De los preliminares del quehacer literario en el México nuevo, resultado de la conquista y de la implantación virreinal destacan las crónicas realizadas por un puñado de evangelizadores franciscanos, dedicadas a rescatar y a preservar los valores de la cultura amerindia prehispánica. Es esta labor literaria una de las originalidades más importantes de la producción textual en los dos últimos tercios del siglo xvi. En realidad, se trata casi de una doble experiencia literaria. Por una parte y, por razones de índole filosófico-política que ya veremos más adelante, se intenta preservar del olvido los textos de la producción amerindia anterior a la conquista, a la par que dejar memoria de los mecanismos sociales y rituales de aquella sociedad, pero también se trata de valorar por primera vez, quizá, en la historia moderna de las literaturas, la aportación de culturas extrañas, distintas y hasta inquietantes. En realidad, es asumir por primera vez una toma de conciencia clara y efectiva de la pluralidad de las culturas humanas.
Evidentemente, estos primeros pasos para comprender y procurar con exactitud los datos esenciales del mundo cultural de los aborígenes del Anáhuac, es un esfuerzo colectivo y, al mismo tiempo, contemporáneo de los primerísimos prolegómenos de la evangelización. Los nombres de sus autores son, efectivamente, los de unos cinco franciscanos llegados a México en los primeros tiempos de la irrupción europea. Incluso dos de ellos, fray Toribio de Benavente Motolinía y fray Martín de La Coruña, forman parte de los "doce primeros". Uno de ellos, fray Andrés de Olmos, quien empieza a trabajar en estas labores desde 1533 y que inventa prácticamente todos los métodos y las técnicas de aquel proceso de elaboración textual, es el primer compañero de fray Juan de Zumárraga, a su vez primer obispo y arzobispo de México.
Se trata, pues, de unas crónicas originales estrechamente vinculadas con los albores de la evangelización y con los primeros pasos del reconocimiento atento y cuidadoso del país conquistado. La importancia de estas crónicas es indudable. Vamos a ver, pues, cómo estos frailes, un poco más que los "[...] tres o cuatro frailes [que] hemos escrito de las antiguallas y costumbres questos naturales tuvieron [...]", reconocidos por Motolinía en su famosa carta al emperador Carlos v, del 2 de enero de 1555, son los artífices de una página fundamental de la literatura mexicana.
Los antecedentes asiáticos en el siglo XIII
Evidentemente, y a pesar de la auténtica originalidad del esfuerzo de los religiosos seráficos en este terreno tan delicado del rescate de las culturas aborígenes de México, tal labor no podía sino contar con antecedentes y con precursores. En realidad y si nos atenemos a los datos de que disponemos hoy, podemos remontarnos hasta el siglo xiii europeo para ubicar con precisión las raíces de esta curiosidad etnográfica manifestada por los religiosos y, esto, casi prácticamente en los orígenes mismos que acuñan la fundación de la Orden de Francisco de Asís.
Por cierto, hay que tener en cuenta el espíritu tan peculiar que envuelve muchos de los viajes y descubrimientos geográficos llevados a cabo por los europeos un poco más de dos siglos y medio antes del primer viaje de Cristóbal Colón. De hecho, si miramos en el campo fecundo de estas primeras grandes exploraciones llevadas a cabo por europeos en el siglo xiii, nos encontramos decididamente con una presencia franciscana activa en casi todos los escenarios de la comprensión del ecumene, ya en vías de aprehensión global.
Así, por ejemplo, aquellos primeros viajes que exploran las rutas hacia el Extremo Oriente y que son obra franciscana, anteceden en casi medio siglo a los viajes de Marco Polo y a su extraordinario relato de 1298, el afamado Libro de las maravillas del mundo o el Millione. Recordemos que ya en 1245 el papa Inocencio vi, en el Concilio de Lyon, encargaría a un religioso franciscano, fray Juan de Piano Carpini –a la vez que le otorgaba el rango de legado pontificio–, una expedición decisiva por el Kanato del Volga para tratar de considerar las probabilidades de convertir a los mongoles al cristianismo y lograr así acelerar el fin de los tiempos. Este religioso seráfico descubriría una sociedad mongol harto liberal en el terreno de las creencias religiosas; característica general de la dinastía de Gengis Khan, por otra parte poco inclinada a una conversión cristiana. A su regreso de Asia en 1247, y al llegar a Lyon portador de mensajes del soberano tártaro para Inocencio vi, fray Juan de Piano Carpini intentó poner en guardia a sus contemporáneos contra ilusiones milenarias exageradas. Con esta finalidad, redactó una obra considerable sobre aquel universo cultural tan poco conocido, una especie de crónica etnográfica primitiva de la sociedad mongol del siglo xiii que, en cierto modo, es un verdadero monumento antropológico, al mismo tiempo que conlleva un prudente mensaje político para tratar de sosegar las esperanzas un poco intempestivas de la cristiandad occidental. Este escrito, la Historia Mongolorum, podría ser considerado como el lejano antecedente de la obra de nuestros cronistas etnográficos de México y como un primer paso franciscano hacia la comprensión de culturas extrañas.
No fue el único en contribuir a preparar el terreno para la aventura mexicana. En efecto, unos años después otro religioso franciscano, fray Guillermo de Rubruck, pasaría tres años (1253-1256) en un importante viaje por el Extremo Oriente, que lo llevó hasta Qaraqorum y la corte del Gran Khan Möngke. Al regresar a Europa, también Guillerrno de Rubruck redactaría una valiosísima crónica etnográfica sobre el mundo mongol que había conocido: Itinerarium ad partes orientales, obra que habría de tener gran influencia en los proyectos de sus contemporáneos.
Evidentemente, estas primerísimas crónicas etnográficas se estructuran dentro de un entorno espiritual y político-espiritual bastante peculiar. Ambas obras son, por cierto, investigaciones cuidadosas sobre unas sociedades y unas culturas que se cree puedan convertirse con relativa facilidad al cristianismo y autorizar así una cristianización acelerada del Asia gengiscánida. En realidad, se trata de conocer mejor a dichas sociedades para poder imponerles con mayor eficiencia el mensaje cristiano y procurar así trasmutar su discurso y cambiarlo. Las perspectivas utópicas de dicha operación son bien claras. Dentro de los proyectos milenarios del siglo, el objetivo era envolver el Mediterráneo de los musulmanes para instalar una especie de asalto decisivo que entrañaría la liberación de Tierra Santa, permitiría la fundación de la Nueva Jerusalén y procuraría que se erigiera el tan esperado reino universal de Cristo. Hemos notado, también, la cautela que nuestros dos religiosos etnógrafos esbozaron en las conclusiones de sus textos y esto, precisamente, por haber sido sus escritos unas investigaciones cuidadosas sobre sociedades y culturas mal comprendidas y poco evaluadas en la cristiandad occidental y con base en esta ignorancia, podían parecer de fácil transformación.
Más tarde, a mediados del siglo xiv, las ilusiones por cristianizar a los hombres que vivían en el imperio mongol y dar una significación milenaria al redescubrimiento de Asia tendrían aún mayor impacto y gozarían de mayor vigor con la obra de otro religioso franciscano, fray Jean de Roquetaillade, cuyas profecías fueron tan ardientemente seguidas y consideradas en el ambiente espiritual de España, lo que impulsó el milenarismo franciscano con más fuerza que nunca. De este modo, con fray Jean de Roquetaillade las perspectivas seráficas se construyen por el año de 1356 en torno a unos temas que siglo y medio más tarde la conquista de México hará vigentes con inigualable vigor. La obra de Roquetaillade, el Vademecum in tribulatione, redactada en 1356, recuerda una vez más la urgencia por lograr la conversión de judíos y mongoles con finalidades apocalípticas de cristianización global preliminar. De este modo, una vez logradas estas conversiones necesarias, la derrota del Islam no tardaría, y una vez consumada, todos los hombres del universo –unidos por fin bajo el único yugo de Cristo–, podrían conocer el desenlace de la aventura humana.
Conviene aquí subrayar con mucho énfasis que estos conceptos visionarios y estas perspectivas apocalípticas, expresadas por algunos religiosos franciscanos de los siglos xiii y xiv volcados hacia el Asia del Extremo Oriente, son consustanciales a la curiosidad etnográfica manifestada hacia las sociedades que son las metas de la cristianización. Casi se podría decir que el afán por obtener un conocimiento preciso de las entrañas de aquellas culturas por cristianizar en verdad depende de una lógica dictada por la necesidad de lograr una eficacia persuasiva acorde con el objetivo perseguido, como bien lo subrayarán a su vez los religiosos mexicanos Olmos, Motolinía o Sahagún al presentar sus obras.
Efectivamente, el vínculo existente entre la exploración etnográfica y la voluntad de trasmutar profundamente sociedades extrañas con finalidades milenarias se manifestará con mayor ahínco entre nuestros cronistas. Y esto con tanta más fuerza, pues en el caso de México los antecedentes son también muy significativos. Tengamos en cuenta, en efecto, que por los años 1334-1353 las regiones del antiguo imperio mongol más cercanas a Europa no se convertirían al cristianismo sino al Islam, bloqueando la ruta terrestre oriental y cerrándola a los sueños seráficos. A partir de la segunda mitad del siglo xiv la esperanza franciscana y la imaginación ibérica se vieron obligadas a buscar nuevos rumbos, y está vez hacia occidente, por los caminos del mar, para poder llevar a cabo el sueño final de la humanidad: la comprensión global de todas las culturas del planeta y el punto final del destino de los hombres.
El proyecto milenario de los cronistas etnógrafos
Es necesario tener en cuenta que la prístina cuna de los cronistas etnógrafos de México, es decir, la España de finales de los siglos xiv y xv, cuenta a su vez con un terreno muy favorable para comprender mejor la tan extraordinaria labor de los religiosos etnógrafos del siglo xvi en México. Varias influencias fundamentales –a un siglo de distancia la una de la otra–, explican la originalidad histórica que tan profundamente pesaría en la indagación de las sociedades mexicanas. La primera de estas importantes influencias es la que dimana de un personaje importantísimo del milenarismo catalán de la segunda mitad del siglo xvi: el famoso fray Francisco Eiximenis (ca. 1330-1409), nacido en Gerona, familiar apreciado de la corte de Aragón y muy conocido por su papel en la elaboración espiritual de las germanías, aquellos movimientos revolucionarios acaecidos en el reino de Valencia con fuerte sabor milenario y que serían, probablemente, un componente esencial del panorama espiritual del siglo xv español. Más de una vez Eiximenis divulgó y construyó profecías radicales, de claro corte joaquimista, que actualizaban más de un tema de los sueños apocalípticos que habían albergado los "espirituales franciscanos" de Provenza y de Italia, que fueron llevados a la hoguera en 1318.
Si bien es de tenerse en cuenta que Eiximenis nunca sobrepasó las fronteras de una prudente ortodoxia, su manera de concebir la historia es un ejemplo edificante para todos sus seguidores que hubieran sentido la necesidad de volver a interpretar con metas milenarias la nueva conciencia de la pluralidad de las culturas humanas y de su, casi podríamos decir, obligatoria transformación en un proyecto apocalíptico definitivo. Por ello, el papel de Eiximenis nos parece hoy fundamental dentro de una perspectiva puramente hispánica, que es la que valora de un modo original las culturas amerindias después de la conquista. Y esto con tanta más fuerza pues sabemos hoy que los escritos de fray Francisco fueron lectura corriente y modelo admirado de los evangelizadores seráficos de Nueva España.
