Enciclopedia de la Literatura en México

Sujetos sociales: poder y representación en el siglo XVII

Mabel Moraña
2002 / 17 ene 2018 15:56

mostrar Colonialismo y subjetividad barroca

El estudio de sujetos sociales en el contexto colonial supone, para comenzar, la consideración de las dinámicas socioculturales desarrolladas en el mundo americano a partir del asentamiento del poder imperial en los dominios del Nuevo Mundo. La articulación de los diversos grupos sociales con respecto al poder, y sus distintas formas de inserción dentro de los parámetros –o en los márgenes– de la cultura dominante, determinan el surgimiento de formas de conciencia social, así como la emergencia de prácticas y proyectos colectivos a partir de los cuales esos sectores elaboran, material y simbólicamente, una imagen de sí y de los otros grupos que comparten con ellos el territorio americano. El imaginario colonial se va consolidando, de esta manera, en relación conflictiva con las tradiciones propias de las múltiples culturas que existían en América en el periodo prehispánico, así como con las estructuras del pensamiento europeo, que habían elaborado una visión utópica del mundo ultramarino desde mucho antes de la llegada de Colón. Estos esquemas nutren la mentalidad de conquistadores, misioneros y administradores imperiales con conceptos y mitos no sólo acerca de los pueblos que existían fuera del ámbito de la cristiandad, sino también respecto a la misión de ésta en el contexto universal.

Por esta razón, los resultados que derivan del proceso de implantación y adaptación de modelos metropolitanos en América no pueden comprenderse sin una captación más vasta de los problemas que acompañan la experiencia de migración y asentamiento de contingentes europeos y más tarde africanos y asiáticos en tierras americanas, y del modo en que las prácticas socioculturales de estos sectores afectan a –y son afectadas por– la población nativa, indígena y criolla, en los diversos niveles de interrelación política y social. El análisis de las formas de subjetividad colectiva que se desarrollan en la sociedad virreinal es así parte de una “historia atlántica” que compromete a las culturas europeas y americanas en sus diversas instancias de contacto, conflicto y negociación a partir de la conquista.[1]

“Nova Mexico” en John Ogilvy, America: being the latest and most accurate description of the New World, Londres, 1671, grabado.

 

En estas páginas, sin embargo, el estudio se concentrará en el margen americano, es decir, en el momento que corresponde a lo que ha dado en llamarse el “periodo de estabilización virreinal en la Nueva España” en el siglo xvii. Este periodo, mucho menos estable y armónico de lo que sugiere esa nominación, se corresponde con el desenvolvimiento de la que el crítico español José Antonio Maravall denominara “la cultura del Barroco”, aludiendo al proceso de reproducción y difusión de la estética y la concepción política que caracterizan el absolutismo monárquico en esa etapa histórica, y a las formas sociales que acompañan la diseminación de esa cultura a nivel masivo, tanto en España como en Hispanoamérica. En este ensayo se enfocará principalmente la cultura del Barroco americano en tanto paradigma estrechamente ligado a la práctica colonialista, y en el aspecto concreto que se refiere a las formas específicas que asume la representación de sujetos sociales en el contexto virreinal novohispano, donde la concepción barroca del mundo y la sociedad es apropiada y redimensionada por la sociedad criolla que va afirmando su presencia y desarrollando sus propios proyectos sociales e ideológicos en el mundo virreinal.[2]

 

El estudio de las formas de subjetividad colectiva que se desarrollan en ese contexto social y cultural está íntimamente ligado al surgimiento de formas de identidad a partir de las cuales los diversos sectores que constituyen la sociedad virreinal van definiendo el lugar que ocupan en el mundo americano y en el más amplio espacio “hispánico” dominado por los centros de poder imperial. Al hablar de sujetos sociales nos referimos, así, no sólo a las identidades sectoriales que van diferenciándose entre sí en el contexto colonial y con respecto a los centros metropolitanos, sino también a las prácticas concretas que esos sectores van desarrollando en el proceso de su autorrepresentación.[3]

 

mostrar Etnicidad, género y discurso criollo

El carácter altamente jerárquico de la sociedad metropolitana y colonial es bien conocido. Sin embargo, no puede enfatizarse demasiado el hecho de que a las estructuras sociales asentadas en los principios metropolitanos de nobleza de sangre y estratificación económica se agregan en América los criterios étnicos que dividen a la sociedad colonial en cinco estratos bien diferenciados: españoles, mestizos, mulatos, indios y negros, categorías que, como ha indicado David Brading, “indicaban el carácter genético aproximado de cada individuo y se consideraban más bien como definiciones de una condición fiscal y civil”.[4] Entre estos estratos u “órdenes” se intercalaban todo tipo de mezclas y entrecruzamientos raciales que daban lugar a la existencia de las numerosas castas coloniales, creando una pirámide social de escasa movilidad interna, sustentada por las extensas masas marginadas por el proyecto “civilizador” en las que descansaba, sin embargo, la mayor parte de la fuerza de trabajo que sostenía el sistema colonial americano. Por encima de esa vasta base social se ubicaban los sectores de mayor privilegio: peninsulares nobles y “gente decente” (profesionales, administradores, clérigos, hacendados y mineros de éxito de origen metropolitano) (Brading, 1974, p. 613), así como integrantes de la élite criolla que, sin lograr completamente el reconocimiento o las oportunidades de ascenso social que disfrutaban los “gachupines”, exhibían, hacia el siglo xvii, todas las características sociales, psicológicas y culturales de un sector en ascenso que exploraba las posibilidades de consolidar, en diversos niveles, su propia hegemonía sectorial.[5]

