hacienda El Pabellón, cerca de Estados Unidos; estudió en el Instituto Científico y Literario de Chihuahua, para luego ingresar a la Escuela Nacional Preparatoria en la Ciudad de México; sin embargo, debido a la usurpación huertista, tuvo que regresar a Chihuahua.
Se inició formalmente en el periodismo en 1914, con una crónica sobre la Decena Trágica, publicada en el diario Vida Nueva. En esta carrera se forjó una sólida trayectoria: militó en algunos diarios constitucionalistas (ahora extintos), hasta que en 1920 se instaló en la capital del país y entró a la redacción de El Universal, donde un año más tarde, en 1921, fundó El Universal Gráfico, del que fue colaborador hasta 1936, año en que dimitió para asumir el puesto de jefe de redacción en El Nacional, diario del Partido Nacional Revolucionario, institución de la cual fue miembro fundador en 1929. Estos antecedentes son claves para entender su quehacer literario.
Sin embargo, pese a la persistencia de conflictos y la abundancia de personajes más cercanos al momento, la figura icónica de Pancho Villa seguía —y sigue— muy arraigada en el imaginario colectivo. Junto con Zapata, era el caudillo revolucionario por excelencia, y pasó de hombre a leyenda y de leyenda a mito. Así, Rafael F. Muñoz conquistó a un gran número de lectores con historias cuyos protagonistas centrales fueron precisamente el Centauro del Norte y parte de su División del Norte, mejor conocida como los Dorados. Tras una novela, publicada por entregas cada domingo en El Universal, y un par de libros de cuentos (algunos de cuyos textos, aunque más esporádicamente, aparecieron primero en el diario), para su volumen de 1933 Muñoz era un autor cuya pluma cosechaba bastante éxito. Tanto en su tiempo como en la posteridad tuvo un lugar entre los más granados escritores mexicanos: “la calidad literaria de Muñoz, […] ciertamente no se reduce a contar una historia: tanto la plasticidad y viveza de su estilo como la intensidad de sus situaciones narrativas y la caracterización de sus personajes lo hacen uno de los principales narradores de la Revolución Mexicana”. Juan Rulfo tenía en alta estima el trabajo y apreciaba muy bien la calidad literaria de Muñoz:
De los escritores de la Revolución Mexicana Rafael F. Muñoz es quien mejor refleja en sus obras un ámbito poético, dentro del árido mundo en que éstas se desarrollan. […] Su estilo, diferente al de Azuela o al de Martín Luis Guzmán, le otorgó una categoría muy personal y, más que nada, su manera de decir las cosas lo diferencia marcadamente de los escritores de esta época. Fue el primero, que yo sepa, que incursionó en los áridos temas de la Revolución enmarcando las acciones de aquellos guerreros con hilos poéticos, describiéndolos amablemente, se puede decir que hasta con lástima, dentro de la socarronería que encierra allá en sus profundidades el estilo de Muñoz.
Aunque Muñoz siempre se preció más de lo que había visto y vivido que de lo leído y escuchado, su formación literaria también fue ardua. Pese a sus propias declaraciones respecto a lo “displicente” de su escritura y la falta de pericia “en las bellas letras” de sus narraciones, el bagaje libresco detrás de su obra no es escaso y está patente en la factura de cada texto. Sus influencias fueron variadas, pues abrevó de distintas tradiciones literarias:
En la obra de Muñoz advertimos fuerte influjo de los grandes escritores rusos del siglo xix (tragedia y dramatismo) pero también notamos el realismo de raigambre española al estilo de Valle Inclán y Pérez Galdós. De los franceses copia la claridad. En especial de la novela El fuego de Henri Barbusse, dirá: "La leí a los 20 años... de su lectura nació en mí el deseo de escribir sobre la revolución mexicana" […] de Tomóchic le impresionó el deseo de verdad y la humanidad de la obra. En 1965 dirá: "Su lenguaje es limpio y su expresión clara". De Shaw le llamó la atención la ironía. Muñoz se formó en la escuela de la lectura, así fue fraguando su estilo.
