Enciclopedia de la Literatura en México

Poesías

mostrar Introducción

La obra poética de Salvador Díaz Mirón (1853-1928) se inicia en la época del último Romanticismo mexicano; en su madurez, por su temeridad verbal y su dominio de la forma, se le considera perteneciente o paralela al principio del Modernismo. Su producción poética ha sido tradicionalmente dividida en tres épocas: la primera va desde 1876 –fecha en que se publicó, hasta donde sabemos, su primer poema (“Un beso de adiós”)– hasta 1891; la segunda se extiende de 1892 a 1901, y comprende los poemas reunidos en Lascas, único libro de versos publicado por el autor; la tercera época se inicia en 1902 y concluye con la muerte del poeta en 1928.[1] Por supuesto, la división entre una y otra no es tajante, pues algunos poemas podrían, por sus características, pertenecer a más de una época.[2]

El propio Díaz Mirón sugería esta división en su texto “Dos palabras”, que sirve de prólogo a Lascas (1901). El poeta, notoriamente encolerizado, denuncia ahí que una “tipografía yankee” imprimiera una serie de poemas suyos sin su consentimiento. Quizá motivado por el enojo, desaprueba todas esas composiciones en bloque: esas “prendas robadas”, dice, “carecen de mérito. Ellas son fruto de mi adolescencia fogosa e inexperta”. Prosigue diciendo de aquellos “ensayos”: “hasta los menos defectuosos son esencialmente incompatibles con mi actual criterio artístico, que creo definitivo, y que domina en mis obras desde 1892”.[3] A pesar de lo que asegura el poeta, ese “criterio” no fue en modo alguno definitivo, pues después de Lascas se inicia una nueva etapa caracterizada por “una eminencia técnica imponderable”, palpable, sobre todo, en la búsqueda del verso que Méndez Plancarte llamaba heterotónico; es decir, uno cuyas vocales acentuadas son todas diferentes entre sí.[4]

En su primer periodo creativo el poeta centra su atención en las altas virtudes humanas, de las que Víctor Hugo será el modelo. Canta con vigor estilístico y contundencia expresiva contra la injusticia, contra lo innoble, y a favor de la patria y la igualdad social; en la obra aparecerán, igualmente, otros temas como el amor y la melancolía, aún bajo un lente estrictamente romántico. Sucesivas y dolorosas experiencias vitales, ligadas a las turbulentas circunstancias del México de fin del xix y a la propia explosividad de su persona, hicieron que la idea del poeta como apóstol del pueblo se diluyera en su obra, dando fin a la primera etapa creativa.

mostrar Un país convulso y un poeta romántico

En 1821 se consuma la guerra de Independencia, en manos del movimiento realista encabezado por Agustín de Iturbide. Nuestra literatura, que podría considerarse inaugurada por José Joaquín Fernández de Lizardi años antes, atravesó diversas etapas antes de encontrar su propio temple. Atrás quedó la destreza y riqueza de una lengua poética, heredada de Garcilaso, Quevedo o Góngora, que gozaron y ejercieron los poetas novohispanos. Las revueltas que a cada momento amenazaron a la joven nación y el deterioro del orden social empobrecieron las herramientas intelectuales de las que disponían los primeros poetas mexicanos. A causa de los sucesivos periodos de asedio de parte de la Corona española, del Imperio francés y del expansionismo estadounidense, los primeros poetas supeditaron su producción a las urgencias nacionales: el verso se politizó. En este contexto surge en 1836 la Academia de Letrán, fundada por Guillermo Prieto y José María y Juan N. Lacunza, en la cual el Neoclasicismo entabló un diálogo con el primer Romanticismo, y a cuyo amparo surge la que podríamos considerar la primer generación romántica mexicana, entre la que descuella la figura de Ignacio Ramírez Galván.

Después de un largo periodo de guerras, surge una segunda generación de poetas románticos en la revista El Renacimiento (1869), a cargo de Ignacio Manuel Altamirano. El poeta y narrador dio ahí cabida a los intelectuales liberales que habían triunfado en la Guerra de Reforma, así como a los conservadores derrotados. Surge entonces la segunda generación de poetas románticos mexicanos, conformada, entre otros, por Manuel M. Flores, Antonio Plaza, Juan de Dios Peza y Manuel Acuña. Esta generación está signada por el subjetivismo: “Todos quieren hablar de sí mismos: el gran tema ya no es la patria sino el amor”.[5] Los románticos de esta promoción vivieron también el auge del positivismo. Se consideraron, en palabras de Pacheco, “hombres de un siglo transfigurado por el vapor, el ferrocarril, la prensa, el telégrafo: son materialistas y pesimistas, dolientes e incrédulos”. Es la época de la consolidación de la burguesía, en la que se “sustituye el estudio del latín y la metafísica por la sociedad y la economía”.[6]

