Enciclopedia de la Literatura en México

La hagiografía en el siglo XVIII

mostrar Introducción

La vida de los muertos está puesta en la memoria de los vivos.
Juan Antonio de Balthasar, [...] De la fervorosa
vida... del padre Juan Gumersbac [...] de
la Compañía de Jesús...
(1737).

 

“Quien ha leído una relación [de fiestas] puede decir que ha leído todas, aunque precisamente es en su calidad de serie, en sus casi insignificantes variantes donde reside el máximo interés de las distintas versiones de la fiesta siempre idéntica, igual a sí misma como todos los ritos.”[1] Estas palabras del destacado historiador del arte se pueden aplicar –con sus diversos matices narrativos propios– a la literatura hagiográfica. Su carácter argumental (referir la historia de una vida edificante a lo largo de una existencia temporal) les otorga un sentido de serie y, lo que es más importante, de pertenecer a un género ya codificado en sus convenciones temáticas y en su estructura. A esto debemos añadir que la hagiografía, al igual que las relaciones de fiestas, son textos panegíricos que pertenecen al discurso oficial emanado del poder, tanto del civil como del religioso. Es claro que la enorme variedad de modalidades hagiográficas se inscribe en el modelo de ejemplaridad religiosa, pero al mismo tiempo contiene las pasiones y la inclinación al vicio; su cometido es incitar a los lectores y oyentes a la virtud y a tratar de ser ciudadanos honestos de la república cristiana. La hagiografía, al igual que las descripciones festivas, tiene la cualidad de dar esparcimiento al lector y de incluirlo en el universo de valores que rige en su sociedad.

Debido a esto una religiosa clarisa se vio obligada a ir en contra de su inclinación, pues no obstante que Sebastiana Josefa de la Trinidad era poseedora de gran modestia y siempre estaba deseosa de pasar inadvertida ante los ojos de los demás, como muchos otros religiosos tuvo que escribir por mandato de sus confesores. El autor de la Vida admirable y penitente de la V. M. Sebastiana Josefa de la Trinidad apunta lo siguiente: “Pero todos estos rezelos, y otros con que era agitado el discurso, se vencieron con los exemplares, que á cada paso se presentan en las prodigiosas Vidas que están saliendo a pública luz, aun con los mayores portentos en essa línea de maravillas, milagros y revelaciones.”[2]

Lo más sobresaliente de las palabras anteriores es el testimonio que se da del auge y la gran popularidad que cobraron, a partir del siglo xvii, las biografías de hombres y mujeres que dedicaron su existencia al Señor. Se deja constancia de la difusión de estos escritos que vieron la luz como modelo de edificación espiritual pero sin perder su carácter de entretenimiento y que buscaban la identificación del lector con sus modelos de comportamiento. Como bien señala Antonio Rubial, la difusión de este tipo de literatura, como de muchos otros géneros, se debió en gran medida a su aparición impresa, al contrastar la para entonces extendida divulgación en contraste con la restringida difusión que tenían las obras manuscritas, pues con la imprenta, “además de multiplicarse los destinatarios del mensaje, la elaboración de conceptos y categorías se hacía más rigurosa; por otro lado, la letra impresa sacralizaba los contenidos y los volvía, así, incuestionables”.[3] Esto es comprensible, pues sabemos de las licencias que debían tener los textos para poder imprimirse: la del virrey y la del arzobispo, sin olvidar que los censores eran, además, calificadores del Santo Oficio.

La popularidad de la hagiografía, que como género literario despertó un gran interés en los lectores y en los fieles, se apoyó en la devota atención de los oyentes que acudían a los templos a escuchar los panegíricos fúnebres con que los predicadores exaltaban la ejemplaridad demostrada en vida por religiosos y monjas que guardaron durante su existencia la observancia perfecta señalada por su instituto religioso. Además, debemos añadir el factor de oportuna actualidad que despertaban en el público al oír la prédica laudatoria en honor de personajes conocidos por gran parte de la población. No dejaba de ser conmovedor, y al mismo tiempo impresionante, escuchar con emoción y dolor sincero la exaltación de las cualidades de hombres y mujeres cuya fama se había propagado entre los habitantes de una región. De ahí que, como veremos, gran parte de los impresos del xviii sean exequias en honor a religiosos y monjas, a las que acudía un público fervoroso para escuchar o en su caso leer la palabra del predicador. Como certeramente dijo el célebre Castorena y Ursúa en su parecer a una Oración declamatoria...:

Tres son las [necesidades] de esta ciencia oratoria, desta arte que enseña porque son tres los oficios de un Orador eloquente. La lógica del persuadir es para mover. En el púlpito para los oydos, en el molde para los ojos. Deleyta porque usa el estilo más raro y propiedad más ingeniosa, selecto en el lenguaje y cuidadoso en la disposición, mueve porque de tal suerte ordena los discursos, los avisos devotos y verdades importantes, que al modo que el pezesillo se prende con el anzuelo, captiva el corazón con el artificio.[4]

Esta cita de Castorena es un valioso análisis de las cualidades retóricas del arte de la predicación y de su proyección impresa. La oratoria sagrada cumple con los tres preceptos esenciales de enseñar, deleitar y conmover. Es por ello que va de la mano con “el estilo más raro”; esta última palabra entre sus connotaciones tiene la de “insigne, sobresaliente ó excelente en su línea”.[5] El célebre editor de la Fama y obras póstumas... de Sor Juana –y uno más de sus devotos admiradores– resalta las propiedades eminentemente literarias del género, al destacar la función del lenguaje “selecto” y lo “cuidadoso en la disposición”, es decir, el valor semántico de la palabra y la estructura de la composición. Al mismo tiempo transmite “verdades” envueltas en un discurso tan atractivo que hace que el receptor quede cautivado por él.

Es preciso señalar que la primera intención de escritores y predicadores fue de índole propagandística: despertar la imitación de las virtudes y provocar el destierro de los vicios, cumpliendo así con el principal objetivo de las teologías moral y pastoral. La mimesis que el devoto admiraba en su modelo de perfección y el cumplimiento de mandamientos, sacramentos y virtudes cristianas fue una eficaz pedagogía colectiva que se difundió y siguió en todos los sectores de la sociedad novohispana. Pertinente resulta la apreciación de Asunción Lavrin cuando estudia el propósito ideológico de crear un arquetipo literario (el varón santo) expresado en un género que gozó de gran popularidad en la Nueva España, en especial durante los siglos xvii y xviii:

Asumimos que una “representación” es una creación cultural que intenta proyectar una imagen deseable de un sujeto, un evento o una cultura. La representación no coincide con la realidad, pero persuade a otros de que es en sí la suma de características específicas y deseables para la realidad [...] La creación de un fraile observante y ejemplar fue un elemento esencial en la construcción de la memoria histórica de cada orden en busca de la aprobación social de su comportamiento y la reafirmación de su identidad como ente corporativo.[6]

Lo anterior nos conduce a afirmar que cada instituto religioso buscaba en la literatura la creación de un ideal emblemático de héroe.

Debemos agregar, además, la falta de novelas y en general de libros de ficción novohispanos. Esto se debió, como sabemos, a la aparición de “un pliego de instrucciones que la reina, actuando en ausencia de su soberano, da a la Casa de Contratación de Sevilla, el 4 de abril de 1531”.[7] Como reitera el investigador norteamericano en su fascinante estudio Los libros del conquistador, la disposición no fue acatada a rajatabla, pues cinco años después el virrey, Antonio de Mendoza, emitió el siguiente documento por orden expresa del monarca, y que entrañaba una intención de censura ideológica más que elocuente:

el Emperador, mi Rey y Señor, proveyó que no se llevasen a esas partes libros de Romance de materias profanas y fabulosas, porque los indios que sopiesen leer no se diesen a ellos, dejando los libros de sana y buena doctrina, y leyéndolos no aprendiesen en ellos malas costumbres y vicios [...] y porque creemos que en la execucion desto no a abido el cuidado que debía, mucho vos encargamos y mandamos proveais, como de aquí adelante no se vendan libros algunos desta calidad, ni se traygan de nuevo, porque cesen estos incombinientes: procurando que los españoles no los tengan en sus casas, ni permitan que indio alguno lea en ellos.[8]

Ahora bien, si a los súbditos de este lado del océano se les prohibió la lectura de libros de aventuras de índole ficcional, ¿hubo algún tipo de lecturas que supliera esta carencia? La respuesta, aunque tomada con cautela, debe ser afirmativa. La emoción que despertaron en los lectores las narraciones novelescas de vidas heroicas y de hazañas reales y sobrenaturales se suscitó en los americanos con las vidas de los primeros misioneros que se incluyeron en las crónicas de las diversas órdenes evangelizadoras que llegaron a la Nueva España. Como apuntamos en un trabajo anterior, al hablar de Jerónimo de Mendieta y las vidas que incluye en su Historia eclesiástica indiana,

