De conformidad con las ideas estructuralistas de Uriel Weinrich,[1] la lengua puede ser concebida como un diasistema que comprende idiolectos o lenguas individuales y que por lo tanto no viene a ser otra cosa que un promedio, una abstracción, si se tiene en cuenta que el idiolecto es el único hecho real. Sobre este concepto, José Pedro Rona[2] se refiere a un diasistema ideal que puede representarse por un cubo en el cual los idiolectos están ordenados en tres ejes: el diacrónico, el diatópico y el diastrático. Así, es posible encontrar fenómenos lingüísticos que muestren variaciones en el tiempo, en el espacio o en relación con las clases sociales de los hablantes.[3] No creo que haya impedimento para aplicar estas ideas a la primera época colonial del español mexicano. Trataré en los siguientes apartados de resumir los principales rasgos que podrían caracterizar a la suma de idiolectos que arbitrariamente formarían ese diasistema.
Con referencia al primero de los ejes, al diacrónico, conviene hacer algunas consideraciones sobre el español básico, el originario, del cual el español actual es una continuación o una derivación. Se ha afirmado que la lengua española que llegó a América (y a México, por tanto, pues se supone que los primeros conquistadores trajeron su español “americano” desde las Antillas) es la de finales del siglo xv: “lo spagnolo importato in America fu naturalmente quello dell’epoca della conquista, cioè il cosidetto spagnolo ‘preclassico’ o ‘español anteclásico’, como dicono gli spagnoli”.[4] Casi con las mismas palabras repite esta idea Alonso Zamora Vicente:[5]
El fundamento del español americano está, naturalmente, en el llevado al Nuevo Mundo por los conquistadores. Ese castellano es el preclásico, la lengua de fines del siglo xv, la usada por Mena, [Jorge] Manrique y La Celestina y codificada en la Gramática de Nebrija. Es decir, una lengua anterior al esfuerzo creador de las grandes personalidades de los Siglos de Oro.
Varios años antes de la publicación del libro de Zamora Vicente, Amado Alonso[6] se había referido a ciertos filólogos, sin mencionar nombres, que opinaban que la base del español americano era el anteclásico del siglo xv y refutaba brillantemente sus ideas. En esa posición, Alonso encuentra, al menos, dos graves desaciertos: uno de carácter teórico-lingüístico y el otro histórico-lingüístico. En cuanto al primero, baste señalar que preclásico es una designación literaria, que no corresponde a la lengua hablada, en la cual obviamente no hay distinción de clásica o preclásica, romántica o moderna. Enfáticamente escribe Alonso: “el idioma hablado por la gente, por los aguadores y los obispos, por los oidores y los soldados, por los catedráticos y los bedeles, no es ni puede ser nunca clásico y, por lo tanto, nunca puede ser anteclásico o preclásico” (p. 10). El error histórico-lingüístico resulta igualmente evidente: el español de fines del siglo xv no fue ni puede ser la base del español americano. La verdadera colonización de la mayor parte del territorio americano tuvo lugar a lo largo de todo el siglo xvi. Sin considerar la gran distancia cronológica que media entre los primeros poblamientos antillanos (fines del siglo xv) y la culminación de la conquista de Chile (últimos años del xvii), está fuera de toda lógica suponer que el fundamento del español americano se encuentra en la lengua de Colón y sus compañeros del Descubrimiento. Con toda razón escribe Alonso: “la verdadera base fue la nivelación realizada por todos los expedicionarios en sus oleadas sucesivas durante todo el siglo xvi” (p. 44). Antes había escrito, no sin buena dosis de burla, aludiendo a la imposibilidad de que el español de Colón fuera la base del americano, que ello supondría que
Bernal Díaz y sus 450 compañeros de la campaña mexicana (1519-1522), Francisco Pizarro y sus 160 soldados conquistadores del Perú, Pedro de Mendoza y sus 1 200 fundadores del primer Buenos Aires (1536), etcétera, tuvieron que abandonar su idioma del siglo xvi y volverse al del siglo xv que los Pinzones habían depositado en La Española (pp. 10-11).
Evidentemente, todo lo anterior puede con derecho aplicarse al español mexicano, pues aunque es cierto que el núcleo inicial de la conquista estuvo integrado por soldados que procedían de las Antillas, debe tenerse en cuenta que el verdadero poblamiento se llevó a cabo durante el resto del siglo xvi, especialmente en su segunda mitad.[7] Aplicando los conceptos de Amado Alonso al caso de México puede decirse que aquí la base lingüística, como para el resto de América, es el promedio, la nivelación de las hablas españolas de todo el siglo xvi.
Hay también argumentos lingüísticos para demostrar que la base del español americano corresponde a esa centuria. Alonso (1963, pp. 24 y ss.) hace ver que todos los arcaísmos desechados por Juan de Valdés en el Diálogo de la lengua (1535) están ausentes del español americano; y, por otra parte, la mayoría de los vocablos que recomienda incorporar forman hoy parte tanto del español peninsular como del americano. Puede también esgrimirse, como otra prueba, el hecho de que los últimos grandes cambios fonológicos que experimentó la lengua española, los últimos ajustes en el inventario de fonemas, que concluyeron en la segunda mitad del xvi, también se dieron en América, lo que no necesariamente habría sucedido si la base efectiva hubiera sido el español del xv.[8]
Por lo que respecta al segundo de los ejes del diasistema, el diatópico, y en relación también con los orígenes del español mexicano, podemos preguntamos si se puede hablar o no de una región española que supere a las demás en cuanto a número de pobladores en México. Si vale para éste lo que Boyd-Bowman (1976, p. 585) anota para América en general –y no hay razón alguna para que no lo sea–, evidentemente sí hay una región de España que predomina ampliamente sobre las demás: Andalucía. Se consideraron (para el período 1493-1600) 14 orígenes, los más importantes de los cuales, en orden decreciente en cuanto a sus porcentajes, son: Andalucía (36.9%), Extremadura (16.4%), Castilla la Nueva (15.6%), Castilla la Vieja (14%) y León (5.9%).[9] Como se ve, según estos recuentos, los andaluces en América fueron, durante el siglo xvi, más del doble que los emigrantes de Extremadura, región que le sigue en importancia. Para la Nueva España en particular, durante el lapso 1520-1539, en que acuden 4 022 pobladores registrados (“tres veces más que a ninguna otra parte de América”), el 35% eran andaluces, más del doble que castellanos viejos (17.3%) y poco menos del triple que extremeños (14.8%). Concretamente en la ciudad de México, si se suman dos períodos, el antillano: 1493-1519, con 228 y el que va de 1520 a 1539, (con 914), se obtienen las siguientes cifras, en relación con el origen de los inmigrantes: 229 andaluces (32.7%), 169 castellanos viejos (18.5%), 115 extremeños (12.6%), 102 castellanos nuevos (11.2%), 90 leoneses (9.9%).[10] En los siguientes períodos el predominio andaluz fue siempre notable.[11] De todos estos datos puede deducirse con bastante seguridad que en los orígenes del español mexicano –como del americano en general–, hay, en efecto, importante predominio de andaluces. Éste es un dato de carácter histórico,[12] que puede corroborarse también con argumentos lingüísticos.
