Enciclopedia de la Literatura en México

Inquisición y literatura clandestina en el siglo XVIII

mostrar [Introducción]

A lo largo del siglo xviii, y sobre todo en su segunda mitad, la literatura clandestina proliferó en las ciudades principales del mundo hispánico. Semejante afirmación puede justificarse con testimonios de la época y con la evidencia indirecta que arroja la investigación documental, pero escapa a cualquier demostración cuantitativa. En efecto, parece imposible realizar tablas, gráficas o aproximaciones numéricas para cuantificar una manifestación literaria que, por su naturaleza, era evasiva, difusa y, sobre todo, efímera.

Por “literatura clandestina” me refiero a una multitud heterogénea de textos que tuvieron en común haberse distribuido de manera informal, dado que tocaban temas delicados o iban en contra de las leyes establecidas. El campo de lo clandestino es muy extenso, pues caben en él tanto los libros de autores prohibidos (casi siempre extranjeros) como los “papeles” sobre temas concretos y polémicos (escritos en España y en América) que circulaban durante un tiempo y luego desaparecían por descuido, temor u olvido de sus poseedores. Las siguientes páginas aludirán principalmente a estos últimos escritos, en un esfuerzo por analizar e interpretar algunas muestras de lo que propiamente podríamos llamar literatura clandestina novohispana.[1]

Estos “papeles”, a menudo hojas sueltas, solían copiarse y distribuirse en redes más o menos abiertas de préstamo y lectura, en las que participaban los individuos interesados tanto en la política europea como en los chismes y conflictos del reino. La gran mayoría de estos textos eran manuscritos (aunque hay casos importantes de libelos impresos clandestinamente) y casi todos eran anónimos o aparecían firmados con seudónimos indescifrables. Sus autores no buscaban la fama ni el reconocimiento público, sino la descalificación de un adversario o la exposición de una opinión firme sobre un asunto determinado. De ahí su carácter coyuntural o efímero (una vez olvidado el asunto, la conservación de cualquiera de estos papeles tenía poco sentido), que impide cualquier intento de cuantificación. En realidad sólo tenemos unos pocos fragmentos de esta literatura, muchas veces escogidos por las instituciones encargadas de censurarla o perseguirla. Así, es frecuente que en los expedientes inquisitoriales se mencione la existencia de varios papeles sobre un mismo asunto, pero que sólo aparezca un texto decomisado y remitido a censura. Algo similar ocurre en las antiguas colecciones de “papeles públicos”, donde el compilador sólo eligió uno o dos textos para recordar o ejemplificar lo que se había dicho en una circunstancia particular.[2] En consecuencia, la única alternativa para constatar el aumento o la disminución de esta literatura es prestar atención a lo que percibieron y consignaron numerosos testigos y censores en distintos momentos del siglo. De manera diversa y por razones distintas, muchos de ellos manifestaron en ocasiones críticas su preocupación por el incremento considerable de la difusión de estos papeles y advirtieron la incapacidad o negligencia de las autoridades civiles para contenerlo.

José Miranda, pionero junto con Pablo González Casanova en el estudio de la sátira novohispana, atribuyó su fecundidad a la magnitud de los conflictos del siglo. Las críticas anónimas habían existido desde los tiempos en que los conquistadores resentidos con Cortés hicieron pintas y divulgaron papeles ofensivos, pero Miranda aseguraba que sólo en el la sátira anónima se había convertido en el “arma principal” de la “magna contienda” librada entre el tradicionalismo y el reformismo ilustrado.[3] La frase anterior puede resultar demasiado tajante para aplicarla a la totalidad de la literatura clandestina, sobre todo si se piensa que no había partidos antagónicos tan definidos y que tampoco fue la sátira política el único camino explorado por los escritores anónimos. No obstante, responde a una apreciación correcta de la efervescencia política del siglo xviii, en el que las batallas de papeles, herencia de los siglos anteriores, se encendieron con una viveza nunca vista. Las reformas regalistas y los rasgos generales de la política absolutista provocaron la controversia. El autoritarismo de algunos virreyes, la secularización de doctrinas en la década de 1750, la expulsión de los jesuitas en 1767 y los intentos de beatificación del obispo Palafox en ocho décadas, serían los asuntos más debatidos en la literatura informal antes de la Revolución francesa.

En el presente trabajo señalaré las fuertes limitaciones que imponía el régimen hispánico a las letras novohispanas, pero mostraré también las grandes posibilidades que ofrecía el ámbito clandestino. Por un lado, observaremos las restricciones, las trabas, los obstáculos para escribir libremente, y sobre todo para imprimir; por otro, examinaremos los mecanismos clandestinos de transmisión que permitieron exponer y diseminar la crítica política o social, haciendo públicas muchas expresiones literarias que por su naturaleza mordaz o atrevida no hubieran podido darse a conocer jamás siguiendo los trámites legales que precedían a una impresión, y eso sin hablar de los costos de imprenta.

mostrar La Inquisición y los límites de la literatura impresa

La literatura novohispana enfrentó numerosas limitaciones durante todo el siglo, pues la libertad de imprenta nunca estuvo en la agenda de los monarcas ilustrados. Todo libro que se imprimiese dentro de la monarquía española debía especificar los nombres del autor y del impresor, además de contar con las licencias necesarias. En la Nueva España las leyes disponían que los impresores que pretendiesen dar a luz alguna obra sometiesen el manuscrito a la revisión de la Real Audiencia y del juez provisor del arzobispado o del obispado correspondiente. Los manuscritos se entregaban a censores o calificadores, generalmente eclesiásticos de renombre, que se encargaban de revisar que los escritos estuviesen libres de proposiciones indecentes, escandalosas o contrarias al trono y al altar. Los textos denigrativos contra un individuo o una corporación determinada tampoco podían darse a la imprenta, pues se pensaba que los pleitos debían dirimirse en privado. En vista del dictamen de los censores, la Audiencia determinaba si la obra podía imprimirse y, en caso afirmativo, el virrey, como presidente de ese tribunal, ordenaba su impresión. Lo mismo hacía el juez provisor, del obispado correspondiente, en calidad de ordinario o representante de la autoridad eclesiástica.