Así como el caballero, el pícaro o la Celestina se ajustan a una cadena de acciones, de actitudes morales, y de contacto con otros personajes, lo mismo ocurre con el protagonista hagiográfico [...] El [que] se debe plegar a las acciones que lo significan. Esto es lo propio de un género que hacía más de tres siglos, desde Santiago de la Vorágine y su Leyenda dorada, tenía un gran prestigio y una envidiable popularidad. Así pues, es vital la adecuación existente entre las acciones que el héroe realiza y el léxico que las designa. De ahí que las palabras “portento”, “sobrenatural”, “prodigio”, “admirable” y otras similares sean frecuentes en estos textos [...] Al igual que en las novelas, la narración hagiográfica nos proyecta la historia de una vida en el tiempo y en el espacio.[9]

Por ello, los protagonistas de estas narraciones de santidad despertaron una catarsis devocional y estética en los lectores que hacían suyas las aventuras exteriores e interiores de estos personajes. De ahí que las palabras de Castorena se cumplan, al comprobar que los relatos guardan una equilibrada proporción entre la anécdota diacrónica –que plasma las peripecias, adversidades y los sucesos gratificantes– y la aventura interior del alma expresada en revelaciones, visiones y arrobos sobrenaturales. Es necesario recordar que los escritos se desarrollan en dos tipos de registros: el del tiempo cronológico y el del psicológico interior del alma y de la conciencia (que tan bien sabe manejar la Iglesia católica); en ellos se desenvuelve la historia de un protagonista que, al contrario de la generalidad de los héroes épicos, sigue llevando a cabo acciones ejemplares aún después de su muerte. Esta característica, además de imprescindible en el género, otorga a los personajes de las narraciones hagiográficas una excepcionalidad espiritual y metafísica de la que carecen los protagonistas profanos. Asimismo, la popularidad de que gozaron en su tiempo se aumentó por un vínculo colectivo de fe que se establecía entre el fiel y su modelo y que se acrecentó con el fervor que cada una de las órdenes religiosas promovió a favor de la edificación que se fraguó en la afectividad de los fieles. En suma, es importante señalar que la identificación que se estableció entre héroe y lector es equiparable a la catarsis que se ha venido dando desde los lectores u oyentes griegos y que consagra al héroe como icono modélico a lo largo de los siglos. Como ejemplo sólo nombraremos al célebre Sebastián de Aparicio, beato poblano, a quien la devoción popular llama hoy en día de manera caprichosa y por demás inexacta “El beato, san Sebastián de Aparicio”.

Como hemos señalado, las vidas de monjas y religiosos siguen un modelo que comparte una serie de características en el trazo de su personalidad heroica, entre otras comunes al género: a] un desarrollo del tiempo lineal desde el nacimiento hasta la muerte; b] la mención del origen del biografiado; c] el inicio de sus rasgos excepcionales en su seguimiento puntual de las virtudes, d] la repugnancia hacia el vicio; e] pruebas puestas por Dios para desarrollar el camino de perfección; f] voluntad a toda prueba, y g] el recuerdo indeleble de su memoria después de la muerte. Éstas son las más frecuentes y conllevan variantes que los autores privilegian. Lo anterior se pone de manifiesto de acuerdo con el énfasis que el escritor desea imprimir al seguir los lineamientos dictados por su manejo de las leyes de la retórica, de su estilo y del uso de un discurso convincente; es también un hecho que la orden religiosa misma imprime una serie de pautas de lo que como instituto religioso considera que se debe resaltar.

Es claro que los rasgos de los protagonistas serán diferentes, por principio, si se trata de héroes masculinos o femeninos. Resulta lógico que los varones se muevan en un contexto que les dé acceso a una libertad de acción en el ámbito de la realidad que las mujeres no poseen por estar confinadas a la clausura. El comportamiento de éstas se determina, asimismo, por su modelo de imitatio que las acerca al ideal sublime de perfección femenina que es la Virgen María. En las monjas se percibe el patrón de la sociedad patriarcal que las confina a un esquema familiar dentro del convento. Su existencia transcurre inmersa en la obediencia al “padre” espiritual, a la “madre” (superiora) que ejerce control de cada uno de sus actos y a la necesaria convivencia con las “hermanas”. Como veremos, es frecuente que se las compare con la abeja, pues al igual que este insecto –símbolo positivo por antonomasia–, viven en una comunidad en la que están sujetas a la autoridad de la “reina”. Incluso hay una obra que se intitula La abeja de Michoacán. La vida cotidiana de las religiosas está marcada por una laboriosidad casi mecánica e incansable durante las horas de vigilia señalada por su participación comunitaria en las horas canónicas que marcan el día desde el amanecer hasta la caída de la noche. Los religiosos tienen sobre ellas la supremacía que les otorga su sexo. Aunque también determinados por los mandatos que su regla les impone, ejercen acciones apostólicas “en el siglo” y su influjo recae sobre muchas almas. En oposición a las monjas, predican, administran sacramentos y poseen una preparación teológica y dogmática a la que ellas no tienen acceso. En pocas palabras, podemos decir que la observancia de su orden los conduce a una existencia activa y de gran influencia en el mundo exterior, mientras que las monjas, por la naturaleza misma de su condición de féminas y de sus reglas y constituciones, sólo pueden aspirar al parco horizonte constreñido en la estrechez del claustro.

Señaladas estas diferencias que pueden parecer obvias pero que marcan el contenido narrativo y el impacto retórico que los textos ejercen en los lectores, se estructura el presente trabajo con base en los siguientes rubros: hagiografía jesuita, escritos sobre religiosos de otras órdenes, un ideal de perfección que sobresale en especial en el siglo xviii, que es el que equipara a la sabiduría con la bondad, y textos de hagiografía femenina.

mostrar Literatura hagiográfica de la Compañía de Jesús

A lo largo de la investigación que condujo a este trabajo, y al revisar los textos de vidas ejemplares dieciochescas, se ha podido constatar que los escritos debidos a la pluma de los hijos de san Ignacio son, en general más abundantes que los de otras órdenes religiosas. No sólo los que se escribieron en loor de los miembros de este instituto, sino que muchos de los autores dedicados al género hagiográfico pertenecen a ella. También llaman la atención las diversas modalidades genéricas que cultivaron los soldados de Cristo: cartas de edificación, biografías breves como el Menologio de Francisco de Florencia y la obra de Juan Antonio de Oviedo que pertenece, asimismo, a este subgénero. Intitulada Elogios de los Hermanos coadjutores...(1755), incluye, además de sermones fúnebres, vidas monográficas de algunos de sus miembros más destacados. Asimismo, fue bien conocida la preparación intelectual de los jesuitas, la labor que desarrollaron como maestros y el influjo que ejercieron sobre los más diversos y distantes segmentos de su sociedad.

Dos años antes del suceso infausto para el instituto de Loyola que significó la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles, decretada en 1767 por Carlos iii, surgió una apasionada defensa, más que ello, un panegírico a la labor desarrollada por la Compañía desde su fundación. Reproducimos aquí parte de este texto que es a la vez una descripción puntual de las principales tareas que se proyectan en los rasgos biográficos de los diversos protagonistas de los textos que tratamos:

Ellos [los jesuitas] son los que instruyen y educan a la Juventud, corrigen las costumbres de los demás hombres sirviendo a la República y bien común en todas sus obras. Ellos no solamente han ilustrado con sus escritos la Philosophia, la Theología Sagrada y demás Ciencias sino que las han hecho fáciles y assequibles a qualquiera que las desea [...] Ellos ofrecen diariamente al Público y a todo el Orbe Christiano un Mercado en que franquea las más admirables Mercaderías de Virtudes y de Letras, teniendo ellos por bastante logro y premio de sus afanes la conversión de las Almas y la instrucción y cultivo de los Entendimientos y assi podemos llamar con razón a la Compañía de Jesús “Emporio de voluntades”.[10]

Del texto citado sobresale su labor pedagógica; está implícito el exitoso método de enseñanza (la célebre ratio studiorum y su muy exigente preparación intelectual). Conlleva también la labor pastoral que desempeñaron en su contexto. Al respecto, señala María Águeda Méndez:

Su labor no fue sólo educativa, pues también influyeron en la sociedad; con los sermones y ejercicios espirituales intervenían en el resto de la población. No predicaban lo mismo a hombres que a mujeres; tuvieron injerencia con estas últimas en los conventos, pues la Compañía carecía de rama femenina. Su influencia en ellas fue a través de la confesión, la prédica y los ejercicios espirituales.[11]

Dentro de los objetivos de la Orden siempre estuvo en la mira principal la expansión de la labor misional a lo largo y ancho del orbe. Fueron los primeros que fusionaron Oriente con Occidente, en lo que podríamos llamar una muy moderna “globalización” en la firme y constante divulgación de la doctrina cristiana. En todos los confines de la tierra los jesuitas tuvieron una influyente presencia. Al respecto señala Mendo:

A la Compañía de Jesús y su fervoroso zelo se debe el veer en unas partes [del mundo] confirmada y establecida la Fee Catholica, en otras reprimida la insolencia y orgullo de los Hereges; en otras, por último el que los Gentiles y ciegos Idólatras, abjurado el supersticioso culto y adoración de sus falsos Dioses se hayan sinceramente convencido a adorar y creer en un solo y verdadero Dios.[12]

