2017 / 05 dic 2017
Los caciques, novela corta de Mariano Azuela (1873-1952), fue publicada por primera vez en 1917 en los Talleres Editoriales de la Compañía Periodística Nacional. Como gran parte de las novelas de Azuela, esta obra se instala en la estética de la Narrativa de la Revolución, pero también puede considerarse como parte de la narrativa costumbrista y de la realista, que estuvieron en boga durante los últimos años del Porfiriato. Los caciques retrata la vida típica y los cambios sociales de un pueblo mexicano en un periodo específico dentro de la Revolución (desde la ascensión al gobierno de Francisco I. Madero, hasta la caída de Victoriano Huerta). A grandes rasgos, cuenta la historia de la familia del Llano: grupo de caciques que, amparados en su poder, su dinero y la manipulación del mercado, sacan ventaja de la ignorancia y pobreza de sus vecinos, ya mediante la usura, ya mediante el robo a través de negocios turbios. En la novela solo un personaje (“Rodríguez”), partidario del maderismo, es capaz de hacerles frente mediante la palabra, pero es asesinado. La narración culmina con la caída de Victoriano Huerta, la entrada de los revolucionarios al pueblo y el incendio –a manos de unos jóvenes a cuyos padres los caciques habían arrebatado todo– del enorme edificio que la familia del Llano acababa de construir.
En cuanto a la importancia de esta obra, cabe destacar que éste es uno de los pocos textos del autor que ha sido traducido al inglés;[1] además, fue una de las dos únicas novelas que Azuela adaptó para el teatro (la otra fue Los de abajo); la obra fue estrenada el 20 de noviembre de 1936 en el Palacio de Bellas Artes, bajo la dirección de Julio Bracho. Dos años más tarde, la editorial Botas publicó un libro conformado por las adaptaciones a las dos novelas aquí mencionadas y la obra “El búho de la noche”, del mismo autor.[2]
Hasta ahora, Los caciques se ha publicado un total de cuatro veces: la primera, como ya se comentó, en 1917 y fue distribuida entre los suscriptores del periódico El Universal. Posteriormente, en 1931 la editorial La Razón recuperó la obra y la publicó, en conjunto con Las moscas (del mismo autor), como el primer tomo de la colección “Biblioteca de la Época de la Revolución”. Una nueva edición vio la luz en 1958, en Madrid, México y Buenos Aires, dentro de uno de los tomos de La novela de la Revolución Mexicana, editado por Antonio Castro Leal, bajo el sello de la editorial Aguilar. Ese mismo año, el Fondo de Cultura Económica recogió la obra completa del jalisciense y la reunió en tres tomos, en la colección Letras Mexicanas.
Entre Madero y Villa: el contexto de creación de la novela
Aunque Los caciques se publicó por primera vez en 1917, Azuela ya había terminado de escribirla a mediados de 1914. Él mismo da cuenta de ello en El novelista y su ambiente: “Estaba retocando el último capítulo cuando llegaban grupos dispersos del ejército federal con la marca de su desastre en la ropa desgarrada, en los rostros macilentos y en sus miembros vendados, después del combate con Francisco Villa en Zacatecas. ¡La revolución había triunfado!”.[3]
El dato anterior y el espacio temporal en que se desarrolla la narración de la novela, permiten suponer que fue esbozada, redactada y corregida en uno de los periodos más turbulentos de la lucha: aquel que abarca los últimos meses del gobierno de Madero, el efímero mandato de Victoriano Huerta y la caída de éste a manos de las fuerzas villistas y carrancistas.
Al distinguir los momentos de creación y de publicación de Los caciques, se entiende por qué Los de abajo (1915), que vio la luz dos años antes, refleja una visión histórica más amplia y una metamorfosis en su estructura narrativa; es decir, para hacerle justicia a Los caciques dentro de una lectura global de la obra azueliana, habría que ver a esta novela como una especie de bisagra entre Andrés Pérez, maderista (1911), cuya historia se ancla justo en el periodo gubernamental de Francisco I. Madero, y Los de abajo que retoma el momento de la caída de Huerta y narra luego la debacle de los revolucionarios, que terminaron fragmentándose y luchando entre ellos, en búsqueda de su propio beneficio.