Lo más notable es que el religioso franciscano más milenario de México, que fuera muchas veces una especie de portavoz y el mejor exponente de los proyectos utópico-políticos relacionados con la preservación del discurso amerindio: fray Gerónimo de Mendieta, era asiduo lector del catalán. Así es como, en la Historia eclesiástica indiana de 1596, Mendieta subraya la importancia atribuida a la evangelización de los amerindios para la labor apocalíptica de España y, al reconocer la poca eficacia y el probable fracaso de dicho proyecto, lo enraiza en los males que afectaban a la madre patria, apoyándose en un texto de Eiximenis relacionado con las profecías, el famoso Libro de los Ángeles. Mendieta expresó así, claramente, la primordial influencia de aquel catalán milenario en el lento laborar que prepararía estos textos de la literatura mexicana:
[...] yo no lo digo, mas hállolo escripto y revelado [...] por el glorioso Arcángel S. Miguel a un devoto obispo en los reinos de Francia, por estas palabras formales: "El pueblo de España sufrirá grandes mutaciones, y novedades y enemistades, y muchos daños" [...] Hallarse ha esta revelación en un libro de los santos Ángeles, que compuso Fr. Francisco Ximénez, fraile menor, en el quinto tratado, capítulo treinta y ocho. El que yo he visto es impreso en Burgos por Maestre Fadrique de Basilea, año de mil y cuatrocientos y noventa [...].[1]
No cabe duda de que la influencia de Eiximenis en España, a fines del siglo xv y en los albores del primer viaje de Colón, fue decisiva para organizar las mentalidades y las espiritualidades de los religiosos franciscanos que serían los primeros evangelizadores de México. De este modo, y hallándose prácticamente incluidos en un programa de acción casi idéntico, los cronistas franciscanos de México concebirían como una urgencia la necesidad de describir, valorar y analizar las sociedades, los discursos y las culturas por cristianizar. Y esto abiertamente fundado en una conciencia de la pluralidad cultural que, en cierto modo, también corresponde a aquellos proyectos que acunaba la fundación misionera que llevaba a México sus más fervientes evangelizadores: la provincia seráfica de San Gabriel en Extremadura.
Es necesario destacar que muchos de los primeros evangelizadores, y la mayor parte de los cronistas etnógrafos, recibieron su vocación y sus orientaciones intelectuales dentro de una reforma decisiva de la Orden a fines del siglo xv. Es decir, en aquellos años en que la empresa americana se iba construyendo en la mismísima intimidad de la observancia hispánica, a través de una renovación espiritual heredera de la inmensa trayectoria milenaria de la familia franciscana.
La cuna de la evangelización mexicana se inscribe, efectivamente, en un contexto ideológico muy particular que resume y sintetiza la reforma seráfica del padre fray Juan de Guadalupe a fines del siglo xv.
Conviene recordar rápidamente que este reformista español, nacido hacia 1450 e ingresado en la Orden en 1491, pretendió con algún éxito el retorno más radical a las fuentes mismas de la inspiración religiosa creada por Francisco de Asís. La historia es, brevemente, la siguiente: con ocasión de un Capítulo General celebrado en Toulouse en 1496, el padre Guadalupe logró conseguir en Roma, del papa Alejandro vi, la bula Sacrosantae Militantis Ecclesiae que le permitía intentar una primera fundación en Granada para instituir la reforma que volvería al primitivo ideal seráfico. La autorización concedida por el sumo pontífice insistía en la rigurosa imitación de la vida de san Francisco como programa de la nueva fundación y todos los cronistas de la Orden subrayarán posteriormente esta particularidad al describir a los "nuevos franciscanos" como ejemplos: "[...] cada uno de ellos parecía un verdadero apóstol y un Evangelio vivo, les llamaron Frailes del Santo Evangelio".
Después de haber experimentado altas y bajas debido a diferencias con la jerarquía eclesiástica, el reformador fray Juan de Guadalupe consiguió de nuevo, en julio de 1499, una bula definitiva de Alejandro vi, la Super Familiam Domus Dei que viabilizaba aún más la fundación deseada. Un año más tarde, en 1500, cinco monasterios franciscanos se habían inscrito ya en la trayectoria de esta reforma guadalupana: Alconchel, Trujillo, Salvaleón y Villanueva del Fresno en Extremadura, así como Villaviciosa en Portugal. Al ocurrir la muerte de su fundador en octubre de 1505, la reforma había sido implantada ya sólidamente. Empezó siendo Custodia del Santo Evangelio y, en 1519, paso a ser, definitivamente, Provincia de San Gabriel, lo que marca su triunfo en el año mismo de la llegada de Hernán Cortés a las costas de México.
No cabe duda de que esta coincidencia debe ser vista como un signo decisivo para entender mejor los ideales y los proyectos que unos años más tarde los cronistas etnógrafos perseguirían con vehemencia, volcados enteramente en la difícil labor de conocer a fondo la intimidad social, ritual y textual de sus catecúmenos mexicanos. Debe subrayarse que este nuevo logro franciscano implicaba dos facetas esenciales. Primero, una filiación reconocida y abierta con las interpretaciones apocalípticas y metahistóricas del célebre abate calabrés Joaquim de Fiore a través del modelo espiritual ofrecido por el primer custodio de la Orden franciscana en México: fray Martín de Valencia. Segundo, una concordancia significativa ofrecida espectacularmente por las circunstancias mismas del descubrimiento y de la conquista de América, dentro de los proyectos milenarios del joaquimismo, acordes con los ideales propios de la reforma seráfica del padre fray Juan de Guadalupe.
Efectivamente, la creación de la reforma guadalupana estaba profundamente vinculada con un retorno vigoroso a los ideales más arraigados de la tradición joaquimista dentro del franciscanismo, y esto casi con las mismas perspectivas violentas, visionarias, que fueran parte tan dramática del credo de los "espirituales" condenados del siglo xiv. Fray Martín de Valencia, el primer custodio de la provincia mexicana, el jefe en 1524 de la misión de los "doce primeros", presenta aquí perfiles altamente significativos.
Así, cuando se trató de organizar la primera evangelización de aquellas tierras fabulosas recién conquistadas, se reservó el papel de fundador para fray Francisco de los Ángeles, hermano del conde de Luna que era, incluso, pariente de Carlos v, y quien había negociado en Roma con el papa León x, en 1521, la bula Alias Felicis que otorgaba la capacidad fundacional de la empresa. Desgraciadamente para sus proyectos misioneros, fray Francisco de los Ángeles fue electo ministro general de la Orden seráfica en el Capítulo General de Burgos en 1523 y hubo de nombrar a quien le sucediera para encabezar la primera evangelización de las tierras recién conquistadas. Fray Francisco de los Ángeles era fervoroso simpatizante de la reforma guadalupana de Extremadura, que había conocido íntimamente en la custodia portuguesa de Piedad, y es muy natural que pensara en un religioso también convencido y partidario de los ideales guadalupanos para encabezar la misión que tan delicadas labores iba a acometer. En verdad, era clave dentro de las perspectivas seráficas que la prístina evangelización de México se insertara dentro de un modelo de la renovación franciscana.
Fray Martín de Valencia había sido, entre 1507 y 1516, uno de los más fieles allegados a la obra del padre Guadalupe y uno de los impulsores más creativos de aquella reforma. Cuando la Provincia de San Gabriel tomo en 1518 sus perfiles definitivos, él había sido su primer provincial y conservaba aún en 1523 esta responsabilidad fundamental. Sus convicciones milenarias que hacían de la evangelización de América el paso previo insoslayable para la realización de las promesas apocalípticas, eran de todos bien conocidas. Uno de nuestros cronistas etnógrafos que más tarde recogería su herencia espiritual con harta devoción, fray Toribio de Benavente Motolinía, ha expuesto con palmaria claridad aquella filiación conceptual estructuradora que para fray Martín vinculaba la evangelización de los aborígenes de América con la auténtica prolongación de la reforma guadalupana. Motolinía es clarísimo cuando evoca la vocación misionera de su superior y la relaciona con un trasfondo milenario plenamente orientador:
[...] y vínole a la memoria, la conversión de los infieles [...] y decía el siervo de Dios entre sí: [...] "Oh! Y cuándo será esto? Cuándo se cumplirá esta profecía? No sería yo digno de ver este convertimiento, pues ya estamos en la tarde y fin de nuestros días y en la última edad del mundo [...]".[2]
Ya veremos más tarde que el principio de las crónicas etnográficas de México se originó en un mandato de fray MartÍn de Valencia a uno de sus hermanos franciscanos en 1533, fray Andrés de Olmos, ya que el primero, en una clara filiación con San Gabriel, había sido elegido primer custodio de la nueva misión mexicana, al instalarse ésta en la misma México-Tenochtitlan. De igual modo, veremos que dos de aquellos "doce primeros" –los más fervorosos adictos a la interpretación milenaria y apocalíptica de la evangelización de las nuevas tierras–, fueron también dos de nuestros más importantes cronistas: fray Martín de La Coruña y fray Toribio de Benavente Motolinía, lo que es plenamente representativo del proyecto íntimo que encerraba el esfuerzo intelectual de las crónicas etnográficas.
El programa de reconocimiento etnográfico de estos textos aparece como una premisa para recomponer una sociedad, reorganizarla; en una palabra, para redistribuir los términos de una cultura que se quiere transformar a fondo al evangelizar. Es el mismo caso de la Historia Mongolorum de Piano Carpini o del Itinerarium ad partes orientales de Guillermo de Rubruck, que hemos mencionado unas páginas atrás, y que marcan, así, una auténtica continuidad con la inspiración que anima a los escritos mexicanos. Pero, en el caso de las crónicas mexicanas, parece que, de manera mucho más clara que en el de las asiáticas, un proyecto político fundamenta la realización de los textos etnográficos.
Esto es bastante claro, por lo menos a principios de su elaboración y cuando se trata de autores que son milenaristas tan convencidos como fray Toribio de Benavente Motolinía o fray Martín de La Coruña. Incluso, también, cuando los autores son activos simpatizantes llevados por su interés hacia la brujería y la magia, como fray Andrés de Olmos o aun cuando se trata de discípulos cuidadosos como fray Francisco de Las Navas. El propio fray Bernardino de Sahagún probablemente ha bebido de las mismas aguas, por lo menos en los años iniciales de su magna obra y las circunstancias trágicas que rodean el destino de su labor etnográfica después de las cédulas de prohibición de 1577-1578, nos inclina a pensar que en las postrimerías de su vida volvió a surgir pujante el proyecto milenario o su nostalgia.
Las circunstancias mismas de México y de las humanidades aborígenes ofrecían, efectivamente, más de un signo esperanzador y fundador para acunar dicho proyecto político. Los amerindios, en particular, por el carácter trágico de su situación social. Tengamos en cuenta que sólo los amerindios más humildes, el pueblo campesino de los macehualtin, que constituía las bases mismas de la sociedad prehispánica, habían sobrevivido al drama de la conquista, y que su misma humildad ofrecía cualidades reconocidas como providenciales para los religiosos franciscanos. De hecho, eran paupérrimos, explotados, muy a menudo duramente humillados, vivían en la mayor de las necesidades y de los desamparos, y su natural humildad parecía el eco de una inocencia intrínseca a todas luces esperanzadora.