La literatura de la Revolución Mexicana es un fenómeno histórico y cultural en torno al cual mucho se ha teorizado, con el fin de una aproximación cabal a los autores y su legado literario. He aquí algunas disertaciones y puntos de vista contrapuestos de críticos y especialistas en el periodo: Castro Leal considera literatura de la Revolución si el hecho histórico aparece en el texto; Porras de Hidalgo considera la idea de generación como eje rector; y Prada Oropeza se centra en el tratamiento del hecho histórico y lo extiende hasta otra etapa que llama “la institucionalización de la Revolución”, pues las disputas por el poder, ergo el periodo sangriento, continúan hasta que Lázaro Cárdenas logra la estabilidad nacional. Estas tres categorías no son solamente enfoques distintos desde los cuales abordar el mismo acontecimiento, son también tres diferentes propuestas estéticas. En la primera, el propio contexto obliga a romper con el “romanticismo” y el “costumbrismo” para brindar una interpretación de los hechos imperantes, como ejemplos de un movimiento político social degradado; en la segunda, la literatura analiza y cuestiona los resultados y consecuencias de los ideales revolucionarios; en tanto que los textos de la tercera categoría, versan en torno al “periodo de consolidación del poder corrupto y demagógico que usurpó a la Revolución Mexicana”. Si se atienden estas consideraciones, la obra de Muñoz en general, y este libro en particular, cabe tanto en la primera como en la segunda categorización; no así en la tercera, cuyo ejemplo literario por antonomasia es La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán.
Si me han de matar mañana… llevaba originalmente como subtítulo Novelas y, en la edición original, constaba un doceavo relato, “El enemigo”, publicado como parte de su libro previo, El hombre malo (1930). Por este motivo, en las siguientes ediciones se suprimió, quedando sólo los once relatos mencionados. De entre éstos, “Oro, caballo y hombre” es acaso el más célebre y estudiado de los cuentos de Muñoz, debido seguramente a que su protagonista es Rodolfo Fierro, uno de los más reconocidos villistas (de hecho, lugarteniente de El Jefe), famoso por su crueldad y demás lacras morales; figura histórica que Martín Luis Guzmán también toma como modelo para su cuento “La fiesta de las balas”. Muñoz, pues, fue uno de los más prolíficos exponentes literarios de este episodio nacional, junto con los narradores Mariano Azuela, Nellie Campobello, el recién aludido Martín Luis Guzmán, Mauricio Magdaleno y Francisco L. Urquizo, entre otros.
Análisis de los cuentos: la visión de una guerra sin vencedores
El tema fundamental de este libro es la Revolución, y más concretamente el villismo; no obstante, todo lo que implica y entraña el conflicto armado se complejiza y alcanza ecos de amplio espectro en el espíritu humano. Así pues, el eje revolucionario en la narrativa de Muñoz deriva en varios subtemas: “Villa y el villismo, la crueldad, la lealtad, la indiferencia ante la muerte, los desastres de la guerra, la actitud del pueblo, la vida de soldados y soldaderas, la escisión dentro de las filas revolucionarias, los motivos de la lucha, la diametral oposición rebelde-federal, etcétera”. Por lo tanto, entran en juego una multiplicidad de factores y elementos que hacen de este libro mucho más que un volumen de relatos bélicos. La preocupación del autor por las problemáticas del pueblo mexicano y el dramático contexto revolucionario que presenció hicieron de sus novelas y cuentos testimonios, si bien ficcionalizados, con gran apego a la realidad histórica.
Asimismo, su paso por el periodismo dotó a su quehacer narrativo de un estilo rico en agilidad y contundencia; ejercía un uso sobrio de sus recursos sin entregarse a fantasías ni exaltaciones gratuitas, sino por el contrario, cuidaba celosamente la veracidad que el oficio noticioso demanda. Era enemigo de pulir sus textos, siempre los publicaba tal como habían surgido, pues afirmaba que “el retoque es grotesco, revela insinceridad”. Autores como Antonio Castro Leal, Salvador Elizondo y Antonio Magaña Esquivel recalcan la “índole reporteril” en la prosa de Muñoz.