Durante la época del Porfiriato, surge el poeta Salvador Díaz Mirón, “último y mejor de nuestros poetas románticos”[7]. Manuel Díaz Mirón, padre del poeta, combatió en las filas liberales durante la Guerra de Reforma. Además de soldado, don Manuel fue un infatigable escritor y periodista: de él y de Domingo Díaz Tamariz, su primo, el autor de Lascas recibió una amplia educación literaria. Al igual que su padre, Salvador se dedicó al periodismo, a la escritura, y mantuvo una constante actividad en la vida pública del país. Trabajó para El Pueblo desde sus 23 años, donde publica virulentas críticas al régimen de Porfirio Díaz, lo que le valió un destierro en Nueva York en 1876. En aquella ciudad escribió “Mística”, una de las primeras composiciones de las que se tienen registros. En 1878, ya de regreso en México, representó con 25 años de edad al Distrito de Jalancingo en la Legislatura de su estado; luego, en 1884, año de la primera reelección de Porfirio Díaz, fue diputado del Congreso de la Unión en la capital. Entre 1874 y 1900 funda, dirige y colabora en numerosas publicaciones periódicas, por ejemplo: El Siglo Diez y Nueve, El Tiempo Ilustrado, La Opinión del Pueblo, El Veracruzano, el Diario Comercial, El Nacional, la Revista Azul, El Diario del Hogar, El Parnaso Mexicano, El Orden. En estas revistas y periódicos Díaz Mirón publica todos los poemas pertenecientes a su primera etapa creativa.

Por su carácter, el poeta, asegura certeramente Castro Leal, pertenece “a esa clase de hombres categóricos, arrogantes, enérgicos, seguros de sí mismos”.[8] Por esos años, ese talante impetuoso, aunado a su elocuencia, le concedió la admiración nacional e incluso continental. Obtuvo la reputación de enemigo de la injusticia; encarnaba, pues, el ideal del poeta romántico. Considérense, por ejemplo, estos versos de “Asonancias” (1886):

Sabedlo, soberanos y vasallos,
próceres y mendigos:
nadie tendrá derecho a lo superfluo
mientras alguien carezca de lo estricto.[9]

No sólo admiración le granjeó a Díaz Mirón su carácter impetuoso. Durante los años que comprende la primera de sus fases poéticas, el poeta se vio involucrado en escabrosas situaciones que lo llevaron, incluso, a prisión. Corría el año de 1878 cuando en un hotel de Orizaba, a causa de unas palabras proferidas durante una partida de damas, se enfrenta en un duelo con Martín López. Éste le disparó en el pecho y en la clavícula izquierda; a raíz de la segunda herida, quedó inhabilitado del brazo izquierdo (al igual que Cervantes, el otro célebre escritor manco). Desde entonces cargó siempre Díaz Mirón con un revólver, mismo que le sirvió para acabar con la vida de Federico Wolter en 1892. Durante una velada en un café de Veracruz, este último había injuriado al poeta que, temeroso de que una pendencia afectara su carrera política, decidió retirarse del lugar. Luego de perseguirlo por las calles, Wolter le propinó a Díaz Mirón dos bastonazos en la cabeza y este reaccionó disparándole un par de veces a su agresor, que cayó muerto. Hasta 1896 el poeta estuvo preso en su tierra natal. El incidente significó el fin de una primera época en la vida personal y creativa de Díaz Mirón; seguiría escribiendo durante los cuatro años en prisión, pero esos poemas pertenecen a la segunda fase poética, la representada por Lascas.

mostrar Amor, patria, naturaleza

En la poesía temprana de Salvador Díaz Mirón es palpable una diversa y vasta red de influencias; ecléctico, el poeta lee a autores de todos los países y épocas y, de algún modo, se apropia de todos y cada uno para lograr en su obra poética una armónica y original síntesis. Admira a Víctor Hugo y Byron (dos de los poetas más leídos entre los escritores de la época), a quienes dedica sendas composiciones en esta primera etapa creativa. El escritor de origen francés constituye, sin duda, la apropiación más importante. A éste debe Díaz Mirón las estructura de varias estrofas, también algunas imágenes. A veces, el poeta mexicano toma versos de Víctor Hugo y los inserta entre comillas en sus propias composiciones; al hacerlo, los traduce reconfigurándolos, apropiándoselos. Bien conocido es el caso de un par de versos del poema “A Gloria”:

