Enciclopedia de la Literatura en México

Las crónicas religiosas del siglo XVIII

mostrar [Introducción]

La literatura histórica religiosa a lo largo del Siglo de las Luces, como lo había sido en el siglo anterior, estuvo fuertemente vinculada con el espíritu corporativo que tenían las provincias religiosas. Por ello este género fue obra principalmente de autores que pertenecían al clero regular y mantuvo, como dos de sus funciones primordiales, servir de instrumento argumental para defender sus privilegios corporativos y ser textos edificantes para los jóvenes que ingresaban a sus filas. En muchos sentidos no hubo una ruptura de este carácter de herramienta publicitaria y cohesionadora que tenían las crónicas religiosas desde el siglo xv. Al igual que las de las centurias anteriores, las crónicas de esta época tampoco se alejaron de la literatura influida por la retórica y por la emblemática. Sin embargo, la historiografía religiosa se vio profundamente afectada a lo largo del siglo xviii, tanto por las nuevas corrientes cientificistas que desde Francia comenzaban a influir en la explicación de los acontecimientos, como por los cambios que se estaban dando en las relaciones entre la Iglesia y el estado en el imperio español. Por ello, para entender los procesos de su escritura, debemos adentrarnos primero en estos dos aspectos.

 

mostrar La iglesia novohispana en el Siglo de las Luces

La primera mitad del siglo xviii fue una época de gran auge tanto para los jesuitas como para las órdenes mendicantes y hospitalarias. La Compañía de Jesús remodeló en este tiempo muchos de los edificios de sus colegios y algunos de sus templos; incluso se abrieron, en fechas cercanas a la expulsión, dos nuevos institutos en Guanajuato y en León. El noviciado de Tepotzotlán estaba lleno de jóvenes de las familias criollas más prominentes. En cuanto a su economía, las productivas haciendas que sostenían los colegios eran modelo de administración, y sus prósperas misiones abastecían a los centros mineros y a las ciudades del norte. Su labor social no era menor, y las congregaciones de laicos adscritas a los templos de los jesuitas atendían numerosas obras de beneficencia y hospitales. Un proceso de expansión similar vivían los mendicantes. Los conventos urbanos de los franciscanos, agustinos, dominicos, mercedarios y carmelitas poseían una población cada vez más numerosa y sus miembros tenían fuertes vínculos con las oligarquías criollas de todas las regiones de Nueva España. Sus casas, haciendas y rentas les permitían vivir con lujos e invertir en suntuosos templos que se llenaron de retablos y pinturas gracias a la dadivosa generosidad de los ricos comerciantes, mineros y terratenientes. Muchos conventos fueron ampliados y remodelados. La cultura barroca desplegó en el arte religioso un boato y una suntuosidad como nunca antes se había visto. A la par que se daba esta eclosión plástica, se hacía más patente la relajación de las costumbres y la excesiva relación con las cosas mundanas que se venía dando desde el siglo anterior. En los diarios de la época se siguen mencionando las peleas internas entre los religiosos en los capítulos, e incluso se llega a hablar de crímenes en los conventos. Las continuas prohibiciones de juegos de naipes en las celdas y las críticas contra las salidas nocturnas de los frailes, la dedicación al comercio y la posesión de peculios privados, son muestra de que los viejos vicios aún no habían sido desterrados. Los casos de solicitación en el confesionario, que se juzgaban en el tribunal del Santo Oficio, continuaban siendo frecuentes.[1] Jean de Monségur, que viajó por Nueva España entre 1707 y 1709, no sólo acusó a los eclesiásticos de vivir en “el lujo y la abundancia” y de llevar una vida “desenfrenada y licenciosa”; los consideró los causantes de las idolatrías indígenas. El viajero observó que los obispos tenían muy poca autoridad sobre los frailes, y que

en todas las doctrinas los curas sacan con qué vivir pingu¨emente y muchas veces con qué enriquecerse y con qué dar considerablemente a sus parientes y amigos, lo que hace que no haya nada más común en las Indias que ver a curas y frailes solicitando y pretendiendo estos beneficios con el máximo ardor, tanto ellos mismos como por medio de sus amigos y, sobre todo, con dinero contante. Se ve muy a menudo que los superiores de las religiones prefieren siempre a los que más dan, incluso para los puestos religiosos, lo que hace que no haya superior que no recoja considerables sumas.[2]

Sin embargo una cosa sí había cambiado respecto al siglo anterior. Al apoyo incondicional que recibían las órdenes por parte de la monarquía española siguió una época de escasa colaboración e incluso de abierta desconfianza. Con los Borbones los viejos argumentos mesiánicos y evangelizadores de los Austria eran sustituidos por una ideología secularizada que anteponía los intereses políticos a los religiosos, y que consideraba que el estado estaba muy por encima de la Iglesia, y que ésta debía, por lo tanto, servir a sus intereses y someterse a sus controles. A partir de esta política, conocida como “regalismo”, se intentó poner límites a los antiguos fueros y privilegios eclesiásticos.

En 1717 Felipe v reiteró las prohibiciones hechas desde el siglo xvi sobre la fundación de nuevos conventos sin la autorización del rey, y en 1734 ordenó que no se recibieran novicios en las comunidades religiosas por un periodo de diez años. En 1754 Fernando vi prohibió a los clérigos que intervinieran en la redacción de testamentos y, desde que subió al trono de España en 1759, Carlos iii impuso un rígido control sobre los conventos de los regulares. Este soberano envió desde 1771 a todas las provincias religiosas de América un ejército de reformadores-visitadores peninsulares con el fin de reducirlas a la rigurosa observancia y acabar así con la relajación introducida por los criollos. Con esta fachada de moralidad la corona justificaba la sujeción de un grupo de corporaciones que, atrincheradas en sus privilegios, vivían al margen de los controles estatales.

Esta misma razón política fue la que movió al rey a ordenar la secularización de las parroquias regulares. Desde el siglo xvi los conventos mendicantes en pueblos y barrios indígenas tenían a su cargo un gran número de curatos y sus priores cumplían en ellos las funciones de párrocos: administración y registro de bautizos y matrimonios; dirección espiritual y organización de los otros ritos sacramentales y de las fiestas; atención a cofradías, a escuelas y a hospitales. Todas estas actividades eran realizadas tanto en el poblado cabecera como en las visitas. Por esta labor los párrocos recibían limosnas y obvenciones (pago por los servicios religiosos) y, en algunas parroquias regulares, trabajo gratuito en las tierras, molinos, canteras o rebaños propiedad de los conventos. Existían parroquias regulares más ricas que otras, como aquellas que estaban en reales de minas, en villas agrícolas o en poblados situados en rutas comerciales. En general, en la mayoría de las parroquias administradas por regulares era notorio el alejamiento entre los religiosos y sus fieles. Fernando vi emitió en 1749 y en 1753 dos reales cédulas, dirigidas a todos los obispos novohispanos, que mandaban traspasar las parroquias de regulares al clero secular, dado que el número de sacerdotes de éste era ya suficiente para atenderlas. Detrás de la medida estaba de nuevo la necesidad de fracturar la cohesión de corporaciones cuyos privilegios interferían en el proceso centralizador que pretendía llevar a cabo el estado.

Finalmente, después de doscientos cincuenta años, el episcopado obtenía el dominio eclesiástico absoluto sobre el territorio; la corona había inclinado hacia él la balanza de sus preferencias, pues lo consideraba un mejor instrumento que los religiosos en su política centralizadora. Con estas medidas, el clero regular criollo, parte importante del engranaje político-ideológico del estado español, pero peligroso por sus fuertes intereses con las oligarquías locales y por su corporativismo, era reducido a sus conventos urbanos para su mejor control.

La política antimonástica de los Borbones fue sólo una de las causas del profundo debilitamiento que vivieron las órdenes mendicantes a partir de la segunda mitad del siglo xviii. Para fines de esa centuria los conventos habían visto disminuir de manera alarmante el número de novicios, quizá porque la vida en comunidad ya no ofrecía ni la seguridad ni los atractivos privilegios de antaño; esa misma razón, y un mayor rigor en las exigencias de la vida conventual, llevaron también a muchos de los frailes a solicitar ser liberados de sus votos por medio de una secularización individual obtenida de Roma. Esos religiosos salidos de los claustros aumentaron el clero secular, de por sí ya muy numeroso y empobrecido, y acentuaron la decadencia de las órdenes religiosas.[3]

Sin duda la más importante manifestación de esta actitud fue la reunión del iv Concilio Provincial Mexicano en 1771. Los inspiradores de esta magna asamblea fueron el arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, el de Puebla, Francisco Fabián y Fuero, y el visitador José de Gálvez. A pesar de que en la mente de todos estaban presentes dos temas eclesiásticos conflictivos (la secularización de las parroquias, las visitas reformadoras a las provincias de los regulares y la expulsión de los jesuitas), el concilio trató de ellos sólo marginalmente. En cambio, se dedicaron muchas sesiones a la devoción popular y a la religiosidad de las masas, a los problemas de la castellanización y del aumento numérico de los clérigos indígenas y a otros temas de orden práctico.[4]

Los decretos del iv Concilio ratificaban una posición generalizada entre las autoridades civiles y eclesiásticas y concretaban un temor: la religiosidad indígena se inclinaba a menudo a la heterodoxia y el culto a las imágenes podía ser utilizado como un medio para manifestar la rebeldía contra el régimen colonial y contra la explotación; de hecho muchas rebeliones indígenas se abanderaron bajo la insignia de una virgen o de un Cristo.