La primera gran Vida jesuita que se publica en los umbrales del siglo xviii es una obra que ha sido citada copiosamente por ser la biografía con pretensiones hagiográficas sobre el célebre confesor de Sor Juana, el padre Antonio Núñez de Miranda. De ella sólo quisiera destacar algunos elementos que conformaron la semblanza vital del padre Núñez como modelo admirable de lo que podríamos llamar un jesuita “urbano” y cuyo prestigio y santidad influyeron en los más sobresalientes personajes de su tiempo. Gran parte de su vida transcurrió en la ciudad de México desde donde desplegó una labor impresionante y marcó su influencia en los más variados ámbitos. Fue, como señala Oviedo, un celoso confesor de monjas y ejerció su dominio espiritual en los más altos círculos de poder al ser confesor nada menos que de virreyes: “El Excellentissimo Señor Marqués de Mancera le consultaba como a padre de su alma, Confessor suyo las resoluciones que debía tomar en los casos más arduos y dificultosos [...] que decía Su Excellencia que solo el Padre Antonio Nuñes le podia hablar de aquella suerte y que por solo su parecer se sossegaba.”[13] A otro gobernante, del cual Oviedo omite discretamente el nombre, le aconsejó tomar una decisión contraria a la del propio virrey. Núñez le espetó estas lapidarias palabras:

V. Exa haga lo que le pareciere, pero yo bien sé que esto es lo que debe hacer y de hacerlo se irá sin remedio á los infiernos sin passar por el Purgatorio. Y pudo tanto con la eficacia y entereza de estas palabras, que mudó el Señor Virrey de parecer haciendo al pie de la letra quanto el Padre Antonio le avia aconsejado. y decía que era notable el miedo que le tenía, quedando de allí adelante con mas estima de su virtud mirandole y venerándole como á gran siervo de Dios.[14]

Lo referido líneas arriba entraña una fuerte carga de significado en lo verbal, lo moral, y en el dominio avasallador que Núñez ejercía como guía y, en consecuencia, dictaminador de conciencias. Es uno de los textos que más refleja la supremacía del poder espiritual sobre el temporal.

Debemos señalar que Núñez tenía una bien ganada fama de asceta y sabio. Tales atributos le otorgaron una respetable reputación de incorruptible rectitud entre sus contemporáneos. Es decir, en esa sociedad era de suma importancia la opinión pública que de alguien se tenía. Por otro lado, el biógrafo nos desliza dos juicios antagónicos alrededor de su persona: el temor que inspiraba por su jurisdicción sacerdotal y cómo ese “miedo” inspiraba en la más alta autoridad de la Nueva España estimación y veneración, seguramente debidas al poder que el jesuita poseía como confesor, lo que le daba potestad para perdonar los pecados o para condenar a las almas. Para terminar con esta percepción que Oviedo tuvo de Núñez es pertinente señalar que las palabras que el jesuita le dirigió al desconocido virrey son en el fondo no sólo condenatorias sino de una dureza que parece enmascarar la auténtica verdad cristiana; lo que el jesuita hizo fue en realidad equiparar su poder al del virrey quien, como católico convencido del siglo xvii, tuvo que ceder ante la amenaza del fallo de la condena eterna. Así y por medio de este pasaje, es posible mostrar la maestría que Oviedo tuvo para trazar a su personaje. Con pocas palabras evidencia y exhibe mucho de él, y lo más importante, sus palabras poseen la rica ambigüedad del buen discurso literario.

En contraste con el temeroso respeto y la indiscutible autoridad espiritual que Núñez ejerció y que lo revistió del poder implícito en todo juicio moral ante los sujetos que lo trataron, se cuenta con otra modalidad literaria en la que se nos refieren las vidas de los hermanos coadjutores de la Compañía.

Las dotes de escritor de Oviedo de nuevo se manifiestan no sólo en las biografías largas sino en los relatos hagiográficos breves, de los que son muestras el Menologio y los Elogios. A manera de santoral recogen los rasgos esenciales de estos hombres extraordinarios que, si bien no son beatos ni santos de acuerdo con la disposición eclesiástica de la Sagrada Congregación de Ritos, que es el ministerio papal que otorga los grados ascendentes de santidad, sí despertaron en los fieles que los conocieron una gran admiración debido a sus vidas ejemplares. En estas dos obras Oviedo, tomando como modelo textos europeos, sintetizó los rasgos esenciales de sus compañeros de orden. El primer libro que se quiere comentar aquí es Elogios de muchos hermanos coadjutores de la Compañía de Jesús, que en las quatro partes del mundo han florecido con grandes créditos de Santidad... recogiolos de muchos autores el Padre Juan Antonio de Oviedo... (1755). El título mismo es elocuente respecto al contenido, propósitos y método con los que el fecundo escritor emprendió esta obra. El autor reconoce en su texto la presencia de otros escritores y los cita como fuente original. Por ejemplo, toma como referencia al “Padre Patriñani, en su Menologio”.[15] Recordemos que para los autores formados en el Humanismo que provenía desde el Renacimiento y que fue para ellos base de sus estudios, tanto en letras humanas como sagradas, la autoridad de otros eruditos, lejos de considerarse deshonrosa o de lesionar el principio de originalidad, les otorgaba el prestigio de ser considerados escritores serios. A esto debemos agregar que Oviedo fue un prestigiado autor y promotor de un buen número de biografías.

Para mejor comprensión se proporciona la definición de lo que eran los hermanos coadjutores y las funciones que desempeñaban: “Llaman en la Sagrada Religión de la Compañía de Jesús á los que no hacen la profession solemne: y se distinguen llamando Coadjutores espirituales á los sacerdotes y temporales á los que no lo han de ser.”[16] En Elogios... Oviedo recogió las biografías de jesuitas extranjeros que desarrollaron su vocación religiosa por varias regiones de la tierra. Se incluyen sólo dos ejemplos de esta interesante colección de biografías breves. El primer personaje era de origen italiano y fue en el lejano Perú donde ejerció el oficio de panadero: “Pero más que en el horno que cocía el pan, ardía en amor de Dios [...] Era enemigo capital del ocio, y aun quando concluydo el trabajo de amasar y cocer el pan, iba sin embargo al Padre Ministro para que lo empleara en otra cosa.”[17] En estas palabras podemos observar, por una parte, la universalidad de la orden y algo más importante aún: tan admirable fue para el servicio del Señor desempeñarse en una tarea elevada, como la predicación o la enseñanza, como en una labor humilde, como la panadería. Con ello los que desempeñaban oficios manuales se identificaban también, y sentían muy de cerca la ejemplaridad que podían imitar. El prodigio se patentizó en este modesto “soldado” de la milicia jesuita: “Al cabo de algunos años fue hallado su Cadáver con las manos hermosas e incorruptas, que pudo ser premio de lo mucho que con ellas trabajó al servicio de Dios y de sus Hermanos.”[18] Oviedo sabía impactar a sus lectores; mediante el uso de la sinécdoque, figura retórica de tomar la parte por el todo, indica que con sus manos el hermano entero se puso al servicio del Señor. Otro ejemplo digno de resaltar es el de su correligionario portugués Eduardo de Silva, quien se trasladó al antípoda del orbe: “obligándole a ello la grande falta de Operarios que avia en el Japón, la caridad para con sus próximos y la obediencia à los Superiores”.[19] Con dos atinados breves Oviedo designa la filiación que los jesuitas tenían para su orden: la obediencia sin miramientos a los superiores y el cumplimiento apostólico de realizar su misión dondequiera que fueran enviados.

Obra también compuesta de vidas breves centradas en los jesuitas que cumplieron su vocación en territorio novohispano es el Menologio de los varones... (1747). En este caso vemos una situación común dentro de la Compañía: continuar y añadir información a una obra que había publicado Francisco de Florencia, en 1671. Oviedo afirma que completó lo que había iniciado el gran autor mariano: “he formado este nuevo Menologio, añadiendo noventa y un Sugetos à los sesenta y seis, que contenía el antiguo del P. Florencia, y son los que van notados con esta señal * al margen de cada uno”.[20] En esta declaración observamos, por una parte, la popularidad de este género y la actitud de los intelectuales de la Compañía de preservar del olvido las obras de sus ilustres antecesores; por la otra, y de mayor importancia, incrementar la devoción colectiva que despertarían estos personajes que en vida gozaron de gran popularidad.

La tradición de los menologios venía desde la antigüedad. El Diccionario de Autoridades da esta definición: “El Martyrologio ó Kalendario de los Griegos, dividido por cada mes del año. Es voz Griega, que significa Mes y discurso.”[21] Estas obras fueron, pues, libros para el culto de los fieles que se conmovían con las breves reseñas de una serie de religiosos que dictaban una lección edificante de imitación de las virtudes. Era un almanaque que, como cualquier otro, se iniciaba en enero y concluía en diciembre; en él se señalaba la fecha de muerte de los protagonistas, pues simbólicamente dejaban la vida temporal para gozar de la eterna. Además, alentaba el orgullo criollo de los novohispanos, ya que en él aparecían los jesuitas que, o bien habían nacido aquí o, aunque no fueran oriundos de estas tierras, había sido en ellas donde habían cumplido el designio de la providencia de entregarse al servicio de Dios. También ofrecían al lector el atractivo de la brevedad, la amenidad de los textos y la diversidad de virtudes ejemplarizadas en los biografiados, como señala el propio autor al referir la vida de Juan Curiel, el primero del libro y que, en general, no obstante la especificidad de su tarea dentro de la orden, se puede aplicar a todos: “Varón singular dotado de las virtudes, que forman un provechoso Ministro de Almas en la Compañía, de gran caridad, y zelo para ganarlas para Dios.”[22] Este misionero de la provincia de Michoacán fue un portento de castidad, siempre triunfante ante los embates “del fuego de la tentación”.[23] Tan admirado fue por esta cualidad que “Quando murió, quizás en premio de esta virtud, aviendo sido de rostro moreno, y desapacible, quedó con unas faiciones tan hermosas y con un resplandor tan agradable, que no se hartaban los de Paztquaro [sic] de ver y admirar tan extraordinaria mudanza.”[24] Aparte del asombro que despertó en los fieles la aparición de la guapura en un rostro poco agraciado, observamos una serie de cánones literarios y estéticos de la época: la blancura como ideal de hermosura y la concordancia temática entre belleza exterior e interior.