La semejanza del español de América con el andaluz viene siendo señalada, por lo menos, desde fines del siglo xvii,[13] hasta nuestros días. Quizá los filólogos que mayor atención prestaron a este asunto fueron Pedro Henríquez Ureña, que siempre defendió la autonomía del español de América y puede considerarse por ende como antiandalucista,[14] y Max Leopold Wagner, andalucista convencido, con quien Henríquez Ureña estableció la conocida e interesante discusión.[15] Muchos estudiosos más han trabajado sobre el andalucismo (y el antiandalucismo) del español en América. Opiniones muy autorizadas a favor son las de Ramón Menéndez Pidal[16] y Rafael Lapesa.[17] Por lo contrario, puede considerarse opositor de la teoría del andalucismo del español americano Amado Alonso, entre otros.[18]
Conviene ante todo distinguir dos clases de andalucismo en la historia de la lengua española en América: uno es el que comprende una época temprana y se caracteriza por el hecho de ser general en todo el territorio, y otro, tardío, que posee rasgos que no están presentes en todas las hablas americanas. El principal rasgo andalucista que tiene su origen en los primeros años de la conquista y colonización es el seseo, fenómeno que se extiende en todo el territorio americano (México, obviamente, incluido) y que puede ser considerado tanto en una perspectiva fonológica cuanto fonética. Atendiendo a la primera, el seseo americano consiste en que aquí no se da la oposición entre la interdental fricativa sorda (ortográficamente, z, c, + e, i) y la alveolar (ortográficamente, s), como en buena parte de las hablas peninsulares. El español americano carece del fonema interdental, es seseante. Eso sucede precisamente en las hablas andaluzas de hoy, en las cuales o bien sólo se da la s (seseo) o bien sólo se da la interdental (ceceo), pero no la oposición entre ambos fonemas, que no coexisten en esa región española. El seseo americano también puede ser visto como un fenómeno fonético y no sólo fonológico. La s americana corresponde a la s andaluza y no a la s madrileña: es predorsal y no apical. Con muy diversos matices de articulación, en la extensa geografía americana, el rasgo fonético general (o casi) de la s (particularmente en México) es que, para su pronunciación, interviene el predorso de la lengua y no el ápice (como sucede en Madrid), rasgo fonético que comparte con Andalucía.
Prácticamente todos los investigadores, aun los menos andalucistas, coinciden en que el seseo (fonológico y fonético) de América se debe al predominio de andaluces en la conquista y primera colonización.[19] Un filólogo como Gregorio Salvador, que se ha mostrado escéptico en cuanto a la influencia de Andalucía en América, no deja de reconocer: “el andalucismo del español de América, que yo llamaría con más precisión sevillanismo, me parece incontrovertible en lo que respecta al seseo”.[20] El seseo, absolutamente general en el español mexicano, es un rasgo que tiene entonces su explicación en los orígenes mismos del español en estas tierras, en donde un dialecto peninsular (el andaluz) se impuso sobre los demás.[21]
Por lo que toca al seseo mexicano, es opinión unánime de los especialistas que existía, tal como se da hoy, al menos a partir de la segunda mitad del siglo xvi. El análisis que Juan M. Lope Blanch[22] hace de las cartas de Diego de Ordaz (1529-1530), en lo tocante a las sibilantes, lo lleva a aceptar la “existencia de una sola /s/ ápicoalveolar, en su realización sorda, ausencia de çeçeo, y distinción prácticamente general entre las dorsodentales ç y z, africada y fricativa respectivamente” (p. 46). Sin embargo, Claudia Parodi,[23] al estudiar manuscritos correspondientes a 1523, llega a conclusiones diferentes: “me parece que no sólo puede adelantarse –aunque provisionalmente– en medio siglo la fecha del ensordecimiento, sino que además es posible sostener que éste y el seseo coexistieron desde los primeros años en que se introdujo el castellano en América” (pp. 124-125).
Otro importante fenómeno fonológico del español americano (y, obviamente, mexicano), el yeísmo (o confusión del ll en y), suele también atribuirse al andaluz, aunque según algunos –como Menéndez Pidal (1962)–, no sería debido a una influencia temprana sino más bien tardía y para ello habría intervenido además, como mediadora de prestigio, el habla madrileña. Hay empero, nuevamente, para este fenómeno de confusión, documentaciones más antiguas, como lo hace ver, en otro artículo, Claudia Parodi:[24] “he podido recopilar tempranos testimonios de este hecho [el yeísmo] en textos redactados en América durante el siglo xvi. Estos testimonios […] prueban que en América el fenómeno estaba bastante extendido, aunque no generalizado, desde el siglo xvi” (pp. 242-243). Es precisamente un testimonio mexicano de 1527 el más antiguo que para América encuentra Parodi. Es posible deducir de todo ello que, aunque ciertamente el yeísmo americano no es independiente del español (del andaluz, en particular), “sin embargo, cabe pensar que su generalización, aunque no tan rápida como la del seseo, fue más temprana en ultramar que en España” (p. 247).