mostrar La nueva historiografía francesa

La nueva historiografía francesa[5]

Desde finales del siglo xvii el racionalismo filosófico que introdujo René Descartes comenzó a influir en todas las ramas del saber, en el mundo católico tanto como en el protestante; la historia no quedó fuera de ese revisionismo y se vio afectada por la necesidad de establecer la verdad de los hechos y de interpretar sus causas y examinar sus consecuencias. Uno de los más importantes pensadores de la época, el oratoriano Richard Simon, aplicó estos métodos al estudio de las Sagradas Escrituras y a partir de la crítica de las fuentes, la hermenéutica y la gramática comparada, llegó a conclusiones que le valieron la reprobación de los círculos eclesiásticos.[6] Con esa misma actitud, un grupo de estudiosos jesuitas, encabezados por Jean Bolland, crearon la llamada “sociedad bolandista”, que se dedicó a analizar las actas de los mártires y santos paleocristianos, forjando los primeros estudios críticos sobre la hagiografía e introduciendo en ella “la búsqueda sistemática de manuscritos, la clasificación de fuentes, la conversión del texto en documento, paso discreto de la verdad dogmática a una verdad histórica”.[7] En Italia Giambattista Vico creaba un nuevo concepto sobre el estudio de las civilizaciones antiguas, revalorando los mitos y las religiones como aspectos importantes para conocer el pasado, utilizando la etimología de las lenguas como un testimonio para estudiar las costumbres y buscando leyes que dieran significado al acontecer histórico. Sin dejar el providencialismo y la creencia en que Dios conoce el destino de los hombres y los guía hacia un fin salvífico, consideraba sin embargo que éstos eran responsables de sus actos. Por ello la presencia del demonio para explicar la historia comenzó a parecer inapropiada.[8]

En la nueva visión histórica del siglo xviii era fundamental la crítica de las fuentes y la distinción entre fuentes directas y fuentes indirectas. Entre aquéllas, declaraciones de los testigos oculares, los documentos y otros vestigios materiales contemporáneos de los hechos narrados y los escritos de cronistas que no los habían presenciado. Muchas obras históricas, además de los datos, comenzaron a formular conclusiones a partir de la filosofía, dotando a los hechos de significado. Sin embargo, como creyentes, sus escritos intentaban conciliar la religión y la ciencia.[9] El mismo Juan Bautista Vico consideraba a la historia como “una teología civil razonada de la providencia divina”.[10]

Uno de los principales ataques del racionalismo se dio sobre todo contra la creencia en prodigios y hechos sobrenaturales de los que estaban llenas las vidas de santos y las historias nacionales. Para muchos de estos pensadores esas tradiciones piadosas sin sustento histórico eran muy dañosas para la religión, pues “su irracionalidad sólo servía para alimentar el escepticismo de los incrédulos”.[11]

Desde principios del siglo xviii se pueden notar en Nueva España algunos visos de estas actitudes racionalistas, los cuales convivían con la visión retórica y escolástica que seguía considerando que lo importante de la historia no era su veracidad sino su eficacia moralizadora. Por ello podemos separar con bastante claridad a los escritores de la primera mitad del siglo que, aun viéndose influidos por las nuevas corrientes, todavía se mantienen atados a las fórmulas retóricas barrocas, de aquellos que, a fines de la centuria, presentaban una clara influencia de las ideas racionalistas ilustradas.

mostrar La crónica agustiniana

Matías de Escobar (1690-1748), un autor agustino criollo del barroco

En 1697 la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán vivía una de sus crisis más profundas. Una facción opositora al provincial fray Diego de Campos organizó un capítulo cismático en Valladolid, en el que se desconocía al reunido legalmente en Charo. Fray Antonio Gutiérrez, cabecilla de los disidentes, con dos terceras partes de los votantes, consiguió la elección de fray Juan de la Cueva, mientras que los de Charo nombraban a fray Nicolás Ruiz. Lo más inquietante fue que cada provincial y definitorio eligió priores para todos los conventos, por lo que hubo dos autoridades en cada sitio. Al final, la santa sede y el general autorizaron sólo el capítulo de Charo, pero la reacción del provincial destituido fue insólita. Fray Juan de la Cueva, despechado por haber sido depuesto, organizó junto con un hermano lego una gavilla de doscientos hombres, esclavos y peones, y se dedicó a tomar por asalto varios ingenios propiedad de la provincia a la entrada de tierra caliente, saqueando, quemando y quebrantando la paz en sus conventos. En su camino se le fueron juntando más hombres, hasta que en 1701 el dirigente fue hecho prisionero por las autoridades y remitido a España.[12]

El cisma de la provincia agustina de Michoacán y su posterior desarrollo no sólo habían mostrado la existencia de facciones en pugna dentro de la provincia, sino que además hacían patente “la contradicción entre la riqueza de la orden, su poder económico y su actuación secular”.[13] Los miembros de esta corporación, como los de muchas de las provincias religiosas de mendicantes, estaban insertos en las redes económicas y sociales que los conventos sostenían con los grupos dirigentes. Para las aristocracias locales, las provincias religiosas constituían uno de sus espacios de representación social y de negocios (créditos, consumo, arrendamiento de haciendas, etc.), y en ellas tenían tantos intereses que lo mundano se hacía presente continuamente en los claustros.

En este ambiente debemos entender la crónica de Matías de Escobar, Americana Thebaida, obra en la que se quería dar impulso a la necesidad de reforma que destapó el cisma del padre De la Cueva. Es por eso por lo que el tema central de la voluminosa crónica es la vida eremítica de los primeros fundadores de la provincia. Nada más alejado de la vida secularizada que se practicaba en la provincia. La anacoresis como tópico central es, de hecho, el tema con el que se inicia el prólogo, en el cual se da razón del título utilizado, con el retórico estilo propio del orador que era fray Matías:

El ver y considerar esto, fue lo que me movió a darte el nombre de Mechoacana Thebaida, porque leyendo las admirables vidas de tus hijos, mis hermanos se me representaban (y, a no detenerme la fe, quería creer la transmigración pitagórica) en que habían las almas de aquellos penitentes padres pasádose a los cuerpos de nuestros primitivos fundadores.[14]

La Americana Thebaida está inscrita, así, en la visión de la edad dorada que los mendicantes crearon de su labor evangelizadora desde fines del siglo xvi; la diferencia con las otras obras es que acá el tema central no es la evangelización, sino la recreación del paraíso eremítico en América. Como parte del ideario agustino, frustrado en parte por la dedicación a la labor misionera, la vida mística en el desierto se convirtió en una necesidad retórica de demostrar que los frailes seguían con absoluto apego la idea original de san Agustín al crear su regla. Escobar exalta, con ello, a unos religiosos cuya labor evangelizadora ya había concluido para el siglo xviii pero que podían seguir siendo modelo de virtudes para unos frailes inmersos en conflictos mundanos.

Ángeles son tus hijos paraíso eres de virtudes, llena de árboles de vidas santas y de floridos ramos de ciencia, pero así como al cielo se atrevió osado el dragón y al paraíso la astuta serpiente, a ti de envidioso el Demonio, por ver tantas luces en tu cielo, tantas flores en tu jardín, por tres veces se te atrevió con discordias y con pleitos.[15]

El demonio, causante de todos esos males, era el dragón que yacía bajo los pies de la Inmaculada Concepción, una de las advocaciones más difundidas en el siglo xviii español, utilizada como adalid de las huestes del bien; esta imagen sirve al autor para hacer una comparación entre la provincia michoacana y la mujer vestida de sol y coronada de estrellas. El tema apocalíptico, muy gustado por los barrocos novohispanos por sus vínculos guadalupanistas, se relacionaba directamente con las alusiones al desierto, espacio que en el texto de san Juan cobijó el parto de la luminosa mujer que con sus alas voló hacia él.

En la libre asociación de la retórica el tema del desierto lleva al autor hacia la fértil tierra de las alegorías eremíticas; la tierra caliente de Michoacán se convierte en Egipto, espacio del yermo por excelencia: “porque si los arenosos desiertos de Egipto dieron en sus calientes suelos piso a los desnudos pies de los anacoretas, acá en la América, la tierra caliente que por quinientas leguas se dilata, dio a nuestros venerables padres... encendidas cenizas para piso de sus descalzas plantas”.[16]

Ante tan atractiva perspectiva, la actividad misionera de religiosos como fray Juan de San Román o fray Juan Bautista Moya, señalados como padres fundadores de la cristiandad indígena en Michoacán, pasaba a segundo término, opacada por la visión sobrecogedora de la vida solitaria que llevaron:

Sólo tenían en aquellas soledades en que moraban a leones como el primer Pablo, o osos como Pacomio que les hiciesen compañía, siendo los racionales que entonces había punto menos que los sátiros o faunos que vio San Antonio en la Thebaida. Sólo aullidos de lobos, silvos de serpientes y, muchas veces, gritos de demonios eran las voces con que deleitaban los oídos.[17]

Pero la metáfora no se queda solamente en la referencia a los padres fundadores; la vida eremítica ha estado presente en la provincia michoacana desde su fundación y se lleva incluso en su tiempo:

Entre grutas y cuevas nacieron los primeros agustinos y aquí viven y moran entre peñascos tus hijos, no gozan en vano el santo nombre de ermitaños de san Agustín, porque en la realidad lo son todos los que moran en la Thebaida mechoacana; casi cuarenta conventos cuentas Madre mía y de estos los treinta están en las soledades.