En aras de entender globalmente este tridente de novelas, cabe recordar las posiciones políticas e ideológicas que adopta el escritor jalisciense, desde los últimos años del Porfiriato hasta la instauración del gobierno de Carranza: como es conocido, Azuela creía en la ideología de Madero, tanto que acepta participar en su mandato como jefe político de Lagos de Moreno. Pero no dura mucho como tal: el escritor laguense decide renunciar, al sentirse decepcionado de los políticos, intelectuales y hacendados acomodaticios, quienes, con el fin de salvar propiedades y prerrogativas, habían pasado de ser defensores del régimen porfirista, a abiertos simpatizantes de Madero, justo después de la caída de Díaz.[4] Es dicha decepción la que lo mueve a escribir tanto Andrés Pérez, maderista, como Los caciques; asimismo, es la caída de Huerta lo que motiva a Azuela a incorporarse al servicio del general Julián C. Medina (subalterno de Villa), con la esperanza de establecer un gobierno que lograra, por fin, lo que no había sido posible con el maderismo. Finalmente, viviendo como revolucionario de tropa, Azuela caería en la decepción más profunda, al ver que, una vez sin el dictador, los integrantes de las diversas facciones del movimiento armado (villistas, zapatistas, carrancistas, etc.) no luchaban ya por el país, sino en pos de su propio beneficio. De esto último da cuenta cabal en su obra más celebrada: Los de abajo.
Unido de manera íntima al contexto político, el contexto estético fue especialmente proclive para el surgimiento y desarrollo de la nueva narrativa mexicana, de la que es precursora la novela de Los caciques: como apunta John Brushwood, eran diversos los escritores mexicanos que, ya desde finales del siglo xix e inicios del xx, “consideraban intolerables las condiciones económico-sociales existentes en el México rural”.[5] Esto se ve reflejado en la obra de autores como Emilio Rabasa y Heriberto Frías, entre otros, quienes, con el fin de retratar la situación social y política del país, tanto en el campo como en la ciudad, aplicaron en su técnica diversos postulados ya del Costumbrismo, ya del Realismo y el Naturalismo importados de Europa. Azuela utiliza también una técnica que lo identifica claramente con estas corrientes estéticas, que serían –junto con el contexto político y social– la savia perfecta para la posterior aparición de la Novela de la Revolución; así, se abre una nueva época en la narrativa mexicana.
Cabe destacar que dentro del mismo periodo histórico, que va desde mediados del Porfiriato hasta inicios del movimiento revolucionario, la producción narrativa mexicana no se adscribió a una sola corriente estética, sino a varias, pues convivieron novelas un poco más romanticistas, como las de Pedro Castera, José Peón y Contreras o Manuel Payno, con otras de corte más realista, como las de Rafael Delgado y algunos trabajos de José López-Portillo y Rojas, o de aquello que identificamos como Naturalismo en Arcadio Zentella y Federico Gamboa.[6] La confluencia de corrientes no sólo se da por la simultaneidad de obras más cercanas a una u otra técnica o ideología; también dentro de la obra de cada autor es posible apreciar esta conjunción estética. Al respecto, Joaquina Navarro comenta que “la producción de la novela realista en México situada entre 1880-1910 aún acentúa más esta simultaneidad y variedad […] hecho que hay que tener en cuenta desde ahora para comprender […] la imposibilidad de ver en cada uno de los escritores mexicanos una filiación clara respecto a una determinada escuela.”[7]
En la obra de Mariano Azuela, tanto Andrés Pérez, maderista, como Los caciques, se insertan en la etapa final de este periodo de confluencias estéticas, aunque representen también la antesala de la Novela de la Revolución; por lo mismo, hay en ellas cuadros de costumbres regionalistas (de la vida rural y el cacicazgo) y elementos propios del Realismo, tales como la crítica a instituciones, gobiernos y clases dirigentes, la existencia de modelos o tipos de personajes que reflejan la condición humana o el hecho de que la cuestión amorosa ya no ocupa el lugar privilegiado en la narración, sino, en cambio, una perspectiva materialista en la que el dinero tiene un mayor poder sobre las pasiones;[8] asimismo hay presencia de un pensamiento estético naturalista, ya en la selección de un caso extremo que refleja con crudeza la naturaleza humana y algunas de sus consecuencias sociales, ya en la tesis determinista (presente en prácticamente toda la obra de Azuela), con la que se negaba a las clases bajas la posibilidad de redimirse. Hay que decir también que, gracias a las diversas notas autobiográficas, ensayos y conferencias que dio el jalisciense, se sabe que no sólo fue un lector atento de sus contemporáneos connacionales, sino que la obra de autores como Honoré de Balzac y Émile Zola representaron para él una fuente de inspiración.