Conviene aquí recordar aquellas frases sintomáticas de fray Gerónimo de Mendieta: "[...] estaba en disposición la masa de los indios para ser de la mejor y más sana cristiandad y policía del universo mundo [...]" De tal modo que la abierta ambición del franciscano es la edificación de una sociedad providencial con ellos:
[...] haciéndonos padres desta mísera nación y encomendándonoslos como a hijos y niños chiquitos para que como a tales (que lo son) los criemos y doctrinemos y amparemos y corrijamos, y los conservemos y aprovechemos en la fe y policía cristiana...[3]
Cabe aquí recordar que desde su fundación, la Orden de Francisco de Asís había considerado la pobreza, la aceptación entusiasta de Donna Povertà como parte esencial del programa de acción seráfica, y la reforma de fray Juan de Guadalupe acentuaba aún más esta sensibilidad y estas premisas de acción, considerándolas como estructura decisiva para la realización del reino de mil años. La preparación del último juicio y el advenimiento de los tiempos espirituales sólo se podían concebir por mediación de los más pobres, de los más humildes, de los parias de una sociedad tan jerarquizada como la del feudalismo europeo. La esperanza de salvación a través de los últimos y de los más inocentes es, en realidad, una constante de todas las utopías milenarias. El hecho de que volviera a surgir entre los religiosos franciscanos esta afloración del viejo motor revolucionario estructurado en la pobreza y en la humildad es significativo del proyecto político conllevado por el esfuerzo intelectual que suponen nuestras crónicas. Los propios Frailes Menores han desdibujado con relativa claridad y a través de sus teólogos este programa de acción. Testimonio de ello, por ejemplo, son las conclusiones de una asamblea seráfica acaecida en México el 8 de marzo de 1594 donde se puede leer esta perentoria declaración:
[...] Débese considerar esta república de la Nueva España, que consiste de dos naciones, scilicet, la española y la de los indios. La de los indios es natural, que están en su propia tierra, donde se les promulgó el Santo Evangelio y ellos le recibieron de muy gran voluntad [...]. La nación de los españoles es advenediza y acrecentada, que ha venido a seguir su suerte en estos reinos [...] son repúblicas independientes y es injusticia que se ordene la una a la otra, y que la natural sea sierva de la advenediza y extranjera [...].[4]
Parece bastante obvia la relación que existe entre el principio de una investigación etnográfica iniciada por los religiosos franciscanos en México entre los años de 1553 y 1560 más o menos y la consecución de un proyecto que programa la edificación de una sociedad indígena, cristianizada y renovada, constituida en plataforma milenaria para preparar el fin de los tiempos. La nueva sociedad tiene por base al aborigen, respetado en su originalidad cultural y en sus características "providenciales":
[...] la Nueva España sería mantenida en toda cristiandad y paz y policía, sin pleito ni diferencia [...] sino en solas ocupaciones y ejercicios cristianos religiosos con sólo tener [...] en cada provincia de ella un fraile de los muchos que en esta tierra están echados por los rincones, con tener las espaldas seguras, y toda autoridad y poder para hacer lo que conviniese [...].[5]
Los programas franciscanos, tal y como ya había pasado en el Asia gengiscánida, intentaban primero conocer detalladamente el discurso íntimo de los que eran fundamentos de una nueva sociedad cristiana, preservada, claro está, su originalidad, y el objetivo seguía siendo también el de estudiar muy a fondo los ritos y por tanto las creencias que para este magno proyecto habían de ser erradicadas.
Las circunstancias históricas tan peculiares del descubrimiento y de la conquista de América convenían, de manera muy especial, a estos novedosos planteamientos. Las fechas coincidían de manera simbólica y, por tanto, esperanzadora.
En efecto, la reforma del padre Guadalupe se inicia unos cuatro años después de la llegada de Colón a Guanahaní y esta renovación seráfica se implanta definitivamente el año mismo en que principia la conquista de México y la del continente americano. En aquellas perspectivas escatológicas que son las de los escritos de Joaquim de Fiore, estas concordancias no podían comprenderse como una casualidad, ni como el resultado de un azar caprichoso. Las tierras nuevas en los límites de la ruta oceánica occidental parecían coincidir con la nueva vitalidad de los ideales joaquimistas en España. De este modo, la obra fundamental de Joaquim de Fiore, el Liber Concordia Novi ac Veteris Testamenti, había sido publicada por la imprenta, y por primera vez, en abril de 1519, que es la fecha precisa en que Cortés llega a San Juan de Ulúa. Subrayemos que con la multiplicación debida a la imprenta, dicho escrito conoció entonces una difusión muy superior a lo que podían haber sido los recorridos anteriores de sus copias manuscritas. Esto ocurría justamente cuando se producían, por las tierras del continente americano, acontecimientos que podían parecer cataclismos.
Los más visionarios de los evangelizadores seráficos no podían interpretar estas coincidencias como una pura casualidad: más bien eran signos proféticos que por todas partes concordaban para hacer más seductora una interpretación apocalíptica de la historia humana. Podemos incluso considerar que las perspectivas enunciadas por Fiore y por sus discípulos franciscanos representaban una explicación coherente y armoniosa de aquella inverosímil aparición de humanidades y de civilizaciones insospechadas al término de las más lejanas rutas del Océano Atlántico.
Ya sabemos que estas humanidades constituyeron para la comprensión europea del siglo xvi una auténtica pesadilla para ubicarlas en los textos bíblicos y en el catálogo de las sociedades reconocidas por la sagrada escritura. La reforma del padre Guadalupe, con su poderosa visión metahistórica y su programa político, podía así conciliar las dinámicas espirituales de aquella fracción de la Orden seráfica más atenta a las lecturas apocalípticas y lo que podía parecer como los signos anunciados de una ordenación definitiva de la historia. Los acontecimientos de México parecieron, efectivamente, fabulosos, de muy difícil interpretación, pero a fin de cuentas explicables si se volvían a colocar dentro de una lectura de los textos más cargados de códigos y de símbolos de la sagrada escritura. De hecho, existe, con fuerza formidable, un vínculo muy coherente entre aquella vocación evangelizadora de los religiosos de San Gabriel, la escucha atenta de las lecturas joaquimistas de la historia humana y una atención fervorosa y meticulosa hacia las culturas de los amerindios mexicanos.
Los preliminares lingüísticos y el entorno institucional de las crónicas etnográficas
Por lo demás, el trasfondo filosófico que explica la aparición de las crónicas etnográficas no puede ocultarnos que esta investigación obedecía también a urgencias más ordinarias, como las elementales de una labor evangelizadora llana y sencilla. Intentar conocer ritos y creencias extraños, mecanismos sociales y discursos, literaturas y manifestaciones estéticas de la sociedad mexica era también fruto de una investigación más propiamente lingüística que surgía, en realidad, como algo apremiante para poder llevar la buena nueva a millones de hombres que se comunicaban entre sí con extraños idiomas hasta entonces nunca oídos.
Algunos datos bien conocidos de la historia de la evangelización deben ser recordados aquí. Así, aquel magno esfuerzo por traducir las lenguas amerindias a los signos del sistema fonético latino, por reducirlas a reglas y normas en Artes según el modelo que Antonio de Nebrija ofreciera para la lengua castellana el año mismo del primer viaje de Colón en 1492, y por hacer recuento de sus léxicos en Vocabularios, es un poco parte de la misma empresa que las crónicas etnográficas. Las cifras que hoy tenemos sitúan así con más claridad la labor etnográfica de los frailes seráficos. De las ciento nueve obras que versan sobre los idiomas aborígenes de México, elaboradas a todo lo largo del siglo xvi, unas ochenta fueron resultado del esfuerzo franciscano, es decir, casi un 75% de los títulos producidos. Los religiosos lingüistas abarcaron, así, además de la lengua náhuatl, idiomas como el tarasco de Michoacán, el zapoteco, el mixteco, el otomí, el huasteco, etc. La primera Arte de la lengua náhuatl fue obra de uno de nuestros frailes cronistas, fray Andrés de Olmos, en 1547, y la primera impresa fue la de otro franciscano, fray Alonso de Molina, también creador del primer Vocabulario de esta lengua en 1555. Se puede decir lo mismo de fray Maturino Gilberti, evangelizador de Michoacán y franciscano francés, oriundo de Toulouse, quien realizó los primeros Arte y Vocabulario de la lengua tarasca en 1558-1559 y de muchos otros que alargarían indebidamente estas páginas.
Podríamos decir, por cierto, que estas cuidadosas descripciones de una lengua y de sus mecanismos gramaticales que se fundan sobre todo en una observación empírica y que recurren muy a menudo a las metáforas o frases típicas reflejo de la idiosincrasia semántica del idioma, son trabajos que se elaboran dentro del proceso mismo de la investigación etnográfica que ha de desembocar en las crónicas. Son dos aspectos de un mismo trabajo y, más aún, si reparamos en el hecho de que los cronistas etnógrafos recogen textos aborígenes que son la más auténtica literatura de los amerindios prehispánicos, inseparables del contenido mismo de nuestras crónicas. Por ejemplo, textos como aquellos de la Huehuehtlatolli o de los excelsos cantos heroicos que son los melahuacuicah o, incluso, aquellos mismos de la poesía lírica náhuatl, como son los xochicuicah o los icnocuicah que hoy día nos parecen magnificaciones prodigiosas, fruto de un discurso literario muy elaborado. Dificilísimo sería separar radicalmente lo que pertenece a la crónica etnográfica, a la labor de ordenación lingüística o al trabajo de recopilación etnoliteraria.
Pero, claro, no debemos creer que dicha labor fue aislada o fruto de esfuerzos individuales mal coordinados. Por el contrario, subrayemos que se situó en el marco de una institución que la hizo posible y que logró ordenar las indispensables colaboraciones de la élite amerindia para poder llevarla a cabo con las necesarias garantías textuales. Así es como el colegio franciscano de la Santa Cruz de Santiago de Tlatelolco sería durante cuarenta años (1536-1576) la auténtica escuela en que las crónicas etnográficas y las obras lingüísticas tendrían su cuna y origen. La fundación de dicho colegio puede haber sido originada en una sugerencia del franciscano francés fray Jacobo de Tastera, quien escribiendo al emperador Carlos v el 6 de mayo de 1533, acudía en defensa de las capacidades amerindias contra las concepciones denigrantes de pobladores españoles y de religiosos dominicos y sugería una interpretación realmente excepcional de las culturas precolombinas. Viéndolas, efectivamente, como la articulación de una desesperada búsqueda, a tientas y a ciegas, de un verdadero Dios intuido pero no nombrado:
[...] Los ritos de las ydolatrías e adoraciones de sus falsos dioses e çirimonias de diversos grados de personas çerca de sus sacrifiçios que, aunque esto es malo, naçe de una soliçitud natural no dormida, que busca socorro e no topa con el verdader remediador [...] E por esto nosotros los religiosos quando entramos en esta tierra, no nos espantó ni desconfió su ydolatría, más aviendo compasión de su çeguedad, tovimos muy grand confiança que todo aquello e mucho más harían en serviçio de nuestro Dios, quando le conoçiesen [...].[6]
Fray Jacobo sugiere entonces la fundación de un primer centro de estudios superiores para los hijos de la élite aborigen que habría de impartir las disciplinas que permitirían la reeducación de sus alumnos: "[...] E más ha de saber V. M. que agora se encomiença a darles disposiçión destudio de gramática, y a esto faborece mucho la yndustria de su presidente, con aprobación de los oydores, de lo qual esperamos que Dios será muy servido, por la grande abilidad que los hijos destos naturales tienen [...]" (Ibid.)
Un poco más tarde, el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal, que presidía la Segunda Audiencia de México, había de precisar las grandes líneas de esta fundación:
[...] con los religiosos de la orden de San Francisco he procurado que enseñen gramática romanzada en lengua mexicana a los naturales y paresçiéndoles bien, nombraron un religioso para que en ello entendiese, el qual la enseña y muestránse tan hábiles y capazes que hazen gran ventaja a los españoles, y sin poner dubda habrá de aquí a dos años cinquenta indios que la sepan y la enseñen...[7]
Dos años más tarde, cuando la transformación de la Custodia en Provincia del Santo Evangelio, el año mismo en que llega el primer virrey, Antonio de Mendoza, admirador de los proyectos utópicos del Renacimiento, esta primera cátedra de gramática, o sea de latín, impartida en lengua náhuatl, viene a transformarse en una institución de mucha más importancia.