A pesar de las censuras, podían colarse en las obras impresas algunos errores dogmáticos, ciertos comentarios ofensivos o proposiciones crípticas en las que un lector avezado podía encontrar una crítica dirigida al trono o a algún sector de la Iglesia. Por ello, cualquier individuo podía denunciar un libro por alguna proposición disonante ante el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, que tenía la delicada misión de sostener la unidad de la Iglesia, protegiendo los dogmas católicos y evitando las controversias políticas y religiosas en un mundo educado en la obediencia conjunta a Dios y al soberano. Cada cierto tiempo el Consejo de la Suprema Inquisición de Madrid, del cual dependían todos los tribunales de España y América, emitía un edicto general en el que se especificaba claramente el tipo de papeles, estampas o cualquier clase de impresos que debían recogerse para su revisión o expurgación, junto con los libros prohibidos, parcialmente o in totum, que eran en su mayoría extranjeros.

Los edictos tenían una vigencia permanente y los nuevos títulos debían agregarse a los prohibidos con anterioridad. Todas las librerías debían expresar periódicamente sus inventarios y avisar a la Inquisición de la llegada de cualquier libro o papel que estuviese comprendido en las reglas del expurgatorio. Los revisores debían hacer un reconocimiento personal en librerías, así como en las aduanas donde entrasen cajones de libros, aunque viniesen sellados.[4]

El mayor problema que enfrentó la Inquisición de México en esta época fue la introducción de libros en francés que contenían pasajes contra España, contra la Iglesia o contra la religión. Aunque Francia tenía su propio sistema de censura, éste era menos severo y eficaz que el de España y en la década de 1750 se distinguió por su flexibilidad. Además, era común que los textos franceses se imprimiesen en países más tolerantes, como Holanda y Suiza, y se distribuyesen en Francia por medio de un sistema de venta ilegal relativamente bien organizado.[5] Durante todo el siglo la Inquisición prohibió la traducción y la circulación de obras “filosóficas” y “francesas”. No obstante, la introducción de obras de autores prohibidos fue continua, sobre todo en las últimas décadas del siglo. En varias ocasiones los inspectores de la Inquisición detectaron las obras prohibidas en el fondo de maletas, en cajones de ropa o disfrazadas con ingeniosos mecanismos, como el de un individuo que intentó introducir ciertas obras filosóficas alterando la portada con tres “palitos”, suficientes para convertir el atemorizante nombre de "Voltaireen un enigmático "Moltatre".[6] Con todo, el impacto de estas obras en la formación ideológica del público novohispano es muy discutible.

No todos los novohispanos tenían la obligación de ignorar lo que se escribía en otras regiones de Europa. Había muchos textos que sólo estaban prohibidos en su versión original, pero que podían circular una vez que los ministros del Santo Oficio hubiesen expurgado los pasajes inconvenientes. Además, algunos individuos distinguidos por sus méritos literarios o sus altos cargos tenían licencia para poseer obras prohibidas. Un calificador de la Inquisición, un obispo y un virrey, por ejemplo, gozaban de esta facultad por ser inherente a su cargo, mientras que otros, como un oidor o un miembro del alto clero, debían solicitar la licencia correspondiente al inquisidor general.[7] Finalmente, aunque los inquisidores procuraban decomisar y quemar las obras prohibidas que lograban interceptar, rara vez procedían contra su poseedor, a menos de que éste hubiese proferido proposiciones escandalosas.

La Iglesia en conjunto, a pesar de sus pugnas internas, sostenía a la maquinaria inquisitorial. Por lo general los inquisidores pertenecían al clero secular; los encargados de censurar las obras eran teólogos y solían ser miembros de una comunidad religiosa: Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y, antes de 1767, la Compañía de Jesús. En toda la extensa jurisdicción del tribunal de México (que incluía a Guatemala y a Filipinas), curas y clérigos ejercían funciones inquisitoriales con el título de comisarios. La mayoría de los eclesiásticos aceptaban la importancia y la necesidad de la Inquisición, pero ello no les impedía considerar que algunas veces el tribunal era demasiado estricto o injusto en sus prohibiciones, ni les privaba de querer obtener obras y textos en los círculos de intercambio y comercio clandestinos. Al estar integrada por todos los sectores del clero, era natural que los conflictos e intereses de la esfera eclesiástica se reflejasen en los tribunales inquisitoriales. Esto se hacía claramente perceptible en los momentos en que una corporación religiosa influía más que otra en las censuras y dictámenes del tribunal, como sucedió en la primera mitad del siglo, cuando la Compañía de Jesús intentó dirigir la política inquisitorial.

El tribunal de la Inquisición de México sólo obedecía y rendía cuentas al Consejo de la Suprema Inquisición general y al inquisidor general que presidía ese consejo. No tenía la obligación de informar acerca de sus actividades a ninguna autoridad civil o eclesiástica del reino, ni estaba en posición de recibir órdenes, ni siquiera del virrey o del arzobispo de México. Esto daba cierta autonomía y poder a los inquisidores locales, pero lo cierto es que todos ellos eran nombrados directamente por el consejo y éste vigilaba todas sus actividades. Los miembros del consejo eran designados por el rey, al igual que el inquisidor general, y sólo recibían la aprobación o sanción del papa. De esta manera la Inquisición era el símbolo de la unión indivisible entre el rey y la religión, pero al mismo tiempo contenía en sí el conflicto potencial entre los intereses de la corona y los de la Iglesia católica, en una época en la que la teoría política dominante recomendaba fortalecer las monarquías nacionales y limitar, por todos los medios posibles, la injerencia directa del papa en la política de los estados.

A estos conflictos se debió que la Inquisición no fuese la única institución encargada de censurar o perseguir las ideas y las palabras. En muchos casos las autoridades civiles (el virrey, la Audiencia, la Real Sala del Crimen) se apresuraron a prohibir textos que se consideraron subversivos, perturbadores de la paz o contrarios al estado, oponiéndose incluso al criterio de los inquisidores. En términos generales, la corona y la Inquisición compartieron la creencia de que el mundo hispánico debía transformarse sin abandonar los valores morales y religiosos que habían caracterizado durante siglos a la nación española. Pero muchas veces los inquisidores sobrepasaron sus funciones y se opusieron directamente a la política regalista cuando ésta intentó controlar de manera más efectiva a la Iglesia o acelerar la secularización del pensamiento hispánico.