Otro arquetipo dentro de la “santidad” jesuita es, como hemos visto, la enseñanza y la predicación. Un sacerdote en el que se conjugaron las dos vocaciones fue el criollo Pablo de Salzeda:

Fuè adornado de todas las prendas que hacen a un hombre verdaderamente grande: de agudissimo y clarissimo entendimiento, con que se concilió las admiraciones de toda la Nueva-España en veinte años que enseñó la Philosophia y la Theología, y en los sermones que predicaba, en que los más juiciosos oyentes lo igualaban con el insigne Padre Vieyra, y juntamente de memoria tan feliz, que no avia menester más que leer una vez qualquiera cosa para repetirla.[25]

La prioridad que desde su fundación la Compañía ha otorgado a la enseñanza se vincula con el entrenamiento de las potencias anímicas e intelectuales que se cifran en estas palabras: “La memoria, el entendimiento, la razón, facultades las más elevadas del hombre, serán asimismo objeto de especial cuidado y atención para los maestros jesuitas.”[26] Es por ello que no sólo con Salzeda sino con otros muchos jesuitas se exalta la pedagogía de la Orden como uno de sus objetivos esenciales. Asimismo, la predicación fue uno de los objetivos fundamentales para convencer a los fieles de seguir los preceptos cristianos contenidos en los mandamientos, los sacramentos y los libros sagrados. Un verdadero elogio para el mismo biografiado es que como predicador se lo compare con Vieira, el célebre orador portugués al que Sor Juana refutara en su Carta atenagórica.

Por último, es necesario mostrar otro de los modelos más socorridos entre los integrantes de la milicia de Loyola, el misionero mártir. Ejemplar fue el caso del siciliano Francisco Xavier Saeta, muerto en la lejana Caborca, al norte de la Nueva España, a manos de los indios, quien junto al sacrificio unió el prodigio: “reconoció por los movimientos de los Indios el mal intento con que venían. Hincóse luego de rodillas [...] y los Indios le tiraron dos flechas con que lo atravesaron.”[27] Lo asombroso es que se cumplió su vaticinio de morir sosteniendo un crucifijo que había traído desde su patria: “pues muchas veces se le oyó decir en México, mostrando el Crucifixo: Con este he de morir abrazado a manos de los Indios”.[28] De nuevo se cumple el prodigio con el don de profecía que se otorgó a este sacerdote y por el que vaticinó su propia muerte.

Poco investigadas, en comparación con otros textos de índole hagiográfica, son las llamadas “cartas de edificación”. María Águeda Méndez, una de las estudiosas que más se ha acercado a ellas, expresa:

Estos escritos pertenecen al género biográfico; caben también dentro de la clasificación de literatura por mandato, pues los rectores, en este caso de los colegios jesuitas, tenían la obligación de notificar al provincial sobre los decesos que se daban en su jurisdicción. Destacan primordialmente el lustre y la excepcionalidad de alguna virtud que tuvo el hermano de Orden en vida. Se procura en ellas la ejemplaridad de la vida terrena del individuo en cuestión y se obtiene preservar su memoria. Por otra parte, se pretende que sus lectores imiten las conductas allí referidas. No hay, que sepamos, un modelo de género sobre su estructura o de las partes que deben conformarla, pues en general siempre se ha hecho uso de estos escritos como fuentes de datos históricos o sociológicos, pero no se les ha tratado como género literario. Son relaciones sin límite de extensión, que pertenecen a la literatura religiosa en su modalidad edificante y tratan de hombres con determinados códigos de comportamiento o ideales de virtud. Finalmente, son pequeñas piezas narrativas biográficas.[29]

De acuerdo con lo que señala la investigadora, se agrupan en la “literatura de exequias” y, en efecto, como explica, llama la atención la liberalidad de su extensión: hay unas que son muy breves y otras que, por el contrario, “pecan” de largas. Se incluye una aquí que, a pesar de su reducida dimensión, contiene las características esenciales del género: Carta del Padre Rector Pedro Reales en que da noticia á los Superiores de esta Provincia de Nueva España de la Compañía de Jesús, de la muerte y exemplares virtudes del H. Vicente González, Novicio estudiante de la misma Compañía, en el Colegio de Tepotzotlán (1754).

Lo primero que resalta es la escritura por mandato; como ocurre con buena parte de la literatura creada por religiosos fue redactada por orden de sus superiores. Llama asimismo la atención el hecho de que el objeto de la triste misiva sea un joven, ya que la mayoría de las cartas edificantes tiene como protagonistas a religiosos con una ya larga y notable trayectoria de vida. Sin embargo no era raro que un rector de colegio jesuita tuviera control absoluto del comportamiento e incluso de las motivaciones espirituales y psicológicas de los estudiantes. Es precisamente la juventud de Vicente el novicio la que estuvo en relación directa con su pureza y candor:

quien por la inocencia de sus costumbres, exemplares virtudes, especialmente quando murió se hizo acreedor a que se haga una breve memoria de su constante, mortificado tenor de vida y de su apacible, sosegada y embidiable muerte, que fue el domingo 23 de junio de [17]54, siendo de edad de 19 años, y dos meses y medio y contando de noviciado 21 meses y 18 días.[30]

Al lector moderno podría parecerle excesiva la consignación exacta de los datos asentados; sin embargo el rector del colegio estaba obligado a dar una puntual relación del difunto a su superior y a la comunidad. Pensemos que declarar con veracidad era un deber que se tenía con el jerarca de la Orden. El joven estudiante poseyó las cualidades emblemáticas que conducían a la perfección: abnegación y mortificación. Sin embargo, lo que era determinante para un hijo de san Ignacio, la perfecta observancia de la regla, le permitía cumplir el más preciado de los votos: la obediencia. El hermano siguió los lineamientos severos que imponían los mandatos de la Compañía en la vida cotidiana. El rigor con el que trataba al cuerpo fue siempre parte de la estrategia para anularlo, como prueba del desprecio por lo material para lograr la primacía del espíritu: “Miércoles y sábados traer cilicios de muslos por la mañana, dormir en tabla rasa [...] Tres días de la semana traer cilicios de brazos por la tarde.”[31] Los sentidos corporales eran parte de la automortificación, pues se creía que por medio de ellos entraba el enemigo; por ende, era imprescindible contenerlos. La Carta es una continua sucesión de datos –por cierto, no exenta de cierto morbo– del desprecio que hacia su propio cuerpo tenía el novicio: se privaba de tomar agua y “no se espantaba las moscas que solían pegársele en el rostro [...] las manos las traía comúnmente llenas de grietas [...] de tal manera que causó compasión a quien lo vió”.[32]

El propósito último de esta detallada enumeración de severos castigos corporales autoimpuestos era convertir a su protagonista en un héroe impresionante: “assi puede decirse que el Hermano Vicente [...] miraba [su cuerpo] como fortaleza en que se resguardan las passiones que hazen la guerra al espíritu, sabía que éste no puede vivir en paz sino es amortiguando los verdores y lozanías de la carne”.[33] Es de llamar la atención el léxico de contienda que usa Reales: “fortaleza”, “guerra”, que corresponde a un perfecto soldado: no en vano san Ignacio siempre tuvo en la mira que su instituto fuese una milicia de Cristo. Así murió el hermano Vicente, consumido por la lucha contra sus propias pasiones para lograr de manera admirable, aunque cruenta, la gracia de Dios, en una clara connotación de la pasión de Cristo.

mostrar Textos hagiográficos en honor de miembros de otras órdenes religiosas

Si bien como señalamos anteriormente los textos biográficos de los miembros de la Compañía son tal vez los más numerosos, resulta importante incursionar en algunos dedicados a varones de otras órdenes religiosas, que no por ser de menor cantidad carecen de interés. De gran fluidez en la narración es la vida de fray Antonio de los Ángeles Bustamante, escrita por el franciscano Isidro Félix de Espinosa, célebre por los libros que dedicó al misionero y siervo de Dios fray Antonio Margil de Jesús, que aparece como coprotagonista en muchos de los episodios de Bustamante. Se pone especial énfasis en la caridad de ambos cuando auxiliaban a los más pobres, en quienes veían un reflejo del propio Cristo. Así, lavaban amorosamente las purulencias de las heridas de los menesterosos. A uno de ellos “quitáronle cantidad de gusanos [...] el tiempo que tardó en convalecer de sus llagas fue éste objeto de las delicias de sus espíritus: pues quanto les permitía vacante a cada uno su ocupación forzosa al punto corrían ansiosos á recrearse con su llagado enfermo”.[34] Es significativo el uso de la palabra “recrearse”, que implica “alegrar o deleitar”,[35] y que consigna el placer espiritual que los religiosos sentían al practicar la caridad. El protagonista, como buen hijo de san Francisco, tuvo a la humildad en gran estima:

virtud nobilissima, hermosura de todas las virtudes [...] es la base fundamental de la perfección. No podrá subir muy alta la fábrica si no se profunda [sic] mucho el cimiento [...] y por esto abrió las zanjas muy profundas cabando con su propio conocimiento hasta el centro de su nada, para assegurar el edificio que levantó con exemplares y religiosas virtudes.[36]