Al principiar el año siguiente, el 6 de enero de 1536, el virrey en persona inauguraría el Colegio Seráfico de Santiago de Tlatelolco que presentaba características bien originales. En efecto, su ubicación ya revestía significados simbólicos de la mayor importancia. Tlatelolco, ciudad gemela de México en la época prehispánica, había contado con una institución de enseñanza mexicana muy famosa, un calmecac que había tenido entre sus alumnos al último emperador legítimo del México prehispánico, el tlatoani Cuauhtémoc. Puede, asimismo, subrayarse que fue en Tlatelolco y sobre las ruinas humeantes de su calmecac donde Cuauhtémoc abandonó la lucha ante el invasor el 13 de agosto de 1521. El proyecto franciscano era claramente el de apoyarse en la institución prehispánica del calmecac para marcar una continuidad a los ojos de la nobleza amerindia que había de procurar los primeros alumnos y vincularse, así, con una arraigada tradición cultural indígena.
Por otra parte, las enseñanzas previstas eran las de un seminario franciscano con el objetivo de formar así un primer clero indígena a la par que la élite cristianizada de una nueva sociedad amerindia no hispanizada. El mayor de nuestros cronistas etnógrafos ha declarado, sin el menor misterio, cómo se situaban estas funciones educativas:
[...] como hallamos que en su república antigua criaban los muchachos y las muchachas en los templos, y allí los disciplinaban y enseñaban la cultura de sus dioses y la sujección a su república, tomamos aquel estilo de criar a los muchachos en nuestras casas [...] procuramos luego de ponerlos en el estudio de la gramática, para el cual exercicio se hizo un colegio en la ciudad de México, en la parte de Sanctiago de Tlatilulco, en el cual de todos los pueblos comarcanos y de todas las provincias se escogieron los muchachos más hábiles y que mejor sabían leer y escrebir, los cuales dormían y comían en el mismo colegio [...].[8]
En realidad, los estudios impartidos en el colegio eran los mismos que los de un seminario menor franciscano de Castilla, así, el Trivium: gramática, retórica y lógica y el Cuatrivium: aritmética, geometría, astronomía y música. Era un primer paso hacia la creación de un seminario completo. Una de las originalidades más reveladoras del colegio era su función de escuela de traductores y especialistas de la lengua y de la cultura nahua entre alumnos formados por la lengua latina y las disciplinas europeas. La finalidad era la de ayudar a los religiosos a indagar mejor las facetas utilizables de la sociedad prehispánica, los detalles de los ritos religiosos que habían de ser erradicados y el discurso de una cosmovisión amerindia que se trataba de transformar para salvarlo en parte. Es decir, se construía el marco idóneo para poder preparar las investigaciones preliminares que serían el material mismo de las crónicas.
Así, de los cinco cronistas que creemos deban ser distinguidos, tres de ellos fueron profesores e investigadores en dicho colegio: fray Andrés de Olmos, fray Francisco de Las Navas y fray Bernardino de Sahagún, que allí forjaron la parte más importante de su obra. De los otros dos puede aducirse que fray Toribio de Benavente Motolinía estuvo siempre estrechamente vinculado a las labores del colegio de Tlatelolco y que si fray Martín de La Coruña no parece haber trabajado en él se debe a que su terreno de misión, el antiguo reino de Michoacán, se hallaba fuera del campo directo de aquellas investigaciones.
La primera crónica etnográfica y la inauguración magistral de fray Andrés de Olmos
El iniciador de nuestras crónicas, aquel que Mendieta evocara como "fuente de donde todos los arroyos que de esta materia han tratado, emanaban", es fray Andrés de Olmos, quien, además, organizó la primera metodología de este tipo de escritos, puntualizó y preciso sus técnicas y nos dejó los primeros grandes textos, aunque éstos hoy en día no nos hayan llegado aún.
Nacido en el pueblecito de Oña, cerca de Burgos, tomaría el habito franciscano a los veinte años de edad en el convento de Valladolid y, bien pronto, sería distinguido por el padre guardián del famoso monasterio del Abrojo, en la misma ciudad, fray Juan de Zumárraga a quien Carlos v y la Inquisición acababan de encomendar una delicada averiguación de casos de brujería en Vizcaya. Parece seguro que nuestro fray Andrés debía haber adquirido ya cierta experiencia en tan difícil campo para que tan joven se le encargara una especie de asistencia técnica en este tipo de actividades. Parece, incluso, que sus investigaciones le habían llevado a colaborar con uno de sus correligionarios dedicado a idéntico negocio, dentro de los límites de la inquisición de Logroño, fray Martín de Castañega, con quien es posible que haya estrechamente colaborado en la redacción, por el año 1529, de un Tratado de hechicerías y sortilegios. Quizá ya una especialización premonitoria para las labores que habían de esperarle más tarde en México.
El hecho es que su prestación en la campaña contra las brujas de Vizcaya debió parecer altamente satisfactoria, ya que su superior, fray Juan de Zumárraga, al ser elegido por el emperador Carlos v como primer obispo de México en 1527, hizo de él su compañero para el decisivo viaje americano. Es posible que Zumárraga pensara que la colaboración de Olmos en el delicado asunto de las brujerías vascas tuviera algún parecido con la misión que se les encomendaba en tierras de América, es decir, erradicar creencias, ritos, actitudes, discursos y prácticas ajenas a la doctrina cristiana. Además, podía parecer útil contar con un "especialista" que había dado pruebas abundantes de su eficiencia. Así es como fray Andrés de Olmos y el primer obispo de México abandonaron Sevilla a fines de agosto de 1528 para llegar a Veracruz a principios de noviembre y arribar, por fin, a la antigua Tenochtitlan de los mexicas el 6 de diciembre del mismo año.
Al poco tiempo de llegar a México, fray Andrés había de recorrer los caminos de su nueva tierra con la curiosidad y la agilidad propias de los curiosos que fundan las mejores obras antropológicas. Así es como lo hallamos, en 1529, viajando por Guatemala, posiblemente con otro de los grandes cronistas, fray Toribio de Benavente Motolinía, y en 1530 lo encontramos ubicado en Tepepulco, uno de los centros más ilustres de la cultura náhuatl precolombina, donde fundaría, significativamente, un monasterio franciscano para permanecer en él dos buenos años. En 1533 reside en Cuernavaca, tal y como lo evocará veinte años más tarde en su Tratado de hechicerías y sortilegios, no sin viajar con bastante frecuencia a la capital mexicana, como lo atestiguan las correspondencias firmadas con sus correligionarios y dirigidas al emperador Carlos v.
1533 será para Olmos y para nuestras crónicas etnográficas un año decisivo, pues significa el acta de nacimiento de este género literario y del principio de la obra de fray Andrés. Así es como en este año Olmos recibe el encargo oficial de componer un inventario y un análisis de los elementos más importantes de la cultura náhuatl prehispánica. Mendieta ha dicho en palabras clarísimas en qué consistían aquellas instrucciones recibidas por el franciscano y que delimitaban con precisión el alcance de la obra imaginada:
[...] Pues de saber, que en el año de mil y quinientos y treinta y tres, siendo presidente de la Real Audiencia de México D. Sebastián Ramírez de Fuenleal (obispo que a la sazón era de la Isla Española), y siendo custodio de la orden de nuestro Padre S. Francisco en esta Nueva España, el santo varón Fr. Martín de Valencia, por ambos a dos fue encargado el padre Fr. Andrés de Olmos de la dicha orden (por ser la mejor lengua mexicana que entonces había en esta tierra, y hombre docto y discreto), que sacase en un libro las antigüedades de estos naturales indios, en especial de México, y Tezcuco y Tlaxcala, para que de ello hubiese alguna memoria, y lo malo y fuera de tino se pudiese mejor refutar, y si algo bueno se hallase, se pudiese notar [...].[9]
Destacaremos el hecho de que los dos autores de este encargo eran personas perfectamente autorizadas para encargar semejante labor a fray Andrés. El obispo Ramírez de Fuenleal siempre había procurado conocer mejor las culturas prehispánicas de América, y en particular la de México, y el discurso de los aborígenes que le tocaba gobernar en más de una ocasión le había parecido digno de la mejor atención. Para el visionario fray Martín de Valencia, enteramente volcado hacia el sueño milenarista franciscano, la investigación etnográfica inmersa ya en una venerable tradición franciscana desde el siglo xiii, significaba los preliminares indispensables para su proyecto de evangelización. Para Olmos, y en 1533, como ya hemos visto, el incipiente colegio de Tlatelolco representó de inmediato un marco de trabajo ideal.
El colegio que ya empezaba a funcionar desde antes del 8 de agosto de 1533 con la enseñanza de otro franciscano francés, fray Arnaud de Bassac (Arnaldo de Basacio), vio así reforzado su cuadro docente e investigador con la llegada de fray Andrés, y mantenido con el que había de ser el mayor de los cronistas, fray Bernardino de Sahagún. Por cierto, en el colegio de Tlatelolco organizaría fray Andrés su vida hasta dar por terminada, seis años más tarde, en 1539, la obra así iniciada. Sin descartar, por cierto, los viajes indispensables debidos a las características mismas de la investigación encomendada que habían de llevarle, además de a Texcoco y Tlaxcala, como le indicarán Fuenleal y Valencia, por las ciudades más importantes del México central, si nos atenemos al relato fidedigno de Mendieta: "Cuenta el venerable y muy religioso padre Fr. Andrés de Olmos que lo que coligió de las pinturas y relaciones que le dieron los caciques de México, Tezcuco, Tlaxcala, Huexotzinco, Cholula, Tepeaca, Tlalmanalco y las demás cabeceras [...]".[10]
De hecho, el mapa que dibujan las trayectorias de fray Andrés, representa un paisaje bastante fiel de aquellos centros urbanos de cultura náhuatl que fundaran la originalidad del centro de México. Y esto quizá un poco orientado hacia el este, con varias escapadas que llegan hasta los límites de la Huasteca, hacia Hueytlalpan en 1534-1535. No dudamos que estos viajes fueran también misiones evangelizadoras en que la indagación etnográfica no ocupó todo el tiempo del franciscano. Efectivamente, era difícil convencer a una vocación predicadora tan afirmada como la de Olmos de que se distrajera del esfuerzo primario de conversión. Lo cierto es que la obra de la primera crónica ocupó seis buenos años, ya que la versión definitiva fue escrita antes del capítulo franciscano de 1539 en que fray Andrés volviera, por mandato superior, a dedicarse a las labores más llanas y más humildes de la evangelización.