Finalmente, debe señalarse que la ruptura o novedad narrativa que aporta el oriundo de Lagos de Moreno, casi no es visible en Los caciques, sobre todo si se la lee de manera aislada e independiente a Andrés Pérez, maderista y a Los de abajo. Pero si en cambio se lee este tríptico de manera cronológica, se entenderá por qué, por ejemplo, el crítico Luis Leal separa este tridente del periodo naturalista de Azuela, y las incluye como parte de su segunda –y tal vez la más importante, por su influencia en la narrativa mexicana de mediados del siglo xx– tendencia narrativa: la de la Novela de la Revolución.[9] Cabe agregar aquí que, además de las dos tendencias o periodos mencionados, Leal identifica otros dos periodos narrativos en el escritor laguense: su incursión en la narrativa vanguardista, que se da entre 1923 y 1932, y el periodo de las novelas políticas, desde 1937 hasta el año de su muerte.[10]
Costumbrista y revolucionario: cuadros y escenas de un pueblo en transformación
Como ya se ha mencionado, la novela fue publicada varias veces, con ligeras variaciones en el título: en su primera edición (1917) apareció como Los caciques. Novela de costumbres nacionales; 14 años después, la editorial La Razón la publicaría nuevamente, pero ahora como Los caciques. Novela de la Revolución Mexicana. En 1958 sufriría la última variación, para quedar de manera definitiva como Los caciques. Del Llano Hermanos, S. en C. Novela de la Revolución Mexicana. Cabe mencionar que tanto el nombre original como los de las siguientes ediciones fueron puestos o indiciados por Azuela;[11] esto da cuenta de la conciencia que adquirió sobre la posición estética de su propia obra: de etiquetarla como ‘costumbrista’, a incluirla en el apartado de la ‘Narrativa de la Revolución’.[12]
Lo cierto es que esta novela puede catalogarse como ambas cosas porque, por un lado, recrea una serie de cuadros y escenas típicas de un pueblo jalisciense, al final de un periodo histórico claramente identificable al interior de la propia narración: una época (la del Porfiriato) en la que el México rural y “semiurbano” tenía como su base de organización social y económica al cacicazgo; por otro lado, la dimensión temporal de la historia nos coloca justamente en ese momento político en que el país está a punto de romper el esquema impuesto por los caciques; un periodo en el que los distintos movimientos revolucionarios provocan tres cambios de régimen gubernamental y cuatro de situación: del gobierno de Porfirio Díaz al de Madero; del de éste al de Victoriano Huerta, y del de este último al golpe de Estado contra el huertismo, asestado simultáneamente por distintas fuerzas revolucionarias.
Hay entonces dos historias principales en la novela: una, en efecto, narra la vida de los habitantes de un pueblo en torno a la familia del Llano, caciques que controlaban el mercado y que eran capaces de dejar en la calle o incluso mandar desaparecer a las personas que pudieran representar una competencia o un peligro para sus intereses. Aquí, la narración nos lleva paso a paso a ver cómo Ignacio del Llano propone un negocio a Juan Viñas (comerciante honrado y trabajador), en el que Viñas tendrá que gastar la totalidad de sus ahorros, para luego verse obligado a hipotecar sus propiedades. Una vez que Viñas se descapitaliza y le debe lo suficiente a los del Llano como para ya no poder pagar, don Ignacio le embarga todos sus bienes, para dejar a aquel, con toda su familia, en la quiebra.