Indios y negros constituían la gran base poblacional de la colonia. Mientras los negros eran utilizados militarmente para la pacificación de fronteras, supervisión del trabajo indígena y servicio doméstico, los indios eran la principal fuerza laboral en encomiendas y repartimientos, y sólo una pequeña minoría dentro de este sector mantenía ciertos privilegios basados en su antigua jerarquía dentro de los sistemas sociales prehispánicos. En algunos casos, como Burkholder y Johnson han indicado, algunos miembros de esta élite indígena poseían incluso esclavos negros. Éstos eran los que sufrían los más severos abusos y castigos en una sociedad en la que el sistema legal, recogiendo los estereotipos y prejuicios europeos, convertía a los negros en víctimas de todos los demás sectores sociales que los discriminaban por su condición étnica, aumentando su aculturación y destinándolos a los oficios más humildes.[6] Sin embargo, la inserción de esclavos en el servicio doméstico, o en el trabajo en mercados, talleres de artesanía o servicio de transporte de mercancías, les permitía a muchos acumular algún dinero con el que compraban su libertad, pasando a constituir comunidades “libres”, aunque marginadas y subalternas dentro de la colonia. La organización de cofradías brindaba a la población negra algún resguardo social, ofreciéndoles servicios religiosos y médicos elementales y permitiéndoles ciertas formas de asociación civil dentro del hostil medio social. En cuanto a las castas donde se agrupaban en complejos estratos de mezcla racial, amplios sectores de la población se empleaban en oficios manuales, comercio menor, minería y agricultura, ocupando una posición media en la estructurada organización virreinal. Mestización, transculturación y explotación intersectorial son entonces los rasgos más característicos en el desarrollo social del periodo, en el que se combinan las estructuras de organización social impuestas en etapas anteriores del proceso colonizador, con los faustos y celebraciones del periodo barroco, etapa predominantemente artística y ornamental, como correspondía al momento de máximo esplendor del poder imperial en las colonias de ultramar.

En este panorama de marcada heterogeneidad e hibridación étnica, social y cultural, los sectores más privilegiados elaboran formas de autorrepresentación que apropian y recomponen los modelos metropolitanos, adaptándolos, a veces paródica a veces mímicamente, a sus propias necesidades expresivas. La producción simbólica de los demás sectores permanece, en gran medida, inexplorada, aunque existe evidencia de que tanto indios como mestizos y mulatos tuvieron tempranamente un sentido de su propia diferencia, llegando a desarrollar formas de identidad que funcionaban como verdaderos modelos contraculturales con respecto a los dominantes criollos y metropolitanos.[7]

En un sentido similar, y atendiendo ahora a la diferenciación genérico-sexual, es evidente que el sector masculino es el que concentra, durante la colonia, el privilegio representacional, aunque importantes excepciones permiten al estudioso actual adentrarse en el mundo de la subjetividad femenina, religiosa o secular, particularmente en el periodo barroco, y advertir el importante aporte de la mujer a la consolidación del imaginario hispanoamericano, ya desde estas tempranas etapas de su desarrollo. Sin embargo, como Jean Franco ha reconocido en sus estudios sobre la discursividad femenina en el México colonial, la mujer elabora sobre todo las marcas de su marginación con respecto al poder masculino, en una sociedad donde los estratos del sector femenino estaban sujetos a estrecho control y vigilancia, principalmente en las áreas urbanas.[8] Mientras el mundo doméstico estaba atravesado por las prácticas mágicas que transmitían sobre todo las esclavas negras, las mulatas y las indígenas, las criollas muchas veces se insertaban en los espacios conventuales en los que desarrollaban el discurso místico, confesional o epistolar como relevamiento de experiencias, fantasías o reflexiones que constituían una memoria comunitaria, individual pero regida por las disposiciones del espacio eclesiástico (Franco, 1989, p. xiv). Sólo en algunos casos, como en el de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), la escritura se extendería hacia vastos dominios del espacio público, articulando lo privado y lo colectivo, lo religioso y lo profano, lo colonial y lo metropolitano, lo cortesano y lo religioso, en una síntesis de excepcional alcance ideológico y depurada calidad estética. Será a partir de estas expresiones directas de la subjetividad femenina como podrá captarse la “política y la poética de la transgresión” (Franco, 1989, p. xxi) que caracteriza la escritura de mujeres y que permite leer los testimonios de su autorrepresentación como formas de resistencia y de autoidentificación dentro de los rígidos parámetros de la cultura de la época.[9]