La destreza descriptiva del autor se plasma en este pasaje en el que establece un símil metafórico entre la perfección y un edificio de sólidos cimientos. Después de esta comparación de fácil comprensión da un giro literario de gran impacto para expresar que lo profundo de esta “fábrica” espiritual se cifra en la “nada” como voluntad de entregarse por entero a Dios, sin dejar fuera ni un ápice de sí mismo. Otra virtud franciscana emblemática es la paciencia. Así la concibió y experimentó fray Antonio de los Ángeles, extraordinario personaje en que se cumplieron las máximas de la orden:

Quien dessea poseer su alma con la paciencia tiene que soportar en paz muchas cosas. Se ha de sufrir y soportar á sí mismo por las passiones de su mortalidad á que vive expuesto. Ha de soportar á sus próximos y hermanos sufriendo paciente sus dichos y sus pesados hechos. Ha de soportar al mismo demonio, ya en las tentaciones que sugiere, ya en los malos tratamientos con que persigue. Ha de soportar al mismo Dios, que agrava amorosamente la mano para prueba y corrección de los que más ama.[37]

El uso de la anáfora, figura retórica que consiste en repetir varias veces una misma fórmula –“ha de”– otorga al párrafo una insistencia de significado de gran efectismo. El autor recorre una gama valorativa que va desde el propio personaje hasta Dios mismo; permite la tentación del demonio y así pone a prueba y templa a los que más ama.

Con paciencia y resignación aceptó este humilde franciscano las tareas que se le encomendaron, como revisar “los libros de cuentas del Colegio, las cartas de los Guardianes, los papeles que le encomendaban de muchas fojas [...] le tenían tan encendidos los ojos que parecían hamapolas por lo encarnado”.[38] La lucha contra el demonio, permitida naturalmente por el Señor, se presenta en este pasaje no exento de gracia y candor: “Estando en la enfermería achacoso, según dexó apuntado su mismo Confessor, y dispuesta una bebida para refrigerarle, por tres vezes [...] se la vertió el demonio sobre la caveza.”[39] Como todo buen religioso, cumplió a pie juntillas con la obediencia: “Esta es la joya más preciosa de la Christiana perfección, porque en ella se sacrifica á Dios la más noble porción del alma en la negación de la voluntad propia.”[40] Con esta aseveración se confirma un rasgo inequívoco de santidad: la anulación del ser en aras de la divinidad. Nueva muestra innegable de obediencia es que no viera a los superiores como humanos sino como “imágenes del mismo Dios y atendía a sus mandatos no como pronunciados por los hombres, sino como dimanados de los mismos labios divinos”.[41]

De gran valor para la orden franciscana es la pobreza: “este pobre de Christo quiso renunciar aun de lo poco que permite la Seraphica Regla”.[42] En aras de la mortificación sólo usó el hábito exterior, privándose de la túnica interior que le protegía el cuerpo de la áspera tela de aquél. El autor parece regodearse del padecimiento corporal resultante para hacer brillar más las privaciones que por su voluntad padeció: “Assi se duplicaba la mortificación en los sudores y molestias tan propias de nuestra flaqueza, y se aumentaba el caudal de su amada pobreza.”[43]

Isidro Félix de Espinosa a veces menciona en su narración al confesor de su correligionario. Es bien sabido que buena parte de la redacción de la Vidas se basa en los cuadernos que pacientemente escribían los religiosos. Al morir, sus confesores hacían uso de la preciosa y fidedigna información. En el caso de fray Antonio, cuando pasó a mejor vida, encontraron “un manto, la disciplina, el Rosario [...] un cilicio, y otros instrumentos de mortificación”,[44] aunque lo más valioso fue que “entrando á enriquecer su erario algunos papeles de su interior, que dispuso la Altíssima Providencia del Señor llegassen á manos de sus Confesores, de la suya escritos”.[45] Como corolario y recompensa de esta alma excepcional, el autor asienta que el gran misionero Margil de Jesús tuvo varias imágenes de fray Antonio: “Vio pues al humilde Fr. Antonio con los ojos de la alma como un rostro como de Serafín, y si no lo conociera por el Abito y cuerpo dixera ser un Ángel.”[46] La visión de Margil concuerda con lo que sucedió a Francisco; es preciso recordar que a la orden franciscana se la conoce también como “seráfica”, pues su fundador, “después de haber pasado una noche entera orando de rodillas [14 de septiembre de 1224], meditando la Pasión de Cristo, al salir el sol tuvo la visión de un serafín clavado en una cruz; cuando desapareció sintió agudos dolores que se mezclaban en su éxtasis. Bajando la vista, halló en su cuerpo las cinco llagas de Cristo.”[47] Es gracias a este prodigio de la estigmatización que se nombra a fray Antonio el serafín humano; éste es un signo de que Cristo lo eligió para ser parte de la corte celestial, y se confirma, además, con lo que vio Margil:

En una Semana Santa, se le mostró [...] el Señor de la Magestad con multitud de personas, que le seguían. Entre estas reconoció a Fray Antonio muy favorecido del Señor, pues le tenía echado el brazo al cuello, y reclinada la cabeza al pecho de Christo, á semejanza del amado Discípulo: y estrañando la persona que absorta miraba tan señalado beneficio, se le respondió por el mismo Señor estas tiernas razones: Nunca me faltan Juanes ni Magdalenas.[48]

En este hermoso pasaje se incluye un elemento que aparece con frecuencia en los escritos religiosos, ya sean sermones, vidas, relaciones festivas, etc., que es la presencia de “lugares” o fragmentos tomados de la escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La perspectiva de Espinosa equipara a Bustamante con el discípulo amado de Jesús, Juan el evangelista. Estos elogios son un panegírico a sus méritos de santidad y una exaltación a la orden franciscana, de la que sus mejores hijos son reflejo de su excepcional fundador.

Por otra parte, en un sermón predicado en las exequias del dominico catalán Tomás Ripoll, el orador Juan de Villa-Sánchez establece una comunicación directa y vívida con sus oyentes. Por ello sigue los lineamientos de la predicación al conmover a su público y dar testimonio directo, en general por medio de su descripción de las cualidades del difunto; se trata de textos biográfico-panegíricos que idealizan su memoria y tienen la intención de que los receptores la guarden como recuerdo indeleble. El orador habla ante un público al que debe impresionar, conmover y enternecer mediante las virtudes y la excepcionalidad del difunto. De ahí el manejo de la primera persona narrativa: el “yo” testimonial establece una especie de triángulo entre el predicador, el protagonista de su sermón y el público. “Yo supongo que á un Varón a quien cupo en suerte una alma tan buena, un espíritu tan noble, desde que le amaneció la luz de la razón no supo usar de ella sino bien.”[49] La oratoria sagrada, en especial los sermones de exequias, mueven a los fieles a la imitación ejemplar, de la que el homenajeado es reflejo. De ahí que la enseñanza indeleble sea, como en los seres superiores, la bondad de alma y espíritu guiada por la recta luz de la razón.

Dice el predicador que desde su primera infancia se manifestó la vocación religiosa, sin importarle su austeridad y disciplina: “como diré Yo que era Niño nuestro Thomas, si en los trece años le fue tan bueno el severo yugo de la vida religiosa. Buenos los ayunos, buenas las vigilias, buenos los cilicios, bueno el retiro, bueno el silencio.”[50] La enumeración continúa salpicada de reiteradas anáforas y repeticiones de una misma fórmula, en este caso el adjetivo “bueno”, que hace atractivos todos los sinsabores de la vida del convento.