Y casi al finalizar el prólogo menciona: “Sus celdas eran tan estrechas como las de los Hilariones en la Thebaida.”[18]

En una alquimia sorprendente, fray Matías convierte todos los conventos de la provincia en eremitorios y diluye el verdadero sentido del eremitismo: vivir en absoluta soledad. La Thebaida de Escobar es una ficción creada para dar una imagen de perfección cristiana que la provincia agustina de Michoacán estaba muy lejos de tener.

Así, basado en los cronistas que lo precedieron, Escobar intercala la narración de las fundaciones conventuales, con sus paradisiacos entornos, sus fértiles huertas y sus prodigiosas imágenes milagrosas, con las historias edificantes de los frailes, monstruos de ascetismo, luchadores incansables contra las fuerzas demoniacas, constructores de pueblos y conventos y sapientísimos predicadores, obispos y escritores. El mismo autor se considera poco apto para narrar tales hazañas que requerirían las capacidades poéticas de un Homero, pues los héroes de la Michoacana Tebaida son superiores a los de la Iliada.

Fray Matías de Escobar, nacido en Querétaro, conocía desde su infancia la región a la que dedicó su obra y de la que hace continuos elogios. Profeso como agustino en la provincia de Michoacán, fue maestro en teología en Valladolid y prior de Tiripitío, Tzacan, Charo y del mismo convento cabecera de Valladolid. Esta actividad como prelado de la orden también le permitió revisar los archivos conventuales y exaltar a los sabios y santos agustinos que lo precedieron. Dio a la prensa varios sermones y la vida de Juan José de Escalona y Calatayud, obispo que fue de Caracas y de Michoacán. Dejó manuscritos un tomo de sermones, una defensa de Demócrito y la Americana Thebaida. Este texto no tuvo una edición sino hasta 1924, bajo el cuidado de fray Manuel de los Ángeles Castro, aunque no se dio a conocer el manuscrito completo sino sólo parcialmente.

Manuel González de la Paz y del Campo (ca. 1700-ca. 1770). El cronista inédito

En la orden de san Agustín se produjo en el siglo xviii otra crónica, pero ahora en la provincia del Santísimo Nombre de Jesús. Bajo el título de Domicilio, primera y solariega casa del Santísimo Y Dulcísimo Nombre de Jesús. Historia de la Imperial Augusta Casa de la orden de los ermitaños agustinos de la ciudad de México, el fraile peninsular, oriundo de Salamanca, Manuel González de la Paz y del Campo, describía la historia del convento grande de la capital. El autor de esta extensa crónica en tres volúmenes había pasado a Filipinas como vicario y catedrático en 1732 y por enfermedad se afilió finalmente a la provincia de México, en 1736, en la que vivió hasta su muerte, ocupando cargos priorales y el de cronista. El autor tomó materiales de fray Juan de Grijalva (a quien a menudo critica) y de los papeles que consultó en el archivo del convento, y siguió el esquema cronológico de los prioratos, lo mismo que su antecesor cronista había hecho con los provincialatos. El primer volumen está dedicado exclusivamente a fray Francisco de la Cruz y los siguientes presentan biografías de los frailes que vivieron o rigieron esta casa. El texto se conserva manuscrito en la Biblioteca Melchor Ocampo de la Universidad de Morelia y aún no ha sido editado.[19]

mostrar La crónica dominica

Juan José Cruz y Moya (1706-1760). La presencia dominica
en América vista por un retórico peninsular

Al año siguiente de la muerte de fray Matías de Escobar llegaba a México la primera cédula real que ordenaba el traspaso de las parroquias administradas por regulares al clero secular. La corona consideraba que la evangelización, labor para la cual los religiosos habían recibido tales curatos, ya estaba consumada y, por lo tanto, éstos debían concentrarse en los conventos de las ciudades. El problema era muy complejo y hasta 1753 siguieron llegando cédulas reales afinando la manera en que se iba a llevar a cabo la traslación. Ese año arribaba a México el dominico fray Juan José Cruz y Moya. Nacido en Guádix, Granada, fray Juan había ingresado en 1725 a la orden de Santo Domingo en el convento de Osuna. Su provincia lo envió a Manila en 1730 y pasó a China como misionero, con muy poco éxito. A lo largo de los veinte años de estancia en Asia ocupó los cargos de cronista, definidor y vicario provincial en la provincia del Rosario de Filipinas, y fue catedrático de filosofía y teología en la Universidad de Manila. En 1753 fue enviado a México con el cargo de presidente del Hospicio de San Jacinto, y en este arzobispado fue examinador sinodal. Mientras residía en el convento de Cuautla, uno de los pocos que no fueron secularizados, escribió su crónica entre 1756 y 1757. Murió entre mayo de 1760 y abril de 1761 en la doctrina de San Miguel de Tlaltizapán. A lo largo de su vida publicó varios sermones en Filipinas y obras morales y teológicas en México, pero su mayor trabajo, al parecer inconcluso, la Historia de la Santa y Apostólica Provincia de Santiago de Predicadores de México, no vio la luz en su tiempo, y sólo se publicó en el siglo xx.[20]

La obra, como todas las historias retóricas de su tiempo, es una palestra: “La historia, citando a Niceto es libro de los vivientes, sonido de la trompeta del Juicio que hace que los muertos que yacen en la región del olvido en los sepulcros, salgan, como resucitados a la palestra del mundo a vivir en la memoria de los otros.”[21] Pero ese recuerdo del pasado no es inocuo, tiene siempre una carga política y moral. Rememorar la obra de los dominicos en América (basta con recorrer el capitulado para darnos cuenta de lo ambicioso de la crónica) tiene como finalidad mostrar la injusticia de la secularización. “Se tuvieron por muy seguros los religiosos sin pensar jamás que se había de premiar sus apostólicos trabajos con despojarlos con violencia y estrépito, no sólo de las parroquias que fundaron con su sangre y administraron con vigilancia más de dos siglos.”[22]

En el último capítulo de la crónica transcribe una bula de Paulo iii que califica como desconocida y que encontró en el archivo del convento de México, “tesoro oculto donde el Papa concede a las órdenes misioneras su independencia de los obispos”. Descubrimiento que estaba un poco fuera de lugar en una época en la que las órdenes ya habían perdido casi todas sus parroquias en pueblos de indios.[23]

En el mismo contexto debemos entender la crítica velada a los obispos de su tiempo, expresión de una pugna que se había iniciado desde la segunda mitad del siglo xvi. Qué lejos estaban los prelados de su época, señalaba el cronista, de aquellos obispos frailes de los tiempos de la primera evangelización “que vivían en pobreza de espíritu y desprecio de las pompas mundanas”.[24]

Tema polémico es también sin duda la explotación de los indios, el cual sale a la luz al tratar a una de las figuras más connotadas de la orden en América: fray Bartolomé de Las Casas. A lo largo de los siete capítulos que dedica a ese personaje el padre Moya ataca a aquellos que han abusado de los indios y los que han destruido y violentado a las comunidades. En ellos muestra sus simpatías y antipatías (“pues también es necesario contar de los herodes y pilatos y no sólo de los santos”). Mientras que la obra de Cortés es exaltada, la figura de Pizarro sale muy mal parada por los abusos que cometió contra los indios.

Por supuesto que las palmas en la defensa de los indios la llevan los dominicos. Incluso la bula Sublimis Deus, en la que el papa Paulo iii declaraba a los indios capaces de recibir la fe católica, había sido conseguida, según Moya, gracias a que fray Bernardino de Minaya había referido al pontífice el caso de los niños mártires de Tlaxcala que perdieron la vida por destrozar ídolos. Resulta paradójico, sin embargo, que después de hablar elogiosamente de las virtudes de los indios, se alabe la orden de Betanzos de no recibir a indios ni a mestizos en los estudios de la orden y prohibir la ordenación de sacerdotes, por no considerarlos aptos para el estado religioso. “Admitir a él gente neófita o de sangre mixta es llenarlo de lunares y aún obscurecerlo con borrones.”[25]

El mismo carácter de debate posee su ataque contra la herejía luterana y contra las naciones protestantes, generadoras de la leyenda negra sobre España. “Y así enmudezcan los émulos de nuestras glorias que con justicia farisaica dan por injusta la acción, pues Dios fue libre, como señor absoluto de la tierra, al entregar este dilatado imperio a la nación española, para castigar con su espada los grandes pecados de estas gentes idólatras.”[26]

Igual sentido combativo tienen las continuas y exaltadas frases sobre la riqueza y fertilidad del Nuevo Mundo (“Las riquezas de este opulentísimo reino exceden al guarismo”, p. 59), sobre la enorme variedad de animales, árboles y frutos que posee, sobre los genios e ingenios de sus naturales y sobre los grandes talentos de que están dotados los españoles americanos. A pesar de haber nacido en España y de que sólo vivió en México menos de siete años, las opiniones del padre Moya parecen las de un criollo y están motivadas por la actitud despectiva de algunos peninsulares hacia los americanos.

Su criollismo se manifiesta igualmente en los tres capítulos que dedica a las apariciones de la Virgen de Guadalupe, tema en el que también enarbola su lanza en ataque de quienes impugnan el culto por la falta de testimonios históricos de los tiempos de Zumárraga. Señala que con ese argumento negativo se pondrían en duda las mismas Sagradas Escrituras, la presencia de Santiago en Galicia o la Virgen del Pilar en Zaragoza, ninguno de los cuales goza de instrumentos jurídicos.