La llegada de los Borbones al trono de España no implicó transformaciones inmediatas en las instituciones de la monarquía española. Pero sí marcó el inicio de un esfuerzo constante por parte de la corona para dirigir la política eclesiástica y disminuir, en la medida de lo posible, la autonomía de las corporaciones que en el siglo anterior habían sido un dolor de cabeza para los monarcas y las autoridades locales. La corona trató de erigirse como el máximo censor de las producciones literarias y, en medio de los vaivenes políticos, protegió o abandonó a los escritores reformistas. La supuesta apertura intelectual estaba restringida a aquello que se creía conveniente al estado, y en momentos de inconformidad política las letras fueron vigiladas con excesivo rigor. A ello se debió que la Inquisición prevaleciera durante todo el siglo, a pesar de sus roces continuos con la corona y del disgusto de críticos internos y externos. Si la institución se mantuvo fue porque, a fin de cuentas, todos los monarcas, incluido el reformista Carlos iii, consideraron apropiado que existiera un contrapeso a las nuevas ideas, un dique para moderar la infiltración de los libros extranjeros y un organismo eficaz para contener los proyectos subversivos o antimonárquicos.

Es importante tener esto en cuenta para entender que, a lo largo de todo el siglo, la institución encargada de vigilar el pensamiento hispánico a través de la persecución judicial de la heterodoxia y de la prohibición de textos respondió tanto a los intereses de la corona como a los de diversos sectores de la Iglesia. En teoría, esta doble naturaleza no debía provocar dificultades, puesto que la monarquía misma era la representación armónica de la majestad real y la majestad divina, pero en la práctica las pugnas fueron constantes y cada vez más violentas hasta la expulsión de los jesuitas. El empeño de los monarcas españoles en controlar la Iglesia, la resistencia de la Compañía de Jesús a perder su autonomía, la intención del papado de mantener su autoridad e influencia en el cuerpo de su Iglesia, y los intereses particulares de las corporaciones eclesiásticas, se reflejarían en el complejo funcionamiento de la Inquisición y en su relación con la corona.

mostrar Los impresos irregulares

Debido a las trabas legales para imprimir, y a la vigilancia inquisitorial, era natural que los temas polémicos y las posiciones contrarias a la política oficial rara vez se expresaran a través de la imprenta. No obstante, hubo casos en los que se imprimieron descaradamente libelos polémicos y mordaces, en flagrante desafío a las reglas de imprenta y a las disposiciones del Santo Oficio. En Puebla circularon varios impresos clandestinos entre fines de 1720 y 1730. Uno de ellos era un libelo moralino sobre un escandaloso matrimonio que se había vuelto ya la comidilla del “parlamento bajo de los muchachos de la Puebla”.[8] A mediados de siglo se imprimió un manifiesto jurídico y polémico en contra de la secularización de curatos en el que se presentaba una fuerte argumentación contra la política regalista. Los inquisidores mandaron prohibirlo en virtud de la regla diez del expurgatorio, “que expresamente prohíbe todo libro y papel impreso y divulgado sin nombre de autor, impresor, lugar ni tiempo en que se imprimió” y en atención también a las prevenciones de distintos papas, que mandaban recoger “cuantos papeles impresos o manuscritos se divulgasen sobre asuntos que contengan expresiones y proposiciones denigrativas e injuriosas”. Los calificadores, uno de los cuales era el famoso doctor Juan José Eguiara y Eguren, consideraron que calumniaba al clero secular, a los obispos y arzobispos. Pero, aún más, aseguraron que injuriaba al rey, “cuando a la razón que ha tenido para dar las órdenes que ha dado conformes a la ley y a su suprema autoridad (como es debido creer), no se le da otro epíteto o título que el de mero antojo y antojo de tan mal sonantes términos como se asegura asombroso a los venideros y maravilloso a los bárbaros”.[9] De manera semejante, después de la expulsión de los jesuitas algunos partidarios de la Compañía consiguieron reimprimir una estampa de devoción a san Josafat, arzobispo de Polonia, que se divulgó en Puebla y en México. La estampa fue prohibida por orden directa del virrey; se castigó a los impresores y se destruyeron las planchas que habían servido para imprimir la imagen. Presionada por el gobierno, la Inquisición tuvo que abrir también un expediente sobre el asunto.[10]

Al reino entraron asimismo libros y libelos auspiciados por los partidarios del regalismo y posiblemente por el propio monarca. Ante las presiones de la Compañía de Jesús la Inquisición renovó las prohibiciones contra los escritos del antiguo obispo de Puebla, Juan de Palafox, que en el siglo anterior había sido un fuerte enemigo de los jesuitas. Pero los consejeros del nuevo rey, Carlos iii, se empeñaron en hacer de Palafox un héroe del nuevo regalismo y un ejemplo a seguir para los obispos de España. Así, el rey obligó a la Inquisición a levantar las prohibiciones e incluso retiró por unos meses al inquisidor general de España. Esta nueva situación permitió que circulasen en el reino numerosos impresos antijesuitas, anónimos y sin licencias, pero tolerados mediante el disimulo de las autoridades civiles. Según decía el jesuita Francisco Javier Alegre, hacia 1760 “el Reino estaba lleno de hojas volantes y libelos infamatorios contra los jesuitas” y en “los Mercurios y noticias públicas no se veían sino invectivas, que se conocían puestas con intento de disponer los ánimos del público para un futuro golpe”.[11]