Hoy en día puede parecernos escaso el tiempo que se consagrara a este primer acercamiento con una de las más importantes culturas de México y para el cual fue necesario crear prácticamente toda la metodología así como todas las técnicas que iban desde el interrogatorio de informantes y la consiguiente verificación de datos, hasta la lectura de códices jeroglíficos delicados. Sin menoscabo de que la necesaria redacción quedara compaginada con una exposición clara y organizada, para la cual existían pocos modelos, y éstos sólo dentro de las enciclopedias antiguas o medievales. De todos modos, cuando en 1539 queda ultimada la versión definitiva de esta primerísima crónica, fray Andrés ya sabía que la Orden franciscana le había dado un sucesor en la persona de fray Toribio de Benavente Motolinía, quien se había visto designado como el cronista siguiente en el capítulo franciscano acaecido en Pentecostés de 1536. Mendieta, una vez más, nos informa de los detalles inherentes a esta redacción final:
[...] hizo de todo ello un libro muy copioso, y de el se sacaron tres o cuatro trasuntos que se enviaron a España, y el original dio después a cierto religioso que también iba a Castilla, de suerte que no le quedó copia de este libro, aunque le quedó memoria de lo principal que en él se contenía, por haberlo inquirido por diversas veces con mucho cuidado y atención, y haberlo escrito y tratado de ello en largo tiempo [...].[11]
Evidentemente, Olmos volvería a considerar su crónica años más tarde. Es lógico y las circunstancias se prestaban a ello. Así es como –a petición de fray Bartolomé de Las Casas que se embarcaba rumbo a España en 1547–, Olmos revisaría sus borradores y redactaría un parco resumen de su escrito, una "suma" que había de servir de información para la obra futura del dominico. Mendieta, siempre él, nos narra este pormenor con alguna que otra precaución:
[...] y como después de algunos años, teniendo noticia algunas personas de autoridad en España de cómo el dicho padre Fr. Andrés de Olmos, había recopilado estas antiguallas de los indios, acudiesen a pedírselas, y entre ellos a un cierto prelado obispo a quien no podía dejar de satisfacer, acordó de recorrer sus memoriales y hacer un epílogo o suma de lo que en dicho libro se contenía, como lo hizo [...].[12]
La obra de fray Andrés, en lo que a etnografía propiamente dicha se refiere, quedaría completa en ese mismo año de 1547 con la redacción de su Arte para aprender la lengua mexicana. De la crónica principal que conocemos bajo el título que le diera Mendieta, Tratado de antigüedades mexicanas, existieron por lo menos cuatro ejemplares, como ya hemos visto. De la Suma –redactada a petición de Las Casas– debieron de existir unos tres ejemplares. Son, pues, siete textos los de esta magna obra de Olmos, en versiones más o menos complementarias que no nos han llegado. El Tratado de antigüedades terminado en 1539 y, probablemente enviado a España en 1540, parece no haber dejado el menor rastro de su existencia. Ninguno de los grandes cronistas posteriores de México dice haberla consultado. Tanto Mendieta, Las Casas, Torquemada, Cervantes de Salazar o Zorita, que utilizaron ampliamente las crónicas etnográficas de los primeros franciscanos, nunca mencionan haber hecho uso de ella.
La Suma parece haber dejado más huellas. Mendieta dice haber visto y utilizado el original; Las Casas y Zorita dicen haber tenido una copia en sus manos. Al igual que el Tratado de antigüedades..., lamentablemente la investigación moderna no ha dado aún con ella. Vistas estas circunstancias, y con fundamento en los textos y en los códices que claramente fueron parte del material elaborado por Olmos, así como en las citas que tanto Mendieta como Zorita y Torquemada dan de la Suma, hemos intentado hace algunos años reconstruir dicha obra como buenamente se podía y tratar así de barruntar cuales fueron sus grandes temas, su ordenanza y sus estructuras. A este intento remitimos y rogamos al lector se sirva consultar: Utopía e historia en México. Los primeros cronistas de la civilización mexicana (1520-1569).[13]
Las grandes características originales de la crónica de fray Andrés parecen haber sido tanto su precocidad y su valor inaugural, como la muy amplia envergadura temática que abarcara. Tres grandes ejes orientadores parecen haber constituido su objetivo temático. Primero, la religión y la liturgia de los tiempos prehispánicos; segundo, el pasado histórico de los reinos o ciudades-estado amerindios anteriores a la llegada de los europeos y, tercero, el análisis de los mecanismos más íntimos del quehacer social y de la organización prehispánicos. La primera parte abarca una exposición de las mitologías, completada por una descripción precisa de los rituales y de las liturgias, y esto muy probablemente con una iconografía importante para entender mejor los detalles culturales, las indumentarias de sacerdotes y divinidades, la sucesión de prácticas religiosas como ayunos, sacrificios, etc., es decir, todo aquello que podía ayudar a anular estas prácticas religiosas. Indudablemente, las bases documentales de esta exposición fueron además de las informaciones dictadas por los tlamatinime, aquellas que se pudieron elucidar después de leer los códices pictográficos originales con la ayuda, claro está, de los tlacuiloque que quisieron colaborar.
Para la segunda parte nos parece que debe haber utilizado como apoyo documental todas aquellas fuentes indígenas expresadas en el xiuhamatl, en la itoloca, en la teotlatolli, en los grandes melahuacuicah, etc., o sea en aquellos textos que expresaban tradiciones, leyendas, genealogías históricas y mitos fundadores.
Desde luego, Olmos había investigado todos aquellos textos en gran parte movido por una curiosidad esencial: la que le permitiera resolver la controvertidísima cuestión del origen de los hombres de América y que le diera una solución para vincularlos de un modo u otro con las tradiciones de la sagrada escritura. La tercera y última parte parece haber sido más bien descriptiva y detallado costumbres, ritos sociales, normas jurídicas y textos que regulaban el quehacer político de la sociedad prehispánica.
La crónica de fray Andrés revelaba por vez primera la omnipresencia de la religión prehispánica en todos los pormenores de la vida social y en todas las interpretaciones de la historia, concebida como raíz de la organización colectiva. De este modo, el franciscano ofrecía a sus compañeros un auténtico manual para erradicar cuidadosamente todas aquellas creencias amerindias que según los cánones europeos, eran idolátricas. De idéntico modo proporcionaba la información necesaria e indispensable para proteger la identidad cultural y la originalidad espiritual del pueblo mexica que sería renovado y reestructurado por la prédica evangelizadora. Podemos decir que si fray Andrés había aceptado pasar así bastantes años dedicado a una investigación que a fin de cuentas era absorbente y que le volcaba en el universo mental antiguo de sus catecúmenos, lo había hecho porque creía que con ello ayudaba a forjar un nuevo universo amerindio, remodelado por el cristianismo pero guardando sus más auténticos perfiles.
Fray Toribio de Benavente Motolinía, el visionario
En 1536, efectivamente, quedaba nombrado por la Orden el segundo de los religiosos que había de consagrarse a la labor etnográfica, considerada como necesaria para los proyectos franciscanos. No podrá extrañarnos el hecho de que dicha elección recayera en uno de los más destacados frailes de los "doce primeros" y en uno de los más visionarios de los compañeros de fray Martín de Valencia. Así es como fray Toribio de Benavente, quien había preferido apodarse Motolinía al llegar a las tierras de la alta meseta central del Anáhuac (y como clara imitación del que fuera su modelo, el poverello Francisco de Asís), vio confirmada una vocación de curioso de las costumbres de sus catecúmenos que él mismo empezara a indagar, prácticamente al llegar a México.
Nacido en el pueblecito de Paredes, a unas quince leguas de la villa de Benavente, en la provincia de Zamora, fray Toribio había ingresado en la Orden seráfica muy joven, como todos sus correligionarios, recibiendo la orden del sacerdocio en 1516, en el marco de la Provincia de Santiago. Poco después, en 1517, se trasladó a la recién fundada Provincia Reformada de San Gabriel en Extremadura, llamado por su padrino espiritual, fray Martín de Valencia. Siete años había de pasar allí fray Toribio, cultivando sus esperanzas milenarias y confiando en que la evangelización de América permitiera definitivamente aquella fabulosa realización. Así es como quedaría incluido entre los seis primeros "predicadores y confesores devotos" de aquella famosa lista de los doce religiosos seráficos que habían de dejar España en enero de 1524 para llegar a San Juan de Ulúa el 13 de mayo del mismo año y arribar el 18 de junio a la gran México-Tenochtitlan recién conquistada.
El 2 de julio quedaba fundada la Custodia del Santo Evangelio en las nuevas tierras mexicanas y fray Toribio había de principiar sus primeras responsabilidades recibiendo la guardianía del mismísimo convento de México hasta el año de 1527 en que su Orden lo mandaría a Texcoco. Viajes no iban a faltarle en su agitadísima vida. A partir de 1529 lo vemos ir a Guatemala, de donde regresa en abril para enfrentarse furiosamente contra las autoridades civiles de la Primera Audiencia de México y colaborar en la solemne excomunión de los oidores de dicha audiencia con una tremenda cesatio ad divinis pronunciada vehementemente contra los pobladores españoles de la ciudad de México. Más tarde, ya tranquilizados estos primeros forcejeos, pasaría a ser una especie de evangelizador itinerante con papeles de índole muy diversa. El 16 de abril de 1531 desempeñaría un papel relevante en la fundación de Puebla, que aún le recuerda como uno de sus constructores. Pocos meses más tarde, según su propio decir, iniciaría la plantación de palmeras datileras en Cuernavaca, y se encuentra en enero de 1533 pernoctando en el Istmo de Tehuantepec y disponiéndose a salir junto con fray Martín de Valencia y fray Martín de La Coruña (su futuro colega cronista etnógrafo) para emprender la delicada evangelización de China. Una prueba más de la urgencia milenaria que animaba a estos prístinos cronistas del mundo amerindio. El proyecto fracasaría en razón de su misma exageración y nuestro fray Toribio pasaría el año siguiente de 1534 en Guatemala. Recibe al año siguiente la guardianía de Puebla, primero, y de Cholula después. Era un descanso muy relativo.
Efectivamente, al año siguiente, y en el capítulo franciscano celebrado durante Pentecostés de 1536, había de nombrársele guardián del convento de Tlaxcala para un periodo largo. Seis años en que se le pedía intentar guardar una residencia relativamente sosegada e iniciar, por su parte, una indagación etnográfica de carácter sistemático sobre los mismos temas que habían sido los de su predecesor Andrés de Olmos: ritos religiosos, construcciones mitológicas, costumbres, mecanismos sociales, organización colectiva y ciudadana del fenómeno urbano precolombino.
Como los tiempos ya lo autorizaban, en razón de los doce años ya transcurridos desde los albores de la evangelización, se le sugería completara este relato con un primer examen historiográfico dedicado a la presencia evangelizadora de los españoles. Parece cierto que el trabajo solitario iniciado por Olmos en Tlatelolco, en aquel incipiente centro de estudios mexicanistas, no bastaba dentro de los proyectos de una empresa grandiosa que poco a poco iba descubriendo las impresionantes dimensiones de aquella urgencia apostólica por fin comprendida. Podemos añadir que el hecho de elegir a fray Toribio era un acierto. En verdad era uno de los mejores conocedores de la lingua franca de aquel entonces, la lengua náhuatl, y su entusiasmo milenario lo recomendaba especialmente para tal labor. Él mismo confesó su extrañeza ante tal misión: "[...] estando yo descuidado y sin ningún pensamiento de escribir semejante cosa que ésa, la obediencia me mandó que escribiese algunas cosas notables de estos naturales, [...] y eso que oí y supe muchas cosas, pero no me informaba para lo haber de escribir [...]".[14]
Evidentemente, fray Toribio cumpliría con el mayor cuidado aquel mandato de su Orden y pasaría en Tlaxcala seis años dedicado a organizar y escribir la parte fundamental de su crónica etnográfica. Esto sin cesar de llevar una actividad viajera y misionera absolutamente trepidante y que, además, se envolvía con mucha pasión en varios conflictos que surgían de las condiciones en que se efectuaba la evangelización en aquel entonces. Una de estas disputas era la que versaba sobre la tan controvertida administración masiva del bautismo a los amerindios que por los años 1537-1539 había de conocer, por fin, regulaciones más ordenadas.