La segunda historia, que sucede paralelamente a la anterior, da cuenta de la manera en que los distintos habitantes del pueblo reciben las noticias que llegan de otros puntos del país: la ascensión de Francisco I. Madero motiva a “los de abajo” para organizar el nuevo gobierno, aunque su ignorancia y el miedo a “los señores” les impide generar un cambio real y reconocer a los vecinos que podrían propiciarlo (como “Rodríguez”, el único ideólogo inteligente y letrado de la novela, y del que la mayoría se desentiende por miedo a una confrontación con los caciques); por su parte, los adinerados ven a Madero como un masón revoltoso y espiritista que desajusta el orden del país. La caída de este presidente deviene en el desconcierto del sector humilde del pueblo y en la supresión, por parte de los caciques, de cualquier atisbo de levantamiento social (Rodríguez es asesinado y los miembros del gobierno municipal maderista son encarcelados durante cuatro meses). Así, el rompimiento con el esquema del cacicazgo no se generará por intervención del propio pueblo, sino que los alcanzará desde fuera, con el ingreso de las tropas revolucionarias, en el último capítulo de la novela.
Estas dos historias son contadas con una técnica que apuesta por una narrativa veloz y fragmentaria, en la que imperan los capítulos cortos (la mayoría de una, dos o tres cuartillas), las elipsis u omisiones inter e intracapitulares,[13] En estudios de narrativa, el término de elipsis se refiere a que hay uno o varios sucesos de la historia que no son contados en el discurso o narración. Por ejemplo, en esta novela, entre un capítulo y otro suelen omitirse sucesos de días o incluso meses, porque la narración parece ir escogiendo solamente las escenas que le permiten dar cuenta de los cambios más importantes en la vida de los personajes. También al interior de algunos capítulos es posible apreciar la utilización de este recurso; es decir, en un párrafo se puede decir que un personaje salió del templo y en el siguiente párrafo se da cuenta de cómo saludó a sus compañeros en el club: la elipsis aquí está en que no se narra lo que sucedió durante el trayecto entre el templo y el club (es posible apreciar este ejemplo en el tercer capítulo de la primera parte, de la novela comentada). los resúmenes iterativos[14] y las escenas dialógicas. La velocidad narrativa es patente en la misma extensión de la obra, en su división de capítulos y en el tiempo histórico que alcanza a cubrir; es decir: los aproximadamente cuatro años que abarca la historia (desde meses o semanas antes de la caída de Porfirio Díaz, hasta la debacle de Victoriano Huerta), se narran en apenas 67 páginas (en hojas de media carta), agrupadas en tres partes y 39 capítulos; de estos, un total de 30 están constituidos –cada uno– por una o dos escenas, en las que la voz del narrador –omnisciente y extradiegético–[15] apenas participa como introductor de la situación o como acotador de los gestos que hacen los personajes). Cuando uno de estos capítulos no abre directamente con un diálogo, su introducción no suele sobrepasar las cinco líneas.
Lo anterior, en conjunto con la escasa aparición de pausas narrativas o de descripciones espaciales por parte del narrador, dejan ver claramente el afán de Azuela por la síntesis y por lograr que fueran los propios personajes quienes, a través de sus palabras y sus gestos, contaran la trama y llevaran el peso de los posicionamientos ideológicos. Así, no será el narrador, sino Rodríguez el que se pronuncie en contra de los de arriba y de los intelectuales acomodaticios, y muestre su desencanto al ver la imposibilidad de que el pueblo pueda gobernarse por sí mismo. Aquí dos ejemplos:
—¡Sí, Madero va a caer; el gobierno de Madero se derrumba y con él se extingue el falso prestigio de nuestro México!
Luego, abriendo mucho más sus ojos de loco y con calor creciente, agregó:
—La revolución de Madero ha sido un fracaso. Los países gobernados por bandidos necesitan revoluciones realizadas por bandidos. ¡Es triste, pero inconcuso! Hay que leer esta prensa de la oposición de hoy para conocer en cueros a los intelectuales y políticos, trasuntos fieles de las clases cultas y acomodadas. ¡Qué asco de gente! Huelen a fango, porque en él nacieron, lo respiran, se nutren de él y en él procrean.[16]
En la tercera parte de la novela, Rodríguez es despedido de su trabajo; asimismo, sufre la afrenta de que el nuevo gobierno maderista, conformado por gente del pueblo (un vendedor de periódicos, un peluquero, un vendedor de tortas, un abarrotero, etc.), emite un comunicado en el que le da la espalda por su radicalismo y por temor a represalias con los caciques. Al leer el papel, el ideólogo emite una opinión con la que cancela cualquier posibilidad de redención nacional, a través de la revolución maderista:
A los primeros renglones, su cara se plegó en una sonrisa dolorosa.