Es necesario considerar, por otra parte, un andalucismo tardío cuyos rasgos, además, pueden verse sólo en algunos dialectos del español en América. Menéndez Pidal (1962) explicó, con mucho acierto, que cuando se regularizaron los viajes de España a América, éstos partían casi siempre de puertos andaluces, y transportaban, predominantemente, pasajeros oriundos del sur de España, cuya habla influía poderosamente en los que procedían de otras áreas geográficas. Las flotas que periódicamente partían de Sevilla llegaban a Santo Domingo; ahí se dividían: una parte se dirigía al puerto mexicano de Veracruz y otra a las costas venezolanas, entonces conocidas como Tierra Firme. Son precisamente las costas americanas y las islas, frecuentadas por la flota, las que muestran con evidencia la influencia lingüística andaluza con rasgos fonéticos ausentes en tierras americanas del interior. A ello se debe que Menéndez Pidal propusiera una designación basada en razones histórico-sociales más que geográficas o climáticas; hablaba él de “tierras de la flota” frente a “tierras interiores”. Las tierras de las flotas, debido a la persistente presencia de andaluces, en particular a lo largo de los siglos xvi y xvii, adquirieron rasgos que las identifican claramente frente a las áreas de la administración (piénsese, por ejemplo, en la ciudad de México).[25]
En lugares como La Habana, San Juan, Panamá y otros, puede observarse hoy una marcada debilitación consonántica, consistente sobre todo en la aspiración y pérdida de la -s implosiva, en la articulación laríngea de la j, en la eliminación o debilitamiento de la -d- intervocálica (particularmente en -ado-), en la velarización de -n, en la confusión de las líquidas -r y -l, etc., debilitación que resulta análoga a la existente en Andalucía. Se trata en efecto de la influencia persistente de este dialecto sobre ciertas zonas americanas. Particularmente en México, esta modalidad andaluza existe con evidencia, por ejemplo, en una amplia zona de la costa del Golfo de México,[26] en la cual la lengua española se caracteriza por un fuerte vocalismo y un débil consonantismo. Nótese que el habla de la altiplanicie mexicana resulta exactamente contraria, en este sentido, a la de las costas del Golfo de México, pues en la ciudad de México, sea por caso, la s, en cualquier posición, se articula muy tensa, la j nunca se aspira, la -d- intervocálica se conserva, la -n es alveolar y no velar. En la altiplanicie mexicana no existe, por ende, este andalucismo que vengo denominando tardío. En resumen, por lo que a México toca, puede distinguirse una primitiva influencia del andaluz, correspondiente a los primeros años de la conquista y colonización, que se extiende, geográficamente, a todo el país, cuyo principal rasgo es el seseo y cuya explicación estriba en el predominio de colonos del sur de España.[27] Por otra parte, algunas zonas del país, especialmente las costas del Golfo de México, manifiestan otro tipo de andalucismo, consistente sobre todo en la debilitación consonántica, debido éste al particular influjo que en estas áreas tuvo la persistente visita de las flotas que partían de Sevilla.[28]
De lo anterior se concluye que, considerando el eje diatópico del diasistema y con referencia a los orígenes del español mexicano, efectivamente hay un dialecto peninsular que predomina sobre los demás, el andaluz, e influye de manera importante para caracterizar temprana y tardíamente tanto el español mexicano general cuanto el regional (costas del Golfo).[29]
En lo tocante a los inicios del español mexicano conviene, por último, hacer algunas reflexiones que tengan que ver con el eje diastrático del diasistema. Lo haré aludiendo primeramente a algunas observaciones que pueden leerse en diversos manuales y que, a mi ver, no corresponden con exactitud a la realidad histórica. Existe la creencia de que los primeros pobladores de América eran personas culturalmente inferiores a las que permanecían en España. En opinión de José L. Sucre,[30] por ejemplo, “los nuevos horizontes exigían menos erudición, menos cultura que en la muy civilizada Europa […]. Soldados, aldeanos y paisanos españoles llevaron al Nuevo Mundo sus hábitos rústicos y ancestrales, sus modismos populares y sus términos chabacanos y triviales”. Piensan otros que, aquí en América (en México) era mucho más fácil alcanzar un cierto nivel de hidalguización que no hubiera sido posible lograr en España. Sin embargo, a juicio de esos mismos estudiosos, tal hidalguización no conllevaba un cambio en el lenguaje, pues “siguieron hablando según su condición social anterior […]; el español americano en toda su evolución ha sido, y sigue siendo hasta ahora, más popularista que el europeo […]”.[31] Todo ello conduce a pensar a algunos más que el español del Nuevo Mundo no se caracteriza, quizá, por un plebeyismo acentuado, sino más bien por un vulgarismo de mayor extensión entre los hablantes: “no es peculiar de las hablas hispanoamericanas el uso de muchos vulgarismos o plebeyismos, sino su mayor extensión geográfica y más alta categoría social que en la península”.[32] Para otros autores, sin matiz aclaratorio alguno, simplemente el español americano se les aparece “vivamente coloreado por el arcaísmo y por la tendencia a la acentuación de los rasgos populares”.[33]
Por mi parte creo que aquí, como en lo referente a la diacronía, conviene conocer las ponderadas ideas de Amado Alonso, quien, en la obra citada en la nota 6, recuerda con mucho acierto que aunque resulta innegable que América fue conquistada por el pueblo español, por ello no debe necesariamente entenderse que pueblo es sinónimo de “gente sin educación”, o al menos debe tenerse muy en cuenta que el pueblo que se quedó en España no era precisamente culto: “el pueblo que se desgajó de España para poblar América […] estaba compuesto de rústicos, villanos, artesanos, clérigos, hidalgos, caballeros y nobles, aproximadamente en la misma proporción que el pueblo que se quedó en España”.[34]
Con referencia particular al español mexicano del siglo xvi, aunque necesariamente deben considerarse como exageración poética, no dejan de ser ilustrativos los conocidos tercetos de Bernardo de Balbuena:
Es ciudad de notable policía,
y donde se habla el español lenguaje
más puro y con mayor cortesanía
vestido de un bellísimo ropaje
que le da propiedad, gracia, agudeza
en casto, limpio, liso y grave traje.
Debe asimismo tenerse en cuenta que, durante el siglo xvi, la ciudad de México fue adquiriendo, muy rápidamente, las características de una gran urbe. Menéndez Pidal (1962, p. 158) proporciona al respecto algunos datos de interés: en 1529, pocos años después de conquistada, tiene ya catedral; es corte virreinal en 1535; se establece en ella la imprenta en 1530; cuenta con importante universidad desde 1553, etc. Se establecen escritores de reconocido prestigio: Mateo Alemán, Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Luis Belmonte, Bernardo de Balbuena…, lo cual no quiere tampoco decir que todos los habitantes de tan populosa ciudad tuvieran un alto nivel cultural. Vuelvo a citar a Amado Alonso (1963, p. 17): “el lenguaje era [y es] rústico en los rústicos, vulgar en el vulgo, culto en los cultos, lo mismo en América que en España”. Si, en cuanto a la diacronía, la base del español de México fue la nivelación de todas las hablas del siglo xvi, en las sucesivas oleadas de inmigrantes, por lo que respecta a la diastratía, es el promedio de idiolectos pertenecientes a hablantes de las diversas clases socioculturales en mezcla y proporciones muy parecidas a las que por esa época se daban en España, ni más ni menos.