Por otra parte, su afán viajero lo llevaba a recorridos de mucho alcance. Lo ilustra en aquella misma época su recorrido por la costa norte del Golfo de México, a más de cincuenta leguas de Tlaxcala, y por el río Nautla. Sin dejar por ello de participar prioritariamente en la organización del corpus christi de Tlaxcala en 1538, o en las fiestas de Pascua de Resurrección de la misma ciudad en 1539. A esto añadiría fray Toribio la averiguación jurídica del lamentable asunto de los tres niños mártires de Atlihuetzia, así como un viaje a fines de 1540 hasta el río Papaloapan y el estero de Alvarado, para terminar en la ciudad de Antequera.
Por el mes de febrero de 1541, hemos de hallarle en Tehuacán donde firma la "Epístola Proemial al Conde de Benavente" que iba a encabezar una primera redacción anticipada de la gran crónica que le habían encargado cinco años antes y que representaba, sobre todo, un escrito de urgencia sacado a toda prisa de sus borradores y de sus fichas. Este texto fundamental nos ha llegado en tres manuscritos del siglo xvi con el título Historia de los indios de la Nueva España. No podemos equivocarnos respecto a esta pequeña obra. Es un escrito evidentemente producido por circunstancias apremiantes que eran las de la vecindad de las Nuevas Leyes de 1542, cuyo objetivo era convencer al conde de Benavente, señor y protector de su villa de origen, sobre la idoneidad de la acción franciscana. No podemos creer que el hecho de entresacar este texto de los borradores de la obra magna emprendida en 1536 la disminuyera o frenara.
Efectivamente, la crónica encomendada en 1536 seguía siendo en los programas de fray Toribio un trabajo de investigación prioritario y su concepción era amplia y ambiciosa. La carta que dirigiera fray Toribio a Carlos v desde Tlaxcala el 2 de enero de 1555, bien nos confirma que la crónica había de durar prácticamente hasta los años 1556-1560, debido a la magnitud de la ambición que la animaba: "[...] yo tengo lo que los otros escribieron, y porque a mí me costó más trabajo y más tiempo, no es maravilla que lo tenga mejor recopilado y entendido que otro..." Esto implicaba que aun la información recogida por sus correligionarios había de servirle para dar a su crónica el toque final.
De hecho, difícilmente puede afirmarse que después de 1541 Motolinía iba a consagrar toda su energía a semejante empresa, pues nunca había de dejar una vida henchida de responsabilidades y de viajes. Se puede ver, así, que en el otoño de 1543 volvía a Guatemala, al frente de una considerable expedición franciscana que le autorizaría a fundar, el 2 de junio de 1544, la Custodia Franciscana del Santo Nombre de Jesús. En diciembre de 1545, el obispo Marroquín y el licenciado Maldonado aconsejaban a Carlos v la elección de fray Toribio para obispo de Yucatán y en el capítulo seráfico se le otorgaba el cargo de comisario general de su Orden, como vicario provincial. Tal responsabilidad le fue confirmada solemnemente y por elección en el capítulo de 1548. A partir de 1551, ostentaría las responsabilidades de guardián en múltiples conventos del altiplano central de México, hasta dar por terminada su crónica etnográfica entre 1556 y 1560.
Le quedan entonces nueve años de vida hasta su fallecimiento el 10 de agosto de 1569; en este lapso disfruta de un retiro si no apacible, ya que muchas peripecias lo agitaron, por lo menos bastante bien ganado.
La crónica de fray Toribio plantea hoy para el historiador de la literatura muy graves problemas bibliográficos y textuales. El primer texto que nos ha llegado: la Historia de los indios de la Nueva España era exclusivamente un primer extracto, rápido y un poco deshilvanado, de la obra magna. Fue firmado y enviado a España en 1541, cuando muchas de las investigaciones requeridas para la crónica encomendada en 1536 aun no habían podido ser completadas. La obra definitiva no nos ha llegado tampoco. Pero a diferencia de la crónica de Olmos, esta ha sido leída y utilizada por Mendieta y por Zorita, así como ha sido consignada por Antonio de León Pinelo con un título muy preciso: Relación de las cosas, idolatrías, ritos y ceremonias de la Nueva España. Lo que de ella hemos recibido son una suerte de borradores y de fichas que Torquemada y Herrera bautizaron como Memoriales. En estas fichas y en estos borradores hay numerosas muestras de que es un trabajo provisional, con descuidos de estilo, tuteos improcedentes y textos mal hilvanados. Sin embargo, su valor es inmenso, ya que es la parte más completa de la crónica etnográfica que hoy en día podemos conocer. Se conserva su original en un manuscrito del siglo xvi contenido en el principio de un volumen que lleva el título Libro de oro y tesoro índico, que fuera parte de la biblioteca de Joaquín García Icazbalceta y que hoy se guarda en la Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Texas, en Austin.
Tanto este texto como el de la Historia de los indios de la Nueva España sólo son estados preparatorios de una crónica magna que aún añoramos. Por lo tanto, nos pareció en su tiempo que, como en el caso de Olmos, era necesario reconstruir este libro perdido para entenderlo mejor y dar mayor cuenta de su alcance. Así, utilizando a la vez los Memoriales, la Historia de los indios de la Nueva España y todas las citas que de dicho texto hacen los cronistas ulteriores que lo saquearon, hemos intentado hilvanarlo, por lo menos en sus grandes lineamientos.
A decir verdad, la labor es relativamente fácil, ya que los empréstitos que se le han hecho son obra de los mejores cronistas de la Nueva España, como López de Gómara, fray Bartolomé de Las Casas, fray Gerónimo de Mendieta, Alonso de Zorita, Cervantes de Salazar, Suárez de Peralta, Dávila Padilla, fray Juan Bautista, etc. Todos ellos afirman haber tenido la obra en sus manos, sin que podamos rastrear exactamente en qué términos y en qué condiciones. Una vez más, remitimos a la reconstitución de la crónica que intentamos hace años y rogamos al lector se sirva consultar: Utopía e historia en México..., cap. 6, pp. 329-386, así como Historia de los indios de la Nueva España..., introducción, pp. 40-83. Convendría añadir que se ha intentado hace poco otro tipo de reconstrucción del libro perdido de Motolinía, por medio de un texto artificial, fundamentado en conjeturas, que hasta quiere restituir la escritura misma de fray Toribio. Este montaje caprichoso de fragmentos diversos, sacados de los textos hoy disponibles y que nosotros empleamos anteriormente con la debida prudencia, quiere ofrecernos una lección de texto que pretende ser completa y exhaustiva. En realidad, nos parece que este tipo de acrobacias es imprudente, porque no tiene el necesario respeto crítico a los autores a la par que, al ambicionar sustituirlos, traiciona los escritos que cree restituir. Una escritura no tiene resurrección posible cuando sus formas se hallan perdidas, porque sólo lo escrito por el autor en la intimidad del misterio creador conlleva su identidad. A todas luces innecesaria –y acaso poco honesta– es aquella operación que ambiciona ocupar el lugar antaño fraguado por el autor.[15]
Nos atendremos, por nuestra parte, a ofrecer tan sólo la estructura de la obra perdida, tal y como resulta de un examen riguroso de sus temas y de su constitución interna, sin pretender vanamente escribirla de nuevo. Así, podemos darnos cuenta de que la crónica de fray Toribio era tremendamente ambiciosa y que, como él lo dijera en su carta a Carlos v, se presentaba como una síntesis de los trabajos historiográficos franciscanos anteriores.
La crónica constaba de cuatro partes, después de la "Epístola proemial" dirigida al conde de Benavente. La primera parte describía los ritos, cultos y fiestas de la religión precolombina después de haber evocado los principios de la labor evangelizadora. Terminaba con algunos capítulos dedicados a la celebración reciente de las fiestas cristianas y, en particular, a la del corpus christi en Tlaxcala en 1538. La segunda parte se dedicaba a los pormenores de la implantación del cristianismo en México y a las primeras imparticiones de sacramentos. La tercera era una transición entre el relato de evangelización y una descripción meticulosa de las características botánicas, zoológicas y geográficas de México, y terminaba con un relato de la conquista. Por fin, la cuarta y última describía las leyes, costumbres y poderes políticos de la sociedad precolombina con alusiones a las tradiciones mitológicas, así como un informe sobre las tierras de Cíbola descubiertas nuevamente. El final de la obra proponía una grandiosa evocación del universo, que culminaba fervorosamente con un canto de acción de gracias en alabanza a Dios.
Con una obra de tan inspirada trascendencia, Motolinía ofrecía, en realidad, una crónica que abarcaba las culturas prehispánicas y la historia de la llegada del cristianismo a la vez. Es decir, intentaba evocar conjuntamente el México antiguo de los amerindios y el México nuevo que los religiosos intentaban construir con ellos. El sentido real de esta crónica sólo es comprensible dentro de su contexto apocalíptico, utópico, que intenta estudiar el pasado para conocer con más cuidado lo que hay que transformar y lo que hay que guardar. Transcribe el presente vivido con harto entusiasmo (pues sueña con un futuro fabuloso que inscribe a dicha obra en un proyecto milenario de alcances insospechables), y al mismo tiempo analiza un pasado prestigioso que es necesario aprender de memoria y aprovechar como promesa de cambio. Fray Toribio había expresado ya la mejor conclusión al significado de esta crónica, a todas luces poco común, en la famosa carta dirigida al emperador Carlos v, en enero de 1555: "Lo que yo a V. M. suplico es el quinto reino de Jesucristo [...] que ha de henchir y ocupar toda la tierra, del cual reino V. M. es el caudillo y capitán, que mande V. M. poner toda la diligencia que sea posible para que este reino se cumpla y se ensanche..."
La relación de Michoacán de Fray Martín de la Coruña
Como efecto de la influencia de fray Toribio, podemos situar otra gran crónica etnográfica –escrita con idénticos objetivos milenarios– que es la famosa Relación de Michoacán, de fray Martín de La Coruña. Aunque este texto se originara por encargo del virrey Antonio de Mendoza, tanto por las fechas como por la fraternidad de finalidades, se inscribe plenamente en las sugerencias que Motolinía podía proponer a aquellos de sus correligionarios que le eran más cercanos. Es verdad que fray Martín de La Coruña era también de los "doce primeros" y uno de los milenaristas más convencidos de San Gabriel, como bien testimonia aquel intento más o menos increíble de evangelizar a China en 1533, en compañía de fray Martín de Valencia y del mismísimo fray Toribio.
Evidentemente, la crónica etnográfica de fray Martín tiene por tema una cultura muy distinta, la de los purépecha de Michoacán, pero a todas luces es del mismo corte y de la misma inspiración que las crónicas dedicadas al mundo náhuatl. El manuscrito de la Relación de Michoacán que nos ha llegado es anónimo y su presentación descuidada revela la labor de varios amanuenses que visiblemente reordenaron el texto de manera negligente. Este manuscrito, incompleto y truncado, se conserva en la biblioteca del monasterio de El Escorial, en España, y le falta prácticamente toda la primera parte. Que el autor real de dicho texto sea fray Martín de La Coruña nos parece, hoy en día, indiscutible si examinamos el códice, su contenido y, sobre todo, como marca auténtica de su identidad, los estrechos lazos que lo unen y, casi podríamos decir, lo emparejan con las otras crónicas etnográficas de los primeros franciscanos de México.
Por otra parte, la personal trayectoria de fray Martín se inscribe plenamente en los proyectos seráficos elaborados entonces en México en estas fechas tan tempranas. Así, después de arribar a México en mayo de 1524 y de fundar la Custodia del Santo Evangelio, fray Martín fue designado por la Orden para acompañar al soberano de Michoacán, a Cazonci, de vuelta a su capital Tzintzuntzan, a principios de 1526. Nuestro religioso seráfico fundaría allí un primer monasterio franciscano bajo la invocación de Santa Ana y empezaría la obra de conversión de los tarascos. A pesar de algunas ausencias, se puede decir que toda su vida quedaría enteramente consagrada a esta empresa.