Enmudezcan, pues, ya los zoilos de las mexicanas glorias, pues habló ya el Papa y concediendo, como ha concedido, rezo a dicha milagrosa aparición, dio en él el testimonio más solemne y el más terminante fundamento que se podía desear, pues sólo éste bastó, como dice el P. Cartagena, para poner silencio a los maldicientes que impugnaban la venida de Santiago a España. Queda, pues vindicada la aparición milagrosa de nuestra Madre y Patrona María Santísima de Guadalupe en esta disertación, la que coronamos con la bula que dio al efecto, declarándola por Patrona Principal del grande Reino.[27]

Otro tema muy caro a los criollos, la hipótesis de la predicación de santo Tomás en América, es también apoyada por Moya, quien se hace partícipe de la idea de que si Dios predijo su llegada en el Viejo Continente por medio de profetas y sibilas, por qué no pensar que anunció su llegada por medio de vaticinios en América. Al respecto narra la historia de la princesa Papan, quien después de muerta resucitó y anunció la llegada de los españoles y del cristianismo.

El esquema en el que se mueve Moya es aún totalmente retórico. Su historia está llena de narraciones de un candor sorprendente para un autor del Siglo de las Luces, y de exempla dignos de la hagiografía medieval. En ellos los malvados reciben siempre terribles castigos, como los españoles maltratadores de indios que tuvieron muertes desastrosas, pero también aquellos indios que rechazaron a los religiosos, como los que dieron muerte al padre Vicente Valverde (“obispo y mártir primero del Perú”) y que fueron devorados por tigres.

Esta literatura moralizante iba dirigida fundamentalmente a los frailes que podían utilizar estos exempla en sus sermones, pero cuyas vidas también eran susceptibles de caídas. Por ello varios de los casos narrados tienen como actores a religiosos y novicios que dejaron el hábito dominico para terminar su vida de manera catastrófica. La moraleja, propia de una época de relajación y de vocaciones escasas, siempre es la misma: resistir la tentación demoniaca de salirse de la orden pues eso no trae cosas buenas. El tema de la relajación vuelve a aparecer al hablar de los santos padres fundadores, cuyas vidas de renuncia se contrastan con las de aquellos que entran a las órdenes religiosas no para salvar su alma, sino para satisfacer su vientre. Aunque se ve obligado a aclarar que en las provincias recién fundadas en América se seguían con rigor las reglas vigentes en las observantes provincias de Castilla, no por ello deja de reconocer que hay malos religiosos: “No escrupulizan así algunos padres de almas que, o no residen en sus iglesias [...] o por no dejar la diversión, el juego, o tal vez el devaneo, dejan morir sin confesión a muchos de sus pobres feligreses.”[28]

La última parte de la crónica trata de las epidemias que asolaron a los indios, tema que toma de la crónica de fray Agustín Dávila Padilla casi a la letra en algunas partes y que, al igual que el cronista del xvi, considera como un castigo para los españoles, pues les quitaba la mano de obra. En Filipinas, donde la conquista armada no fue necesaria y todo se hizo por mano de los frailes, no hubo tanta mortandad, lo que es una prueba para él de la voluntad de Dios, no contra las idolatrías de los indios, como muchos pensaban, sino contra los abusos y malos tratos de los españoles.

En esta última sección la conclusión de su discurso es la misma que tuvieron las crónicas religiosas desde el siglo xvi: la única justificación de los horrores de la conquista fue la evangelización, y los frailes fueron los ángeles que llegaron a proteger a los indios y a sacarlos de las garras del demonio para mandarlos al cielo. En este sentido fray Juan José Cruz y Moya no presenta una visión muy diferente de la de sus contemporáneos los cronistas agustinos.

mostrar La crónica mercedaria

Cristobal de Aldana (1735-c 1797). Las glorias mercedarias vistas por un criollo

A finales del siglo xviii se escribía la última crónica novohispana de la orden de la Merced.[29] Su autor, Cristóbal de Aldana, había nacido en Tacuba, cerca de la ciudad de México. Hijo de familia noble y acaudalada, a la muerte de su padre se perdieron los bienes y la viuda quedó en la pobreza. El muchacho fue entregado entonces al convento de la Concepción, conocido como La Merced de las Huertas, donde recibió educación y la vocación que lo llevaría a tomar el hábito religioso de esa orden. En ella ocupó el cargo de comendador en los conventos de Zacatecas, Guadalajara y México, y en la diócesis de Guadalajara fue nombrado sinodal. En 1792 fue electo comendador de la Recolección de La Merced de las Huertas, donde había pasado su infancia. Su obra más conocida lleva por título Compendio Histórico Chronológico, de el Establecimiento, y progressos de la Provincia de la Visitación de Nueva España. Aunque el manuscrito original no se conservó, por los mismos años de su composición (1770) el texto fue impreso, aunque con notables deficiencias ortográficas y de tipografía. Probablemente la edición la hizo en el propio convento de la capital virreinal fray José Gomes, un religioso aficionado al manejo de la imprenta, quien, consciente de su impericia, le añadió una nota de disculpa.[30]

El padre Aldana, con base en la crónica de fray Francisco de Pareja (cuya obra manuscrita estaba poco menos que ilegible y casi destruida) se dedicó a rescatar esas noticias, primero con la finalidad de que quedaran para la posteridad, y después porque: “lastimado de ver casi olvidados los grandes servicios que la Merced ha hecho a Dios y al Rey en este nuevo Mundo, confundida la memoria de los insignes sujetos que han ilustrado esta Provincia con sus virtudes [y] para que no perezcan del todo unas noticias que debían ser inmortales.”[31]

El plan de la obra consideraba la formación de dos tomos, aunque sólo se conocen dos libros impresos del primero, bajo los títulos de: “Los primeros religiosos que llegaron a la Nueva España” y “De los xii religiosos, que vinieron después de el P. Olmedo, y fundación del convento G. D. Mexico”. En cuanto a su estructura, se proponía seguir un orden diferente del cronológico de Pareja, pues llega a prometer un libro sobre el desarrollo de los conventos y un “tomo separado” para las noticias sobre los sujetos insignes en virtud y sabiduría[32]. Sin embargo, este compendio quedó al parecer inacabado.

La obra de Aldana, como la de Pareja, se inicia con la relación de los sucesos en que participó fray Bartolomé de Olmedo, el personaje más importante para ambos autores y para todos los cronistas mercedarios. Aldana propone, como todos ellos, la analogía de Hernán Cortés con Moisés y del padre Olmedo con Aarón: “dotado el uno del valor, y destreza de un Capitán invencible, y el otro del espíritu, y celo de un Apóstol”.[33]

Revestido de su carácter de primer misionero de Nueva España, fray Bartolomé se nos muestra en el texto de Aldana dedicado a consolar e instruir a los indios, a defenderlos de las vejaciones de los españoles, a aconsejar a éstos para que dieran buen ejemplo cristiano. Aparece como un héroe que extiende por todas partes el buen orden y la fe cristiana, que levanta iglesias por los lugares donde pasa.[34] Para el cronista, el misionero mercedario bautizó a doña Marina, evangelizó a los tlaxcaltecas y fue testigo de los numerosos milagros que rodearon esta conversión (como la nube que descendió sobre una cruz implantada por él y que se mantuvo ahí durante tres o cuatro años). Aunque es muy creíble que se le daría a escoger sitio en que pudiera fundar convento de su orden, él no cuidó de eso, “sino del remedio y conversión de los naturales que estaban en la última miseria unos enfermos, otros heridos y todos muertos de hambre”. Su asombrosa caridad lo llevó a solicitar a Hernán Cortés que se destinase alguno de los grandes palacios que había en México para hospital, con lo que Olmedo es convertido por la pluma de Aldana en el fundador del Hospital de Jesús. Fue también él quien informó a los franciscanos llegados entre 1523 y 1524 “del estado en que se hallaba aquella nueva Iglesia, del genio de aquellas gentes, sus ritos, sus costumbres, sus vicios y también la gran disposición que en ellos se hallaba para recibir el Evangelio”, lo que lo convierte en el primer conocedor del mundo prehispánico. Fray Bartolomé de Olmedo fue, en fin, otro Bautista que vino a este nuevo mundo “para convertir los corazones de los Padres hacia los hijos y los incrédulos a la prudencia de los justos a fin de preparar al Señor un pueblo que sea perfecto”.[35]

Aldana, sin embargo, encuentra pruebas de que los naturales antes de la conquista poseían entendimiento y la capacidad para el razonamiento lógico, por lo cual su conversión se presenta como la sujeción de la voluntad a la verdad por medio de la razón. Incluso llega a presentar el contraste entre los indios apocados e ignorantes de su tiempo y los de los tiempos de su gentilidad, época en que habían desarrollado una sofisticada educación que enseñaba a los niños “la filosofía natural, sus historias, sus ritos, y las matemáticas, en que eran excelentes, como se echa de ver en sus calendarios, que han sido la admiración de los peritos”.[36]

Su visión del indio es la de una época orgullosa de los logros de los pueblos que formaban el pasado de este territorio y del cual los criollos se sentían herederos.