Todos los cuentos son de corte realista, cronológicamente lineales (es decir, sin digresiones tempo/espaciales) y ocurren, en su mayoría, en escenarios rurales o despoblados. Sin embargo, “Looping the loop” se desarrolla en un entorno urbano y plantea una retrospección. Ya que es el único ajeno al ámbito de la Revolución Mexicana, se abordará en primer lugar. Es narrado en primera persona por un reportero, quien, tras terminar su turno en el periódico, va a tomarse una copa a un bar donde encuentra a un hombre de lamentable aspecto, que procede a relatarle la trágica manera en que perdió a su hija. De este modo, el cuento adquiere un carácter testimonial, ya que el protagonista cede la voz narrativa y presta atención (junto con el lector) al aciago suceso: aquél era piloto y debido a su imprudencia en una exhibición aérea, la niña murió, al ejecutar éste la suerte que da título al cuento (en español, “vuelta de campana” o “rizar el rizo”).
El procedimiento narrativo que Muñoz emplea aquí es adecuado para el tratamiento del tema, ya que, al elegir una voz homodiegética (la del periodista) que es transferida al testigo/protagonista (el aviador) y mantener el registro en primera persona, le es posible construir su relato desde una perspectiva íntima y vivencial, lo cual intensifica la tensión dramática y enriquece la verosimilitud del texto. El lector percibe la fuerza retórica del discurso contundentemente, al leer el conflicto desde un enfoque próximo —con las restricciones y ventajas que esto implica—, y no desde la distancia enunciativa, que suele emplear Muñoz, de un relato con un narrador omnisciente. Aunado a esto, los tintes poéticos con que la prosa es realzada dotan al cuento de gran expresividad plástica y emotiva (el propio autor explicita su intención): “la luna, reclinada en la falda de la montaña, era aún invisible y únicamente su halo azulenco se elevaba como prólogo de un poema romántico”. Así, el narrador/periodista esboza el preámbulo del relato antes de que el aviador le refiera el suyo, para al final, ya concluido el testimonio, retomar el motivo y cerrar el cuento: “la luna, en cuarto menguante, me lanzaba una luminosa sonrisa burlesca. Vi su angosta línea brillante girar en la circunferencia oscura. ¡Hacía el looping the loop!”.
En el libro existe un cuento más narrado también en primera persona: “El buen bebedor”. Es el primero y el más extenso del volumen; trata de un vendedor de cuadros, habitante de una provincia del norte tomada por tropas villistas, aunque esto nunca se explicita, a quien los soldados recluyen junto con otro puñado de habitantes en una inhumana prisión y, uno a uno, los van llamando presuntamente para ser fusilados. Este cuento probablemente sea el que más se acerca a una coincidencia referencial con el título del libro, (primera mitad de la sentencia popular “Si me han de matar mañana… que me maten de una vez”), pues, aunque la frase no se menciona, es posible para el lector ponerla como apostilla en los tortuosos pensamientos del protagonista, quien día con día mira cómo llaman a cada uno de sus compañeros, lo cual sólo incrementa su desasosiego. La atmósfera opresiva de la cárcel y la angustia siempre in crescendo en la mente del personaje/narrador están muy bien construidas y llevadas, hasta el punto en que sucumbe a la resignación de su trágico fin: “Otra vez quedamos en sombras, pensando cada uno: ‘seré yo esta noche’ [...] ‘En la crueldad de nuestro destino, ¿qué habría de importarnos marchar unas cuantas horas antes. Lo terrible es la espera, no el momento. Un ruido, un golpe y ya está. ¡Pero la incertidumbre!’”.
La imparcialidad y lo atroz: el tratamiento de personajes y temas
Uno de los grandes aciertos del narrador es su capacidad de mantener la neutralidad (pese a la enorme admiración y temor que sentía por Villa) y delinear a sus protagonistas en toda su dimensión: “Muñoz nunca toma partido en forma expresa... sus criaturas (se pronuncian) a favor o en contra de ciertas situaciones”. O al menos a esa intención apunta; se verá que no es completamente así.