En 1762 el viceprovincial de la Compañía de Jesús en la ciudad de México se presentó a la Inquisición para entregar una serie de impresos antijesuitas que le había remitido el rector del Colegio de La Habana. Éste había advertido a sus correligionarios mexicanos que había por lo menos un “cajón de semejantes cuadernos” adosados a los ejemplares de la Carta del obispo Palafox, reimpresa en virtud de las autorizaciones reales. Los inquisidores de México favorecían a los jesuitas y, en este sentido, dieron instrucciones al comisario de Veracruz para que interceptase y expurgase los libros de Palafox; pero como no podían contravenir abiertamente la política real, decidieron no prohibir estos textos por medio de un edicto.[12] De manera semejante, después de la expulsión se imprimió en México un libelo que censuraba y ridiculizaba los desórdenes en los claustros conventuales. Aunque carecía de autor y licencias, la Inquisición no hizo el menor intento para detenerlo, pues se supo que el libelo había sido auspiciado secretamente por el propio gobierno virreinal, con la intención de promover la reforma que intentaba hacer en los conventos de monjas.[13]

En suma, puede decirse que hubo impresos irregulares que circularon pese a las prohibiciones y limitantes, pero es necesario advertir también que, en muchos casos, las autoridades auspiciaron o permitieron discretamente su circulación de acuerdo con las instrucciones del Consejo de Indias o directamente por el Consejo de Castilla, que era el encargado de dirigir la política de estado. Dar a la imprenta un texto contrario a la política real era un riesgo demasiado alto para cualquier impresor del reino y era además un medio que podía facilitar la localización del culpable. La verdadera oposición tenía que ser, caso por fuerza, manuscrita.

mostrar Los libelos y sátiras manuscritas

La literatura clandestina se diseminaba a través de pasquines colocados en lugares públicos y de papeles manuscritos que se prestaban y copiaban, generando polémica y opiniones encontradas. Los inquisidores muy rara vez pudieron dar con los autores y los copistas profesionales, aunque desde mediados de siglo se sabía que había vendedores de papeles públicos en los mercados de México y Puebla. Quien quería poner en circulación un verso o una copla indecente en la ciudad de México podía evadir a los serenos en la noche y fijar un pasquín en algún lugar transitado. No sería difícil que, al día siguiente, su texto ya se hubiese divulgado en la ciudad y que unos días después apareciesen las primeras respuestas. Sirva como ejemplo la amplia divulgación del “Padre nuestro de los gachupines”, una sátira en décimas que recorrió las ciudades del virreinato y que fue varias veces prohibida por edictos del Santo Oficio. Se lo llamaba así porque las palabras finales de algunos versos glosaban el Padre nuestro: 

Será dable que nos cuadre
gente que por su interés
ha dejado en la vejez
pereciendo al pobre.... Padre
Para dejar a la madre
por cualquier trato siniestro
es el gachupín muy diestro
pues para ellos sí se acata
no hay más Madre que la plata
ni más Dios que el reyno.... nuestro.[14]

El poema fue denunciado por primera vez en 1766 y la Inquisición ordenó que se realizaran indagaciones en el Colegio de San Ildefonso, donde varios estudiantes lo habían copiado. Pero el comisario no pudo dar con el autor y lo más que llegó a saber es que se decía que se había escrito en Valladolid. Trece años después fue denunciado nuevamente, cuando se hallaba ya extendido por toda la ciudad de México. Casi todos los comerciantes peninsulares tenían una copia junto con varias “respuestas” que sus paisanos habían formado atacando a los criollos. Las indagatorias descubrieron una larga cadena de lectores, poseedores y copistas del poema. Entre ellos sobresalía un cirujano criollo que podía recitarlo de memoria. Cuando el comisario lo interrogó, el testigo señaló que el autor podía ser un vecino de Guanajuato, dedicado a escribir y a componer relojes, y que en 1762 había escrito algunos textos contra los gachupines para contestar a otros que culpaban a los americanos de la pérdida de La Habana.[15] Nunca hubo forma de encontrarlo. Cuando los versos del Padre nuestro fueron denunciados por tercera vez, a mediados de 1791, la Inquisición consideró inútil hacer nuevas indagatorias y sólo ordenó prohibir nuevamente el poema por edicto y recoger cuantas copias se encontrasen.[16]

Algunas veces el estilo de los libelos fue severo y moralista, pero por lo general la literatura clandestina se caracterizó por ser mordaz, atrevida, burlona, impúdica, sarcástica, injuriosa en el ámbito político y a veces libertina en asuntos morales. Cabe decirlo de una vez: prácticamente en ningún caso fue ofensiva contra la religión o contra la Iglesia en general, aunque sí solía increpar o ridiculizar a una corporación religiosa en particular. Obviamente, no todos los textos tuvieron la misma capacidad de distribución o de incidencia en el público. Los escritos largos y bien argumentados no tenían la intención de trascender una esfera de lectura muy limitada (un claustro, un colegio o una tertulia), mientras que, por el contrario, las sátiras y las coplas indecentes tenían claros fines de divulgar e incluso vulgarizar los asuntos del día. De esta manera, las redes de correspondencia de la Compañía de Jesús permitían que todos sus miembros estuviesen bien enterados de lo que ocurría en sus misiones en el mundo y, en particular, de las afrentas que habían sufrido en las décadas de 1740 y 1750, a través de cartas extensas y relaciones pormenorizadas. Pero lo que llegaba a las conversaciones populares eran los versos patéticos, que se condolían de la suerte de los jesuitas, y las coplas satíricas que atacaban al ministro Sebastião Carvalho por haber ordenado la expulsión de los jesuitas de Portugal: 

Al Rey, al Papa, a Dios declaré guerra;
al cielo a la piedad le eché el fallo,
sólo para hacer mal fui manirroto,
y pues resulta así traigo la tierra
mientra[s] que viva Sebastián Carballo
no [ha]ias [sic] miedo que falte terremoto[17]

Puede decirse que había un público para todo y que, mientras unos demandaban las noticias más autorizadas sobre una materia, otros buscaban los versos que bien podían ser aprendidos de memoria. En suma, ambas formas de literatura clandestina complementaban una opinión pública todavía sustentada en la oralidad. La práctica de componer, leer, copiar, compartir y discutir textos sobre los asuntos del día permitió nutrir la información transmitida por cartas y rumores, entender mejor los sermones con contenido político (que no eran pocos) y suplir, en buena medida, la falta absoluta de periódicos en el reino y la parcialidad evidente de la prensa madrileña.

mostrar Literatura clandestina en la primera mitad del siglo

El siglo comenzó con una nueva dinastía reinante, la Borbón, que generó cierta inquietud por su posible extranjerismo. En España la guerra de sucesión exacerbó la sátira política, que se dirigió, en buena medida, a sostener la causa del contendiente austriaco. El nuevo monarca, Felipe v, consciente de las críticas en su contra y en la de su influyente mujer, Isabel de Farnesio, se empeñó en conseguir el apoyo de la Inquisición, a pesar de que el papa y una buena parte de la Iglesia apoyaban a su contrincante.[18] Las referencias inquisitoriales sugieren que la literatura sobre la contienda entre la casa de Borbón y la casa de Austria fue bien conocida en la Nueva España, y que incluso estimuló a algunos autores locales.