En definitiva puede decirse que la base del español mexicano, en lo que toca a la diacronía, está en la suma de las hablas de todo el siglo xvi que llegaron en sucesivas oleadas migratorias (primero de las Antillas y después de España). Por lo que corresponde a la diatopía, es necesario reconocer el predominio de una región de España, Andalucía, sobre las demás, hecho que se comprueba por razones históricas y lingüísticas; es conveniente también distinguir este primer andalucismo (que México comparte con el resto de América) de un segundo influjo de aquella región, que se manifiesta sólo en algunas áreas del país y que se debe a la persistente presencia del elemento andaluz en islas y costas americanas. Finalmente, si se atiende al eje diastrático, se debe concluir que la base del español mexicano está fincada sobre un koiné de hablas populares y cultas, rurales y urbanas, muy semejante a la que, por esa época, se daba en la península ibérica.
Zonas dialectales y caracterización fonética
No cabe duda de que a la división dialectal del español mexicano que hace muchos años propuso Pedro Henríquez Ureña[35] pueden aplicársele muchas de las críticas de que ha sido objeto la fragmentación del español en toda América que el mismo filólogo planteó en otro lugar (1921). Independientemente de que hoy resulta fácil señalar imprecisiones y, sin duda, errores en la propuesta de Henríquez Ureña –ya que entonces no se contaba con la información que existe ahora–, debe reconocerse que tampoco hay una contrapropuesta que realmente mejore, anulándola, la exposición del estudioso dominicano.[36] El interés que, entre otros, tiene en mi criterio la división de Henríquez Ureña, es que se trata de una hipótesis basada ciertamente en la intuición (y no en la investigación) pero en la intuición de un observador muy sensible del fenómeno lingüístico y que, sobre todo, parece no separarse demasiado de lo que establece la propia conciencia de los hablantes.[37] En todo caso creo que, para una descripción superficial de los rasgos lingüísticos más gruesos del español mexicano, como se propone ser ésta, puede resultar útil tomar como punto de partida las observaciones de Henríquez Ureña y, cuando ello sea posible, confirmarlas, completarlas o corregirlas, con ayuda de estudios dialectológicos confiables, publicados con posterioridad a esa propuesta.[38] Distingue el estudioso de Santo Domingo seis zonas, de las cuales deberemos considerar, al menos, cinco: 1] el centro de México; 2] el norte; 3] las tierras bajas de la costa del Golfo, que se unen a través del Istmo de Tehuantepec con las del sur del Pacífico; 4] Yucatán; 5] Chiapas. Dejo fuera una de las zonas consideradas por el investigador (el sudoeste de los Estados Unidos) por no formar parte del territorio nacional y limito la quinta al estado de Chiapas, aunque en la enumeración original quedan ahí incluidas también, como parte de esa zona, todos los países centroamericanos.[39]
La primera de estas zonas (el centro de México) viene a ser la principal, tanto por su población como por su importancia cultural y económica, y corresponde a la región geográfica conocida como el altiplano. Entre sus rasgos predominantes de carácter suprasegmental destacan: la emisión poco vigorosa, el tempo lento y el tono agudo. A juicio de Henríquez Ureña la entonación, particularmente en las clases populares, “es idéntica a la que se emplea al hablar náhuatl” (p. 335).[40] La cadencia final de los enunciados es diferente de la que suele darse en el dialecto madrileño; aquí “de la antepenúltima se asciende aproximadamente una tercera, y de la penúltima sílaba a la última se desciende aproximadamente una sexta; la penúltima es larga, la final muy breve” (ibid.).[41]
Rasgos propiamente fonéticos, segmentales, peculiares del altiplano mexicano serían: el timbre cerrado de las vocales y, sobre todo, la brevedad de las átonas, en particular cuando ocupan posición de protónicas o postónicas, en que pueden incluso desaparecer. Las consonantes son tensas y precisas; de entre ellas es necesario destacar la s mexicana “dental, apoyada en los incisivos inferiores, de timbre agudo, singular por su longitud entre todas las del mundo hispánico” (p. 336). Esta s se conserva en cualquier posición. Asimismo tienden a conservarse plenamente articuladas las demás consonantes intervocálicas.
Entre los trabajos posteriores que se refieren a localidades del altiplano sobresalen dos, uno describe la fonética de todo el valle de México[42] y otro la de la ciudad de México, este último con observaciones sociolingüísticas.[43] Matluck ratifica, obviamente con mucho mayor detalle, las superficiales pero certeras observaciones fonéticas de Henríquez Ureña como, por ejemplo, la brevedad y pérdida de las vocales átonas: la vocal interior “es reducida y relajada (en el valle de México), pero raramente desaparece por completo, como en el Distrito Federal” (p. 20). Sobre conservación y tensión de consonantes anota: “en la altiplanicie mexicana la consonante final no desaparece y, al contrario, en el caso de la s final, es reforzada” (p. 23). Las consonantes intervocálicas, por ejemplo b, d, g, se conservan: “en el valle la d se pronuncia con articulación más fuerte que en el español general” (p. 56). También hay correspondencia entre Matluck y Henríquez Ureña en lo tocante a los aspectos suprasegmentales: “la distintiva línea musical en el desarrollo del grupo fónico es, probablemente, el rasgo más hondo que la lengua náhuatl ha dejado en el español del valle y de la altiplanicie: una especie de canto con su curiosa cadencia final, muy parecido al movimiento melódico del náhuatl mismo” (p. 121).
La investigación de Perissinotto sobre el español de la capital llega, en lo esencial, a análogos resultados, en los particulares aspectos que se consideran aquí. Así, en lo tocante a la relajación de vocales átonas, se dice que “el extremo debilitamiento de las vocales átonas es tal vez el rasgo fonético más notable del español de México” (p. 26). La tensión articulatoria de las consonantes también queda plenamente comprobada: “mientras que el sistema vocálico […] muestra un inventario algo reducido de fonemas en posición átona, el sistema consonántico del español de la ciudad de México se caracteriza por presentar articulaciones tensas en posiciones donde se esperarían variantes relajadas” (p. 68). En especial la articulación de la s es descrita como “estridente larga” (p. 56). Entre los rasgos fonéticos importantes que analiza Perissinotto y que no son mencionados ni por Henríquez Ureña ni por Matluck, conviene destacar el de la asibilación de la -r implosiva y de la rr. Es muy probable que se trate de un fenómeno relativamente reciente, si se considera que en 1951 (fecha de la publicación de Matluck) no se registra sino esporádicamente y, en Perissinotto (1975) aparece como “constante”, en el caso de la -r (“la variante alveolar fricativa asibilada parece un rasgo constante del español de la ciudad de México” [p. 64]) y, en cuanto a la rr, también se da en variación libre (p. 65). Debe señalarse asimismo que la asibilación de la -r es un rasgo predominantemente femenino.