El cuento “De hombre a hombre” es un buen ejemplo de esta actitud que no es completamente imparcial. Traza a dos contendientes, un capitán federal y un caudillo insurgente, enfrentados en duelo a muerte y haciendo gala de igual entereza y honor: cuando uno pierde su arma (una “reata”, por lo cual, puede acaso atribuirse mayor heroísmo al sublevado al campear en desigualdad de condiciones), el otro lo deja recogerla para proseguir la contienda; luego, cuando éste se queda sin munición, aquél pudiendo aprovechar para matarlo, le permite recargar su arma. Al final se abaten mutuamente (como en “Hermanos”) y aunque ambos mueren con la misma bravura, el autor no puede evitar poner su simpatía un del bando insurrecto, pues la última escena del cuento presenta a los cadáveres: el del caudillo muerto de repetidos tiros en el pecho, aunque aún sentado sobre su caballo; mientras que el del capitán, a quien el oponente lazó por el cuello y ató el otro extremo de la cuerda a su silla de montar, es arrastrado por entre las rocas y se le describe sólo como “una masa sin forma cubierta de una costra de sangre y tierra”.
La crueldad es otra de las cualidades más distintivas de los relatos. Francisco Antolín Monge pondera que se dan casos “de crueldad en las relaciones caudillo-subordinados pero son más bien raros y no adquieren relieve dentro del círculo de violencia de la Revolución”. Si bien puede ser verdad que estos desplantes cruentos y crueles no son “relevantes” en cuanto al derrotero global del movimiento revolucionario, es justamente en estos hechos aislados donde radica la mayor riqueza literaria de los textos, al mostrar el comportamiento más humano y atroz de sus protagonistas. Por otro lado, Sánchez Carbó observa:
La mayoría de las veces tales protagonistas tienen un papel incidental en el curso de la Historia pero fundamental en la historia relatada [...] No obstante estas ficciones, con mayor o menor apego a la realidad, evidencian desde la periferia la falta de un proyecto revolucionario, sabotean el discurso oficial y confirman el fracaso de un movimiento carente de la capacidad de reconfigurar y ampliar precisamente el campo de acción del centro.
Esta constante impregna el libro en su totalidad, si bien hay unos ejemplos más drásticos que otros. Antolín Monge observa muy bien esta característica, tanto en el contexto histórico real como en el literario, que se aborda en un par de relatos y en el autor mismo:
México durante la Revolución se asemeja a un ajedrez macabro en el cual los peones se matan sin piedad en lucha cruenta. Muñoz tiene dos cuentos que pueden ser un símbolo de esta lucha fratricida, el uno "Hermanos" —ocurre en el campo, el otro— "El perro muerto" —en la ciudad. En el primero, dos hermanos —uno federal y otro revolucionario— se dan muerte después de discutir por bagatelas. En el segundo son dos grupos revolucionarios y victoriosos los que se enzarzan en una guerra a muerte y también por una bagatela: un perro muerto. [...] La nota dominante de la Revolución mexicana fue la crueldad que Muñoz nos ha descrito de modo insuperable. Es cierto que a veces exagera pero —éste fue su modo de acercamiento. Así vio él la más sangrienta guerra civil que —haya existido en México. [...] Decir crueldad es decir Villa, hombre cruel y sanguinario por —antonomasia. Sus acciones guerreras, sus movimientos de tropa, sus victorias rotundas, constituyen una epopeya, pero epopeya tinta en sangre. [...] “Un disparo al vacío” nos presenta todavía un caso más repulsivo y macabro: unas soldaderas son arrojadas a un hoyo de fuego por órdenes de Villa. Mientras se van quemando, el jefe se “adelantó hasta el borde del horno y alargó las manos, poniéndose a calentar. Su boca de perro de presa sonrió ante el espectáculo [...] Del hoyo salían furiosos insultos que fueron callados por las descargas de los rebeldes hacia el hoyanco, con deseos de terminar de una vez aquel macabro festín que demandó el alma demoníaca de la fiera”.