El impacto de las enseñanzas del mercedario, según Aldana, se podía observar aún en su tiempo en algunas costumbres religiosas de la población indígena, como aquellas relacionadas con la devoción a la virgen. Con el mismo celo y desinterés trabajó fray Juan de las Varillas, un segundo mercedario llegado tras la toma de Tenochtitlan a auxiliar a Olmedo. Ambos prodigaron después su acción bienhechora en las expediciones a Guatemala, las Hibueras y Chiapas. “Los templos del demonio demolidos, los ídolos destrozados, las Iglesias, y altares erigidos al verdadero Dios más de tres mil gentiles reengendrados con las aguas del Bautismo, son otros tantos monumentos del celo apostólicos del V. P.”[37]

La muerte de Olmedo y su panegírico cierran el primer capítulo, que es el más largo y creativo de la obra. En los sucesivos el autor describe la fundación del primer convento de los mercedarios en Santiago de Guatemala, “allí se dieron los primeros hábitos, no a indios, como han dicho algunos, sino a Españoles, hijos de los primeros conquistadores y pobladores de estos reinos”.[38] A continuación refiere la llegada de estudiantes de Guatemala a la capital del virreinato y las vicisitudes del establecimiento de conventos en México, Puebla y Oaxaca. A pesar de su carácter apologético no deja de mostrar los conflictos con algunos vecinos por una calle que el convento de Oaxaca necesitaba para ampliarse, o con las otras órdenes religiosas que acusaban a la Merced de beneficiarse de las prerrogativas de los mendicantes sin serlo. La narración concluye con sucesos de 1604 y anuncia el libro iii, el cual, o bien no se escribió o no se imprimió.

La obra de Aldana es una palestra que pretende exaltar los méritos de su orden que por ignorancia o envidia habían sido aminorados. Sus ataques más furibundos los dirige al cronista franciscano fray Juan de Torquemada, el mejor conocido y citado de los autores que trataron sobre la evangelización:

No sé yo por qué el P. Torquemada, no contento con haber omitido enteramente la memoria del P. Fray Juan de las Varillas, y callado las circunstancias de ser Mercedario el P. Olmedo, les niega la gloria de haber sido ellos los que instruyeron a los xii primeros Religiosos Franciscanos, en la lengua de esta tierra: Aquella humildad con que pone en manos del V. P. Fr. Martín de Valencia y sus compañeros, todas sus conquistas, todo el fruto de sus afanes y su misma voluntad y persona.[39]

No deja tampoco de criticar al propio Pareja y a Bernal Díaz del Castillo por algunos de los datos que traen y que no se han sujetado de manera suficiente a la crítica. Con esto Aldana, escritor imaginativo de prosa ligera y expresiva, presenta algunos visos de lo que podríamos llamar la nueva historiografía. Sin embargo, su retórica apologética, su descripción de hechos prodigiosos y su estilo florido lo inscriben dentro de los viejos cánones historiográficos de la era barroca.

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Las glorias de los colegios de Propaganda fide:
fray Isidro Félix de Espinosa (1679-1755)

En Nueva España la orden más numerosa y la que más territorio abarcaba era la franciscana; curiosamente fue también ella la que menos acusó los efectos del proceso general de relajación que se observaba en otros institutos. Desde fines del xvii, y de modo más perceptible en el xviii, sus dos ramas, calzados y descalzos, venían experimentado una notable expansión. Se habían incrementado sus conventos urbanos y, sobre todo, se habían extendido sus fundaciones misionales en el norte y en el sureste. En gran medida esta floreciente situación había que atribuirla a la creación de los colegios de propaganda fide. Tales institutos eran la consolidación del esfuerzo franciscano para reactivar su actividad misional, que a la sazón había rendido escasos frutos y que se había visto relegada en aras de las tareas que la orden desempeñaba en doctrinas y curatos. Tampoco debe excluirse el acicate que representaba para los franciscanos la competencia, esto es, la gran avanzada misional jesuítica del siglo xvii.

El primero de estos colegios, el de la Santa Cruz de Querétaro (1683), fue la matriz de la que se desprenderían otros por todo el territorio novohispano: Cristo Crucificado de Guatemala (1700), Guadalupe de Zacatecas (1704), San Fernando de México (1733), San Francisco de Pachuca (1733, éste de la rama descalza), San José de Gracia de Orizaba (1799) y Nuestra Señora de Zapopan (1812).[40] El personal de los colegios se integró con frailes españoles y criollos de las provincias novohispanas que voluntariamente se afiliaron, pero también recibió refuerzos provenientes de las provincias peninsulares.

Además de atender puestos misionales en Texas, Nuevo México, Coahuila, Tamaulipas y la capitanía general de Guatemala, a partir de 1768 los colegios tomaron a su cargo las fundaciones que habían dejado los expulsos jesuitas en Arizona, Sonora, Baja California y la Tarahumara. Más adelante penetrarían también en la Alta California. Y si bien las misiones de estos religiosos alcanzaron cierta estabilidad, muchas de ellas sólo sobrevivían cerca de los “presidios” o fuertes, guarniciones militares que las protegían del peligro que representaban los indios indómitos.

Aunque su función primordial sería la conversión de infieles, los misioneros de propaganda fide predicaban también “misiones populares” entre población cristiana. Al igual que antes hicieran los jesuitas, estos frailes recorrían ciudades, pueblos, obrajes, minas y haciendas –áreas urbanas y rurales donde los párrocos ejercían una tibia administración espiritual– a fin de enfervorecer y “reformar” las costumbres de la grey “española” y también de extirpar “supersticiones” y prácticas rituales poco ortodoxas entre los indígenas. Solían predicar durante la cuaresma para multiplicar las confesiones y fomentar los arrepentimientos, con lo que los fieles ganaban indulgencias y jubileos. Sus “misiones cuaresmales” terminaban con una espectacular procesión, en la que el predicador y sus penitentes recorrían las calles coronados de espinas, azotándose las espaldas y cargando pesadas cruces.

Ricos mineros y hacendados fueron benefactores de los colegios de propaganda fide (por ejemplo, el célebre conde de Regla, Pedro Romero de Terreros, contribuyó para la fundación del de Pachuca), y varios obispos también les dispensaron su ayuda. Sin embargo, la más interesada en el fomento de estos institutos apostólicos era la propia corona española, puesto que las misiones servían para consolidar pueblos y reforzar las fronteras, amenazadas por los continuos acosos e intromisiones de las potencias rivales, en particular de Francia e Inglaterra.

Por obra de los colegios de propaganda fide los franciscanos vivieron en este siglo una segunda “edad dorada” de la evangelización; sus fundaciones proliferaban y misioneros como fray Antonio Margil de Jesús o fray Junípero Serra recordaban a los heroicos padres de los relatos de los primeros años de la conquista espiritual del siglo xvi.

Andando el tiempo el colegio de Santa Cruz de Querétaro llegaría a ser el más célebre instituto religioso de la región. En ello tuvo mucho que ver la construcción de un gran aparato publicitario, que partió del rescate y la apropiación de ciertos símbolos, como el de la santa cruz de piedra del poblado. Desde principios del xvii, espoleada por los franciscanos de la provincia michoacana de San Pedro y San Pablo, corrió la fama del prodigioso “crecimiento” de esta reliquia y de las portentosas curaciones que obraba, lo que la hizo objeto de una encendida veneración local.[41] Sin embargo, a partir del establecimiento del Colegio de Propaganda Fide serían los misioneros apostólicos los más fervientes promotores del culto y los inventores de su fascinante leyenda.

A través de sermones (como el de fray José de Castro, en 1703), de pesquisas en los archivos (como la de fray José Díez, quien en 1717 halló una vieja relación indígena) y de escritos (como el de fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis, Cruz de piedra, imán de la devoción, de 1722), se fue fraguando la historia de la milagrosa aparición de una cruz en el cielo que, junto con la del apóstol Santiago, había presidido la batalla entre chichimecas infieles y otomíes cristianos que culminó con la “conquista” de Querétaro. En recuerdo de aquel prodigio se había labrado la reliquia queretana y, como evidencia probatoria del suceso, estaba el escudo de armas que Felipe iv había concedido a la ciudad (1655), donde figuraban el apóstol Santiago y la cruz.

Con cimiento en la tradición popular y aliñada por diversas plumas franciscanas, empero, la gran obra de rescate “histórico” y simbólico de la cruz de Querétaro (y su fijación definitiva en un relato), hay que adjudicársela a un religioso de mucho mayor relieve: fray Isidro Félix de Espinosa. Mientras fue guardián del Colegio de Propaganda Fide, entre 1721 y 1724, este criollo queretano encargó al padre Santa Gertrudis el texto sobre la famosa cruz de piedra, y luego él mismo escribió la dedicatoria. Muy posiblemente gracias a esta circunstancia fray Isidro comenzó a interesarse en la historia del colegio, aunque ya algo había escrito sobre la reliquia en 1703, en otra dedicatoria, la del sermón del padre José Castro.

Hombre de acción, misionero en Texas y fundador del colegio de San Fernando (1733), Espinosa pudo dedicar poco tiempo a sus intereses históricos, pese a que desde 1726 fue nombrado cronista de su instituto. Hacia 1740 hurgaba en los archivos, pues ese año encontró, como él mismo afirma, el protocolo del convento de Santa Clara que vino a revolucionar su teoría sobre la fundación de Querétaro y el prodigioso origen de la cruz de piedra: el héroe de la milagrosa batalla no era el que hasta entonces se había tenido por tal –un Nicolás Montañés–, sino Hernando de Tapia, cacique otomí, verdadero fundador de Querétaro y padre del patrono del monasterio de las clarisas.[42]

Seis años después, en 1746, Espinosa daba a la luz su Crónica apostólica y seráphica de todos los colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España.[43] Toda su primera parte (capítulos 2 a 8) está dedicada a la cruz de piedra, lo que da idea de la importancia que el colegio concedía al usufructo del prestigio de la milagrosa reliquia para sacralizar su presencia en Querétaro.