En definitiva, será entonces la cultura criolla la que ofrecerá el mayor acervo de producción simbólica, evidenciando los complejos procesos de negociación a partir de los cuales el letrado americano elabora su propia identidad sectorial, de cara tanto a los modelos peninsulares como a las necesidades expresivas derivadas de su propia inserción en el contexto cultural del virreinato.[10] Las formas representacionales del discurso criollo refuerzan, en muchos casos, las lealtades del letrado americano hacia el orden y la racionalidad impuestos como parte del proyecto “civilizador” desde la conquista. Al mismo tiempo, ellas también informan sobre la necesidad de ir elaborando formas de diferenciación y distanciamiento que se manifiestan de muy diversas formas, a través de las modalidades complejas de la parodia, la sátira, la alegorización o la ironía, o por medio de la creación de formas artísticas que revelan un original sincretismo cultural, articulando contenidos propiamente americanos con otros que derivan directamente de vertientes europeas. A través de estos recursos, la cultura criolla irá constituyendo un verdadero archivo de la historia y la cultura americanas. Este archivo incluye no solamente la presentación de los logros culturales de creadores y estudiosos del Nuevo Mundo, sino también las tradiciones anteriores a la colonización española, a partir de una exploración de las artes, creencias y lenguas prehispánicas, que en el mundo hispanoamericano se perpetúan aun en las etapas de plena vigencia de la estética barroca y luego neoclásica.[11]

mostrar Escritura, identidad y saberes locales

En este proceso de representación del universo complejo y multicultural de la colonia, el arte y la literatura virreinales asumen formas heterodoxas que revelan la presencia y proyectos de los distintos sectores que interactúan en la sociedad de la época. La producción americana aparece entonces como un verdadero registro de “saberes” y prácticas locales, que dialogan conflictivamente con la concepción universalista y homogeneizante propia de la metrópolis. En este panorama, los grupos marginados por las formas institucionalizadas de poder político y cultural tienen una existencia discursiva que los integra a través de los recursos del exotismo, el contraste y la carnavalización propios de la estética barroca, confiriéndoles asimismo el reconocimiento de ser un componente ineludible del mundo virreinal, componente que irá adquiriendo una importancia cada vez mayor dentro de los discursos de afirmación de lo americano y preparación de las instancias protonacionales protagonizadas posteriormente por el criollo. De esta manera, aunque en el proceso de consolidación de la hegemonía criolla el letrado americano tenga el privilegio representacional –manejo de los modelos prestigiosos de la cultura europea, control de los medios de producción, recepción y difusión cultural, inserción relativa en las instituciones políticas y culturales– los demás sectores encontrarán su espacio en la contracara, entrelíneas o silencios de los discursos dominantes. Ello se debe a que el proceso de emergencia y consolidación de la conciencia criolla implica la elaboración de la otredad de los grupos marginados por la estructura de poder dentro de la cual el criollo busca afirmar su predominio.

Como Rolena Adorno afirmara en sus estudios sobre el sujeto colonial, alteridad y semejanza son los polos de un binarismo interpretativo que rige durante la producción del discurso colonial, y sobre el cual se articula tanto el conocimiento del otro como la epistemología de la propia identidad: “el sujeto se reconoce a sí mismo reconociendo al otro” (Adorno, “El sujeto colonial”, p. 66). El discurso literario, tanto como el jurídico, el historiográfico, o el de las artes visuales, se constituye así en espacio de intervención simbólica en el que se elabora el referente colonial creando modelos de interpretación y representación que influyen, a su vez, sobre la realidad representada, al proveer imágenes concretas de los actores sociales del periodo y de sus prácticas e interacciones culturales en distintos niveles, y al exponer las posiciones que esos actores ocupan en la sociedad de su tiempo.[12]

Iris Zavala ha enfatizado el carácter esencialmente ambiguo y contradictorio que tiene la noción de sujeto en el periodo colonial, y la importancia que adquiere la manipulación del saber y del lenguaje en la constitución de subjetividades coloniales (Zavala, 1989, pp. 323-348). Según Zavala, la identidad del sujeto colonizado se representa a través de un lenguaje prestado, introducido por las que llama “tecnologías del conocimiento”: la autoridad que emana de los mitos o de la teología, tanto como la que deriva del discurso científico o la retórica. Estas elaboraciones discursivas constituyen, según Zavala, estrategias narrativas que construyen una visión de la otredad en la que se naturaliza y legitima la superioridad del colonizador sobre los grupos dominados, los cuales son definidos a partir de las supuestas deficiencias físicas y aberraciones psicológicas que autorizarían su sometimiento y exclusión (Zavala, 1989, p. 332).[13] Sin embargo, se debe advertir el modo ambiguo y con frecuencia contradictorio en que el discurso criollo maneja, durante el periodo barroco, esas narrativas. Roberto González Echevarría se ha referido también, como Iris Zavala, al modo en que fueron elaborados los temas de la barbarie cultural y la monstruosidad racial en el discurso metropolitano, notando que estas postulaciones alentaron el afán reivindicativo de los criollos, que buscan demostrar su competencia intelectual y contrarrestar culturalmente las imágenes negativas que les adjudicara el dominador español.[14] Ejemplo de esto es el tópico de la identidad deformada que se aplica al dramaturgo mexicano Juan Ruiz de Alarcón, cuya joroba se presenta como materialización de la “anomalía” criolla y de su híbrida condición sociocultural de mexicano que desarrolla su obra en la interioridad peninsular, rebasando los límites que le habría impuesto su origen periférico (véase Sandoval). De ahí que haya sido propuesto que el quiasmo o el retruécano son las figuras que mejor ilustran la cualidad atípica del sujeto criollo, ya que las mismas consisten en una “ordenación cruzada” de elementos que alteran cada uno de los componentes culturales e ideológicos articulados en la construcción identitaria de este sector social.