Quizá “Un disparo al vacío” sea el cuento más descarnado y escalofriante de los contenidos en el volumen. Sin embargo, no se quedan atrás “Cadalso en la nieve”, donde se asiste al juicio y fusilamiento, a manos de su propio hijo, de Gabriel Baca, “carnicero de oficio [...] Se dio el caso de uno de nuestros oficiales que fue capturado, a quien este verdugo [...] limpió de la piel y destazó como si se tratara de una res, colgando sus carnes sangrantes de los árboles del cementerio…”; “El festín”, en el que se narran las peripecias de una familia a punto de morir de hambre, pues su pueblo ha sido tomado por tropas villistas y los habitantes se ven obligados a permanecer en reclusión para mantenerse a salvo; al cabo de unos días el matrimonio sale en busca de comida para alimentar a su hija, y atestiguan cómo un hombre en su misma situación famélica es asesinado enfrente de ellos; éste llevaba algunos víveres que son recogidos por los esposos, sin embargo, al llegar a casa y ofrecérselos a la niña, los rechaza, arguyendo que aquel festín “sabe a muerto”; y, desde luego, “Oro, caballo y hombre”.
Este cuento, cuyos trazos del protagonista están basados en la figura histórica de Rodolfo Fierro (el despiadado lugarteniente de Villa), es el más analizado de Muñoz. La crítica ha hecho hincapié en el parangón de este texto con “La fiesta de las balas” de Martín Luis Guzmán, ya que ahí el personaje central es el mismo Fierro. Si bien las diferencias entre ambos textos son amplias, la principal radica en la manera de plantear y desarrollar al personaje: Guzmán lo presenta en su momento de máximo esplendor y sadismo (asesina, él solo y lleno de regocijo, a trescientos prisioneros), mientras que Muñoz da cuenta de su estado de decadencia y su legendaria muerte en la laguna de Casas Grandes, Chihuahua (Fierro, en un alarde de machismo e insensatez, intenta atravesar la laguna con su caballo y un pesado cargamento de oro, pero el agua pantanosa lo devora).
Ambos relatos han fomentado una mitificación tanto del hombre como de los hechos históricos de los que presumiblemente fue protagonista: “La vida y la muerte de Rodolfo Fierro poseen una imagen poética, mítica y arquetípica gradual que permanece para siempre en el inconsciente colectivo, cuando menos en los ámbitos de la leyenda y de la literatura”. Sin embargo, el tratamiento que Muñoz hace de Fierro en su cuento, lejos de exaltar su actitud revolucionaria o siquiera insinuarlo como un hombre respetable, lo exhibe como un bárbaro y lo animaliza en sus rasgos y conducta. La descripción que el narrador hace de su personaje en primera instancia es: “Rostro oscuro completamente afeitado, [...] boca de perro de presa, [...] piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del caballo como si fueran garra de águila [...] matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo”; y hacia el final del cuento, ya con Fierro hundiéndose en el fango, el narrador refiere: “Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso decir algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca, sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva”.
Por último, otro rasgo constante a lo largo de toda la producción literaria de Muñoz, y tan exaltado como el mismo movimiento revolucionario, es la identidad nacional y el tácito amor a la patria. De manera implícita esto se manifiesta prácticamente en todos sus cuentos, no sólo de este libro. Funge como leitmotiv ideológico que sustenta la lucha de ambos bandos armados; tanto rebeldes como federales se pronuncian a favor del beneficio del país en su conjunto (si bien, casi todos, con intereses personales de por medio), cada cual desde su trinchera y con sus distintas motivaciones. Pese a que la lucha por México se mantuvo encarnizadamente polarizada, de los cuentos de Muñoz, el que aborda el conflicto desde una perspectiva neutral y trasluce mejor este fervor por alcanzar suelo mexicano es probablemente “El repatriado”. En este cuento se narra la travesía de un hombre que regresa de Estados Unidos a su natal Chihuahua, pero se topa de frente con el conflicto y en la estación sólo encuentra convoyes militares y no trenes de pasajeros. Desesperado por volver a casa, se escabulle como polizón; es descubierto y se ve obligado a unirse a las tropas federales, aun cuando en el fondo simpatiza más con la causa revolucionaria: “Era [la Revolución] un conjunto de ansias, un río de anhelos que va a fertilizar la tierra. Y en ella, [...] Andrés depositó su semilla, vertió su caudal”, todo con tal de llegar a su tierra. Sin embargo, cuando está ya cerca de su anhelada ciudad, es abatido en una escaramuza.