Así lo vemos, por ejemplo, en una denuncia y calificación sobre varios poemas satíricos contra el virrey Albuquerque y el arzobispo de México, Juan Ortega y Montañés. Al decir del calificador, Juan de Castorena y Ursúa (editor, por cierto, de la Gaceta de México), las décimas contra el virrey no sólo eran “ofensivas e injuriosas” contra su persona, sino que “en las circunstancias presentes, por lo que expresan de la Francia, pueden ser sediciosas contra la paz pública, [y contra la] unión de ambas naciones [...] y son escandalosas a la sencillez de los ánimos bien intencionados”.[19] Lamentablemente, es difícil encontrar muestras completas de estos textos. Las sátiras conocidas sobre el mencionado arzobispo, lo mismo que una “confesión versada” contra el virrey Albuquerque, aunque no les falta ingenio, carecen de profundidad política y no corresponden a la calificación antedicha.[20] Lo mismo puede decirse de unos villancicos que ridiculizaban al laborioso virrey duque de Linares, sucesor de Albuquerque, por su afición a las peleas de gallos: 

Misa de gallo y maitines,
por eso dizque inventó
que la devoción al gallo
es su mayor devoción.[21]

Los enconos personales o de grupos y las conductas escandalosas también dieron de qué hablar a la literatura clandestina. En 1703 circularon en Puebla un “Coloquio” y unas “Noticias” dadas a conocer por un “mosquito”. El enigmático autor (probablemente un jesuita) se dedicaba a ridiculizar los sermones de un presuntuoso franciscano al que, entre otras cosas, acusaba de sostener las visiones de la controvertida monja de Ágreda. El denunciante aseguró que los textos del “mosquito” eran “escandalosos” porque denigraban la buena fama de los eclesiásticos, “y en puntos en que habla lo vulgar de esta ciudad”.[22] Asuntos intrascendentes de la vida cotidiana podían ser magnificados por la literatura informal. Un libelo del mismo año se refiere al matrimonio de un Domingo Tagle con la hija del gobernador de Filipinas, que poseía una cuantiosa dote. Ante las presiones y demandas interpuestas para evitar el matrimonio, el arzobispo casó a los novios casi en secreto en la portería de un convento, al cual acudieron los familiares de la desposada y del novio, con hombres armados para evitar cualquier incidente. El virrey Albuquerque, que reprobaba la actitud de los contrayentes, ordenó el arresto del novio y la expulsión de sus parientes. El caso se difundió a través de papeles en los que se satirizaba al desafortunado novio y se elogiaba la actitud justiciera del virrey.[23] Diez años después, volvían a aparecer chismes sobredimensionados por la sátira. El Diálogo estoico entre un Cacolee y un cocole bachiller, impreso clandestinamente en Puebla y prohibido en 1721 por “escandaloso” e “irreverente”, dirigía sus dardos moralistas y venenosos contra un cajero que recientemente se había casado con la viuda de su patrón.[24]

mostrar Nuevos aires en la literatura clandestina

Justo a mediados de siglo se percibe un cambio interesante en la literatura clandestina, debido en buena medida a la mayor profusión de papeles satíricos españoles en el virreinato. Entre 1755 y 1756, durante el gobierno del virrey marqués de las Amarillas, circularon unos versos compuestos por un fino escritor satírico que se encubría bajo el nombre del “Duende de México”, a imitación del “Duende Crítico” que había circulado en Madrid veinte años atrás.[25] Al igual que el madrileño, que había retado a las autoridades a descubrirlo con un acertijo, el mexicano se presentaba humilde e ingeniosamente ante el virrey: 

Es el Duende, señor, que tanto os sigue
no colegial, no clérigo, no fraile,
es un seglar que sin tenerlo en nada,
un hombre viene a ser de muchas partes.[26]

Aunque la forma y el nombre mismo no eran propios del “Duende” mexicano, sí lo eran su percepción aguda de los problemas del reino y su avezada crítica, encauzada no tanto a atacar al virrey, como a mostrar los vicios y defectos de la sociedad novohispana:

En Nueva España estáis ya
Reino a la verdad tan viejo,
que de caduco se arruina,
si vos no lo hacéis de nuevo.

El “Duende” lanzaba una acusación aguda y punzante contra los funcionarios mediocres y ambiciosos, contra el mal uso de las leyes y los abusos de poder en todos los niveles, contra la falta de moral y el desorden en los arrabales indígenas, contra los excesos diarios en las pulquerías. En conjunto, su posición nos parece muy similar a la visión hipercrítica y negativa de la sociedad que mostraría unos treinta años más tarde el amargado funcionario Hipólito Villarroel, quien tampoco se atrevió a imprimir sus apuntes sobre las “enfermedades” de la Nueva España.[27] Con estilo reverencial, el “Duende” se granjeó la simpatía del virrey, quien nunca hizo el menor esfuerzo para desenmascarar al autor. Por el contrario, permitió que corrieran los papeles porque estaba convencido de que la crítica podía propiciar propuestas inteligentes para mejorar el gobierno. Actitud sobresaliente que enaltece a un gobernante, sin duda, pero debida sobre todo a la prudencia del propio “Duende”. Éste no recurría al insulto ni hacía del virrey el único responsable de los males del país; por el contrario, demostraba conocer la política virreinal y era capaz de discernir las responsabilidades de cada uno de los ministros que intervenían en los negocios de gobierno. No obstante, el Duende sabía muy bien que su “patria” era el mundo clandestino, único lugar donde la opinión era libre, como afirmó en estrofas que retratan bien a un ingenio crítico e independiente:

