El cuidado preciso en la prosodia –es decir, del arrojo formal– unido a la indagación en la fatalidad pasional, designan para mí la primera señal de la escritura de Christian Peña (Ciudad de México, 1985). Tal combinación es el santo y seña de la poesía en su más elemental y completa determinación, si hacemos caso al dictamen que al respecto emitiera Octavio Paz. La colusión entre pathos y eidos –pasión y visión– es al mismo tiempo idilio y rajadura; fatalidad que hace posible al poema porque, me tomo la licencia de decir, nada que sea tolerable ha dado a luz a la poesía. Este singular alumbramiento comparece en Veladora, libro en el que Peña visita el –asfixiado y breve– último suspiro de Ramón López Velarde, precursor velado y desvelado de la poesía mexicana.