Fiado en el instinto que me empuja,
desprecio los peligros que señalas.
“El ave canta aunque la rama cruja:
como que sabe lo que son sus alas”.[10]

Los versos entrecomillados son los que rematan el poema “Dans l’Eglise de...”, incluido en Les Chants du Crépuscule (1835):

Soyes comme l’oiseau, posé pour un instant
Sur des rameaux trop frêles,
Qui sent ployer la branche et qui chante pourtant,
Sachant qu’il a des ailes![11]

No sólo fue Víctor Hugo una influencia en el estilo del veracruzano, sino que cimentó en él la concepción de la preponderancia social de los bardos, de la misión liberadora que éstos llevan a cuestas. En palabras de Castro Leal, Díaz Mirón aprendió en la obra del francés que el poeta tiene una “función moral, social, y hasta religiosa y profética”.[12] Esto se ve reflejado en el poema que el primero dedica al segundo, en donde el genio del poeta es el responsable de guiar al pueblo, tal como la columna de nube y fuego guiaba a los israelitas por el desierto hacia la tierra prometida (Éxodo 13: 21-22): “¡Tu genio [...] / es la columna que dirige al mundo, / camino del Edén, por el desierto”.[13]

Además de la afición por Víctor Hugo o Byron, el veracruzano tuvo una distinguible por Virgilio; también por Horacio, de hecho, el latinista Gabriel Méndez Plancarte lo consideró en su estilo, “el más genuinamente horaciano de nuestros poetas”.[14] Conocía de memoria muchos versos de Dante y lo admiraba. Gabriele D’Annunzio, Giacomo Leopardi, William Shakespeare también figuraron entre sus devociones. Mención aparte merecen los poetas de habla hispana presentes en la obra de Díaz Mirón. Destaca el estímulo de José Zorrilla, pero también, como indicó Méndez Plancarte, de Cervantes, fray Luis de León y Francisco de Quevedo. Aunque las discrepancias de carácter le podrían impedir apropiarse de la visión bequeriana, le quedaron de este poeta resabios rítmicos y breves confluencias visuales. Finalmente, de Gaspar Núñez de Arce es posible que Díaz Mirón se haya apropiado de la agudeza de contornos en la estrofa y, sobre todo, de la noción de la poesía comprometida y combativa.[15]

Algunos de los mejores poemas de la primera etapa de Díaz Mirón son de tema amoroso. La mayoría participa de una “retórica posromántica”, como indica Manuel Sol en la introducción a su edición de la poesía completa del poeta veracruzano. Estas composiciones, en todos los casos, cantan un amor apasionado pero nunca feliz, imposible: se interpone la distancia, el matrimonio de la amada con otro hombre, la traición o el desdén. Este último inspira, por ejemplo, uno de los poemas más celebrados de la primera época de Díaz Mirón, “Ojos verdes”, digno sucesor del célebre madrigal de Cetina a unos “ojos claros, serenos” y de la rima xii de Bécquer (“Porque son, niña, tus ojos / verdes como el mar te quejas”):

Ojos en que reverbera
la estrella crepuscular;
ojos verdes como el mar,
como el mar por la ribera;
ojos de lumbre hechicera
que ignoráis lo que es llorar...
¡Tornad gloria mi pesar!
¡No me desoléis así!
¡Tened compasión de mí!
¡Ojos verdes como el mar![16]

Además del desdén, es fundamental el tema de la distancia, de la ausencia de la amada. En la “Epístola” dedicada a Déltima, anagrama de Matilde Saulnier, el poeta canta:

¡Ay de los enamorados
que están en diversos puntos
y viven –¡infortunados!–
con los cuerpos apartados
y los espíritus juntos.[17]

En estos amores, como puede verse en los dos últimos versos del ejemplo anterior, la unión espiritual de los amantes es intensa. En este sentido, es revelador el poema “Al separarnos”:

Nuestras dos almas se han confundido
en la existencia de un ser común,
como dos notas en un sonido,
como dos llamas en una luz.
[...]
Y hoy que nos hiere la suerte impía,
nos preguntamos con inquietud:
¿cuál es la tuya?, ¿cuál es la mía?
Y yo no acierto ni aciertas tú.[18]

El amante, a pesar de saber que su amor es imposible, es incapaz de refrenarlo y, como si cumpliera un trágico destino, no puede sino proseguir en su doloroso amar. En alguna ocasión debió pedirle Matilde, a quien ya mencionamos más arriba, que detuviera sus intentos por conquistarla; el poeta responde con un poema que titula “A M...”, en el que compara su pasión con un torrente imposible de contener:

¿Detenerme? ¿Cejar? ¡Vana congoja!
La cabeza no manda al corazón.
[...]
¡Cuando el torrente por los campos halla
de pronto un dique que le dice: atrás,
podrá saltar o desquiciar la valla,
pero pararse o recular... jamás!