De esta manera, por un lado, el criollo comparte con los demás sectores dominados por la conquista, la discriminación y desplazamientos que resultan de la aplicación metropolitana de las tecnologías del conocimiento europeo; recaen sobre sí las imputaciones de inferioridad que sirven para mantenerlo en una posición subalterna con respecto al predominio peninsular en América. Por otro lado, es evidente que su ascendencia española y su inserción relativa en el aparato de poder virreinal lo sitúan por encima de los demás grupos étnicos. Para preservar el orden social y asegurar la estabilidad de un espacio público en el que busca ascender política, económica y culturalmente, intenta mantener bajo control a estos grupos. De ahí que la representación criolla de los demás sectores se realice siempre como una negociación ideológica que primariamente explora los grados y modalidades posibles de integración social de los contingentes indígenas y negros en el espacio virreinal, como un modo de reflexionar en torno a las fronteras del poder y las bases sobre las cuales construir una identidad americana, diferenciada de la peninsular. Sin que estas elaboraciones constituyan un pensamiento separatista respecto a la metrópolis, es obvio que la representación de los grupos étnicos en tanto sujetos –es decir como agentes sociales que desarrollan prácticas y proyectos sociales específicos y frecuentemente antihegemónicos– es fundamental para la constitución de un imaginario criollo protonacional de fuerte potencial político y cultural.

mostrar El pasado amerindio: lecturas y usos

El historiador inglés Anthony Pagden ha estudiado, entre otros autores, la importancia de la lectura del pasado prehispánico como parte del proyecto de constitución de un archivo criollo que fijara las bases de la identidad americana.[15] Si la coexistencia de criollos e indígenas dentro del territorio virreinal crea necesariamente constantes interrelaciones socioculturales, no exentas de tensión y marcadas muchas veces por un abierto antagonismo interétnico, la transformación de estos contactos en historia común sería, como Pagden indica, un proceso difícil tanto a nivel práctico como conceptual. Por un lado, la historia de los pueblos prehispánicos proveía un acervo impresionante de modelos culturales, lenguas y tradiciones que los criollos podían rescatar como propia de América. Por otro lado, la presencia concreta de los sectores indígenas en la sociedad de la época contrastaba violentamente con el orden y el monumentalismo barroco y con el proyecto homogeneizante y centralizador de la España imperial.

Entre los más notables letrados novohispanos, Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) se aboca a la recuperación y representación del pasado indígena como parte de una “antigüedad clásica” que situaba a la altura de los más altos exponentes de la monarquía contemporánea, como prueba la elaboración del arco triunfal con que la Nueva España recibe en 1680 al nuevo virrey, don Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna, quien permanecerá en ese cargo hasta 1686 (véase Chang-Rodríguez y Bravo). En ese arco se desarrolla un proyecto iconográfico y monumentalista en el que aparecen representadas escenas relativas a los doce emperadores aztecas. De esta manera se expone, alegóricamente, a los ojos de las autoridades metropolitanas, la historia singular en que se apoya “la nación criolla” que recupera para sí el heroísmo de los antepasados americanos durante la plena vigencia del régimen colonialista. La tensión ideológica que conlleva la representación ejemplifica bien la posición ambigua del letrado criollo y el constante proceso de negociación que se lleva a cabo, durante la cultura del barroco, entre los modelos provistos por la tradición metropolitana y los provenientes de la vertiente indígena anterior a la conquista.[16] Según Sigüenza y Góngora explica en su Theatro de virtudes políticas (1680), tal representación proporcionaba ejemplos dignos de imitación; aunque procedían de pueblos considerados bárbaros, demostraban que los valores alentados por el imperio como base de su proyecto civilizador, tenían una existencia universal que rebasaba los límites que podían percibirse desde una posición histórica limitada a las coordenadas espacio-temporales del Viejo Mundo. Los mexicanos eran así producto de una compleja genealogía que interconectaba los mitos europeos con la historia americana, creando un imaginario sincrético que sustentaba la idea de la nación criolla como el espacio utópico en el que se producía la síntesis de civilizaciones y proyectos políticos concertados por la práctica colonialista.

Este discurso criollo, marcado por los efectos del sincretismo y la transculturación colonial, revelaba a la vez la voluntad de incorporación social de la cultura indígena mitologizada por el conquistador, y la conciencia acerca de la imposibilidad política de eludirla en cualquier proyecto de socialización americana. La arqueología cultural que guía la elaboración discursiva de Sigüenza y Góngora no se traduce, en efecto, en coherencia política hacia los dominados. En su recuento cronístico titulado Alboroto y motín de los indios de México, el mismo autor revelaría todo el resentimiento de su estamento ante la población indígena que en 1692 amenaza, con mucha más virulencia que en levantamientos anteriores, la estabilidad del sistema virreinal. En su informe a las autoridades metropolitanas, Sigüenza y Góngora manifiesta los intereses de su grupo al solidarizarse con las autoridades novohispanas atacadas por los amotinados, demostrando que la patria del criollo resultaba todavía inconcebible sin el resguardo de las instituciones imperiales.[17]