Pero la Crónica de Espinosa no se agota en la relación de milagros; es una apología del instituto del que han salido los otros colegios de propaganda fide fundados en Guatemala, Zacatecas y México; es una exaltación de la actividad misionera que han desplegado los padres apostólicos en las dos fronteras de la Nueva España; es una extensa narración hagiográfica de hazañas portentosas, de exitosos viajes evangelizadores entre pueblos bárbaros; es un compendio de las heroicas virtudes de predicadores, como fray Antonio Llinás o fray Antonio Margil de Jesús, o las de mártires cuyas proezas son dignas de los primeros tiempos del cristianismo, como fray Francisco Casañas (al que llama protomártir de propaganda fide en la América septentrional) o fray Pablo Rebullida.

Con la obra de fray Isidro el prestigio y la actividad del colegio queretano trascendían los límites de la ciudad que lo albergaba, para convertirse en una de las fundaciones más importantes de la cristiandad universal. La Crónica viene a ser la culminación de un proceso, de más de sesenta años, de intensa propaganda política dirigida a convertir al colegio de Santa Cruz en el instituto rector de la espiritualidad, no sólo de Querétaro, sino de toda la Nueva España. En este reino, que consolidaba sus espacios de identidad al tiempo que ampliaba sus fronteras, se afianzaban en la primera mitad del siglo xviii las prácticas, los símbolos y las instituciones que conformarían la visión optimista de que los novohispanos vivían en un nuevo paraíso terrenal.

La segunda edad dorada de las misiones franciscanas de los colegios apostólicos (de la que el mismo Espinosa se consideraba partícipe), resultaba ser una prolongación de la primera. Una línea de continuidad hermanaba a la Iglesia novohispana del siglo xviii con la del xvi, y la hacía heredera, espejo y seguidora fiel de la cristiandad de los tiempos primitivos. Con ella se consumaba una labor iniciada ciento cincuenta años atrás y se coronaba la conquista espiritual franciscana de México. Sus misioneros, encabezados por fray Antonio Margil, llenaban con creces el esquema del sacerdote nacido con la contrarreforma; un hombre que recupera para la Iglesia a los descarriados (en Nueva España el indígena apóstata cumple el papel del hereje protestante europeo), que fortalece la fe de los fieles y atrae a ella a los no cristianos.

Pero fray Antonio Margil era algo más que un misionero típico de la era barroca. Con la conversión de los idólatras en las regiones de América Central y de Texas –las fronteras físicas del reino– el siervo de Dios era el paladín que, en sus dilatados viajes, consolidaba el territorio novohispano, sembrando la armonía y el perdón entre todos los grupos. Representaba al héroe cultural de una nueva era: su veneración a la Virgen de Guadalupe y su inminente beatificación aseguraban a Nueva España seguridad y paz; a mediados del siglo xviii fray Antonio Margil era el símbolo de la nueva nación que se vislumbraba: una nación criolla segura de sí misma.

Sin embargo esta visión idílica presenta algunas fisuras e incongruencias incompatibles con la concepción de una edad dorada. En primer lugar, en el texto de Espinosa los fracasos y las dificultades de las misiones saltan a cada rato, como abruptas piedras en un campo de flores lleno de conversiones portentosas y de apabullantes triunfos contra Satanás. Luego de describir la asombrosa y espectacular evangelización de los indios de Centroamérica, el cronista se ve obligado a aceptar que, a la salida del misionero, los nativos regresaron a las idolatrías, lo que hizo necesaria la fundación del colegio de Guatemala para reforzar la labor que inició Margil. Por otro lado, en ciertas ocasiones falló la capacidad persuasiva del venerable y, ante el fracaso de la evangelización pacífica, fue menester recurrir a la penetración apoyada por la fuerza militar. Así pasó en la conquista de la Lacandonia, en la cual, dada la actitud remisa de los indios, el religioso hubo de solicitar la entrada de las milicias a fin de establecer la misión. El mismo caso se dio en el Nayar, pero aquí fracasó la tentativa porque, a la vista de los elevados costos del envío de tropa, el virrey se negó a apoyar a los misioneros.

Los tiempos aciagos de los colegios apostólicos. Las crónicas de fray José Antonio Alcocer (1749-1802), fray Juan Domingo Arricivita (ca. 1750-ca. 1800) y fray Francisco de Palou (1723-1789)

Con el transcurrir de los años, ante lo complicado y precario del panorama misional del norte, los tratados históricos encontraban cada vez más difícil sostener la imagen de una segunda edad dorada y, en consecuencia, menudeaban más en ellos las paradojas y las contradicciones. En el segundo semestre de 1788 otro franciscano, un criollo leonés egresado del colegio apostólico de Zacatecas, fray José Antonio Alcocer, escribió un Bosquejo de la historia de su instituto, breve texto que quedó inédito hasta el siglo xx. El primero de los nueve “párrafos” en que divide su obra inicia con la fundación del colegio de predicadores apostólicos de Guadalupe, y el último se dedica a referir las fructíferas “misiones populares”, tarea, por cierto, a la que el propio fray José Antonio se dedicó muchos años.

En cuanto al avance de las misiones entre infieles –parte central de la obra– el padre Alcocer exhibe las mismas ambivalencias y claroscuros que Espinosa, pero acaso la actitud del fraile zacatecano sea más explicable, puesto que si fray Isidro aún podía reservarse el beneficio de creer en un futuro prometedor, lo que Alcocer tenía frente a sí era la evidencia palmaria de los pasados fracasos. Para él el problema de las conversiones no estribaba en la calidad de los misioneros, pues sus modélicas vidas respondían cabalmente al ideal evangélico primitivo y por lo tanto eran paradigmas hagiográficos; la dificultad verdadera estaba en el mismo campo de labor, en parte en las erráticas políticas de los funcionarios reales, pero, sobre todo, en la tozudez e inconstancia de los indios del norte, que a toda costa deseaban conservar la barbarie de sus modos de vida y creencias. Así expresaba:

El p. Espinosa, cronista de los colegios, hace una hermosa descripción de Texas y asegura de sus indios que son políticos y aun quisiera en esto aventajarlos a los españoles... Cuando se ve alguna cosa con un prisma delante de los ojos, se ve con muchos y bellos colores. Veía el p. Espinosa a aquellos indios con una ternura que se los representaba muy diversos de lo que son en la realidad.[44]

Y, en efecto, la realidad se imponía: a mediados del siglo xviii el colegio de Zacatecas se había visto precisado a abandonar numerosas fundaciones en Texas y en Tamaulipas, pues en ellas no se estaba cumpliendo el apostolado entre infieles; los frailes estaban “en las poblaciones de españoles, haciendo sólo el oficio de curas, contrario a nuestro instituto” y, en cambio, mínimos resultaban los progresos en la conversión de los indios.[45] En lo que concernía al instituto zacatecano la dorada edad apostólica parecía haber quedado atrás, y sus perspectivas venideras apuntaban más a la predicación entre fieles que a la conversión de indios gentiles.

Cuadro muy similar es el que pinta la historia del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, de fray Juan Domingo Arricivita, que se imprimió en 1792, como una segunda parte o continuación de la crónica de Espinosa. En la misma línea panegírica de la labor franciscana, el relato se abre con las hazañas de fray Antonio Margil y termina, como el texto de Alcocer, con las misiones populares, o prédicas entre cristianos. Una apreciación meramente cuantitativa muestra que la narración de los descalabros y problemas ocupa mucho más espacio que los logros. En la Pimería (Sonora), territorio que tomaron los franciscanos luego de la expulsión de los jesuitas, persistían las idolatrías de los indígenas y los frailes no sólo tenían que hacer frente a las amenazas y violencias físicas de los catecúmenos, sino incluso a sus maleficios: “los indios están infectados con trato del Demonio y [son] contagiados de padres a hijos”.[46] Además, la apostasía, o huida continua de indios cristianizados de las misiones, resultaba ser un caso frecuente y generalizado en tierras de frontera. Dichos “apóstatas” se aliaban a algunos mulatos y a otros facinerosos, que se ocultaban entre los infieles, para asaltar los poblados. Los padres apostólicos habían fundado misiones entre los apaches, los yumas y los insumisos seris, pero todas habían sido destruidas por las rebeliones que arrasaban y desmantelaban los pueblos. Ciertamente, a cambio, estos percances habían regalado a los franciscanos numerosos mártires.

Sin rodeos, y hasta con crudeza, Arricivita señala la causa de estos reveses: la mala conducción de las autoridades civiles y religiosas que, ante las adversidades, ideaban soluciones aún peores que los problemas que pretendían resolver. Por ejemplo, en el río Colorado el comandante general de Sonora estableció, junto con las misiones, dos presidios militares y pueblos de españoles. Este hecho, sumado al paso de soldados hacia California y a la poca importancia que el poder civil concedía al proceso de evangelización, había alterado a los indios a extremo tal que en 1782 habían dado muerte a varios religiosos y seglares, masacrándolos con gala de crueldad.