¿Por qué te adoro y a tus pies me arrastro?
¿Por qué se obstinan en volverse así
la aguja al norte, el heliotropo al astro,
la llama al cielo y mi esperanza a ti?[19]

Ahora bien, si avanzamos cronológicamente por la obra de esta primera etapa creativa, notaremos que a la par de ese amor puro y, si se quiere, estrictamente espiritual, va asomándose otro, mucho más corpóreo. Sumamente eróticas resultan, por ejemplo, las estrofas de “A Margarita” (1884):

¡Cuántas veces a la hora del tocado penetré hasta tu estancia encantadora!
Y en un tibio misterio plateado
por una claridad como de aurora,

te hallé al salir del agua derramando
un rocío de líquidos cambiantes
–escultura de nieve, comenzando
a deshelarse y a verter diamantes–.[20]

Contundente, Castro Leal opina que en el poeta el amor es un apetito que busca satisfacción: atracción de los sexos, más corporal que trascendente. La mujer es un botín para el triunfador, que el crítico asocia con una noción exaltada de la virilidad.[21] En “¡Ave María!”, pinta de cuerpo entero con palabras a una jovencita de apenas 15 años (“Tienes tres lustros”) con una serie de imágenes, a veces originales, a veces heredadas de una larga tradición, pero siempre deslumbrantes: “ojos de antílope”, “Tez de durazno que incita al diente / con sus pelusas y sus carmines”, “barba de hoyuelo”, “pechos de estatua que el tul descubre / altos, redondos, blancos y firmes”. Al final, el poeta habla de esta hermosura como de un “florón” que sólo podrán obtener aquellos poseedores de la grandeza, es decir, los genios, los virtuosos o los criminales:

Los que se arrastran no te merecen;
eres estrella, no ames reptiles,
que la hermosura, florón glorioso,
triunfal corona, botín sublime,
debe ser lauro de la grandeza,
llámese genio, virtud o crimen.[22]

El otro gran tema del primer periodo diazmironiano es la patria, y muchos de los poemas pertenecientes a este primer periodo tienen un marcado carácter político y son resultado de un profundo compromiso del poeta con la sociedad. Díaz Mirón habría aprendido en las lecturas del ilustre romántico francés, Víctor Hugo, que el poeta tiene un lugar fundamental en la pervivencia y en la evolución de los pueblos. Debe proceder por revelación y depuración espiritual, y sentir que es el único que puede nombrar lo difuso y paradójico del mundo; el resto de los hombres, al seguir su ejemplo y su palabra, encontrarán la virtud y la belleza. La idea de la justicia se eleva al plano comunitario; la materia del canto no es el dolor individual, sino el que afecta a todos. Ello se revela claramente en estos versos de “Sursum”:

el vate, con palabras de consuelo,
debe elevar su acento soberano,
y consagrar, con la canción del cielo,
no su dolor, sino el dolor humano.[23]

En “A Hidalgo”, la segunda composición más antigua del poeta de la que tenemos noticia, alaba el heroísmo bélico del prócer y, al mismo tiempo, a su patria con un “canto heroico” y anticolonialista, que caracteriza a muchos de sus antecesores románticos y a un coetáneo modernista, José Martí:

México, patria augusta, patria querida a cuyo nombre santo
entre sonrisas por el labio asoma
el alma noble para darle un canto.
Un canto heroico que en los aires vibre
y a cuyo acento el entusiasmo ruede
por la ancha frente de mi patria libre.
[...]
Murió el caudillo... Mas dejó su gloria
eterna cual la luz de su victoria
que hundiera el cetro colonial y el dolo;
luz de recuerdos que en mi patria brilla
como los halos en el ancho polo.
[...]
Genio de liberta, sombra de un mundo
que el blanco sol de los recuerdos baña,
cima de gloria de mi patria libre,
tumba sangrienta del poder de España.[24]

Además del poeta como guía y redentor de las sociedades, además de la patria, el tema de los desprotegidos aparece constantemente en la primera etapa de nuestro poeta. Poemas como “Asonancias”, citado más arriba, o “Los parias”, “eran expresiones del pensamiento socialista del siglo xix, muy frecuentes en la literatura del momento”.[25] En “A los héroes sin nombre”, por ejemplo, alaba a los soldados de las innumerables guerras que, a diferencia de los próceres laureados, mueren en el olvido, y los compara con sacos de estiércol:

¡Oscuros Alejandros y Espartacos!
La ingratitud de vuestro sino aterra
la musa de los himnos elegiacos.