Sor Juana Inés de la Cruz se refiere también, sobre todo en sus loas para los autos sacramentales El cetro de José (cuya fecha de composición se desconoce) y El divino Narciso (1690), al tema de la conquista de América, y la cultura y religiosidad indígenas, así como a los efectos de la colonización española sobre el Nuevo Mundo. Sin embargo, como ha notado Marie-Cécile Bénassy-Berling, el tema estaba lejos de ser popular en el contexto de composiciones de tono religioso. La corona había suspendido en 1577 la difusión de trabajos etnográficos e históricos de tema indígena, y, salvo la Monarquía indiana (1615) del franciscano fray Juan de Torquemada (1557-1664), no circulan otros trabajos sobre el tema en esa época. Incluso los producidos por Sigüenza y Góngora sobre cultura indígena no fueron publicados en su momento.[18] Sor Juana toca en sus composiciones aspectos fundamentales acerca de la violencia de la conquista, la expoliación de América por los conquistadores y la idolatría. Llega a sugerir que la religión azteca prepara a los indígenas para recibir el culto cristiano, y que las prácticas antropofágicas de sacrificio religioso entre los indios eran de alguna manera similares al misterio de la Eucaristía, central en la liturgia cristiana (Bénassy-Berling, 1983, pp. 306-324). Esta asimilación cultural elaborada tan audazmente por la monja era una forma de reivindicar al indio como sujeto cultural, y una estrategia de problematización de los parámetros fijos y las certezas centrales a la ideología político-religiosa sobre la que se estructuraba la cultura de la época.

mostrar Indios y negros: barroco y subalternidad

Ya en contextos anteriores al de la cultura barroca, desde los comienzos de la dominación española, elementos de la cultura indígena se habían integrado al proyecto colonizador. Los programas catequizadores que acompañan la conquista de nuevos territorios coloniales incorporan tempranamente a la liturgia cristiana bailes y cantos indígenas (areitos, tocotines, mitotes, etc.) que permiten introducir el cristianismo en las comunidades paganas, creando una hibridación del ritual evangelizador que algunos (Diego Durán, Bernardino de Sahagún, fray Pedro de Gante, entre otros) consideraron peligrosa, ya que facilitaba la perpetuación camuflada de los antiguos cultos dentro del cristianismo. En el mismo sentido, la fiesta barroca se deja penetrar por las costumbres y lenguas prehispánicas. Como ha indicado al respecto Solange Alberro,

También irrumpió en la escena pública la lengua náhuatl, en las loas, sainetes, canciones a lo divino, compuestas por los franciscanos y los jesuitas, mientras los “jeroglíficos” y los príncipes de las antiguas dinastías indígenas resucitaron en bailes, composiciones dramáticas, autos, procesiones, arcos y construcciones efímeras. Siguiendo la estructura aglutinante de fines universalistas del esquema de la fiesta barroca española, el siglo xvii novohispano lo abarcó todo, reconciliando en un complejo festivo profundamente unificador lo antiguo con lo presente, lo mítico y lo bíblico con lo histórico, lo doméstico con lo exótico, lo sagrado con lo profano y hasta populachero.[19]

Sin embargo, no debe perderse de vista el sentido ideológico de esa “unificación”, ni los límites y paradojas de la incorporación de componentes culturales subalternos dentro de las matrices del discurso criollo. La alteridad americana, construida desde las primeras etapas de la conquista como recurso para definir la posición del dominador, convierte en objeto al sujeto colonial perteneciente a estratos étnicos dominados. Al mismo tiempo, ese sujeto ayuda a definir un locus cognitivo otro. Éste se presenta como alternativa a los discursos de la razón, la civilización, la verdad revelada, articulando así los saberes marginales desde el espacio de las lenguas vernáculas, desde la representación de la materialidad del cuerpo castigado por la explotación colonialista, desde las prácticas paganas, herejes o sincréticas, desde las rebeliones que plagan los procesos político-sociales durante el periodo colonial.

Si los códigos barrocos se consagran como el lenguaje de una élite iniciada en los misterios y privilegios de la letra, ejercida ésta como instrumento de control social y reproducción ideológica, también ellos canalizan una nueva concepción del sujeto colonial y de sus relaciones con el poder. A través de una amplísima gama de géneros y formas literarias, la obra de sor Juana Inés de la Cruz (véase Sabat de Rivers) sirve como evidencia no sólo de las modalidades múltiples a través de las cuales se expresa el sujeto femenino, tanto en relación al ambiente cortesano como religioso, sino también de la medida en que el discurso criollo trabaja simbólicamente el tema de la integración social y las interrelaciones sectoriales en el espacio público del virreinato. La obra de la monja mexicana incluye, como se sabe, poesía y teatro cortesano, ensayos y villancicos, autos sacramentales, jeroglíficos, epístolas, romances y arcos triunfales, recorriendo un espectro que va desde la hermenéutica doctrinaria hasta la ensaladilla. En sus villancicos, por ejemplo, siguiendo el modelo de esas composiciones provisto por la tradición española, sor Juana parodia el lenguaje de indios y esclavos negros, con sus deformaciones fonéticas del español, interpolando versos en náhuatl y latín, que se combinan con el castellano creando una hibridación multivocal que contrasta con la solemnidad de los ritos religiosos.[20] El tono burlón y juguetón de esas composiciones constituye todo un alegato que contrapesa la monumentalidad del arte culto, confiriendo a la fiesta barroca un sentido de carnavalización y dialogismo social que desafía la homogeneidad y el centralismo del proyecto imperial. Asimismo, es interesante notar cómo la inserción de lenguas marginadas del dominio que ejercía el poder imperial sobre la letra (escritura literaria, jurídica, religiosa, etc.), crea una especie de colonización inversa sobre los discursos hegemónicos que peninsulares y criollos utilizaban para el control político, la homogeneización social y la celebración del proyecto civilizador de España sobre América. De este modo el uso del castellano se convierte en un recurso de subalternización del otro colonial, como tan bien explica Ángel Rama en La ciudad letrada.[21]