El M.I.A. de 1912 no se hace solidario de las ideas irrespetuosas que para la Sociedad, para la Religión y para la Patria ha expresado en su discurso del 16 de septiembre el señor Rodríguez.
‘Pobrecillos’ –se dijo–. Además de ser tan ruines, tan intrigantes y tan malévolos como los de arriba, son un poco más imbéciles.[17]
A la opinión de Rodríguez se contrapone la del pueblo, que no cesa de mostrar su ignorancia y su incapacidad de autogobierno. Un claro ejemplo de ello se narra en el capítulo vii de la segunda parte (uno de los contados fragmentos en los que el narrador accede al pensamiento de algún personaje): don Timoteo, abarrotero y flamante Presidente Municipal del gobierno maderista, se topa en la calle con don Ignacio del Llano. Mientras se acerca el cacique, Timoteo se debate en un conflicto moral: –debe o no cederle la banqueta– Al encontrarse, don Ignacio lo baja a la calle de un empellón. El Presidente Municipal opta por no decir nada, pero al domingo siguiente se encuentra con que en la prensa se habla del asunto y se critica fuertemente al cacique. “El puerco”, compadre de Timoteo, le hace ver los peligros del artículo periodístico: “–el redactor de El Pueblo [Rodríguez] está injuriando a los señores y eso no nos conviene, porque pueden pensar que nosotros semos los del papel. Ya estamos mal con ellos y con esto nos pondremos pior. Los señores son los señores y ellos tienen su lugar aparte”.[18] La reflexión que hace después Timoteo retrata, en unas cuantas líneas, el fracaso de esta primera etapa de la revolución (desde la perspectiva azueliana): “Mi compadre no entiende la causa sagrada de los pueblos, no sabe el significado de la palabra democracia… Mi compadre no es liberal… Aunque, por otra parte, tiene razón: los señores son los señores y tienen su lugar aparte.”[19]
Finalmente, Azuela contrapone a la suma de opiniones ya esbozada, la de los grandes caciques, “los señores”:
—¿Y qué? –exclamó Teresa [del Llano] sorprendida–. De que los pobres no tienen maíz ni frijol comen nopales y… ¡tan contentos!
—Es la verdad –dijo el padre Jeremías [del Llano]–; pero es el pretexto para hacer alharaca. Yo no sé quién ha despertado tantas ambiciones en la plebe, que nadie quiere conformarse ya con la suerte que Dios le ha dado. [A esto, don Bernabé del Llano responderá que todo es culpa de “el bandido de Madero”].[20]
[...]
—Es abominable lo que está pasando, señor cura –agregó don Bernabé estirándose los bigotes duros de goma–. Es absurdo esto de que nosotros, la parte sana y honesta, quedemos a merced de los haraganes, de la plebe…[21]
De esta forma, son los mismos personajes quienes van dando cuenta de los hechos, del proceder tanto de sí mismos como de los demás, y quienes desnudan su manera de pensar. Salvo en contadas ocasiones, al narrador omnisciente le basta encaminar, mediante señalamientos concisos, algunos datos generales sobre la situación en la que se genera cada diálogo. No hace falta que dicho narrador dé lecciones de moral o consignas panfletarias, pues la tarea del lector es unir piezas entre lo que dicen los personajes y lo que hacen, para que se haga un dibujo completo de la personalidad de cada uno y de la idiosincrasia de aquel pueblo. Asimismo, basta que cada capítulo esboce un suceso (una escena) clave dentro de la historia, para que el lector rellene las elisiones y vea el cuadro completo.