¡En las cruentas labores de la guerra,
sembradora de lauros, fuisteis sacos
de estiércol, ¡ay!, para abonar la tierra![26]

No se puede dejar de lado la poesía que, en esta primera etapa, dedica Díaz Mirón a la descripción del mundo natural. Como señaló Castro Leal, es el poeta “un maestro consumado en la descripción del mundo exterior, en la pintura y evocación plástica, y sus cuadros reales están captados con exactitud y expresados con admirable justeza”.[27] Esa capacidad de descripción convierte a Díaz Mirón en un gran artífice de imágenes poéticas, “concentradas y concisas, [...] de líneas netas y bien contrastadas”.[28] Ahora bien, la pintura de la naturaleza no la realiza nunca Díaz Mirón sin vincularla con su propio estado anímico: hay siempre una correspondencia entre los ritmos de la lluvia, los árboles, la luna y las emociones del poeta. En “Toque”, por ejemplo, su soledad también es la del árbol seco que espera, a pesar de la lluvia y el viento frío, retoñar:

Tronco desnudo, bajo el doble azote
de la lluvia y del ábrego, se eleva:
aguarda aún que de su costra brote
arrollada y derecha la hoja nueva.

Y abierto en cruz como en señal de duelo,
semeja en medio de la hierba lacia
un esqueleto que levanta al cielo
sus secos brazos, implorando gracia.
[...]
¡Oh, infausta soledad, que eres ejemplo
de mudanza y dolor! ¡Con qué sombrío,
con qué punzante júbilo contemplo
¡ay! que tu cambio corresponde al mío![29]

Entre los poemas que se dedican a la descripción del mundo natural ocupa, sin duda, un lugar especial “Umbra”, dedicado a Manuel Gutiérrez Nájera. Este es un poema dividido en cuatro secciones conformadas, a su vez, por cuatro serventesios, es decir, cuartetos endecasílabos de rima consonante (ABAB). Cada una de estas secciones es un desfile de imágenes que nos ponen ante los ojos un anochecer cerca del mar. Estas imágenes, que aluden a “la luz, al color, al rumor, al canto y a la furia de la naturaleza”, “terminan por conformar un paisaje, que podríamos considerar, avant la lettre, modernista”.[30] El inicio es portentoso, en tono mayor: se nos presenta una suerte de batalla cósmica entre el día que termina y la noche que comienza; así, “como un rey oriental, el sol expira”, a la par que “la luna surge de la selva oscura / derramando un albor como de duelo”. A estas imágenes visuales hay que añadir la de la niebla que como un alma en pena cruza las tinieblas y “miente” (uso gongorino del verbo: ‘oculta’) “una fuga de astros”:

Como el velo de un ángel, como espuma
lanzada hasta el cenit por una ola,
una nube, una ráfaga de bruma
cruza el espacio, nacarada y sola.

Tanto es lo que se ve como lo que se escucha. En el poema las campanadas de la iglesia son un “ronco clamor que por el aire corre / atribulando al justo y al precito”; “las palmas gimen con solemne acento / formando un vago y religioso coro”; también se escuchan los lamentos de ánimas en pena: “Resuenan en los hálitos que giran / murmullos como de ánimos que imploran”. También se recrea el olfato cuando, al acostarse, “la virgen vierte en su apacible lecho / un aliento de mágicos olores”.