Vamos a verle fundar en 1531 el monasterio de Ajijic a orillas del lago de Chapala, o en 1533 participar en el ya mentado intento de viaje a China que, en realidad, no pasó de Tehuantepec. Pero, ya desde 1536, volvía fray Martín a recibir la guardianía del monasterio de Tzintzuntzan y tres años después, en 1539, empezaría a colectar la información necesaria para elaborar su obra sobre la cultura purépecha. Nos parece que fue, a la vez, por encargo del virrey Mendoza que efectuaba entonces su primera visita oficial a Michoacán y, por recomendación expresa de su amigo fray Toribio Motolinía, que en la misma época se hallaba enteramente dedicado a un trabajo de la misma índole en su monasterio de Tlaxcala. Creemos que por 1541 principiaría la redacción de la crónica que concluiría en 1549 con aquella exposición del calendario tarasco que complementa el texto de la Relación...
Probablemente, al realizarse en 1549 la visita del entonces provincial de la Orden, fray Toribio Motolinía –visita que culminaba con la presidencia del capítulo franciscano de Uruapan–, fue cuando fray Martín entregó al provincial, que era de sus primerísimos compañeros, el escrito definitivo de su crónica. Seguramente le pidió que lo examinara y lo criticara, habida cuenta de su extraordinaria experiencia en este campo, y luego se lo ofreciera al virrey Mendoza que había de salir de México en enero de 1551. Se echa de ver aquí una complicidad habitual entre cronistas etnógrafos, lo que era lógico entre especialistas de un tema harto difícil para la investigación de aquellos tiempos, y en el que era muy necesario comunicarse técnicas, metodologías, modelos de exposición y hasta fórmulas de escritura.
Por lo demás, no sabemos nada de lo que fuera la vida de fray Martín en los años siguientes y esto hasta su fallecimiento en Pátzcuaro, en 1568; diecinueve años después de haber entregado el manuscrito de su crónica.
La Relación de Michoacán, tal y como nos ha llegado en el códice de El Escorial, propone una investigación etnográfica de una duración aproximada de diez años y con las mismas características que las de sus dos predecesores en este terreno, Olmos y Motolinía. El objetivo es, asimismo, idéntico. Se trata de reconstruir los elementos más importantes de los rituales, de la liturgia, de la mitología y de la historia de los tarascos con toda la información disponible. Es decir, explorar lo más exhaustivamente posible la cosmovisión prehispánica de estos amerindios. Además, tratar de describir detalladamente las costumbres, las normas jurídicas, los mecanismos políticos y sociales de la organización precolombina. Como Olmos y como Motolinía, fray Martín recurrió a informantes indígenas elegidos entre los tlamatinime tarascos: "los más viejos y antiguos desta provincia", para poder recabar una información precolombina auténtica, libre de cualquier influencia posterior a la llegada de los españoles.
Es necesario subrayar aquí que el cronista de Michoacán tuvo que afrontar una dificultad que no habían conocido sus predecesores: contar con la falta de escritura, y por lo tanto de códices, en la tradición cultural tarasca: "...la dificultad grande que era en que esta gente no tenía libros..." Lo que conllevaba tener que recurrir a la tradición oral exclusivamente, con todas las fragilidades que ello supone.
La crónica queda dividida en tres partes precisas. La primera, de la que sólo nos queda un folio dedicado a la fiesta de Sicuindiro, era una exposición de las liturgias, los rituales, las ceremonias religiosas, el calendario de las fiestas y las indumentarias de dioses y sacerdotes. Probablemente llevara también algún que otro gran relato que exponía la creación del universo, de los dioses y los hombres, es decir, una suerte de génesis purépecha. La segunda parte, como obligada continuación de la anterior, ofrece en 35 capítulos un bellísimo poema épico que relata los orígenes chichimecas de Zacapú; la gesta fundadora de Tariácuri, el héroe histórico-mítico por excelencia, y la fundación del reino tarasco. Finalmente, la tercera parte proponía una exposición de las costumbres sociales, de las reglas jurídicas y de los mecanismos políticos, como son las cualidades y derechos de la élite, los modos de percepción fiscal, la organización familiar, las normas de herencia y sucesión, etcétera.
Una vez más, como fuera el caso de Olmos y Motolinía y como será el caso para los cronistas siguientes, se trataba de recopilar todos aquellos datos que dieran a conocer los mecanismos sociales prehispánicos demasiado envueltos en un asentamiento religioso que se pretendía erradicar, y aquellos elementos de organización social que convenía preservar para mantener la legitimidad cultural y lingüística de una nueva cristiandad construida con y para los amerindios dentro de las perspectivas del reino milenario.
La crónica de fray Francisco de las Navas y la organización político-social de los mexicas
Si nos atenemos a la conocida frase de Motolinía, al escribir a Carlos V en enero de 1555: "...tres o cuatro frailes hemos escrito de las antiguallas y costumbres questos naturales tuvieron...", nos queda encontrar al cuarto fraile indicado por fray Toribio. Vista la fecha de 1555, no es posible pensar en fray Bernardino de Sahagún, ya que éste recibirá el encargo de adentrarse en el universo prehispánico de los amerindios más tarde, por lo menos en 1558. Hemos de encontrarnos, entonces, con un cronista etnógrafo difícilmente sacado del olvido, por el juego de las referencias textuales en las crónicas de Zorita y de sus contemporáneos y por haberse también podido hallar un calendario elaborado por él. Coincide perfectamente con la duda de fray Toribio "tres o cuatro", como si la identificación del cuarto cronista costara o no fuera lo suficientemente clara.
En efecto, lo que hoy se puede saber de dicho cuarto cronista es bastante poco. Fray Francisco de Las Navas, ya que de él se trata, era originario de la provincia seráfica de La Concepción y había viajado a México en compañía del futuro obispo de Tlaxcala, fray Martín de Hojacastro y del erasmista fray Juan de Gaona, por una iniciativa de la emperatriz Isabel, el 30 de abril de 1538. Ya en México, a partir de 1540, fray Francisco de Las Navas es uno de los evangelizadores de la región popoloca situada al este de Puebla y en 1543 lo hallamos en Tecamachalco, cuando viene a hacerse cargo de la guardianía del convento el primero de nuestros cronistas etnógrafos, fray Andrés de Olmos, quien, quizá en esos mismos años, despertaría su vocación de cronista.
Fray Francisco se encuentra en Tlaxcala en 1548 y lo hallamos como guardián del convento de Tepeaca en 1551. Subrayemos el hecho de que a principios de 1551, el que era entonces su provincial fray Toribio Motolinía, lo llamaría a colaborar con él a Tecamachalco para ayudar a la "visita" de esta región. Fue probablemente entonces cuando fray Toribio le incitaría a realizar una crónica etnográfica sobre el mismo modelo de la suya. Ya hemos visto que en Michoacán fray Martín de La Coruña había sucumbido fácilmente a tan amigable sugerencia. De este modo, en 1553, fray Francisco de Las Navas se instala en Cuauhtinchán, a cuatro leguas de Puebla, pero esta vez en una región de cultura náhuatl. La cédula de diciembre de 1553 –que encomendaba a los religiosos una investigación sobre el sistema fiscal precolombino–, fue probablemente lo que decidió la orientación de su propia indagación etnográfica, con una casi exclusiva especialización en el análisis de las estructuras sociales del mundo amerindio a partir de sus sistemas fiscales.
En 1554 principiaría su labor de cronista. Para acentuar la intimidad con sus predecesores, fray Francisco elaboraría en 1560 un calendario tlaxcalteca, para lo que colaboró muy estrechamente con Motolinía y con fray Martín de La Coruña. Una vez más, es una ilustración de los vínculos tan estrechos que unen los trabajos de nuestros cronistas. Con ello, fray Francisco finalizará su crónica que había durado, como la de sus predecesores, unos seis años más o menos. Más tarde, en 1573-1574, lo hallamos envuelto en varios conflictos internos de su Orden, y como definidor de la misma de 1570 a 1576; después, a partir de 1576, guardián del convento de Tlatelolco donde residía Sahagún, ocupado éste entonces en ordenar y pasar en limpio su obra que nos ha llegado como Códice Florentino. Fiel a la tradición ya antigua entre estos cronistas, muy probablemente Las Navas fuera en estos años para fray Bernardino de Sahagún una consulta obligatoria en el campo de la fiscalidad prehispánica o en el de la organización social. Y esto, claro, antes del fallecimiento de Las Navas en 1578 y antes de que Felipe ii confiscara, en ese mismo año, la obra de Sahagún.
Como nos ha pasado ya, la obra de Las Navas no nos ha llegado. Debemos la información sobre ella al saqueo que hizo Zorita a todo lo largo de su Historia de la Nueva España, sobre todo en la segunda parte del relato del oidor donde en cuatro amplias ocasiones nos restituye el texto de fray Francisco. Fundándonos en estos textos y en toda la documentación que pudimos colectar acerca de ellos, hace algunos años intentamos una vez más reconstruir la crónica perdida de Las Navas. A este intento remitimos hoy: Utopía e historia en México..., cap. 8, pp. 431-470.
Según este trabajo, podemos darnos cuenta de que la obra de Las Navas era minuciosa y que analizaba en detalle los mecanismos y las estructuras fundamentales de la sociedad prehispánica. Nos parece que debía constar de dos grandes partes: la primera se dedicaba a la organización política de la Triple Alianza México-Texcoco-Tlacopan y a los distintos estratos sociales de dicha organización, con un análisis muy cuidadoso de las reglas de sucesión política. La segunda parte exponía el sistema fiscal de los mexicas, porque ni Olmos ni Motolinía lo habían descrito, y fray Francisco añadía una evaluación de los distintos grupos que componían la sociedad prehispánica: élite guerrera y religiosa, comerciantes, campesinos, esclavos, e insistía mucho en las modalidades de la percepción fiscal. Podemos decir que la segunda parte de la Historia de la Nueva España, de Zorita, como también su Breve y sumaria relación son, en realidad, el texto mismo de la crónica del franciscano, texto más o menos "arreglado" y reorganizado.
El calendario tlaxcalteca elaborado por Las Navas se halla entre los documentos personales de aquel gran erudito mexicano del siglo xix que fuera José Fernando Ramírez y es, a todas luces, sólo un fragmento de una obra más importante, hoy desgraciadamente perdida, pero en la que ya se pueden notar importantes correlaciones con los trabajos de idéntica índole de Motolinía y de fray Martín de La Coruña.
Como en el caso de Olmos, y como en parte en los casos de Motolinía y fray Martín, nos hallamos, una vez más, ante crónicas "conjeturales" fundadas en textos fragmentarios, en deducciones bibliográficas y, ante todo, en una tremenda nostalgia por hallar textos tan primordiales para la primera historia de la literatura mexicana. Felizmente, la última de nuestras crónicas etnográficas, la mayor de ellas y la coronación, por decirlo así, de aquella "generación" de textos, la de fray Bernardino de Sahagún, nos ha llegado, en gran parte, con muchas garantías.
Fray Bernardino de Sahagún y el opus magnum sobre el mundo prehispánicos de México
La crónica de fray Bernardino de Sahagún, aquella que conocemos con los nombres de Historia general de las cosas de la Nueva España, o Códice Florentino, es, efectivamente, el punto de excelencia en que culmina el esfuerzo de los cronistas franciscanos volcados hacia el mundo amerindio de México. Tanto por su amplitud de miras como por la magnitud del tema abarcado, y por la ingente cantidad de fuentes consultadas o la estupenda calidad de la investigación llevada a cabo. Pocos escritos, dentro de la literatura mundial dedicada a esclarecer el concepto de pluralidad de culturas, procuran un discurso tan importante para la cabal comprensión de un mundo novedoso y extraño para aquel que intenta adentrarse en él.