Un tema digno de rescatar y que se tratará en otros sermones es el de la fórmula que equipara bondad y sabiduría y que se hace patente en la referencia que se ha dado líneas arriba. El ascenso de Ripoll en la orden de predicadores fue asombroso gracias a su vocación; su labor intelectual lo proyectó como maestro, teólogo y predicador: “[alabo] no que llegasse [...] la fama de su Sabiduría a Roma, no le alabo esso sino que aprovechasse en Sabiduría delante de Dios [...] y que el aprovechamiento de la Sabiduría contribuyesse al augmento de la gracia”.[51] El dominico aventajó y fue muy lejos en puestos y dignidades en su orden: llegó a hacerse cargo de responsabilidades importantes y le fue asignado un alto puesto. En el momento climático de su muerte, su biógrafo incluye una cita del profeta Isaías: “se ha de morir un Niño de cien años”.[52] Esta sentencia se cumple al fallecer Ripoll, quien vivió casi un siglo. La aparente paradoja no lo es, ya que el anciano: “tenía la pureza, el candor, la innocencia de un Niño”,[53] así como, a decir de Villa-Sánchez, de niño tenía la sabiduría de la madurez. La emocionada exhortación a los oyentes surge cuando el orador relaciona la ejemplaridad del dominico como personaje real y su permanencia para la posteridad con la esperanza (compartida por todos los oradores) de que sus sermones llegaran a las prensas: “morirá, pues no ha de ser, pues qué, ¿no ha de ser inmortal? ¿Un milagro como éste de la virtud, no ha de durar para siempre para exemplo, para edificación y para común utilidad?”[54] Con estas palabras se manifiesta uno de los propósitos esenciales de la biografía con pretensiones hagiográficas: la edificación que el protagonista debe despertar en sus oyentes y lectores. El conmovedor panegírico se imprimió y por ende llegó a nosotros. Por lo demás, bendijo la ejemplaridad y la virtud un intercesor de gran influencia: el poderoso arzobispo de Puebla, Pantaleón Álvarez de Abreu.

Al comentar el sermón anterior adelantamos un tema que es frecuente como apología del hombre virtuoso en el que se fusiona la bondad con la sabiduría y, lo que es más importante, que gozó de la reputación de hombre a quien Dios otorgó el don del conocimiento. Los que disfrutaban de este elevado prestigio desempeñaban puestos de profesores de colegio, predicadores, canónigos lectorales o magistrales en la catedral, y también de catedráticos en la universidad. Cualquier actividad que desempeñaran en alguna de las instituciones mencionadas dependía de los poderosos civiles o religiosos que controlaban la cultura oficial.

Como ocurrió en la sociedad novohispana, las instituciones se justificaron en sus rituales y en el simbolismo que entrañaban. Tal fue el caso de la universidad que a la muerte de uno de sus profesores más esclarecidos, el jesuita y doctor Francisco Xavier Lazcano, organizó sus exequias con boato fúnebre a tan importante figura, que tuvo fama de gran sabio, según la acepción que a la palabra se daba en ese tiempo. En el sermón fúnebre que auspició la Academia Mexicana (la Real y Pontificia Universidad), el orador Diego Pimentel declara lo siguiente al reconocerlo como sabio: “No era el P. Lazcano de el carácter de aquellos Sabios sobervios, de quienes habla S. Agustín, los que se dexaron cegar de sus mismas luces.”[55] La referencia es breve pero rica en significado: aquellos que se creen suficientes en su sabiduría se asemejan a Lucifer, “el portador de luz”, el más hermoso de los ángeles, quien cae a los abismos.

Al igual que los demás miembros de la Compañía, “fue singularmente devoto de María.”[56] El culto que los hijos de Loyola le profesaban a la madre de Cristo se manifestó en las congregaciones dedicadas a ella, en las fiestas litúrgicas, en las horas de oración en su honor y en las variadas advocaciones que veneraban: Loreto, la del Pópolo y, ante todo, la Inmaculada Concepción. No es raro ver en los retratos de jesuitas ilustres una imagen de la virgen. Como buenos caballeros, rendían culto a la más digna y elevada de las damas, la que desde el cielo recibía el más ideal de los amores, a la que los integrantes de la milicia de Cristo defendían con todas sus armas, sobre todo con la argumentación brillante y la oración más humilde.

El prestigio intelectual de que gozó Lazcano y la rectitud de su comportamiento como guía de conciencias, orador y sobre todo como catedrático lo hizo merecedor de un suntuoso homenaje que la universidad organizó en su honor. Su reputación de portador de gran sabiduría, aunada a su bondad, congregó a los profesores y al claustro universitario. Se erigió un túmulo y se realizó una solemne ceremonia. Como conclusión retomamos las palabras de María Águeda Méndez, que capta muy bien el tono de la ceremonia:

Con innegables visos de teatralidad (como todo acto de naturaleza política, eclesiástica o académica del virreinato novohispano), el espectáculo debe haber sido sobrio e impresionante, amén de acaparar de manera muy efectiva la atención de los asistentes y dejarlos debidamente edificados hasta lo más íntimo. El silencio y respeto que sin duda suscitó el recuerdo del jesuita seguramente estaba cargado de elocuencia conmovida.[57]

Nos hemos detenido ampliamente en los textos hagiográficos masculinos, ya que consideramos que, en términos generales, se ha hablado mucho más de biografías de mujeres, que han acaparado la atención de los investigadores como Manuel Ramos Medina, Josefina Muriel, Rosalva Loreto, Asunción Lavrin y Antonio Rubial, por mencionar sólo a algunos de los más destacados. La dependencia que tuvieron de los varones, sobre todo en cuanto a poseer una identidad y un discurso, es innegable. Como señala Manuel Ramos Medina en cuanto al acercamiento entre los autores y las religiosas: “las crónicas, además de recrear la historia del convento, constituían una manera de influir en futuras candidatas a la vida religiosa. Quienes leían el pasado de una comunidad se informaban acerca de la pureza y disciplina que se vivía en el monasterio, finalmente, de reafirmar y justificar su presencia en la sociedad.”[58]

“El papel más importante de los monasterios de mujeres estuvo ligado al resguardo de la castidad y pureza femeninas, valores exaltados por la sociedad colonial.”[59] Con estas palabras la investigadora inscribe la vida conventual dentro de un contexto social que exaltó estos valores como parte de un imaginario colectivo que tuvo el concepto del honor en muy alta estima. El claustro era un huerto cerrado en el que se preservaba la honra femenina como una flor que exhala pureza y que era cultivada en este jardín simbólico por hombres y mujeres que se abocaron celosamente a cumplir con esta misión superior. Cuando se habló de abrir el convento de Santa María de los Ángeles de Pobres Descalzas Indias, el predicador, en su oración fúnebre en honor de su fundadora, expresa:

Esa misma Comunidad Religiosa que feliz en todo cuenta con tantos espíritus gigantes como individuos [...] entre todos prefiere al de Teodora para que trasplante al suelo Oaxaqueño y cultive con esmero este delicioso Vergel, este Jardín florido, este ameno Pensil cuya hermosura y fragancia deben hacerse sensibles hasta en las más remotas Provincias de la Diócesis.[60]

El lenguaje metafórico es perfecto: la fundadora y abadesa vitalicia tuvo a su cargo sembrar la virtud femenina representada en sus hijas espirituales. La simbología de la flor como encarnación de pureza femenina proviene, como es sabido, de la Virgen María, que tiene a la azucena como emblema de pureza. En el estudio introductorio al Paraíso occidental de Carlos de Sigüenza y Góngora Margo Glantz expresa: “Así en pleno Nuevo Mundo, en el seno de la naturaleza americana –esa zona tórrida inhabitable– pudo erigirse un nuevo paraíso, domesticando el caos y cultivando un nuevo jardín [...] donde han crecido nuevas flores ‘que se han de inmortalizar por racionales en el mismo empíreo’.”[61] El encierro protegió a estas flores candorosas de los peligros del mundo y las confinó a una reclusión en la que, al contrario de los varones, y por el nulo contacto con el exterior, sus experiencias se constriñeron a las vivencias interiores del espíritu, al cumplimiento de la observancia de los votos y a la contención constante y obsesiva del cuerpo, por medio de disciplinas impuestas o autoimpuestas. El microcosmos del convento fue, sin embargo, un mundo que reprodujo un modelo de conducta femenina que buscó la santidad por medio de la sumisión a confesores, padres espirituales, prelados, y a las superioras que desde el interior ejercieron un rígido control del diario existir.

mostrar Hagiografía femenina

La vida conventual representaba una forma de realización vital y las mujeres, en su afán de alcanzar la perfección espiritual –a semejanza de los varones– se dedicaron a la práctica de las virtudes en la recta y constante observancia de su regla. Pero, ante todo, la religiosa buscó los medios más diversos para desempeñar la más elevada de sus funciones y su más caro anhelo: desempeñarse con dignidad como esposa de Cristo.

Como ya se ha señalado, nos hemos extendido más en la hagiografía masculina, pues los estudiosos que nos han antecedido nos han legado sus estupendas y acuciosas investigaciones sobre la santidad femenina; en el caso de las monjas, por medio de una vida y de varios sermones de exequias desarrollaremos tres ejes: el tratamiento del cuerpo, el cumplimiento de las virtudes y las visiones o arrobos que experimentaron. Tales constantes se presentan más frecuentemente en las religiosas, pues la contienda y el anhelo heroico de la perfección que emprendieron no se fraguó en la apertura del mundo exterior sino en el horizonte constreñido al espacio entre las paredes de un claustro.

El padre Joseph Eugenio Valdés dio a las prensas en 1765 la biografía de la monja clarisa sor Sebastiana Josepha de la Trinidad. Lo primero que atrapa la atención del lector es la conciencia que tuvo Valdés de su acto de escritura. Como ocurre en los textos hagiográficos, proclamó la protesta indispensable que presidía a estos escritos, Al inicio del libro segundo anunció: “En esta, pues suposición, y con la rendida protesta, que debo á la Santa Iglesia Catholica, sujetándome humilde a su sabia y santa determinación en todo.”[62]  Es este libro el más sustancioso de toda la obra: “Me pareció que ir escribiendo los capítulos de el Primer Libro, no era otra cosa, más que ir organizando el cuerpo de esta Historia, para infundirle el alma que se halla en este segundo libro.”[63] Concebir un texto como un cuerpo es dotarlo de una estructura que se relaciona en sus partes como un todo orgánico que “funciona” para sus propósitos esenciales de estar vivo.