Es [El Duende] un espíritu no mal inclinado
de la verdad tan fino y fiel amante,
que ha dado su mano y su palabra,
en fe que por ella ha de arriesgarse [...]
Su Patria es otra que la prensa,
no la bañan del Betis, los cristales,
ni tampoco hay lagunas que la cerquen,
ni tiene que la vicien minerales.[28]

También a mediados de siglo circularon textos humorísticos que describían actitudes y vicios de la sociedad y lograban pintar un cuadro vívido de la época. Estos escritos se difundieron menos, por ser largos y complejos, pero esto no quiere decir que estuviesen relegados al olvido. Al menos, la evidencia sugiere que se movían dentro de círculos de hombres de letras. Tal es el caso de un interesante manuscrito intitulado Ordenanzas del baratillo, cuya riqueza testimonial ha sido utilizada recientemente para explicar las relaciones entre criollos, mestizos, indios y castas en las ciudades novohispanas.[29] El fraile capuchino Francisco de Ajofrín, que visitó la Nueva España en el decenio de 1760, tuvo acceso a este manuscrito y lo utilizó en su diario de viaje para describir al Baratillo como un “concurso célebre de todos los léperos y zaragates de México” y recomendar, para los curiosos, el “bello método y salado estilo” de sus “constituciones, que andan manuscritas”.[30]

Pero para entonces, todavía en el reinado de Fernando vi, la Iglesia ya empezaba a inquietarse en torno a la política regalista. La secularización de curatos, que implicaba retirar la administración de las parroquias a las órdenes religiosas para colocarlas bajo la autoridad del clero secular, comenzó a implementarse con suma dificultad por el arzobispo Manuel Rubio y Salinas. Contra él circularon varias coplas que lo acusaban de ambicioso y de traidor a su palabra, pues se decía que unos años antes prodigaba elogios a los frailes: 

Quién creyera de esta voz,
y del aplauso que dio
lo que después sucedió
contra el mundo y contra Dios,
cuando con furia veloz,
va quitando los curatos,
las iglesias y aparatos,
a los mismos que ensalzó;
luego de aquí se infirió,
ser muy infiel en sus tratos[31]

La política regalista se hizo más patente en los años siguientes. La destitución del confesor del rey, el jesuita Francisco Rávago, el atentado contra José i de Portugal, la expulsión de los jesuitas de ese país y el ascenso al trono de Carlos iii, provocaron desconfianza y expectación en las ciudades novohispanas. Una investigación reciente sostiene que la vida intelectual novohispana se transformó entre 1758 y 1763 debido a la infiltración de decenas de títulos que aludían a estos asuntos. Los jesuitas, que sabían explotar bien el recurso de la sátira, contestaron como pudieron a las imprecaciones en su contra y ayudaron a divulgar los textos que les convenían. La Inquisición, que no podía ocultar su simpatía por la Compañía, se mostró en estos años muy selectiva en la persecución de ese “aluvión de panfletos manuscritos, obritas impresas, poesías satíricas, pasquines, libelos en forma de carta” que inundó a las ciudades novohispanas poco antes de 1767.[32] Por su parte, la corona mostraba su lado más autoritario: exigía a los obispos mucho rigor al momento de dar licencias para imprimir sermones y llegaba al extremo de prohibir las representaciones teatrales de la pasión de Cristo, por el temor a que los jesuitas o algún otro sector de la Iglesia pudiesen darles un doble sentido para atacar al gobierno, valiéndose de las alusiones inevitables a la tiranía romana.[33]

Con la expulsión de los jesuitas creció la polémica, a pesar de que la corona había prohibido expresamente hablar “en pro o en contra” de la medida. En la ciudad de México y en Puebla se propagaron numerosos textos contra las autoridades, con todo y que la prohibición real amenazaba con castigar a quienes hablasen sobre la medida como reos de lesa majestad. En las insurrecciones de San Luis Potosí y los pueblos del Bajío se difundieron también numerosos libelos agitando al pueblo para defender a los jesuitas que habían permanecido en sus colegios.[34] En la capital, una serie de eclesiásticos hicieron circular una impugnación contra una carta pastoral del arzobispo Lorenzana en la que éste recordaba la sumisión a las autoridades y daba razones para justificar la expulsión. El arzobispo llevó a cabo una serie de indagatorias y logró la expulsión de varios eclesiásticos que habían contribuido a su desprestigio. Lo mismo hizo el obispo Fuero contra otro eclesiástico crítico. Pero ni uno ni otro se libraron de que circulasen en esas ciudades coplas satíricas y algunas extremadamente ofensivas, como aquella dedicada “Al verdugo de los clérigos” que atacaba al prelado poblano: 

De injusticia es el non plus,
Fuero todo lo atropella,
Razón nunca le haze mella
A los cristos pone en cruz
No hay para él perro cuscús
Con todo el clero se emperra
Ia todo el mundo da guerra,
Siendo su mejor apodo:
Cagarlo y errarlo todo,
Ofendiendo a cielo y tierra.[35]