Al insertar lenguas indígenas y deformaciones fonéticas del español en su parodia del habla de los esclavos, sor Juana impone, en el contexto de la liturgia, códigos que el criollo y el peninsular no conocían, reproduciendo así entre la élite, durante el tiempo acotado de la representación, el desplazamiento de que esos sectores hacían objeto a los grupos étnicos sometidos por la conquista. Asimismo, conviene advertir cómo en este procedimiento sor Juana hace uso de elementos que estaban presentes en la tradición del barroco peninsular, por ejemplo en la poesía de Quevedo y Góngora, quienes también habían empleado formas onomatopéyicas para reproducir el habla de los negros en algunas de sus composiciones. Es evidente, sin embargo, que desde la perspectiva criolla, sor Juana da otra proyección ideológica a su práctica de representación de estos sectores, la cual es principalmente reivindicativa de la heterogeneidad americana y del carácter exógeno de la cultura del dominador.[22] En este sentido, Elías Rivers ha señalado de qué modo toda cultura es, en algún grado, diglósica, en tanto expone la diferenciación entre lenguas vernáculas y escritura culta.[23] Sor Juana, evidentemente, se hace cargo de esta situación y del poder que implica el uso de la lengua en el establecimiento de hegemonía cultural en la sociedad de su época. Con su trabajo sobre la lengua, ella relativiza la invisibilidad de vastos sectores de la población, marginados de los privilegios representacionales de la alta cultura. Les otorga una presencia que llama la atención sobre su ser social y sobre las costumbres, creencias y agendas específicas de estos grupos, que obligan a la élite a recordar la naturaleza esencialmente heterogénea y transculturada de la colonia.

Junto a este recurso de reconversión lingüística, la monja representa también comportamientos sociales y reclamos acerca de la explotación de que eran objeto negros e indios por parte de la élite virreinal, denunciando la hipocresía de los misioneros, la apropiación de riquezas americanas por parte de la metrópolis, así como la debilidad de los argumentos, tanto políticos como religiosos, de legitimación colonialista, utilizados como parte del discurso del poder. A través de estas formas de carnavalización discursiva, la fiesta barroca incorpora la presencia de subjetividades muy precariamente integradas al proyecto dominante, que coexisten tensa y conflictivamente con los grupos privilegiados, y que se expresan a través de modelos contraculturales en los que se materializaba la heterogeneidad amenazante e irreductible del mundo americano. De ahí que aunque la obra de sor Juana Inés de la Cruz pueda ser vista como el más depurado y completo producto de la cultura criolla, en la que se hacen visibles los modelos más prestigiosos de la España barroca (la estética gongorina, el discurso escolástico, la noción humanística del saber universal), en ella pueda leerse, al mismo tiempo, la conciencia que su sector va desarrollando acerca de la problematicidad del proyecto imperial y la importancia de los saberes locales como contrapartida inescapable del poder metropolitano. Por esta razón, su obra es, al mismo tiempo, celebratoria y transgresora del orden colonial, exponiendo en esta tensión el drama de una época y de una clase enfrentada ya a los albores desafiantes de la primera modernidad americana.[24]

mostrar Los espacios cerrados de la subjetividad femenina

La obra de sor Juana elabora fuertemente el tema de la subjetividad femenina, haciendo de la construcción del yo un elemento fundamental para la comprensión de la esfera pública y del espacio de la interioridad, como ámbitos diferenciados aunque intercondicionados de desarrollo cultural e ideológico. El tono beligerante y reivindicativo de sus cartas, y el reconocimiento del sentido bidireccional del proceso transculturador que conlleva la práctica colonialista, no son suficientes para deducir que la época barroca reduce el antagonismo social a mera diferencia cultural a efectos de la poderosa celebración del poder metropolitano, ni que las subjetividades subalternas pierden, por su integración a las matrices del discurso criollo, su carácter esencialmente antihegemónico.

El tema de la mujer tiene, en este contexto, un lugar bien definido, no sólo porque abre tempranamente un espacio de denuncia y reivindicación, sino porque se expresa a través de los intersticios de la censura inquisitorial, los convencionalismos sociales y los rígidos parámetros de un discurso regulado por los modelos establecidos de la retórica profana y la hermenéutica religiosa.[25] En muchos sentidos, el caso de sor Juana es extraordinario, ya que su temprana experiencia de la vida cortesana y los múltiples contactos que mantiene con el mundo exterior durante su vida religiosa le permiten una comprensión no sólo variada, sino totalizante de la situación virreinal y de la posición del criollo y de la mujer, en particular, en la sociedad de su época. De ahí que su obra dramatice la múltiple marginalidad que, en gran medida, enriquece su perspectiva con una visión de las restricciones que se aplicaban a los distintos sujetos sociales del mundo colonial, que por etnia, sexo, o subalternidad social, no se encontraban en situaciones de poder. Su manejo de los prestigiosos códigos estéticos y doctrinarios le permite manipular el uso de géneros literarios, formas retóricas y temas literarios, como bien demuestran sus obras teatrales, su poesía cortesana o religiosa, sus cartas personales y sus opiniones, infusas en todas sus composiciones, sobre tópicos que constituían núcleos fundamentales en el debate de su tiempo. En su obra, que tuvo una inmensa incidencia en el ambiente cultural virreinal y metropolitano, esa marginalidad opera, en muchos casos, otorgándole un privilegio epistemológico que le permite iluminar aspectos que otros representantes del sector letrado no llegan a advertir, y que ella expone como parte de una denuncia a veces encubierta, a veces asombrosamente explícita, de la sociedad novohispana.[26]