Al igual que san Francisco de Asís, fundador de su orden, Sebastiana Josepha vivió con fervor especial por la santa pobreza de la que se desprende la humildad, como su “raíz” (p. 133). De origen pobre, y a causa de su falta de recursos, la protagonista tuvo que vivir primero en un recogimiento de mujeres, donde residían las hembras retiradas en una especie de “clausura por penitencia ó voluntaria o forzada”.[64] Estos lugares revelan el celo y consigna que tenían las autoridades de mantener a las féminas castas. Es necesario recordar algo que aunque sabido no carece de importancia capital: por su debilidad física, menor capacidad de raciocinio e inclinación a las tentaciones corporales se creía y mantenía que las mujeres eran más proclives a la tentación que los varones. La herencia bíblica de la desobediencia de Eva era una carga pesada e irrenunciable.

Después de intentar su ingreso en varios conventos, la joven fue aceptada en el más humilde de las franciscanas, el de San Juan de la Penitencia, emblema de la santa indigencia, pues al contrario de otros claustros de la orden, “es el haberse mantenido, como se mantuvo muchos años desde su Fundación, sin rentas, ni fincas, siendo sustentadas sus Religiosas con solas las limosnas que ofrecían los Fieles”.[65] Manuel Ramos Medina tiene razón cuando asevera que las hagiografías procuran datos históricos de gran significación, aunque, además, como ocurre con las heroínas de novela y drama, la protagonista de este retrato de santidad era de gran belleza exterior que, naturalmente, se prolonga al interior de su personalidad. Cuando ingresó como novicia “sucedió aquella tarde, que recibió el Santo Abito [...] se dexó ver su rostro con una hermosura tan rara, y tan peregrina, que los que lograron su vista quedaron pasmados [...] Así entró [...] esta nueva Esposa de el Esposo, a quien recibieron [las otras monjas] con especiales júbilos, dándose los parabienes de tener ya en su Jardín esta nueva Rosa y en su Cielo esta nueva Estrella.”[66] Por si esto fuera poco, entabló frecuentes coloquios con Cristo, en los que se refleja un rasgo constante de humildad, común en estos escritos, la autohumillación ante el hijo de Dios: “Yo soy la Esclava más humilde, y tú quieres constituirme Reyna? [...] He querido ser Esposa tuya para el amor, no para la dignidad que no merezco.”[67] Se trata de una percepción de la debilidad femenina que se supera por ayuda de Dios. Es común la imagen de la mujer varonil, como nuestra monja, quien fue agraciada con “milagrosas corpulencias”, porque como santa Coleta “salió de la oración crecida en estatura proporcionada á su sexo”.[68]

La oposición entre la vida mundana y la religiosa está tan marcada en la obra, que en una ocasión:

habíase visto prissionera en las jaulas del mundo, en las alcándaras de su vanidad, aunque con displicencia suya. Y como en el siglo estaba fuera de su centro, quando se vió de nuevo en la clausura, comenzó de nuevo a respirar. Dilatósele el ánimo, se volvió la Alma á su cuerpo, ensanchósele el Corazón, cobró nuevos alientos su espíritu, dando mysticos giros.[69]

Es obvio que en esta oposición la vida conventual es la que sale favorecida, lo cual no exenta al texto de cierto tinte proselitista para que las mujeres se inclinen por la vida de clausura.

Otro rasgo de semejanza importante de la situación de la mujer en la sociedad patriarcal es la entrega de la dote que, tanto la laica como la monja, tenían que aportar, la primera al contraer matrimonio y la segunda al profesar. Sólo de pensar que tenía que abandonar el claustro: “se destempló la harmonía de los humores y cayó enferma [...] Fue el caso que la acometió una passion tan vehemente de desconsuelo y tristeza, que no hallaba qué hacerse; sin poder descubrir la raíz de donde nacía novedad tan estraña.”[70] Lo anterior revela un muy acertado y moderno diagnóstico de lo que actualmente se califica como depresión. Cuando por fin llegó la hora de profesar agradeció: “á su Esposo Jesús; viéndose ya clavada con los fuertes clavos de los Religiosos votos”.[71] El autor ofrece de manera muy patente la aceptación gozosa de coronar su vocación en más de un sentido.

Lugar común tanto en varones como en mujeres es la ponderación de la castidad y la necesidad de rehuir del trato con personas del sexo opuesto. “Nunca se dio caso de dar la mano á hombre alguno; y aun a las mujeres se la dio muy pocas veces. Pero ¿como había de darlos la mano, si ni aun los ojos ponía en ellos? Huyendo siempre en quantas ocasiones podían contribuir, aunque remotamente, a contaminar la blancura de esta Azuzena bellíssima.”[72] Como muchos otros elegidos tuvo el don de profecía; por ejemplo, cuando sabía quién moriría, aun cuando estuviese afligido por una grave enfermedad. Un capítulo entero dedica Valdés a la exaltación de uno de los rasgos de ejemplaridad más valiosos en la vida de clausura: la observancia de la vida comunitaria y la asistencia al oficio divino, es decir, a las oraciones comunitarias que se rezan en cada una de las horas canónicas señaladas. En ellas aparecía “fuerte y robusta, para estas cosas quando apenas tenía un aliento, pues á el passo que su cuerpo se veía extenuado con los trabajos exteriores y tan débil con las enfermedades que apenas podía tenerle en pie”.[73]

Por último, en cuanto a esta monja ejemplar, cabe mencionar un tema que no puede faltar en las biografías de monjas: la lucha contra el demonio, que es una de las pruebas que el Señor permite que se libre para fortaleza del alma. Con vehemencia, el autor refiere con la intención de encomiar a su personaje:

Varias y formidables fueron las persecusiones que hizo este monstruo á la V. Sebastiana [...] la que más le afligía [...] era quando se le representaba en forma humana: porque entonces se ponía á su vista con indecible deshonestidad, y asquerosa torpeza, moviendo su imaginación con horribles sugestiones, y arrojando furiosas llamas al fuego sensual, aunque de todo salía victoriosa con los auxilios divinos, aunque era á costa de inmensas penalidades, porque solía durarla mucho tiempo clavada en su imaginación la torpe figura.[74]

Es preciso comentar el temor que inspiraba en el contexto novohispano la sexualidad, y la amenaza constante que representó como tenaz adversaria de la castidad. Es significativo que la monja tuviera visiones sensuales “clavadas en su imaginación”, que como sabemos es la representación de imágenes reiteradas. No obstante, como sucede con estos paladines de la virtud, Sebastiana logró siempre vencer a sus demonios interiores.

Distinta a la anterior fue la religiosa a la que dedicó Eguiara y Eguren, el gran humanista novohispano del siglo xviii, una hermosa oración fúnebre. Sor Nicolasa María, abadesa del convento de capuchinas de san Felipe de Jesús de la ciudad de México, provenía de familia noble y acaudalada, lo cual seguramente contribuyó a que ocupara esta jerarquía tres veces; el linaje era de suma importancia en esta sociedad conventual rigurosamente jerarquizada. Una metáfora constante es la construcción de la personalidad de la perfecta religiosa como una edificación, con doble significación: la labor que significa erigir un arquetipo de virtudes y la edificación que despierta en los oyentes y lectores la personalidad ejemplar de una religiosa. Eguiara predicó en presencia del arzobispo de México, Manuel Rubio y Salinas. No debemos olvidar la influencia que tenían estas ceremonias en las que se cubría un culto de elogio y cortesanía ante los poderosos. Además, la madre influyó en “reedificar el convento capuchino con ayuda del arzobispo y los bienhechores Manuel Aldaco y Ambrosio Meave”.[75] Resulta de interés recordar que dos calles del centro de la ciudad de México, cerca del Colegio de las Vizcaínas, llevan todavía estos nombres, en recuerdo de estos hombres acaudalados que contribuyeron a construirlo. El uso generoso y caritativo de la riqueza es una forma de perpetuar la memoria de los pudientes de antaño, en la vigencia de una calle y en la palabra de un notable autor como fue el creador de la Biblioteca Mexicana.

El lenguaje teológico-metafórico aparece en el texto: “Son las siete columnas, según San Bernardo, símbolo de las tres virtudes Teologales y de las cuatro Cardinales, y de todas tenemos muchas prácticas y ejecutorias en la vida de nuestra Abadesa.”[76] El edificio de su ejemplaridad se construyó firmemente sobre la fe, la esperanza y la caridad, virtudes teologales, “porque tienen directamente por objeto á Dios en su operación”,[77] sin olvidar las cardinales, “que son principios de otras virtudes: la prudencia, justicia, fortaleza y templanza”.[78] La superiora fue dechado de las siete: “su fe la hizo dejar el mundo, y abrazarse con la Cruz de Cristo que cargó en la religión cincuenta y un años gustosa de su aspereza”.[79] Es de notar la asunción de la vida monjil como áspera cruz que se lleva a cuestas.