Hay otras obras dialectales que se refieren a regiones geográficas que pertenecen al altiplano, aunque situadas en el occidente.[44] En ellas queda también ratificada en sus rasgos más generales la caracterización de Pedro Henríquez Ureña. En Guanajuato hay debilitación y pérdida de vocales inacentuadas. Hay asimismo cierre de la vocales -e y -o en posición final. La s es ciertamente tensa, pero se percibe ya debilitada en otras consonantes, como b, d, g, en posición intervocálica, que se mantienen firmes en el valle de México. En Jalisco, contrariamente a lo que sucede en el centro del altiplano, las vocales átonas tienden a conservarse plenamente articuladas, así como también las consonantes intervocálicas. Se registra un alto porcentaje de asibilación de r y, como rasgo muy característico de esta zona, se da una peculiar nasalización tras -s final.
La segunda de las zonas dialectales en que divide Henríquez Ureña al territorio mexicano es el norte. El tempo, allí es más rápido que en el centro, el tono menos agudo, la articulación consonántica menos precisa, y la tensión menor. El consonantismo es ya menos firme. Quizás el rasgo fonético que mejor caracterice este comportamiento de las consonantes en el norte del país sea el debilitamiento de y, particularmente en contacto con la vocal i (amarillo pasa a amarío). En compensación, las vocales, aun las átonas, son más plenas que en el valle de México. Por lo que corresponde a la s, su articulación resulta menos aguda y menos larga.[45]
No se dispone de muchos trabajos posteriores que se refieran al dialecto del norte de México. Los pocos publicados parecen confirmar, en líneas generales, la caracterización anterior. Así, por ejemplo, Lourdes Gavaldón[46] hace un buen resumen de la pronunciación en la ciudad de Múzquiz, Coahuila. Ahí se lee que la -b- se relaja (“la debilitación es notoria, sobre todo en el morfema verbal -aba- [p. 222]), así como la -d- (“entre vocales es frecuente escuchar la forma relajada”)[47] y en la -g- (“en posición intervocálica se registra un relajamiento constante” [p. 226]). La articulación débil se manifiesta también en otras consonantes, como la f (“suave y poco tensa” [p. 227]), la j (“abierta y suave” [p. 227]) y, sobre todo, en la y (“se escucha con tensión débil en cualquier situación” [p. 229]).[48] A estos rasgos debe añadirse, entre otros, la asibilación de rr y -r sobre todo entre los jóvenes.
La tercera de las zonas de Henríquez Ureña comprende las tierras bajas de la costa del Golfo. Ahí, según el filólogo dominicano, “se siente menos el influjo de la fonética indígena”.[49] El tono es agudo, el tempo animado. Las vocales se pronuncian plenas, en contraste con las consonantes, que se debilitan y aun tienden a desaparecer; tal es el caso de la -d- (sobre todo en -ado) y la j, que “se afloja y se reduce a aspiración laríngea” (ibid.).
Entre los estudios recientes que hay sobre esta zona, me interesa considerar el de Rodney Williamson[50] porque, tratándose de una investigación que abarca todo el estado de Tabasco, permite hacer oposiciones interesantes entre la pronunciación que se da en la costa y en el interior. Así, por ejemplo, en lo que respecta a la conservación o pérdida de -s, anota: “la zona donde menos se conservaba la sibilante era la costa” (p. 105). En general, en todo el estado es evidente, en mayor o menor grado, la relajación consonántica de -d-, -b- y -g: “todos nuestros informantes relajaban /b/ y /d/ sistemáticamente en posición intervocálica, y todos menos cinco relajaban la /g/ en la misma posición” (p. 97). Algo similar puede decirse de la j: “en Tabasco la realización más frecuente de /j/ es una aspiración laríngea sonora” (p. 101).[51] En resumen, Williamson concluye claramente que “podemos caracterizar a Tabasco grosso modo como una zona en la que las vocales tienden a conservarse íntegras en tanto que se relajan las consonantes” (p. 116), lo que coincide totalmente con la apreciación de Henríquez Ureña.
Antes de explicar la penúltima zona, Henríquez Ureña alude de paso a la región del sur (Oaxaca, Guerrero, Morelos) y señala que es poco conocida.[52] Indica que coincide parcialmente con el área costeña del Golfo. Probablemente esto sea cierto sólo en lo tocante a las costas (de Oaxaca y Guerrero) pues el español de la ciudad de Oaxaca, por ejemplo, no tiene muchas semejanzas con el de las tierras bajas del Golfo de México, como lo demuestra la investigación de Beatriz Garza Cuarón.[53] En la ciudad de Oaxaca el relajamiento vocálico, “aunque no está tan extendido como en el Distrito Federal, por ejemplo, tiene mucha importancia” (p. 36). Por otra parte, la s, ahí, “es predorso dentoalveolar convexa fricativa sorda de timbre agudo; es el mismo sonido que se oye en la ciudad y en el valle de México” (pp. 41-42). La tensión articulatoria de la j “suele ser fuerte” (p. 43). Véase por tanto que el dialecto de la ciudad de Oaxaca más se asemeja, en cuanto a la pronunciación, al descrito para la zona del altiplano que al propio de la zona costera del Golfo.