La forma de este último relato es asimismo destacable, ya que está dividido en tres partes: las dos primeras están narradas en tercera persona por una voz heterodiegética (la primera parte transcurre a bordo del tren, la segunda en el campo de batalla), mientras que en el tercer segmento, el narrador toma la voz en primera persona (aquí solamente se describe el cese al fuego y el hallazgo del cadáver de Andrés, “El repatriado”). Es interesante, además, tomar en cuenta las circunstancias bajo las que el protagonista entra en la refriega, ya que ni se rebela contra el gobierno ni se pone de parte de éste por convicción propia: él viene de regreso a su hogar en son de paz, no toma partido por ninguno de los dos frentes, y aun así es inmolado en aras de una causa a la que es totalmente ajeno. Sin duda lo que el autor intentó poner de relieve en este relato (y algunos más, como “El festín” o “El perro muerto”) es la victimización de los inocentes que sucumbieron por el simple hecho de hallarse en medio de la lucha de los dos ejércitos.
Recepción : del alcance de los cuentos
Si me han de matar mañana… vino a confirmar que la figura de Muñoz en el panorama literario mexicano era de una importancia mayúscula. Si bien ya se había consagrado con su novela ¡Vámonos con Pancho Villa! de 1931 (cuatro años después se realizaría la película homónima, la primer súper producción cinematográfica del país, en la que el mismo Muñoz participó en un pequeño papel, con lo cual su popularidad alcanzó a un público aún más amplio), este volumen de cuentos, que fue su siguiente entrega editorial, lo catapultó a un lugar privilegiado dentro del mundo de las letras. Baste revisar su biografía para corroborar que a partir de esos momentos, su trayectoria y obra repuntaron con creces.
Como queda aludido líneas arriba, el cuento más antologado y estudiado de Muñoz es “Oro, caballo y hombre”. Está recogido en las compilaciones de Luis Leal, Cuentos de la revolución, y la de Russell M. Cluff y Alfredo Pavón, Cuento mexicano moderno, por mencionar un par. El análisis y discusión suscitados en torno a esta narración son un paso obligado en cualquier curso alusivo a la literatura mexicana.
En diversas universidades alrededor del mundo, Muñoz es un referente imprescindible para la comprensión cabal del fenómeno revolucionario, tanto del hecho histórico como del quehacer literario de ese periodo. La influencia de este autor ha sido decisiva para los escritores que lo sucedieron, quienes asimilaron su trabajo y el contexto revolucionario para adaptarse a los nuevos avatares que se presentaron en el país:
Crisol donde forjar textos perfectos y desatinadas invenciones, la Revolución mexicana proporcionó temas, personajes, ambientes, técnica, habla, espíritu al cuento [...] otras vertientes estéticas y sociales [...] proclives a la cuentística histórica, tienen ahí su origen y a sus padres en los mejores representantes [...] Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz, Dr. Atl [...]”.
Así pues, no es una exageración afirmar que, del mismo modo en que la Revolución fue un parteaguas sociocultural y político para México, en el ámbito literario hay un antes y un después de la obra de Rafael F. Muñoz.
Antolín Monge, Francisco. La narrativa de Rafael F. Muñoz. Tesis de maestría. Universidad Nacional Autónoma de México, 1975
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