El caso parecía inclinar al autor hacia un proyecto de penetración pacífica, sin la intervención de militares. No obstante, a lo largo de toda la obra Arricivita insiste en la necesidad de que los misioneros vayan a su labor acompañados de dos o tres soldados, a fin de intimidar a los nómadas y contener “la insolente osadía de sus crueles invasiones”.[47] La misma opinión favorable le merece el apoyo que dio la tropa a la entrada de fray Antonio Margil a la Lacandonia. Si se había echado mano del recurso de las armas sólo fue “para facilitar los progresos de aquella conquista con prosperidad más fundada”.[48] ¿Cómo explicar tan ambigua actitud ante el mismo tipo de hechos?

A raíz del fracaso experimentado en el río Colorado, y con el ánimo de reforzar las misiones, el rey había propuesto en 1783 la fundación de la custodia de San Carlos. Arricivita pone en tela de juicio que se trate de una buena solución; en su concepto la custodia sólo vendría a incrementar la burocracia eclesiástica y acabaría por desviar a los pocos misioneros de Sonora hacia actividades no relacionadas directamente con la evangelización. En el fondo lo que el cronista atacaba era la intromisión de la nueva diócesis de Sonora, que pretendía controlar las misiones, y cuyo obispo había tenido ya varios altercados con los franciscanos.

Resulta evidente que tanto la propuesta de penetración pacífica como el rechazo a la creación de una nueva custodia eran argumentos para evitar que las autoridades civiles y eclesiásticas desplazaran a los colegios apostólicos de las misiones. Con dicha finalidad Arricivita se vale de la imagen de la “segunda edad dorada” que había acuñado Espinosa. No en balde la obra de fray Juan Domingo comienza –según se dijo– con la vida y hazañas de fray Antonio Margil de Jesús, fundador del glorioso periodo, para afirmar a continuación que ninguno de los misioneros que habían servido en el septentrión “había degenerado de ser imitador de los padres antiguos”.[49] De acuerdo con él estos héroes, algunos de ellos mártires, habían dejado lista y abonada la tierra para cosechar los frutos en zonas como el río Gila, que se columbraba como región de promisoria abundancia misional. De ahí la injusticia que quería cometerse en sus días –precisamente cuando la segunda edad dorada de los colegios daba brotes y visos de florecimiento–, esto es, que se les quisiera hacer a un lado para arrebatarles sus glorias futuras.

En 1787, un lustro antes de que se imprimiera la obra de Arricivita, fray Francisco de Palou había sacado a la luz la biografía de fray Junípero Serra, el último gran apóstol de los colegios de propaganda fide, muerto en 1784. Palou, compañero y discípulo del venerable, presenta a otro peninsular, un mallorquín del Colegio de San Fernando de México que, al igual que fray Antonio Margil, dedicó su vida a una intensa actividad apostólica entre fieles e infieles y fundó misiones en la Sierra Gorda y en la Alta California. El propósito principal de la obra de Palou es hacer un llamado a sus hermanos de hábito para que acudan a California a continuar la labor del insigne misionero. Aunque su visión está teñida de pesimismo sobre el futuro de aquellas fundaciones, muestra un atisbo de esperanza: el que California se convierta en la última frontera posible para las misiones franciscanas; que sea ésa la región donde perviva el ideal de la segunda edad dorada.[50]

Por lo dicho hasta aquí, resulta obvio que Arricivita, Palou y Alcocer escriben en una etapa de desencanto. La expulsión de los jesuitas, la secularización de las parroquias arrebatadas a los mendicantes, las presiones que la corona borbónica ejerce sobre el clero regular, la decadencia que viven los conventos, son factores que, sin lugar a dudas, no propician las expectativas optimistas sobre el porvenir de la rama regular de la Iglesia novohispana.

Como le ocurriera a fray Jerónimo de Mendieta doscientos años atrás, para estos hombres la construcción de una edad dorada representaba la posibilidad de soñar con una renovación que partiera de las raíces mismas de la espiritualidad franciscana y de sus rasgos más significativos: la pobreza y la misión. Sin embargo, algo era distinto respecto del tiempo en que Mendieta construía su visión idílica del pasado: en el siglo xvi la orden franciscana tenía frente a sí un futuro, sus conventos en pueblos de indios eran numerosos y las misiones norteñas se presentaban como una perspectiva viable que, aunque difícil por el momento, estaba preñada de promesas. En cambio, en el siglo xviii las esperanzas franciscanas de hacer crecer su labor en el centro de la Nueva España se vieron truncadas por la secularización, y el horizonte para ampliar su actividad misional en el septentrión prácticamente se reducía a la recién abierta Alta California. En casi todas las áreas norteñas de presencia franciscana los frailes no eran ya misioneros sino párrocos y las conversiones de infieles se percibían cada vez más escasas. A los problemas de la apostasía y las rebeliones indígenas se sumaba la gran mortandad entre las comunidades indígenas ya asentadas, producto de la explotación y de las epidemias. A diferencia de la primera edad de oro del xvi, esta segunda del xviii había nacido y crecido sobre bases muy endebles, y en una época ciertamente difícil, muy poco propicia para la construcción de esperanzas e ilusiones futuras. A la vista de los fracasos del presente no era sencillo fraguar un concepto sólido y persuasivo en torno a una edad de oro.

Con todo, la idea siguió alimentando el sueño de evangelizar a los indios que aún se resistían a la adopción del cristianismo: los seris, los yumas, los apaches, los comanches, los pápagos. Como las esperanzas son entes de largas agonías, ese sueño todavía tuvo la fuerza suficiente para crear dos colegios apostólicos más en las postrimerías del periodo colonial: el de Orizaba en 1799 y el de Zapopan, en Guadalajara, en 1816. Pero a las dificultades que ya de atrás venían arrastrando las labores de los colegios de propaganda fide se añadieron los problemas nacidos de la guerra de independencia y, poco después, los sobresaltos de las asonadas políticas que plagaron nuestro siglo xix. Todo esto mermó aún más los ya escasos recursos materiales que se aplicaban a las misiones.

A mediados del xix muy pocos eran los frailes que se atrevían a alentar la aspiración de convertir a los “nómadas” del norte. Jerónimo, un comanche desdibujado por la leyenda, jefe guerrero que asolaba vastas regiones al sur de Estados Unidos, era un ejemplo viviente del fracaso evangelizador de buena parte del septentrión americano. Bautizado por los religiosos, apostató al igual que miles de indios lo habían hecho antes que él y huyó de la misión, conservando de cristiano tan sólo su nombre. Jerónimo es el epitafio escrito sobre la tumba de una idea.

Las crónicas provinciales de los franciscanos: Zacatecas, Jalisco y Michoacán

Filial de la provincia del Santo Evangelio de México, y constituida como jurisdicción independiente en fecha bastante posterior a otras (1604), la norteña provincia franciscana de Zacatecas pronto extendió lateralmente su área de acción, al este sobre San Luis Potosí y al oeste sobre Durango. Para fines del xvii también se hacía cargo de atender la nororiental custodia de Nuevo León y la noroccidental de Parral. Cien años después, fuera de sus grandes conventos urbanos, en las ciudades de Zacatecas y San Luis Potosí, y de otros pocos de menor jerarquía en Durango, Saltillo, Monterrey y Parral, lo que administraba eran doctrinas pequeñas, pero, sobre todo, puestos misionales en vastas regiones de indios insumisos.

Tal vez su consolidación tardía y la ardua naturaleza del trabajo de sus religiosos no permitió que Zacatecas contara con un historiador de sus hazañas sino hasta bien entrado el siglo xviii. Sólo en 1734 la provincia logró designar cronista oficial. Ése fue un fraile vasco, fray José Arlegui y San Martín (1686-1748), cuya especialidad no era la confección de relatos históricos sino la de sermones, labor por la que fue afamado. Después de tres años de trabajo este religioso dio a la luz, en 1737, la voluminosa Crónica de la Provincia N. S. P. San Francisco de Zacatecas, uno de los pocos textos de este tipo impresos en su época. En estilo más bien llano –considerando comparativamente los altos vuelos barrocos de los sermones impresos que se le conocen– y despojado de latines, “para que el menos inteligente en el idioma” pudiese leerla, la historia de Arlegui intenta ajustarse a alguna cronología y dar noticias “niveladas a la verdad”.

Al igual que muchas de las crónicas mendicantes del xvii, dos de sus cinco partes tratan de los tiempos “primitivos”, es decir, del origen de la custodia zacatecana y de los hechos portentosos que rodearon la fundación de sus conventos; otras dos versan sobre las vidas de los frailes que sufrieron martirio y las de ciertos religiosos insignes de la provincia.

Pero, con mucho, la porción más conspicua de su escrito es la que se refiere a los indios “bárbaros” de la región y a los múltiples problemas que –aún en 1735– ofrecían al establecimiento de la policía cristiana en aquellas latitudes. Sin diferenciar mucho ni poco, de un solo plumazo mezcla a naciones como las de los tlaxcaltecas, mexicanos y otomíes, con los temibles guachichiles, tepehuanes, borrados, zacatecos, negritos y otras decenas de grupos más. Para Arlegui los indios, en general, son “rústicos” y sus modos de vida resultan “brutales”, de ahí que los religiosos de Zacatecas vivan inmersos en una “bárbara tiranía”; alrededor de Durango y Saltillo, y en todo Nuevo León y Nueva Vizcaya, “cada paso y cada instante” representaban un peligro y un sobresalto para eclesiásticos y seglares.[51] Sin duda los recelos y animosidades del padre Arlegui tenían fundamento –él mismo salió vivo, aunque mortalmente asustado, de un asalto– y explican que se mostrase favorable al empleo de la vía armada (presidios y tropa) para someter a las bandas depredadoras de aborígenes. De hecho, las perennes y continuas rencillas entre esos grupos resultaban una ventaja, pues si “todos [aquellos] se juntaran contra los españoles de la América, solamente con la multitud se asolaba todo”.[52] En promoción de la obra de su instituto, empero, afirma que, aunque no siempre, los feroces indígenas solían respetar las vidas de los franciscanos, de ahí que otros viandantes, laicos y religiosos, solicitasen hábitos en préstamo.