La península de Yucatán constituye por sí sola la siguiente zona dialectal en la clasificación de Henríquez Ureña. Apunta el investigador el importante papel que el maya desempeña en la caracterización del español yucateco, tanto en la fonética como en el vocabulario. Destaca, como rasgos predominantes, los cortes glóticos y las consonantes heridas, y lamenta que no se haya aún descrito una modalidad lingüística tan interesante. Afortunadamente hoy se cuenta con muy buenas descripciones de ese dialecto, entre las cuales merecen mencionarse las de Víctor Suárez, Manuel Alvar, Josefina García Fajardo[54] y Juan M. Lope Blanch (1971). Alvar destaca, como fenómenos fonéticos característicos de Yucatán, “la frecuencia de las articulaciones oclusivas de b, d, g” (p. 204), la conversión de ñ en ni (p. 205), la realización velar y bilabial (m) de -n. García Fajardo ratifica las observaciones de Alvar sobre el carácter oclusivo de b, d, g (p. 37), la despalatalización de ñ en ni (p. 77), etc., pero añade, entre otros muchos aportes, una detallada exposición de las articulaciones glotales (saltillo, consonantes glotalizadas, ataque glotal y consonantes aspiradas [pp. 81-89]), para concluir que “los saltillos fueron más frecuentes que las consonantes glotalizadas” (p. 89) y que pueden verse diferencias en relación con niveles socioculturales: “en el nivel bajo la tendencia a la glotalización se resuelve en la articulación de consonantes plenamente glotalizadas […], en los niveles medio y alto, esta tendencia se resuelve con preferencia para el ataque glotal y la aspiración” (ibid.).
La personalidad léxica del dialecto yucateco queda muy bien demostrada en el artículo de Lope Blanch (1971), donde explica cómo una buena cantidad de conceptos se manifiestan, en Yucatán, por vocablos (hispánicos o mayas) desconocidos en otras regiones del país.[55]
En la última zona de Pedro Henríquez Ureña (Centroamérica) está comprendido, a su juicio, el estado mexicano de Chiapas. Señala algunos rasgos: debilitamiento de -y-, r y rr fricativas, -n final velar, entre otros menos importantes. Es de lamentar que aún hoy no contemos con un buen estudio del habla chiapaneca, pues el trabajo de Susana Francis,[56] aunque contiene datos valiosos, adolece de muchas imprecisiones y falta de sistematización. Podrían indicarse, con reservas, algunos pocos rasgos: aspiración de h- inicial, eliminación de y intervocálica.[57]
Es de suponerse que la inminente publicación del Atlas lingüístico de México por parte de El Colegio de México cubrirá en muy buena proporción las numerosas lagunas que hoy persisten para la identificación de las zonas dialectales del país. Habrá necesidad de recurrir a esta obra para conocer detalladamente las variedades del español mexicano, no sólo –aunque principalmente– en la fonética, sino también en algunos rasgos gramaticales y en aspectos léxicos.
Las peculiaridades morfosintácticas del español mexicano, a diferencia de las fonéticas, no suelen dividir en zonas dialectales el territorio. Me limito, por ende, a explicar sucintamente las más importantes sin aludir, salvo pocas excepciones, a una concreta ubicación geográfica.
Con referencia a pronombres y fórmulas de tratamiento, en México (como en toda América) no se usa vosotros (as) ni el posesivo correspondiente (vuestro, -a, -os, -as). Se sustituye, en toda ocasión, por ustedes (y el posesivo por su, suyo, -os, -a, -as).[58] En el español mexicano se conservan con plenitud los empleos de pronombres objetivos (directos e indirectos) en correspondencia con sus valores etimológicos, es decir que no se dan los fenómenos conocidos como leísmo (le quiero), laísmo (la escribo) y loísmo (lo escribo).[59] En la casi totalidad del país se ignora el voseo, es decir se usa sólo el tuteo. Son excepciones algunas zonas de los estados de Tabasco[60] y Chiapas. Incluso en esas limitadas áreas el voseo se produce predominantemente en modalidades rurales y sólo en situaciones familiares de intimidad y confianza.[61]
Otras características gramaticales del español que se habla en México tienen que ver con el verbo y, en particular, con lo que se ha denominado reducción del paradigma verbal,[62] lo que quiere decir que las formas o tiempos verbales de la conjugación se emplean de manera peculiar.[63] Así, por ejemplo, el futuro sintético en -ré (cantaré) tiene aquí mayor vitalidad que en España, y se sustituye muy frecuentemente por la perífrasis ir a + infinitivo (voy a cantar) o por el presente de indicativo (canto). De conformidad con investigaciones sobre este asunto,[64] la mitad de las expresiones de lo venidero (en lengua hablada) se construyen con la perífrasis, el 25 por ciento con el presente y sólo la otra cuarta parte se expresan por la forma cantaré.[65] La decadencia del futuro compuesto (habré cantado) es quizá más acusada que la del simple y, en su lugar, suele aparecer el pretérito (canté) o algunas perífrasis del tipo de tener + participio. Propio, aunque obviamente no exclusivo, del español mexicano es el usar sustitutos para el imperativo. Con frecuencia se emplea, con este valor, el presente o ciertas construcciones perifrásticas (“lo saludas de mi parte”, “¿no quieres saludarlo de mi parte?”).
De mayor interés estructural es la peculiar oposición que se da en México entre los pretéritos canté y he cantado, si se compara con la que muestran estas formas en el español peninsular. Mientras en España el que se use canté o he cantado depende sobre todo de que la acción expresada por el verbo tenga relación (he cantado) o no (canté) con el presente, en México su empleo está condicionado por otros factores de carácter predominantemente aspectual. Aquí aparecen en pretérito (canté) acciones que el hablante considera concluidas, terminadas, perfectas, independientemente de que estén contenidas o no en el presente ampliado. Por lo contrario se expresarán en antepresente (he cantado) las acciones que el hablante concibe como, de alguna manera, inacabadas, en proceso, imperfectas. Si en España se dice, por ejemplo, “hoy he llegado tarde”, en antepresente, porque la acción está dentro del ahora (hoy), en México se dirá “hoy llegué tarde”, en pretérito, porque se entiende que la acción es perfecta, que se la concibe como terminada, sin considerar el hecho de que pertenezca al presente ampliado. Así, la diferencia, en el español mexicano, entre “ha sido el médico de la familia” y “fue el médico de la familia”, para muchos hablantes, consistirá en que en la primera oración él sigue siendo el médico de la familia aún ahora (la acción no ha concluido, es imperfecta), mientras que en el segundo enunciado, él ya no es médico de la familia o ya murió. En resumen puede decirse que en el español peninsular la oposición canté / he cantado no es esencialmente aspectual, y en el español mexicano sí lo es.[66] Debido a ello y no precisamente a que la forma he cantado esté en decadencia, es más frecuente en México el uso de canté.