La reivindicación que la monja realiza de la racionalidad de la mujer se ilustra claramente en la figura de santa Catarina, a quien eleva como ejemplo de sabiduría y sacrificio, identificándola sin duda, aunque sólo tácitamente, con su propia persona. Pero Catarina es sólo uno –aunque quizá de los más brillantes– paradigmas de conocimiento y virtud, ya que toda la obra de la monja está recorrida y sustentada por la referencia a mujeres ilustres que quieren resaltar la existencia de una historia alternativa a la historia eclesiástica –y, más ampliamente, a la historia cultural de Occidente–, que propone prioritariamente la obra de los hombres como exponentes casi exclusivos de saber y de virtud civil.

Aparte del caso excepcional de sor Juana, la escritura de monjas ha sido objeto en los últimos años de intensa revisión por parte de la crítica, y ha llegado a constituir uno de los ámbitos más apasionantes para la exploración de la construcción de subjetividades colectivas en el contexto de la dominación colonial (véase Lavrin y Ramos Medina). Tanto las restricciones impuestas por el espacio conventual, que reduce el discurso a la dinámica minimalista de la interioridad personal y la domesticidad, como los complejos procesos de simbolización que se hacen necesarios para canalizar mensajes prohibidos y autocensurados en ambientes dominados por el patriarcalismo civil y religioso, obligan a operaciones de rastreo documental y de decodificación e interpretaciones discursivas que no son necesarios, en la misma medida, en el caso de la escritura masculina (véase Rubial García), que penetra abiertamente el espacio público y adquiere con facilidad un lugar visible en el canon literario y en la historia oficial de la colonia.[27]

Como Jean Franco ha indicado al estudiar la escritura femenina en la Nueva España, el “misticismo” era un lenguaje del yo, que involucraba tanto el alma como el cuerpo, y que las mujeres podían utilizar con cierta legitimidad, pues se instalaba en el espacio del sentimiento y del saber controlado (Franco, 1989, p. xiv). Aunque ordinariamente se les cerraba el debate público, el conocimiento profano y la producción cultural sin fines directamente religiosos, el mundo conventual les proveía a las reclusas de los medios y recursos para desarrollar la autorreflexión y la escritura “menor” que se expresaba a través de los géneros intimistas de la correspondencia privada, el diario personal, la confesión o la experiencia mística. En muchos casos, el fervor religioso se abría a una experiencia del cuerpo que bordeaba lo herético y no estaba exenta de sensualismo y exacerbación intelectual, rasgos que permitían sublimar la represión a que obligaba la vida religiosa y adentrar el yo en zonas menos regulables de la interioridad. Visiones, raptos y revelaciones eran, en este sentido, formas alternativas de “lenguaje” del yo –un “lenguaje del deseo” (Franco, 1989, p. 19)– y de conocimiento para-racional, y constituían modos de compensación simbólica para las mujeres.[28] Por esta razón, Franco reconoce en estas prácticas un valor transgresor y subversivo, como ilustran los casos de María de San José y María de Jesús Tomelín, estudiados por esta autora. Muchas veces esas experiencias eran recogidas en biografías o crónicas de la vida conventual. Sin embargo, de más está decir que el sentido de autoría, así como el reconocimiento público del valor intelectual de esta modalidad de la escritura femenina estaba fuera del alcance de la mujer colonial.

En el mismo sentido, la confesión era también una forma fundamental de control de las prácticas y del imaginario femenino, con la característica insistencia en los pecados de la carne y los riesgos de la imaginación por parte del confesor. Como se sabe, éste era no sólo el Padre sino el mediador entre la monja y la divinidad, el guía espiritual y el intermediario entre el mundo exterior y la vida conventual. De ahí que esta figura masculina haya ocupado un espacio tan importante en la construcción del imaginario femenino y en el desarrollo de prácticas sociales a partir de las cuales la mujer se va integrando en la vida comunitaria.