Un par de menciones a Díaz, a Madero y a Huerta bastan para anclar la novela en un periodo histórico real; del mismo modo, unas cuantas pinceladas descriptivas y la mención de lugares como Tepatitlán sirven de referentes para elaborar una idea de la ubicación aproximada del pueblo. Todo lo anterior causa un efecto de verosimilitud, así como la sensación de estar frente a un texto realista; esto es, complementado tanto por el corte costumbrista de la narración, como por el léxico de los personajes, en el cual se calcan diversos usos coloquiales del español mexicano, utilizados aún en nuestros días. Para ejemplificar lo último, transcribo aquí extractos de diversos diálogos que ocurren a lo largo de la novela:
“—Lo que es este don Timoteo, ’”las puede
“—A don Juanito se le ha clavado en la mollera su ‘Vecindad Modelo’”
“—le gusta picarme la cresta”
“—aquí todos semos católicos”
“—pasé cerca de un peón que hacía la perra batiendo mezcla desde hacía una hora, sin menear las manos siquiera”
“—No, Crispín, fíjate en el senificado de las palabras… No es no más hablar… Mira que, si nos echamos la enemistá de los señores”…
“—Amo don Juanito –dijo–, ¿ya otra vez su mercé en la tienda? […] ¿No sabe el amo que anoche tronaron a un pobre cristiano a espaldas del campo santo?”[22]
Como se puede apreciar, algunas de las palabras coloquiales fueron marcadas con cursivas, mientras que otras no. Esto es reflejo de una indecisión por parte del autor, que aún dudaba sobre qué tratamiento tenía que dar a los usos léxicos arcaicos o coloquiales. Cuando los marca, necesariamente toma distancia de ellos, pero una distancia jerárquica que subraya la superioridad lingüística del escritor, quien entiende la incorrección de lo que escribe. Esto produce el efecto adverso de desnudar el fingimiento; el artificio que justo pretendía lo contrario: la mimesis con la realidad; el rebajamiento de fronteras entre lo literario y lo real. Cuando no los marca, el texto fluye mejor, porque el escritor se borra y no pretende mostrar que está detrás de la narración. Lo importante de Los caciques en lo que a este punto respecta, es que le sirvió como lección al propio Azuela, como un experimento en el que prueba ambas posibilidades. Como podrá notar el lector de su obra, en Los de abajo (novela redactada meses después de ésta) desaparecen estas marcas y el escritor deja que los coloquialismos inunden sus páginas, lo que termina potenciando el efecto de verosimilitud, de haber sido narrada, esa novela, desde dentro; entre las mismas tropas de revolucionarios.
Nada de lo expresado en esta descripción de la novela nos permitiría afirmar que nos enfrentamos a una narrativa de ruptura, o que presente novedades técnicas en cuanto a su escritura; en cambio, se trata de una obra que saca provecho de diversos recursos narrativos ya probados anteriormente, tanto por el autor, como por otros escritores de diversas épocas y latitudes. Aun con ello y como ya se ha sugerido en este artículo, el valor de “ruptura” o novedad de la obra está en la temática de fondo; es decir, en el registro de los acontecimientos que marcaron las diversas pulsiones de la revolución en el país: desde el intento infructífero de un golpe de timón en el gobierno y la dinámica social, hasta el principio de ruptura y verdadera crisis del país, narrado en el último capítulo de la novela, cuando llegan los revolucionarios disparando sus armas y empieza el saqueo de los almacenes de abarrotes. Adicionalmente, en Los caciques –en conjunto con Andrés Pérez, maderista y Los de abajo– Mariano Azuela perfila, por medio de algunos de sus personajes, una serie de opiniones que, en gran medida, vislumbran algunos de los resultados negativos que traería la Revolución mexicana; en el caso específico de la novela que comentamos, por ejemplo, el capítulo xi de la segunda parte ya hace un dibujo muy exacto de cómo será la clase política de nuestro país, una vez que la paz quede completamente restablecida: nos describe a un candidato a diputado displicente, altanero y que pide a la gente su voto y que se olviden del tema. Además de lo anterior, ya se han mencionado otros ejemplos en donde Rodríguez entiende la poca efectividad de un movimiento radical de cambio, cuando la ignorancia de la gente es tanta que no alcanzan a entender por qué estarían peleando, ni cómo mejorar, desde el poder, al país. La misma opinión sobre el pueblo (y sobre los intelectuales acomodaticios) la encontraremos tanto en Andrés Pérez, maderista, como en Los de abajo.