Se decía que los textos “andaban muy comunes en todo el comercio” de la ciudad de México a pesar de las prohibiciones y, en efecto, la Inquisición logró dar con un viejo y pobre escritor que vendía sus versos en el Baratillo. Al ser interrogado, el poeta (que como otro se apellidaba Velarde) reconoció ser el autor de un verso que atribuía la expulsión a un plan del demonio; en su defensa, alegó que llevaba años componiendo versos sobre las novedades del día con la única intención de venderlos en el mercado y ganarse algunos reales.[36]

mostrar Nuevas costumbres e ideas en la literatura clandestina

Después de la expulsión de los jesuitas los asuntos políticos no volvieron a encender los ánimos durante algún tiempo. No obstante, entre 1770 y 1790 la literatura novohispana recibió nuevos aires y un notable impulso, debido en buena medida a la renovación intelectual y cultural de las élites novohispanas. En esos años llegaron al reino multitud de obras españolas y francesas, algunas permitidas y otras prohibidas, además de los nuevos periódicos de España (El espíritu de los mejores diarios, El Correo de los Ciegos, El Censor), los que, guardando la fidelidad debida al rey y el apego a los dogmas, se atrevían ya a publicar críticas a ciertos aspectos de la administración política, reseñas de obras filosóficas y algunas polémicas científicas. Contra los deseos de los espíritus misoneístas, el mundo hispanoamericano se volvió un poco más permisivo, más mundano y más curioso. Muchos lectores de esta última etapa del siglo distinguieron las prohibiciones de fe de las prohibiciones políticas, e hicieron caso omiso de estas últimas. Así, continuaron en circulación los textos sobre jesuitas, al igual que una obra a la que bien podría caberle el epíteto de best-seller de la literatura clandestina: El fray Gerundio de Campazas, del jesuita español José Francisco de Isla.[37]

La difusión de las ideas ilustradas cobró un nuevo auge en la Nueva España con la reaparición del periodismo y, en particular, con la labor divulgadora de José Antonio Alzate, que fomentó los debates científicos en la prensa. Las polémicas desarrolladas en las nuevas gacetas ofrecieron nuevos modelos a la literatura clandestina y no fue raro que algunos artículos fuesen contestados en escritos anónimos que circularon por las vías informales. La curiosidad por las novedades y los nuevos descubrimientos dio pie también a algunas bromas ingeniosas. En mayo de 1779 algún científico bromista fijó varios pasquines en las calles de México, en los que se afirmaba que el señor don Francisco Kijen, presidente de la Academia de Matemáticas de la ciudad de Lombergs, había advertido el próximo paso de “dos nubes tan disformes” que serían “pasmos de los nacidos”. Los “formidables monstruos del etéreo” despedirían su lluvia intensa sobre la ciudad el 10 de junio, provocando durante casi dos horas “una oscuridad en tanto grado que se aventaje a la noche más lúgubre...”. La información fue desmentida por los literatos de la ciudad, pero el miedo que el anuncio provocó fue inmediato. Al parecer el pasquín fue leído o escuchado leer con estupor por gente de todas las clases sociales. El alabardero José Gómez anotó en su modesto diario que la Real Sala del Crimen había ordenado quitar y romper los papelones por el “terror y asombro” que había cundido en la ciudad.[38]

Las nuevas modas y los gustos aristocráticos perfilaron el nuevo modelo de sociabilidad que intentaban seguir las élites novohispanas. También se dejó sentir, con la renovación de los espectáculos públicos y los cortejos galantes, cierto espíritu de mundanidad en el mundo urbano. Todo ello dejó su fuerte impronta en la literatura clandestina. Si en el mundo impreso había sermones que advertían sobre el peligro de las nuevas costumbres y, por el contrario, textos que las exaltaban, en el mundo clandestino los alegatos conservadores eran más encarnizados y las producciones libertinas más descaradas y obscenas. Existen numerosas impugnaciones contra la moda, la relajación de las costumbres y la pérdida de valores. “El siglo ilustrado”, un manuscrito importado de la península, mostraba los males del tiempo en la figura del antihéroe “Guindo Cerezo”, parodia del famoso afrancesado Pablo de Olavide, que había caído de la alta política española al ser procesado por la Inquisición.[39] Otros textos se concentraban en el afeminamiento de los hombres o en la excesiva coquetería de las mujeres: 

Como alumnas de una Diosa
que usa de industrias tan vivas,
debéis ser provocativas
con petulancia animosa.
El hacerse sospechosa
nada importa en lances tales,
y así iréis por los portales,
por las calles y la plaza,
como quien no se embaraza
de las personas formales.[40]

En cambio, los cantos de la época, como el famosísimo “chuchumbé”, el baile de los “panaderos” o el “jarabe gatuno”, festejaban sin escrúpulos la relajación de costumbres. Las canciones eran provocativas y los movimientos del baile lujuriosos, según contaron los denunciantes a la Inquisición. Pero poco pudo hacerse para impedir que en los fandangos y bailes populares se escucharan estas coplas en versiones más o menos atrevidas. De igual forma, por estos años los inquisidores recogieron un cuaderno de poemas que describía con humor y sin la menor intención moralizante las gracias y destrezas de las prostitutas de la ciudad de México.[41]

La aparente moderación de la persecución y la censura se modificó radicalmente después de 1789. Las noticias sobre la Revolución francesa causaron estupor y consternación entre la población, que intentaba conseguir las novedades más frescas de los sucesos. Las autoridades se alarmaron también y decidieron apoyarse en la Inquisición y en todos los mecanismos coercitivos que estaban a su alcance. Nunca fue tan rigurosa como en aquella época la revisión de libros y papeles venidos de Europa. Las fronteras se cerraron por orden del conde de Floridablanca, y los virreyes recibieron instrucciones precisas de vigilar las aduanas y el correo para decomisar cualquier libro o libelo que aludiera a la Revolución.

El virrey Revillagigedo fue más allá, intentando apartar de cualquier clase de papel la menor alusión a lo que ocurría en Europa. A pesar de ello, la propaganda revolucionaria logró llegar a Nueva España. Hay evidencia de que se conocieron estampas republicanas, testimonios de la Asamblea, una copia de la declaración de los derechos del hombre e incluso La marsellesa, pero aparentemente estos papeles no rebasaron los círculos más o menos amplios de lectura privada. Fuera de un pasquín que se fijó tras la llegada del marqués de Branciforte, no hay pruebas de que hubiese propagandistas activos de la Revolución francesa, aunque sí hubo varios simpatizantes. Ante la desinformación, era natural que quienes recibían noticias por carta las compartiesen con sus allegados, como el médico francés Esteban Morel, quien elaboró un pequeño cuadernillo con noticias extractas de las cartas que su hermano le enviaba desde París. A partir de la ejecución de Luis xvi se prohibió terminantemente la entrada de correspondencia venida de Francia. La Gaceta de México se limitó a reproducir lo que se publicaba en la de Madrid, controlada directamente por el ministerio de Estado, y el virrey Branciforte decidió expulsar a los franceses que residían en el reino, suponiendo que eran ellos los principales introductores de noticias y escritos propagandísticos. Por el contrario, las autoridades favorecieron la circulación de algunos textos antifranceses venidos de España, como el “Padre nuestro de San Roque” y unos “mandamientos” antifranceses, entre otros muchos textos, que insultaban a los asambleístas y lamentaban los males que afligían a Francia.[42]