mostrar Conclusiones

En su estudio sobre la formación de identidades coloniales, John H. Elliott ha indicado que el mismo concepto de construcción de subjetividades en este tipo de contextos de colonización y dominación imperial, está plagado de ambigüedades. En sus primeras instancias, la auto-imagen que los grupos dominados logran elaborar acerca de sí mismos y del lugar que ocupan en la sociedad de la época y con respecto a los demás sectores, consiste en muchos casos, según Elliott, en un sentimiento oscuro y a veces contradictorio de su diferencia y su falta de identificación con el dominador. Asimismo, según éste y otros autores que han estudiado el proceso de autodefinición identitaria, éste no sigue nunca un desarrollo lineal, sino que va variando según las circunstancias internas y externas que afectan la formación social, en diversos contextos. El estudio de identidades no puede tampoco asumir que se trata de estados de conciencia o sentimientos colectivos estáticos, definidos de una vez y para siempre, o que permanecen iguales a sí mismos durante un periodo determinado. Al contrario, se elaboran como una serie variable de respuestas a las transformaciones sociales, económicas y culturales que se van produciendo históricamente. Como es evidente, diversos factores actúan sobre los integrantes de cada sector social, y dan lugar a sentimientos identitarios difíciles de abarcar sin caer en riesgosas generalizaciones. En gran medida, lo mismo se aplica a los sectores dominantes, que responden de diversa manera a la presencia y prácticas sociales de grupos dominados, según perciban a éstos como posibles aliados o como amenazas con respecto a la estabilidad comunitaria, según los asimilen a su propio proyecto social o los entiendan como disgregantes o peligrosos para la defensa de sus intereses.

En el caso de la cultura novohispana, es evidente que el sector criollo, por su cercanía con la estructura de poder metropolitana y por su manejo de los modelos culturales del dominador, es el que tiene mayores posibilidades de elaborar formas de conciencia colectiva, que alcanzan reconocimiento e incidencia social hasta ir desplazando, históricamente, el predominio peninsular. En ellos se definen claramente los cuatro factores que Jack P. Greene ha identificado en el proceso de surgimiento de auto-imágenes colectivas: un sentido de lugar (reconocimiento del territorio que se habita y de sus cualidades como patria, lugar de pertenencia y espacio desde el cual fundar una existencia comunitaria capaz de satisfacer sus expectativas); identificación de objetivos propios de ese grupo (conquista de posiciones dentro de la jerarquía institucional de la época, definición progresiva de un programa de ascenso social y articulación política, voluntad de desarrollo económico de acuerdo con los intereses del grupo, etc.); insistencia en los estándares que deben guiar sus prácticas comunitarias (sentido de un propósito para la acción, valoración del orden social, misión civilizadora con respecto a los demás grupos percibidos como menos avanzados en la dirección del progreso, sentido corporativo en niveles políticos, económicos, etc.), y sentido de la historia (definición de un origen histórico que reconoce las tradiciones vernáculas, continuidad en la colonia de modelos y valores de la tradición del colonizador, orgullo en las raíces culturales de los antepasados, proyección hacia instancias futuras en las cuales perpetuar sus proyectos y formas de existencia social y cultural).[29]

Sin duda estas características derivan del lugar aventajado que el sector criollo ocupa en la estratificada sociedad colonial, como descendientes de los conquistadores y herederos del legado –lingüístico, religioso, cultural, pero también en gran medida económico y político– de la Madre Patria. Los demás sectores étnicos estarán supeditados al criollo, además de al peninsular, de múltiples maneras. Esto aumenta su alienación con respecto a las estructuras de poder, en distintos niveles, y dificulta la elaboración de una subjetividad colectiva que pudiera efectivamente concretarse en movimientos sociales o prácticas culturales antihegemónicas. A pesar de esto, los incontables levantamientos de indios, mestizos, esclavos y mulatos demuestran, a lo largo de la historia hispanoamericana, la existencia de formas de autoidentificación comunitaria, traducidas en formas culturales que la historia y la cultura oficial han relegado con frecuencia a la zona marginal del folclore o la historia subalterna de los sectores populares, o integrado en representaciones literarias de tipo costumbrista, donde la vocación por el exotismo ha llegado a nublar el valor histórico y político de esas manifestaciones sociales.

En el caso de la mujer, como sector de características bien diferenciadas dentro de la sociedad colonial, es evidente que, en muchos casos, sus formas de subjetividad colectiva atraviesan las divisiones étnicas y de jerarquía social, sobre todo en lo que tiene que ver con la supeditación a una cultura regida por parámetros y valores masculinos. Sin embargo, es evidente que en los distintos estratos sociales las posibilidades de articulación de la mujer a las instituciones y su integración a prácticas comunitarias de distinto tipo variaban notablemente, posibilitando formas de conciencia social y manifestación simbólica de diversos alcances y grados de sofisticación.

Para captar el desarrollo de formas de subjetividad social de una manera más completa, y comprender los grados de inserción de los distintos sujetos en la sociedad virreinal, sería necesario, obviamente, recorrer otros niveles de ordenamiento institucional e integración de los diversos sectores a la producción económica y cultural del virreinato. Para eso, en adición al análisis de las formas de representación simbólica aquí esbozadas, deberían recorrerse, por ejemplo, los anales inquisitoriales (véase Guarneros Rico), o los estudios sobre las formas de trabajo manual, empresarial, agrícola, etc., así como los reclamos jurídicos de los sectores marginales, que se situaban de una manera diferencial frente a la ley y frente a las convenciones sociales. Lo que antecede es solamente una introducción al amplio campo de la producción de subjetividades coloniales tal y como éstas son entendidas y representadas simbólicamente desde la perspectiva criolla, o sea desde una posición de relativo privilegio dentro de la estratificación colonial, y a partir de los modelos de la cultura dominante, apropiados y redefinidos por el letrado americano, en el marco de su propia lucha por el reconocimiento y el ascenso social dentro de los parámetros de la sociedad virreinal novohispana.

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