Síntesis narrativa y didactismo político: Los caciques ante la crítica
En comparación con otros trabajos de Mariano Azuela, como Los de abajo, Andrés Pérez, maderista o Esa sangre, la novela de Los caciques no ha sido una de las más estudiadas por la crítica. De hecho, desde su aparición en 1917 pasó desapercibida. El escritor incluso escribió en sus memorias que el consejo editorial de El Universal rechazó publicar la obra, pero que el ingeniero Palavicini, director del periódico, de todos modos la mandó a imprentas, y pagó al autor 100 pesos por los derechos de la edición.[23]
A pesar de que no hubo respuesta de la crítica literaria del país, esta novela fue reeditada en 1931 y, además, en 1958 fue escogida por Antonio Castro Leal para que formara parte de uno de los tomos de La novela de la Revolución Mexicana, colección que buscaba proyectar en México, España y Argentina, un muestrario de las narraciones más representativas de ese periodo histórico del país. Esto, sin duda, tendría que ser indicativo de la real importancia de la obra.
Como mera hipótesis, podemos aventurar que la poca atención que se le ha puesto a esta novela, se relaciona con que se suele obviar la diferencia entre su fecha de publicación y su fecha de creación, como muestran autores de la talla de Víctor Díaz Arciniega, al apuntar que “[Azuela] parece que retomó algunos apuntes dispersos para escribir la novela corta Los caciques (1917)”.[24] Leída así, como una obra posterior a Los de abajo y a la Convención de 1914, pero que no toma en cuenta ninguno de los sucesos bélicos subsecuentes a la caída de Huerta, llega a parecer una novela anacrónica, además de dar la sensación de que su autor “retomó la comodidad realista de historias estructuradas sobre principios de causalidad”;[25] cosa abandonada en Los de abajo. Con todo, el mismo Díaz Arciniega encuentra que “la capacidad de síntesis [de esta novela] es una apreciable novedad formal”, que proviene de una “calculada dosificación de elementos dramáticos ordenados dentro de una nítida secuencia causal”.[26]
Para hacer justicia a Los caciques, debe advertirse que, aun siendo considerada por algunos como mera obra de transición,[27] hay lectores críticos, como Jorge Rufinelli, que ven en ella el momento en el que “el ‘análisis sociopolítico’ de Azuela se afina” y, en estos términos, constituye “una de sus mejores novelas, pese a su brevedad. […] Es una novela de didactismo político en cuanto expone con notable claridad las maquinaciones de los agiotistas y acaparadores para medrar con las dificultades económicas del pueblo”.[28]
Además de lo anterior, el mismo Rufinelli señala un detalle importante y novedoso en la novela del escritor mexicano, pero también en la narrativa del país, es –como ya señalamos– “la observación sobre quienes, una vez instituida la Revolución, serán los representantes populares: la clase política”.[29] En este sentido, Los caciques se adelanta a su tiempo, porque percibe la manera en que se reconfigurarán las relaciones entre las instancias de representación popular y los ciudadanos representados. Baste recordar, una vez más, la escena en la que el candidato a diputado que venía de México, recomendado por el mismo gobierno, explica a los habitantes del pueblito en el que se desarrolla la novela, que ellos, como los ignorantes y poco conocedores de la política que son, no sabrían hacer otra cosa que el ridículo, si intentasen proponer a uno de ellos como representante. Así, les explica que la única manera de cumplir como ciudadanos es entregándole sus votos y dejando que él se encargue del resto.[30] Una mirada a lo que actualmente se entiende en nuestro país por “cumplir como ciudadanos”, nos permite comprender los alcances de la visión de Azuela.
Para finalizar, cabe hacer énfasis en que Los caciques es importante porque Azuela afina aquí su lectura sociopolítica y tiene el gran acierto de vislumbrar la nueva dinámica de ciudadanía y representación popular; asimismo, y como han afirmado algunos de sus lectores críticos,[31] esta novela ayuda a comprender las causas de la revolución y prepara las condiciones para el desarrollo de su obra maestra. Una vez más, sugerimos ver a Andrés Pérez, maderista, Los caciques y Los de abajo, como el tríptico narrativo que abarca, desde la perspectiva azueliana, el periodo histórico de México que va de la caída de Porfirio Díaz a la debacle del movimiento armado.
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El águila y la serpiente La revancha Cartucho : relatos de la lucha en el norte de México Las manos de mamá Ulises Criollo : primera edición expurgada Literatura sobre la Revolución Narrativa de la Revolución Novela de la Revolución