El narrador está recluido en una institución para enfermos mentales. Una explicación es que en un arranque de violencia empezó a destrozar sin motivo aparente la casa de su madre. Otra –de la que él está convencido– es que desde pequeño se tragó un grillo, y posteriormente le implantaron un chip, que lo han hecho ser diferente, vivir como prisionero de su propia mente, asaltado siempre por ideas y pensamientos que le resultan ajenos, y en cambio fascinantes para nosotros los lectores de su locura. Su fiel perro azul de peluche es testigo de todo, al igual que sus amigos imaginarios Rimbaud y Baudelaire, con quienes dialoga y discute pese a estar plenamente consciente de que son una creación de su mente infatigable.
Su trayecto lo conduce a descifrar el lenguaje de todos los seres de la Tierra, por lo que crea una nueva lengua y un movimiento masivo llamados Todog, que al fin hará posible la comunicación entre todas las criaturas: «Todog ministral calipsomburguer veneran do lupsier todog». Lo de menos es si alguien más puede comprenderlo pues, como afirma el narrador, el Todog «Era una forma de amenizar nuestra culpa y nuestro dolor».