Aunque deslumbrantes, las imágenes que conforman el paisaje del anochecer en el trópico resultan secundarias frente al “delicado sentimiento panteísta que establece la comunicación entre el lucero y la flor, la estrella y el ruiseñor y que hace que el numen del poeta [...] tienda hacia el cielo”.[31] Efectivamente, en el poema existe una armonía entre todos los elementos que conforman el paisaje y estos se comunican y se funden entre sí: “el lucero y la flor se comunican: / el rayo baja y el perfume asciende”. Cada uno de los cuatro fragmentos que componen “Umbra” termina centrándose en el hombre –concretamente un artista– que, por un lado, forma parte del paisaje: “¡y el corazón se siente penetrado / del temblor misterioso de las hojas!”; pero, por otro, está irremediablemente separado de ese lienzo magnífico de la naturaleza, que se recrea en sí mismo mientras que él “...piensa en afecciones viejas, / en seres idos y en pasadas cosas”. Hay algo en él que se sabe superior a todo ese mundo, aunque hermoso, físico y perecedero. El hombre alberga el numen, que no es de este mundo, y que durante el día se halla aprisionado en la cárcel de barro del cuerpo; cuando este último duerme, el numen se libera y asciende a los luceros celestiales, como una mariposa atraída por la llama: “y el numen –mariposa de los astros– / despierta y bulle en su prisión de arcilla”. En este punto, el poema se hermana con el Sueño de sor Juana. Entre lo físico y lo etéreo, la fantasía es, pues, una “fragancia que abandona el broche” y al fin “...yerra / sobre el túmulo negro de la tierra, / en la capilla ardiente de la noche”.

mostrar Cuadriga de águilas bravas

El catálogo de formas métricas de Díaz Mirón es limitado pero sólido. De acuerdo con Castro Leal, el veracruzano no quiso aprovechar el amplio repertorio de posibilidades polimétricas creadas por el Romanticismo español, pues su personalidad lo llevaba a buscar lo ya establecido antes que una libertad absoluta. Esto no significa, sin embargo, que el poeta haya sido incapaz de innovar, sino que su voluntad creativa se hallaba más cómoda dentro de un “cuadro rígido” que “ponía en movimiento los músculos de su inspiración”.[32]

En la primera etapa creativa del poeta hay una estrofa y un verso dominantes: el serventesio (cuarteto de rima consonante cruzada) y el endecasílabo. En el serventesio Díaz Mirón es un verdadero maestro y sería justo, como afirma Castro Leal, atribuirle el primer lugar en lo que respecta al empleo de este metro en español: fue él “quien reveló a los poetas castellanos de su tiempo todo el partido que podía obtenerse del cuarteto endecasílabo”. Los mejores serventesios de Díaz Mirón deben su eficacia, sobre todo, a su constitución bipartita: “con los primeros dos versos apunta la idea; en la segunda mitad –los dos versos finales– deslumbra con la imagen de corroboración”.[33] Esto puede ejemplificarse claramente en el siguiente cuarteto, que pertenece al famoso poema “A Gloria”; en los primeros dos versos afirma que sus méritos son inmunes a la “calumnia”, y en los últimos se compara con un ave que cruza aguas lodosas sin manchar su plumaje:

Los claros timbres de que estoy ufano
han de salir de la calumnia ilesos.
Hay plumajes que cruzan el pantano
y no se manchan... ¡Mi plumaje es de esos![34]

Hay otros cuartetos deslumbrantes que juegan ligeramente con esta estructura. El que remata el poema “Consonancias” es un ejemplo; Matilde ha traicionado al poeta, pero su amor, como “un cadáver en lo íntimo del alma”, vivirá para siempre en el pecho de los que se amaron, sin que el tiempo logre extirparlo:

El tiempo no es el médico discreto
que, por medio del fórceps del olvido,
saca del fondo de la entraña el feto
muerto allí como el pájaro en su nido.[35]

Rubén Darío dijo de los serventesios de Díaz Mirón en un soneto bien conocido, escrito en 1890 y que constituye el último de los “Medallones” con que cierra su obra Azul:

Tu cuarteto es cuadriga de águilas bravas
que aman las tempestades, los océanos;
las pesadas tizonas, las férreas clavas,
son las armas forjadas para tus manos.[36]

El resto de los metros empleados por Díaz Mirón en esta primera etapa creativa es escaso y poco variado. Hay varios sonetos clásicos: “A las cosas sin alma”, “Napoléon”, “A los héroes sin nombre”. “A Hidalgo”, por ejemplo, es una silva, composición en la que se alternan versos de 11 y 7 sílabas y se dispone libremente la rima consonante (en este poema varios versos quedan sueltos). También empleó esta forma en “Confidencias” y “El arroyo”, pero no podría decirse que la cultivara: la silva, continua y abierta, no fue grata a un poeta que poco a poco buscó constricciones mayores para acicatear su voluntad creadora. Practicó asimismo el romance decasílabo (“Mística”), pero también el tradicional octosílabo (“A las puertas”); estos, a diferencia de los romances clásicos, ininterrumpidos y narrativos, están divididos en estrofas.