Aunque la Revolución en sí no parece haber sido materia de amplia discusión o debate en la literatura clandestina, sí lo fueron la actitud del virrey hacia los franceses, la política de guerra seguida por España y las medidas despóticas del marqués de Branciforte, además del tinte de corrupción y arbitrariedad que rodeó a su gobierno. Las sátiras contra Godoy, que lo tildaban de advenedizo, arribista, incompetente, ambicioso y además amante de la reina, tuvieron eco en la Nueva España. La oposición clandestina al gobierno de Branciforte, cuñado y hombre de toda la confianza del primer ministro, revela un profundo resentimiento hacia un sistema autoritario que fomentaba la adulación y el ensoberbecimiento de los hombres vinculados al poder. De igual manera, cuando el canónigo Mariano Beristáin decidió homenajear a Godoy con unos versos expuestos en el balcón de su casa, un grupo de abogados, y tal vez el padre Alzate, ridiculizaron la lambisconería del canónigo a través de escritos anónimos.[43]

Los inquisidores tuvieron dificultades para lidiar con la literatura clandestina y, en realidad, no hicieron mucho por dar con los autores de los pasquines y libelos que insultaban a Branciforte. En 1799 un misterioso loco escribió una carta a los inquisidores firmando como “Carlos de Austria, inquisidor mayor”. En medio de una serie de desatinos, el fingido inquisidor revelaba una cierta cordura y no se equivocaba cuando “ordenaba” a sus inquisidores que pusieran cuidado en los libelos clandestinos: “Andan más décimas denigrativas contra Branciforte, el director don Silvestre y otras personas, y será menester dar la gala al autor a calzón sacado.”[44] En efecto, unos meses antes se habían denunciado varias coplas y escritos contra el ex virrey y su gente más cercana. Al primero le habían hecho un juego de palabras con todos sus pomposos títulos, llamándolo “Luzbel la grulla Malazanca” en vez de Miguel la Grúa Talamanca, además de “estafador y capataz general de la Nueva España”, y unas décimas sencillas que comenzaban: 

Aunque el mismo Infierno aborte,
escogido, un condenado,
no podrá ser tan malvado
que te iguale Branciforte.[45]

 De los demás partícipes de aquel gobierno, decía otra décima: 

Aquí yacen sepultados
Valenzuela, Mier, Borbón
El maldito Bandolón,
Contramina y allegados.
Estos necios infatuados
Que creyendo lo inmortal
Lo ayudaron a hacer mal,
Ya con las manos vacías,
Lloran sus pasados días
En el sepulcro fatal.[46]

Así concluía el siglo, con pasiones encendidas y un mal recuerdo de la excesiva persecución de la década de 1790, en la que se había renovado la censura y se había cimentado el monopolio de la información periodística. Con todo, la literatura clandestina no había perdido fuerza, y las redes de comunicación volverían a demostrar su presencia e importancia en 1803, con el intento desamortizador para pagar los vales reales, y en 1808, después del golpe perpetrado contra el virrey José de Iturrigaray. El éxito sorprendente de la folletería entre 1810 a 1813 y después de 1820 no debe sorprendernos. El mundo novohispano llevaba decenios de entrenamiento en la lectura de literatura de corte polémico y en la formación de redes alternativas de distribución de temas y discusiones sobre los asuntos públicos.

mostrar Conclusión

El estudio de las letras clandestinas abre nuevas posibilidades de interpretación y conocimiento de la literatura y, en general, de la cultura de las ciudades novohispanas, entendida ésta en la acepción más extensa del término. Las fuertes críticas contra las autoridades o ciertos grupos nos revelan una actividad política mucho mayor de la que generalmente se concede al mundo novohispano, no sólo por la presencia constante de grupos disidentes sino también por la existencia de un público crítico que participaba en los debates clandestinos. Las redes de comunicación, las prácticas de lectura, los asuntos que generaban polémica y discusión, la cultura política y la interpretación popular de los asuntos de interés general o incluso de los acontecimientos internacionales son algunos de los temas que todavía no han sido explorados con toda la atención que requieren.

En cada muestra de literatura clandestina se esconden enigmas al historiador: juegos de palabras, sobrentendidos, apodos, pistas falsas sobre los autores. A primera vista el anonimato podría hacernos pensar que se trata de textos “populares”, cuando en realidad suelen ser hombres “muy lejanos del pueblo”, como señala Teófanes Egido, los que se dedican a escribir libelos, por más que utilicen un lenguaje franco y un aire populachero, con el objeto de calar en sectores mayoritarios.[47] ¿Quién se oculta tras el oscuro nombre de “Pedro Chreslos Jache”, autor de las Ordenanzas del Baratillo de México? ¿Un peruano, un criollo o un peninsular? Un ocioso de aquella época enumeró las letras del autor, las desordenó y las volvió a armar como rompecabezas para dejarnos con un nuevo enigma: “Joseph Carlos Colmenares”.[48] Pero más allá de los anagramas engañosos, la gran dificultad para entender cualquier producción clandestina es la de poder determinar su intencionalidad inmediata, lo que sólo se logró situándola adecuadamente en su contexto histórico. Únicamente con la revisión cuidadosa de los expedientes inquisitoriales y de otros fondos documentales puede entenderse la verdadera magnitud de las discusiones públicas y valorar, en consecuencia, la importancia de cada uno de los textos clandestinos. En definitiva, sólo así será posible escuchar la pluralidad de voces contradictorias y violentas que encierran las sátiras y los versos maliciosos.

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