Sahagún, como bien reza el apellido que ostenta según el uso franciscano de aquella época, es originario de la pequeña villa de Sahagún, en el norte de España, sin que sepamos más de sus orígenes, salvo su fecha de nacimiento en 1499. A la edad de treinta años, en 1529, había de hacer, a su vez, el viaje a México para incorporarse a la falange seráfica que allí emprendía la delicada labor de convertir al cristianismo a los herederos de las amplias culturas milenarias de México. Es decir, llegará al Anáhuac cinco años después que Motolinía y fray Martín de la Coruña, y un año después que Olmos, sin que de ello deban sacarse mayores conclusiones.
Fray Bernardino lleva a su máximo rendimiento y a su punto de madurez el género de la crónica etnográfica, fundando con ella, y en ausencia de las obras aún no encontradas de sus predecesores, una modalidad literaria que casi podríamos decir es la madre de la antropología moderna. Su obra representa el esfuerzo más considerable, en el siglo xvi, para reconocer, preservar y comprender una cultura ajena a la propia, en este caso, la prehispánica de los mexicas del altiplano central de México.
Llegado a México, como ya vimos, en 1529, fray Bernardino habría de conocer los avatares y las ocupaciones de todo evangelizador dedicado a la difícil labor de convertir a los amerindios al cristianismo en aquellos primeros tiempos. Entusiasmado por el idioma náhuatl –que habría de manejar como nadie años más tarde–, empezaría por consagrar la casi totalidad de sus fuerzas a los trabajos más apremiantes de una evangelización elemental. Sólo dieciocho años después de su llegada, en 1547, empezaría a recoger aquellos primeros textos amerindios que tanto habían de seducirle, es decir, la huehuehtlatolli: "la antigua palabra", el discurso de la ética y de la convivencia social del mundo prehispánico. Como muchos estudios hoy en día lo han demostrado palmariamente, la huehuehtlatolli fue uno de los fundamentos de la prédica evangelizadora, entendida como una transfusión discursiva y semántica que albergara en su palabra la buena nueva cristiana y el molde más acorde con la auténtica palabra amerindia a la vez.
Entre tres y ocho años más tarde, en 1550-1555, fray Bernardino procedería, por inspiración propia y sin que mediara encargo alguno, la recolección de aquellos relatos del mundo amerindio que más le parecieran vincularse a un sentir profundo, auténtico y dolorido en la percepción de sus catecúmenos aborígenes. Así es como empezó a registrar los relatos mexicas de la conquista española que expresaban una dramática visión de los vencidos, contada por aquellos guerreros que combatieran, unos treinta años antes, la invasión europea. Tal disposición por escuchar la intimidad de los aborígenes había necesariamente de convencer a los responsables de la Orden seráfica de su innato talento para proseguir, y esta vez de manera definitivamente sistemática, la obra empezada por Olmos y continuada por Motolinía, fray Martín de La Coruña y fray Francisco de Las Navas. Es así como, en 1558, de manera oficial las autoridades franciscanas le encomendaron llevar a cabo, una vez más, el mismo tipo de crónica que sus predecesores.
Después de muchas y diversas vicisitudes que sitúan la investigación de fray Bernardino desde Tepepulco hasta Tlatelolco y México, y utilizando a fondo las posibilidades brindadas por los equipos de jóvenes indígenas educados en el Colegio de la Santa Cruz de Santiago de Tlatelolco, Sahagún produciría, en 1577, el extraordinario texto redactado en lengua náhuatl que conocemos como Códice Florentino, en razón de su actual ubicación en la Biblioteca Laurentiana de Florencia. Desgraciadamente, apenas concluida esta obra poco ordinaria fue confiscada y prohibida por el rey Felipe ii, por medio de una serie de cédulas de 1578, por las que se llegó a prohibir, incluso, todo trabajo similar dedicado a las culturas amerindias de México y de América. Los valores retroactivos de dichas disposiciones nos explican en gran parte la dificultad que hoy tenemos para hallar y reconocer los escritos de sus antecesores franciscanos de México.
Unos cinco años antes de morir, en 1590, fray Bernardino, llevado por la urgencia de la esperanza milenaria que probablemente nunca le abandonó, volvería a considerar algunos de los resultados de su investigación, subrayando particularmente su interés por aquello que le parecía más apremiante, como los calendarios religiosos que podían ser clave de la permanencia de la idolatría, o los relatos aborígenes de la conquista que tantas polémicas podían despertar.
La obra realizada por fray Bernardino nos parece hoy un monumento antropológico y etnográfico que funda un género tanto literario como científico. Con razón se le ha calificado de padre de la antropología moderna: como reconocimiento del hecho fundamental que tiene por nombre la toma de conciencia de la pluralidad de las culturas humanas. Pero, sin olvidarnos del papel primordial de Olmos que inaugura todos los caminos que llevan a dicha empresa etnográfica, o de Motolinía, de fray Martín de La Coruña y de Las Navas, que dan sus letras de nobleza a muchos aspectos de la investigación abarcada, justo es que reconozcamos el lugar central de los textos de Sahagún.
Resultado de una encuesta llevada a cabo con los tlamatinime: "los sabios", con los sacerdotes y hasta con los mercaderes de la sociedad vencida, la crónica está enteramente redactada en lengua náhuatl, acompañada a veces por una especie de traducción-paráfrasis en lengua española que resume o explica el texto. Es a todas luces, quizá, la enciclopedia más amplia que tenemos sobre la cosmovisión, la liturgia y la sociedad de los mexicas. Reconocidas en unos años que aún autorizaban una buena comprensión de lo que eran fidedignamente en vísperas de la conquista española. A todo lo largo de sus doce libros, fray Bernardino intentaba abarcar todas las expresiones de la vida religiosa, social y artística del mundo mexica, así como constituir un inventario zoológico y botánico de los recursos mexicanos. Todo ello redactado con una ambición lingüística poco común, es decir, tratando de organizar una "red barredera", según expresión propia del autor, para registrar todos los giros, todas las metáforas y todas las finezas del idioma que sustentaba aquel corpus cultural y social.
Los doce libros de la crónica sahaguniana abarcan, efectivamente, los temas más diversos. El libro i esta dedicado a los dioses mexicanos, a sus representaciones, a sus indumentarias y atributos, así como a sus poderes. El libro ii describe las fiestas y ceremonias litúrgicas que caracterizan los cultos que se deben a estas divinidades, organizándolas en torno al calendario adivinatorio prehispánico. El libro iii trata de dar cuenta del origen de los dioses, de su nacimiento y de los mecanismos ideológicos que han desembocado en su enunciación. Se compone también de algunos relatos poéticos, de alto alcance, sacados de aquellas sagas mexicanas que relatan la gesta de Quetzalcóatl y de su largo combate contra la divinidad hechicera del norte: Tezcatlipoca. El libro iv es un auténtico tratado de astrología precolombina que analiza los significados y los alcances de los diversos signos del tonalpohualli, el calendario adivinatorio que ordenaba toda la vida de la sociedad mexica. A lo largo del libro v se pasa revista a los augurios y premoniciones que se utilizaban para pronosticar el futuro dentro de una cosmovisión impregnada de la comprensión mágica de los acontecimientos.
El libro vi quizá pueda parecer el más importante de los doce. Efectivamente, contiene los escritos más seductores y atractivos que nos han llegado del pensamiento prehispánico de la alta meseta central de México. Se trata de una colección de oraciones y de huehuetlatolli, de "antiguas palabras" recogidas desde 1547 y constituye una suerte de antología privilegiada de la retórica, de las fórmulas éticas y de las metáforas literarias usadas por el discurso más elaborado de la sociedad mexica. El libro vii está dedicado a los conceptos astronómicos de los sabios mexicas: sol, luna, estrellas, ceremonias del xiuhmolpilli: "ligadura de años" que permiten una perfecta continuidad del universo. El libro viii, dedicado a "reyes y señores" es un breve tratado sobre las costumbres políticas y protocolarias de los poderosos y sobre las modalidades necesarias para el acceso al poder. Los libros ix y x se dedican, respectivamente, a los mercaderes y a los artesanos de la sociedad prehispánica; completa esta exposición una especie de tratado que contempla las distintas categorías de vicios denunciados por la sociedad, las mujeres de mala vida, las descripciones anatómicas usadas por los médicos y los cuadros clínicos representados por las enfermedades conocidas, así como una rápida historia de los pueblos y de las naciones que ocuparan el altiplano central de México. El libro xi, por fin, constituye un amplio tratado de zoología, botánica y geología mexicanas, así como un inventario detallado de los recursos naturales de la tierra. Notablemente, el último libro, el xii, está compuesto por un conjunto coherente y estructurado de relatos que cuentan la conquista española de México a través de lo vivido por los antiguos guerreros mexicas, en particular aquellos que eran originarios de Tlatelolco. Estos textos, reunidos por Sahagún a partir de 1550 y hasta 1555 nos ofrecen, sin lugar a dudas, la visión más equilibrada de los acontecimientos históricos que habían marcado la irrupción de la presencia hispánica en el país.
Ante el auténtico cataclismo que había dado cuenta de la sociedad amerindia, fray Bernardino, consciente de que se trataba de una especie de "fin de mundo" y de "nacimiento de otro mundo", identificaba con estos doce libros el auge de una actitud filosófica y ética que llevaba a la consideración razonada de la cultura ajena.
La pregunta más lancinante que cabe plantear al releer estas crónicas, o lo poco que nos ha llegado de ellas, es quizá la que abarca la razón de tantas dificultades y de una desaparición tan general, tratándose de textos que son el fundamento mismo de la primera consideración sobre la identidad literaria de México. En verdad, la explicación nos parece que se deduce del destino mismo de la obra de Sahagún. El 22 de abril de 1577, Felipe ii, rey de España, confisca y prohíbe la obra de fray Bernardino. El texto mismo de la cédula de prohibición esclarece el por qué se perdieron tan desesperadamente estas primeras crónicas mexicanas: "Y estaréis advertido de no consentir que por ninguna manera persona alguna escriba cosas que toquen a supersticiones y manera de vivir que estos indios tenían, en ninguna lengua ..." y, poco más de un año más tarde, Felipe ii repetiría, el 18 de septiembre de 1578, tal medida, agravándola: "Dese çedula para que el virrei tome lo que allá queda, treslados y originales y lo imbíe todo, sin que allá quede ningún treslado" (Archivo General de Indias, Patronato, "Minutas de reales cédulas, ramo 79, e ibidem, Audiencia de México, núm. 284).
Evidentemente, estas disposiciones tan significativas tenían obvia aplicación retroactiva y devendrían una suerte de ley del silencio que imperó para todas nuestras crónicas etnográficas. Si algunos textos inciertos como la Historia de los indios de la Nueva España o los Memoriales de Motolinía, o aun algunos borradores fragmentarios de Olmos, o el escrito truncado de la Relación de Michoacán han logrado reunirse junto con los textos más decisivos de Sahagún, como el Códice Florentino o aun aquellos borradores preparatorios que son los Códices matritenses, es porque los escritos prohibidos y perseguidos manejan recorridos tan inciertos que siempre acaban por fluir y por aflorar en los panoramas literarios más desesperados. En el caso de las crónicas etnográficas del México del siglo xvi, que son escritos tan fundamentales para sintetizar la imposible armonía entre dos culturas y dos mundos, la pérdida o el olvido son aún más dramáticos. Pocos campos de investigación merecen hoy en día mayores esfuerzos para entender a carta cabal la transculturación esencial que fundamenta el discurso mexicano.
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