¿Por qué importan tanto las historias de aquellos que logran escapar de la cárcel? Quizás porque de alguna manera todos estamos encarcelados, en nuestro empleo, en nuestra familia, en nuestra edad, en nuestro sexo, en nuestro destino. El desafío de esta nueva novela de Gustavo Sainz es proponer que todos somos prisioneros, carceleros y los detenidos, las víctimas y los verdugos, los explotadores y los explotado. ¿Y quién tiene la culpa? El otro o la otra. Siempre los otros. Al iniciarse La muchacha tenía la culpa de todo asistimos al interrogatorio de una prisionera que puede ser una guerrillera contemporánea, una muchacha árabe sorprendida por la Inquisición de la Nueva España, la mítica Sherezada de su mítico califato o la inquietante Mulata de Córdoba en las mazmorras del Cofre de Perote. O peor, cualquier mujer entre las redes de un seductor implacable, cualquier esposa limitada por un matrimonio coercitivo, o una hija prisionera por una familia que sólo quiere protegerla. las preguntas se ciernen implacables sobre esta mujer que es muchas mujeres, y todo parece ventilarse entre los términos de este duelo enigmático. La muchacha nunca responde o bien, nunca escuchamos directamente sus respuestas. Sólo tenemos preguntas. Las novelas son máquinas de hacer preguntas. De nuestras vidas, cualquiera que haya sido nuestra suerte, sólo tenemos muchas preguntas. Pero quien pregunta ¿tiene siempre el poder?
Regocijado frente a sus detractores y permanentemente alborozado con esa búsqueda literaria que tanto irrita a quienes intentan defender la placidez intelectual, Gustavo Sainz publica un nuevo experimento literario, absolutamente inédito en las letras mexicanas: una novela construida solamente con interrogantes. Carente de divisiones en capítulos o en partes, las preguntas del interrogatorio del que es objeto una mujer van sumándose, una tras otra, página tras página, hasta que la magia del autor comienza a surtir efecto: las preguntas poco a poco dejan de ser preguntas para convertirse en respuestas.