Otra peculiaridad del español mexicano y que probablemente comparte con los otros dialectos del español en América, tiene que ver con el verbo: es la marcada preferencia, en lengua hablada y escrita, de la forma en -ra (cantara) del imperfecto del subjuntivo sobre la forma en -se (cantase), que predomina en la mayor parte del español de España.[67]
Varios fenómenos más, de carácter morfosintáctico, podrían mencionarse como propios (aunque casi nunca exclusivos) del español mexicano, pero parece ser que se trata de rasgos poco importantes o menos evidentes desde una óptica estructural. Son por ende características que corresponden a sectores más específicos del sistema gramatical y, muchas veces, pertenecientes sólo al habla de determinado nivel sociocultural. Véanse empero algunos ejemplos: formación de femeninos análogos (tipa, marchanta, tigra, etc.); notable vitalidad del sufijo -ada, -ida para la construcción de derivados abstractos (cortada, platicada, leída…);[68] tendencia, quizá más acusada que en España, a la adverbialización de algunos adjetivos (“escribe bonito”, “canta lindo”, “juega lento”);[69] pluralización de lo (singular), cuando aparece junto a un se (invariable) plural (“se los dije” por “se lo dije”); uso de un le, vacío de significado, como enclítico de carácter enfático (“ándale”, “épale”, “quiúbole”…); numerosos verbos intransitivos con forma reflexiva (venirse, bajarse, enfermarse, amanecerse, etc.); empleo personalizado del unipersonal haber (habían sorpresas”);[70] empleo peculiar de algunos adverbios (absolutamente por “de ninguna manera”, a diario por “diariamente”, ahora por “hoy”, casualmente equivale a “por casualidad”, de inmediato por “inmediatamente”, por las dudas en lugar de “por si acaso”, etcétera); uso característico de ciertas preposiciones (hasta con sentido de inicio: “desayuno hasta las diez” por “no desayuno hasta las diez”; uso superfluo de desde: “llegó desde ayer”; omisión de de: “no me acuerdo la fecha”;[71] sustitución de a por de: “aprende a tu papá”; de a por en: “entra en la casa”…); empleo de conjunciones peculiares (cada que por cada vez que; como que con valor de probabilidad: “como que quiere llover”; de que por cuando: “de que a mí me gusta algo, lo compro”).
La existencia de varios vocabularios sobre mexicanismos léxicos permitiría pensar que, en este terreno, se dispone ya de datos confiables que posibilitan caracterizar el español de México. Esto empero es sólo parcialmente cierto, pues debe reconocerse que los lexicones de mexicanismos suelen tener los mismos defectos que Marcos A. Morínigo[72] señalaba en relación con los diccionarios de americanismos: “rivalizan en incorporar a su léxico el mayor número de indigenismos, se usen o no se usen en el español de América, distorsionando de esta manera la realidad lingüística y confundiendo a los estudiosos”.[73] Se dispone sin embargo de abundantes materiales que autorizan algunas observaciones generales.
Al español mexicano pueden aplicarse algunas clasificaciones de americanismos léxicos como la de Morínigo:[74] 1] indigenismos; 2] creaciones, invenciones o derivaciones; 3] acepciones propias; 4] arcaísmos, marinerismos y regionalismos de origen hispánico; 5] cultismos, anglicismos, africanismos. Aludiré sólo a algunos de estos tipos de mexicanismos.
Se sabe que las lenguas indígenas prehispánicas poco o nada influyeron en el español mexicano en los niveles fonológico y gramatical.[75] Se reconoce por otra parte que es en el vocabulario donde dejan sentir su presencia, aunque se suele también aquí incurrir en exageraciones inaceptables. Parece de cualquier manera indudable que en el español mexicano son numerosos los mexicanismos, particularmente los de origen náhuatl. Para proporcionar algunos ejemplos puede servir de base la investigación coordinada por Juan M. Lope Blanch y publicada, hace ya varios años, por El Colegio de México.[76] Aunque los resultados sólo pertenecen al habla de la ciudad de México, si se considera la importancia de ésta en el contexto nacional, no parece muy aventurado decir que pueden hacerse extensivos, al menos una buena parte de ellos, al español de todo el país.
En un corpus de 4 600 000 palabras sólo 21 938 fueron indigenismos (es decir el 0.47%). Si de aquí se eliminan los no comunes (gentilicios, patronímicos, etc.), quedan únicamente 3 384 palabras (0.07%), que corresponden, sin repeticiones, a nada más 313 vocablos y a 238 lexemas.[77] Por su vitalidad entre los hablantes, estos indigenismos fueron después clasificados en varios grupos.[78] Algunos pocos ejemplos de voces indígenas de conocimiento general entre los hablantes de la ciudad de México: aguacate, atole, cacahuate, camote, coyote, chamaco, chapulín, chayote, chicle, chile, chocolate, guajolote, huarache, ixtle, jitomate, mecate, mezcal, mole, nopal, papalote, pozole, tamal…[79] Ciertos vocablos parecen caracterizar determinado nivel sociocultural: así algunos conceptos históricos como teponastle o teocali o designaciones científicas como mezcalina o nahuatlato son propias de hablas cultas; por lo contrario, al nivel popular pertenecen voces indígenas que aluden a la agricultura como jilote o quintonil así como a la alimentación (tlacoyo, memela).
En el español mexicano hay indigenismos léxicos que actualmente ceden ante el término castellano más o menos equivalente: almuerzo (itacate), cesto (colote), espina (aguate), cargador (mecapalero), etc. También se da el fenómeno contrario, aunque menos frecuente, es decir que los indigenismos se impongan al hispanismo correspondiente: cempasúchil (flor de muerto), jacal (choza), tecolote (búho), zacate (hierba)…[80]
Es habitual calificar al español de América en general y al de México en particular de arcaico por conservar un buen número de vocablos que se han venido perdiendo en el español peninsular. Conviene de paso señalar la impropiedad, al menos terminológica, de tal designación. Si por arcaico o anticuado debe entenderse aquello que no está en uso hace mucho tiempo, debe reconocerse que, en el caso de algunas voces, ello sucede en el español de España, pero no en el de México (o América). Es decir que debe distinguirse un arcaísmo absoluto, como podría ser por ejemplo el verbo yantar con el sentido de “comer”, de un arcaísmo relativo, como el adjetivo prieto cuando significa “moreno”, que se desconoce por una minoría de hispanohablantes (los españoles) y pertenece por lo contrario al idiolecto de una mayoría; así, prieto viene a ser arcaísmo para los hablantes españoles, pero no para la lengua española. Debe tenerse en cuenta que la lengua puede considerarse como un diasistema constituido por la suma de muchos sistemas, de forma tal que el léxico de la lengua española será necesariamente la totalidad de los léxicos de cada uno de sus dialectos.