Las quintillas, como las que componen “¿Por qué?” y “Epístola”, fueron también empleadas por el poeta, y debían resultarle atractivas, como los serventesios, por ser formas finitas y exigentes. Cultivó con gran soltura, quizá por esa misma razón, el esquema cerrado de las décimas. La décima más recurrente en la poesía española es la espinela: estrofa de diez octosílabos de rima consonante (abbaaccddc). Llama la atención que, además de dicha forma tradicional, haya inventado Díaz Mirón otra variedad con menos rimas. En palabras de Castro Leal, en estas “décimas de tres rimas con ritonelo”, “los versos sexto y séptimo consonantan con el segundo y el tercero y este último se repite para rematar la estrofa”.[37] Es el caso de su poema “Ojos verdes”:

Ojos en que reverbera     a
la estrella crepuscular,     b
ojos verdes como el mar, b
como el mar en la ribera: a
ojos de lumbre hechicera    a
que ignoráis lo que es llorar, b
glorificad mi pesar.                 b
¡No me desoléis así! c
¡Tened compasión de mí, c
ojos verdes como el mar! b

Para cerrar este recorrido, señalamos el caso de “Redemptio”, escrito en “terza rima” o tercetos encadenados, metro en el que se forma, como lo indica su nombre, una cadena de rimas entre el verso intermedio de una estrofa y el primero y el último de la siguiente. Tradicionalmente este molde se emplea casi exclusivamente para los poemas extensos, por ejemplo, las epístolas (es el metro de la Grandeza mexicana). Castro Leal conjetura que la decisión del veracruzano de darle uso para una composición corta es consecuencia de su lectura de “Raimundo Lulio” de Núñez de Arce; sin embargo, en armonía con la tendencia general de su trabajo poético, en sucesivos textos en tercetos se acentuará la independencia conceptual y escultórica de cada estrofa:

Y a la mitad de la pendiente dura
de el fragoso alud bota o resbala,
dudé entre la vergüenza y la locura.

Y un gran buitre al pasar me hirió con su ala,
y oré sabiendo que el incienso sube
a excelsitudes que el cóndor no escala.

Imploré con fervor... y me detuve
observando con pasmo que mi ruego
se condensaba alrededor en nube.[38]

La voluntad de no repetir palabras y reducir al mínimo el uso de partículas será regla de composición para el poeta a partir de 1892. Al comienzo de su carrera, por el contrario, emplea regularmente la anáfora (repetición de palabras al inicio del verso), el polisíndeton (la repetición innecesaria de nexos), para dar una idea de exaltación o generar una cadencia interna:

Soy un cadáver ¿cuándo me muero?
Soy un viajero ¿cuándo me voy?
Soy una larva que se transforma.
¿Cuándo se cumple la ley de Dios,
y soy entonces, mi blanca niña,
celaje y ave, lucero y flor?[39]

También se permite rimar adjetivos con otros, cosa que se prohibirá a sí mismo en la última etapa:

Vanas son las imágenes que entraña
tu espíritu infantil, santuario oscuro.
Tu numen, como el oro en la montaña,
es virginal y por lo mismo impuro.[40]

Rima también inflexiones verbales:

¡Pero en vano, mujer! No me consuelas.
Estamos separados por un mundo.
¿Por qué, si eres la nieve, no me hielas?
¿Por qué, si soy el fuego, no te fundo?[41]

Pensar en Díaz Mirón es pensar en un verdadero artífice del verso, un profundo conocedor de la métrica española y, al mismo tiempo, un inquieto renovador de la misma. Aunque sus novedades formales más acentuadas, sus experimentos métricos más aventurados y sus rasgos estilísticos más originales irán apareciendo en su poesía subsecuente, la de Lascas y la de los últimos años de su vida, ya en esta primera época de escritura poética podemos corroborar que domina las formas tradicionales, a tal grado que es capaz de emplearlas de maneras inusitadas e, incluso, de modificar la fisonomía que habían conservado intacta por siglos. Es perceptible, pues, esa ansia por la renovación radical de la poesía en lengua española que carcomía a los poetas modernistas; en este sentido, quizá, Díaz Mirón no sea un antecedente o precursor de la revolución métrica del Modernismo, sino, desde el principio, uno de sus principales exponentes.

mostrar Coronación en América

“El único poeta nuestro a quien podemos llamar genial es Salvador Díaz Mirón”. Las palabras de Rubén M. Campos resumen bien la opinión de la intelectualidad de fines del xix. El veracruzano obtuvo, ya antes de alcanzar la cima de su capacidad creadora, un puesto prominente en las letras mexicanas.