Como ejemplifica la vida de otra religiosa, parecería que las mujeres, más que los hombres, tienen como destino el sufrimiento. La Caridad, virtud sin la cual es estéril cualquier otra, es, como bien explica Eguiara, el amor al próximo, tan imbuido en esta monja “la llevó a socorrer las necesidades no sólo de sus Hermanas y Súbditas, sino también de otros próximos, ayudándoles con oraciones y con el valimiento que tenía, intercediendo ante los poderosos por el alivio de los necesitados”.[80] La mujer varonil se delinea cuando el orador expresa que supo sortear todos los escollos de su difícil magisterio: “Su Fortaleza duró tanto cuanto su vida, no cediendo en toda ella a las dificultades de su Profesión, ni amedrentándose con la austeridad, a la que dedicó hasta la muerte su salud.”[81] Asimismo, para practicar la ascesis y la renuncia en lo que más le agradaba, “Todos los días se mortificaba en la mesa dejando el bocado de más gusto, y teniéndolo naturalmente en los Lacticinios nunca los usó en la Religión, ni aun en los tiempos que los permite la Regla, sino tal vez por Medicina y por orden del Médico.”[82] El médico funciona como regulador del mandato para controlar los excesos de austeridad y privación de lo corporal. El predicador refiere que la Madre Agustina escribió:

para que se entregasen después de ello [morir] más de setenta cartas dirigidas á todos los Prelados y Preladas de las Sagradas Religiones de esta ciudad, a los curas de ella, y a otros Superiores Eclesiásticos pidiéndoles de limosna, con mucho fervor e instancia misas, oraciones, y otros sufragios para salir del Purgatorio que temía, ya que esperaba en la Clemencia de Dios, ser librada del Infierno.[83]

Este pasaje revela varios aspectos interesantes. Por una parte, el hecho de la monja que escribe. Como se sabe, muchas de las hagiografías fueron escritas por varones, con base en los textos que dejaron las religiosas. Por otro lado, la humildad de la abadesa le dio la convicción de ir al purgatorio por ser indigna de subir directamente al cielo, privilegio de los que muy pocos gozan. A él van, según la teología católica, sólo los que mueren con pecados veniales. La forma de sacar a las almas de este estado de purificación es por medio de las oraciones y misas que los vivos ofrecen a los difuntos. El culto a las almas del purgatorio sigue estando muy extendido entre los fieles. La pena más grande que experimentan estas ánimas es la privación de ver a Dios aunque, como la madre Agustina, esperan en su misericordia para ascender al paraíso.

El último de los escritos que se incluyen aquí es un sermón fúnebre predicado en Oaxaca. Es un facsímil del primer impreso realizado en esa ciudad.[84] La oración de exequias que nos ocupa es un tratado continuo de la desventura y de la vocación de sufrimiento que tuvo como destino la adversidad. Más que un sermón de honras fúnebres, el del padre dominico Sebastián de Santander es una vida abreviada. El autor declara que la “Virgen Soror Jacintha María Anna de San Antonio mi hermana por la patria, por el affecto, por el hábito y por la professión, a quien confessé y comuniqué por espacio de diez y seis años.”[85] En este caso vemos el hecho frecuente del varón que “se apodera” de la palabra femenina para transmitirla como discurso de ejemplaridad. Tiene la estructura de una biografía condensada que narra las vicisitudes de esta alma heroica, nacida para padecer. El orador traza dos ejes temáticos, la aventura del cuerpo y la del espíritu, siguiendo a su confesanda: “Padre es menester que padesca en el mundo el cuerpo, y muera á los gustos de la carne para que viva á Dios el espíritu.”[86] El predicador alude a Job, el gran sufriente de la Biblia, modelo inagotable para descifrar los más variados sentidos de la vida humana y de los designios divinos. Al igual que muchas de las religiosas criollas que fueron objeto de biografías, la poblana sor Jacinta estaba: “tan destinada a los trabajos que parece madrugaron á recevirle los infortunios”.[87] Estas palabras recuerdan las de Job cuando maldice el día de su nacimiento, “que sea triste aquella noche, impenetrable a los gritos de la alegría” (Job, 3: 7). Al nacer “su tierno Cuerpecito topó con una piedra en que se rompió la cabeza”.[88] Parece excesiva la expresión y contundente en la desgracia, pues parece casi increíble que un recién nacido sobreviva después de un golpe así. No obstante, esto es verosímil literariamente hablando, pues la niña estaba destinada por Dios para cumplir su destino. Sus desgracias no pararon allí, pues su madre la entregó al hospicio. El tono de lamentación se cumple por la orfandad absoluta que experimentó sor Jacinta María Anna. No es difícil imaginar al orador ante el emocionado auditorio y exclamar: “Sí Señores, todo esto luego luego que nasce ha de recaer sobre aquesta niña, porque esta niña solo la crio Dios para padezer.”[89]

La habilidad causal del discurso de Santander se va desarrollando en una comparación entre la religiosa y Cristo “a quien luego, luego, por que no faltara el golpe de una piedra, y el dolor de una herida, applicó aquella lei, que se gravó en mármoles, el cuchillo de piedra, que lo marcó por hijo de Abrahan [sic] con la herida dolorosa de la sangrienta circumcission [sic]”.[90] Es posible que la intención de Santander sea contrastar la ley judaica, que incluía la circuncisión como un rito que era considerado por la Iglesia católica no sólo sangriento sino herético; por otro lado, parece también una alusión a los sacrificios humanos prehispánicos. Como ocurre en los textos hagiográficos, el modelo supremo siempre es Jesús y después su madre. La infancia marcó a Cristo para su futuro sufrimiento como lo hizo con su protagonista; en ambos “el pesebre fue arena, palestra, ó palenque donde se ensaió su virtud”.[91] Un episodio significativo, que pone de manifiesto la importancia de las imágenes en el barroco para avivar la devoción se debe a la descripción de una situación en que la pequeña de sólo cuatro años vio a un indio azotar una imagen de Cristo. Además del agravio sacrílego, “no podía su tierno corazón sufrir que aquel Indio azotase tanto á quien le tenía robado el affecto”.[92] Quiso comprar la imagen pero al no tener dinero: “le sugirió una cosa como de niña, ésta fue obligarse por muchos días a dar á el Yndio el panecillo de chocolate que á ella le daban para el desayuno”.[93]

Muchos sinsabores hubo de padecer la futura monja; entre los más dolorosos estuvieron la maledicencia y difamaciones de sus prójimos y las agresiones de los demonios: “incesantes batallas y, exquisitos tormentos, diferentes martyrios”.[94] Al igual que a Job, Dios la marcó con dolorosas y constantes enfermedades. Un médico afamado de Puebla diagnosticó que sus padecimientos eran morales, por el deseo que tenía por tomar el estado religioso. Su padecer fue ininterrumpido, tanto que en un giro plenamente literario el predicador asienta: “que me holgara de poder convertir aqueste sermón en un libro para apuntar si quiera los trabajos y dolores de aquesta Virgen.[95]

Una de las características del discurso barroco es el gusto por lo desagradable con el propósito de reafirmar en el lector o en el oyente una impresión que repugne a los sentidos exteriores y que conmueva los sentimientos: “Sí bebía pero bebía lo que causa á la naturaleza assombro, porque viendo un día una taza de sangre corrupta y sintiendo algun asco, castigó este melindre con echársela toda á pechos.”[96] Es impresionante la severidad que Jacinta mostró para con ella misma. Al final de su vida padeció una enfermedad renal que la hizo sufrir terriblemente. No obstante –y aquí aparece de nuevo la inferioridad ante el varón– al ver que:

los demonios sirvieran de ministros y de verdugos en tierras de hereges [...] y aquí era lo más excesivo de su padezer, porque como se veía muger, Religiosa y en una cama, y que no podía salir á predicar, y dar vozes para ganar las almas de sus hermanos, rebentaba en gemidos, en lágrimas, en llanto, en quexas, en ardores, en incendios, que por último la acabaron, la consumieron.[97]

En este fragmento destacan varios recursos de gran impacto literario, como la enumeración de palabras que se inscriben en un mismo campo de significación y que por ello causan en el lector una emoción profunda. Sus padecimientos de cuerpo y alma cesaron con la muerte: “O qué vida tan llena de trabajos! Pero ¿qué mucho si fue vida de una criatura humana de quien escribe Job que sólo nace para miserias?"[98] La comparación entre la religiosa y Job está presente de principio a fin del panegírico, ya que es sólo este personaje bíblico quien puede asemejarse con lo extremo del sufrimiento que, en ambos, finaliza con la recompensa que les otorga el Señor.

Como conclusión quisiéramos reiterar el valor y la importancia literaria de que gozaron estos textos que llenaron el vacío de literatura de ficción al despertar en los lectores la catarsis por la identificación de un ideal colectivo. Marcaron un gusto por las hazañas materiales y espirituales de estos hombres y mujeres que en su tiempo cumplieron los propósitos retóricos de instruir, agradar y enternecer. Para nosotros, cientos de años después, son emisores de un discurso que nos deleita, aunque ya no creamos, como hacían los novohispanos, que la santidad ejemplar y el milagro son parte de la realidad circundante.

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