Aclarado lo anterior, se sabe que sobreviven en el español mexicano vocablos que en España resultan ahora desconocidos o de empleo muy esporádico. Isaías Lerner[81] distingue en este sentido tres grupos de voces: 1] que dejaron de usarse en el español general de España y perviven en América; 2] que no se usan en el español general de España y América y se oyen sólo en el rural y popular de este lado del Atlántico; 3] que no pertenecen al español general de España, pero aparecen en la literatura de los siglos xvi y xvii y ahora son de uso dialectal en España y rural en América. Transcribo en seguida unos pocos ejemplos de las listas de Lerner, que pertenecen a la norma mexicana actual: acalenturado (febril), alzar (recoger, llevarse algo, guardar algo en su lugar), amarrar (atar), bagazo (residuo de lo que se exprime para sacar el zumo), bastimento (provisión), boruca (bulla, algazara), carpeta (tapete de mesa), cobija (ropa y abrigo de cama), correr (expulsar, despedir, echar fuera), cuero (piel de las personas), dilatar (tardar, demorar), durazno (melocotón), enojarse (irritarse), ensartar (enhebrar la aguja), esculcar (registrar, indagar), frijol (judía, habichuela), lindo (bueno, excelente), oreja (asa de vasija), valija (maleta)…
Existe en el español mexicano un tipo particular de arcaísmo proveniente del vocabulario marinero de los siglos xvi y xvii. La conquista de América fue esencialmente una empresa de gente del mar. El español, en los barcos de los expedicionarios, quedó impregnado de vocablos marineros que, en América, pasaron a las tierras del interior. Delfín L. Garasa[82] alude a dos clases de marinerismos, consistente la primera en vocablos netamente marineros que, en territorio americano, adquirieron un uso terrestre; y la segunda en voces que, originariamente marineras, son hoy comunes en España y en América. Dispersos en el vocabulario pueden encontrarse, en el español mexicano de hoy, muy buenos ejemplos de marinerismos. Según el diccionario, abarrotar significa asegurar la estiba y en especial la carga de un barco con abarrotes, que eran fardos pequeños o cuñas; en México, una tienda de abarrotes es la que expende muchos y muy diversos artículos, y abarrotero es la persona que tiene tienda o despacho de abarrotes. Nótese, por una parte, el origen evidentemente marinero de la voz y, por otra, el notable cambio de sentido. Algo análogo puede observarse en la voz arbotante que, de su significado primitivo de palo o hierro que sobresale del casco del buque, pasa a significar, en el español mexicano, las grandes lámparas de iluminación urbana. Origen marinero tienen, en el español de México, palabras como balde (cubo), chicote (látigo), chinchorro (hamaca), arrancar (partir violentamente), galera (cobertizo), navegar (sufrir, padecer).[83]
No cabe duda de que la presencia del anglicismo es hoy prácticamente general en todos los dialectos de la lengua española. Ricardo Joaquín Alfar[84] propone una clasificación en varios grupos: barbarismos, pochismos, anglicismos propiamente dichos, parónimos castellanos de voces inglesas, acepciones peculiares de voces españolas, giros anglicanos, solecismos con sintaxis inglesa, extranjerismos puros, neologismos, anglogalicismos… Otros investigadores han enumerado anglicismos propios del ámbito americano. Así, entre los que señalaba hace tiempo Jerónimo Mallo,[85] se escuchan en México no pocos, a veces no muy obvios, como, por ejemplo: agradecerle (darle las gracias), orden (pedido), agenda (programa), apología (excusa), aparente (cierto), audiencia (auditorio), tropas (soldados), convención (reunión), romance (enamoramiento), honesto (honrado)… Sin embargo conviene aclarar que no se dispone aún de investigaciones verdaderamente confiables que demuestren que hay países o regiones en que la penetración de anglicismos sea superior a otros. Suelen mencionarse ciertas áreas geográficas en las cuales, a juicio de algunos autores, abunda más que en otras la influencia léxica del inglés. Así, México es mencionado con frecuencia, quizá porque para ello se basan en su vecindad con los Estados Unidos.[86] Lo cierto es que se requieren estudios dialectales, que por ahora no existen para todos los dialectos, cuyos resultados sean comparables entre sí. Mientras ello no suceda, no pueden aceptarse generalizaciones vagamente formuladas.
Para el español mexicano existen algunos intentos o calas léxicas que tienen como fundamento encuestas dialectales rigurosas y amplias.[87] Con apoyo en los resultados de la encuesta descrita en la nota 87, Juan M. Lope Blanch[88] registra apenas poco más de sesenta anglicismos que, a su juicio, merezcan denominarse generales. Ello permite pensar que, al menos con estos datos, resulta riesgoso afirmar que en México haya una apreciable abundancia de anglicismos léxicos.
A conclusión semejante se llega si se hace una revisión cuidadosa de los diccionarios existentes. Hace algunos años Marius Sala (en colaboración con Dan Munteanu, Valeria Neagu Tudora y Sandru-Olteanu) publicó una obra,[89] en la que clasifica el vocabulario contenido en muy diversos diccionarios de extensión tanto continental cuanto regional. Los anglicismos que ahí se recogen quedan agrupados en: 1] palabras difundidas en, por lo menos, cinco países; 2] en tres o cuatro países; y 3] en sólo uno o dos países. Debe tenerse en cuenta, además, que, a juicio de los investigadores, “la gran mayoría de las palabras que integran la primera categoría son panamericanas” (p. 407). Aproximadamente 360 vocablos pertenecen a ella. Pues bien, en México se desconocen aproximadamente 280 palabras de esa lista, es decir más del 75% de esos anglicismos “panamericanos” no se usan ni se conocen en México. Más adelante, en la misma obra, se enlistan anglicismos no panamericanos y se anota que, “analizando el inventario, observamos que estos términos se hallan en zonas geográficas de evidente influencia inglesa: Centroamérica, las Antillas, Caribe, México y la región hispanohablante de los Estados Unidos” (pp. 409-410). Nuevamente debe señalarse que el español de la ciudad de México sólo incluye unos trece de los cincuenta términos de la lista.[90]
Todo lo anterior lleva a concluir que, por una parte, no hay evidencia, hasta ahora, de que en efecto el español de México sea más anglicista que el de otras regiones hispanohablantes y, por otra, que se debe desconfiar de los diccionarios de americanismos y regionalismos cuando se pretende determinar la verdadera vitalidad de los anglicismos léxicos en determinada área geográfica. Para ello es indispensable esperar resultados que procedan de investigaciones lexicográficas llevadas a cabo con apego a métodos estrictamente dialectales.
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