Sus primeros poemas causaron revuelo: la Revista Moderna, El Parnaso Mexicano, dos de los espacios de difusión literaria más relevantes para la poética de ese periodo, por mencionar algunos, divulgaban con orgullo los poemas que el vate les enviaba a cuentagotas. Y no sólo se publicaban sus poemas en México: hay documentación de la presencia de poemas de Díaz Mirón en periódicos de Venezuela, Cuba, España y Perú durante los años inmediatamente posteriores a su publicación en los periódicos mexicanos. A este respecto, Carlos G. Amézaga, citado en Castro Leal, nos relata una escena en la redacción de El Perú Ilustrado, hacia fines de 1889. El director lee “A Gloria” y, asombrados, los contertulios sugieren que la composición pertenece a Núñez de Arce o suponen una traducción de Víctor Hugo. Amézaga revela luego el nombre del autor y su procedencia; tras oír a todos decir “No le conozco”, responde: “Pues ya le conocen ustedes; ya son vasallos de ese conquistador atrevido, de ese Alejandro a quien es fuerza rendirse, como yo, tras la primera batalla de consonantes”.[42] Castro Leal dice que no sería difícil imaginar una escena parecida en todos los países de habla española.

Un repaso de su influencia, estrictamente en lo que se refiere a su poesía escrita entre 1876 y 1891, nos haría mencionar a los grandes poetas de América y algunos de España, sobre todo en los albores del Modernismo. Ya hemos dicho que Rubén Darío le dedicó un poema impregnado de profunda admiración; el primer Lugones delata acentos elegiacos parecidos en “Los mundos” y “Salmos de combate”; todo el libro Iras santas (1895) de Santos Chocano es un intento, fallido a decir de Castro Leal, de apropiación de la obra del veracruzano y de la visión que éste ofrece de Víctor Hugo. Otros seguidores, siempre con reservas y enfatizando la individualidad creadora, son Julio Herrera y Reissig, Francisco Villaespesa y, prácticamente, toda la primera promoción modernista.

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Como sabemos, la voz poética de Salvador Díaz Mirón, luego de esta primera etapa creativa, continuó en la búsqueda de nuevos retos expresivos y, finalmente, produciría las obras por las que el autor es mejor conocido. No obstante, sería un error desatender la parte de su obra que antecede a las que suelen considerarse sus mejores composiciones: ello no sólo sería infructífero, sino que atentaría contra la justa comprensión de la totalidad. Además este primer periodo es importante en sí mismo y también en relación a los dos subsecuentes; de hecho, considerado aisladamente, la altura lírica de este primer periodo no queda en entredicho. Las virtudes compositivas que se han enumerado y su gran pertinencia para catalizar la renovación poética de Hispanoamérica a fines del siglo xix aseguran a Salvador Díaz Mirón, ya con sus primeros años de poeta, un lugar entre los autores más destacados de su tiempo.

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Campos, Rubén M., “La fuerte personalidad del poeta Díaz Mirón”, en El bar. La vida literaria de México en 1900, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1996.

Castro Leal, Antonio, Díaz Mirón. Su vida y su obra, México, D. F., Porrúa, 1970.

Díaz Mirón, Salvador, Poesías Completas, ed. y pról. de Antonio Castro Leal, México, D. F., Editorial Porrúa (Colección de Escritores Mexicanos), 1972.

----, Antología Poética, selec., est. prel. y notas de Antonio Castro Leal, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México (Biblioteca del Estudiante Universitario), 1995.

----, Antología, selec. y preámbulo de Francisco Monterde, México, D. F., Fondo de Cultura Económica (Colección Popular; 184), 1996.

Pacheco, José Emilio, “Presentación”, en Poesía Mexicana(1821-1914), México, D. F., Promexa, 1985.

Puga y Acal, Manuel, “‘A Byron’ por Salvador Díaz Mirón”, en Los poetas mexicanos contemporáneos, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1999.

Schulman, Iván, “Díaz Mirón: ¿Poeta de fronteras?”, en El proyecto inconcluso, la vigencia del modernismo, México, D. F., Siglo xxi, 2002.

Sol, Manuel, “Introducción”, en Salvador Díaz Mirón, Poesía completa, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1997.