La imagen que tiene fray José sobre las perspectivas de su región –el norte novohispano– es más bien sombría: en la medida en la que no se logre pacificar la tierra y erradicar de ella la “barbarie” y la renuencia de los indígenas a aceptar el evangelio y la vida organizada, la prosperidad de sus demás habitantes sería imposible.

En respuesta a las exigencias que ya en esa primera mitad del xviii les planteaba la política borbónica, la actividad de las provincias franciscanas de Zacatecas y de Jalisco tenía mucho mayor peso en el plano misional (el de las conversiones) que en el doctrinal (el de la administración espiritual de indígenas cristianizados). En cierta forma el ánimo de rendir “buenas cuentas” de su trabajo en el acarreo de indios remisos a las filas de los súbditos leales a su católica majestad era lo que impulsaba la elaboración de crónicas provinciales. De ahí que, entre 1719 y 1722, fray Nicolás de Ornelas (1622-ca. 1725) se hiciese cargo de escribir una historia de Santiago de Jalisco (provincia fundada en 1607), que permaneció inédita hasta el siglo xx.[53] De las páginas que sobrevivieron hasta nuestros días –capítulos v al xx–, la parte más significativa es la que habla de los grupos indígenas de las áreas donde se establecieron nuevos conventos (después de 1652) y, sobre todo, la dedicada a la multitud de santuarios de imágenes milagrosas –entre los que destaca Zapopan–, que abonaban los favores celestiales que el cielo dispensaba a la labor de los frailes seráficos. Tres décadas después, en 1755, fray Francisco Mariano de Torres continuaría el relato de la expansión de los frailes de Jalisco por el septentrión.[54] Con estilo alambicado, abundante en erudición y retruécanos, en algunos apartados de su primer libro –manuscrito trunco e inédito en su época– el fraile adjudicaba a sus hermanos, todos ministros modélicos, las glorias de la penetración en Coahuila.

En aquellos mismos años, los cincuenta del xviii, los superiores franciscanos de Michoacán pidieron a fray Isidro Félix de Espinosa (autor de la crónica de los colegios de propaganda fide, en otra parte mencionada) que escribiese la relación de “méritos y servicios” de la provincia de San Pedro y San Pablo, es decir, su historia. Para entonces el padre Espinosa era un fraile cansado, enfermo y viejo, así que mucho le costó a su voluntad cumplir con el encargo; el caso es que la obra quedó incompleta por su muerte (1755) y no llegó a publicarse sino hasta fines del xix. Más acuciosa en lo tocante al pasado remoto de la provincia que en el reciente –del que apenas pergeñó un trozo–, su tónica es ejemplarizante y apologética. El relato es ordenado, coherente, casi siempre subordinado a una secuencia temporal, y su estilo es razonablemente conciso, incluso elegante. La Crónica de la Provincia por antonomasia apostólica de los apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán indica en su título original que la nota distintiva que buscaba destacar el contenido era, justamente, ése: el apostolado. Y es que los acontecimientos en curso daban fundadas razones para subrayar el hecho.

Por el tiempo en que Espinosa afanaba sus tullidos dedos en la escritura de líneas históricas, San Pedro y San Pablo había alcanzado el número máximo de religiosos que tuvo en su existencia, 326, distribuidos en 53 casas, que incluían tres espléndidos conventos (Querétaro, Valladolid y Celaya) y cerca de 35 doctrinas. También tenía en propiedad los curatos de españoles de Querétaro, Celaya y León. Desde principios del siglo xviii había habido tentativas para despojarlos de la rica parroquia queretana, de modo que cuando se expidió la cédula de secularización de curatos (1749), por un fuerte sentimiento localista, el cabildo de la ciudad y otras corporaciones eclesiásticas se apresuraron a escribir al rey para defender a los franciscanos, esa “religión sagrada que emprendió la conquista espiritual de este lugar y de todo el reino... [pues] si la conquista funda derecho, mucho más la espiritual”. Empero, sin que valieran apostolados o méritos históricos, en 1757 se privó a la orden de la parroquia de Querétaro, que fue entregada al clero secular, así como gradualmente lo fueron todas las restantes, rurales y urbanas.

A la vuelta de unos quince años San Pedro y San Pablo de Michoacán había perdido prácticamente todas sus doctrinas, curatos y casas, para retener sólo Acámbaro y San Juan de la Vega, así como sus conventos grandes. Para entonces el número de sus frailes había mermado en algo más de un veintisiete por ciento.

El último cronista de Michoacán: fray Pablo Beaumont (1726-ca. 1780)

Esta provincia, disminuida y arrinconada en sus casas urbanas, fue la que acogió, precisamente en 1772, a fray Pablo de la Purísima Concepción Beaumont, un español de origen francés, que, luego de 17 años de fatigosos trabajos apostólicos en el Colegio de Propaganda Fide de la Santa Cruz, pedía su afiliación a Michoacán. Beaumont era, en verdad, un curioso franciscano, muy en consonancia con el inquieto espíritu ilustrado de su época. Hijo de un cirujano de Felipe v, nació en El Escorial y se formó en la Universidad de París; luego pasó a la Nueva España, en cuya capital se dedicó a la práctica y a la enseñanza de la cirugía, y también a cultivar la amistad de prelados, como los arzobispos Rubio y Salinas y Lorenzana. En 1755 legó su fortuna a los pobres para hacerse fraile en la Santa Cruz de Querétaro; ya profeso, combinó la prédica de misiones populares, la pesquisa científica[55] y el reclutamiento de misioneros en la península. Finalmente, a los 46 años, refugiado en el convento grande de Santiago de Querétaro –casa que ya había perdido el curato local– Beaumont destinó su tiempo a clasificar el archivo y la biblioteca y a cumplir con los deberes de cronista de la provincia.

En la elaboración de la Crónica de la Provincia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán[56] invirtió los últimos siete u ocho años de su activísima vida. Ciertamente los preparativos le consumieron alguna porción de ese tiempo, pues luego de leer el manuscrito de Espinosa y la crónica de fray Alonso de la Rea, se dio a la búsqueda afanosa de antiguas relaciones de los indios en tierras de Michoacán, registró los documentos decomisados a Lorenzo Boturini y resguardados en la Universidad de México, trasegó en los archivos de toda la provincia y se allegó bastantes libros de otros historiadores novohispanos y europeos. Cuando lo tuvo todo a punto, anunció en sus páginas iniciales: “El fondo de esta obra será en sustancia la que intentó el reverendo padre Espinosa, siendo justo darles vida a sus materiales, aunque con otro aliño y guiso de amenidades históricas.”[57]

El aliño, para Beaumont, consistió primero en la confección de un voluminoso texto introductorio, al que llamó “Aparato para la inteligencia de la Crónica de Michoacán”, que es virtualmente un resumen de historia de las Indias, basado en las Décadas del cronista mayor Antonio de Herrera (1549-1625). Se inicia con los viajes de Colón y termina con la empresa cortesiana hacia 1524. Lo que fray Pablo perseguía con este compendio eran dos finalidades que pueden llamarse de “utilidad pública”: presentar sintéticamente los antecedentes de la historia de América para ilustrar al lector común y para ahorrarle la búsqueda de diversas obras, generales o locales, y proveer a los posteriores cronistas, de cualquier provincia o región, de un referente o auxiliar de consulta para sus trabajos. Su tercera pretensión –ya de orden conceptual y relativa a su propia labor– era insertar la historia de Michoacán, que posteriormente escribiría, en el contexto de un proceso general. Que el resultado no hubiera sido muy exitoso no le resta méritos a su intención.

En cuanto a la otra parte de su obra, propiamente la Crónica de Michoacán, poco hay que decir: sigue línea a línea la de fray Isidro Félix de Espinosa. Salvo por las interpolaciones de unos cuantos capítulos y el ordenamiento distinto de los apartados, ambas crónicas son iguales, como lo anunciara Beaumont en su oportunidad.

Al igual que otros historiadores del xviii, fray Pablo se inclinaba por la consulta de fuentes directas –siempre que las hubiera–, pero sus percepciones críticas, si se veían comprometidas, acababan por doblegarse ante el peso de las tradiciones y el de su pertenencia a una corporación. Veamos algunos ejemplos: en cuanto al tema de la fundación de Querétaro,[58] Beaumont no se conformó con la autoridad de Espinosa, sino que recurrió personalmente a los antiguos documentos indígenas. Su interpretación de esos testimonios, empero, no resultó innovadora (ya el padre Santa Gertrudis había concluido lo mismo muchos años antes), pues concedió al cacique Nicolás Montañés el mérito de la “conquista” queretana y adjudicó a Hernando de Tapia el carácter de personaje secundario. Pese a ello, es sintomático que no se comprometiese del todo con la fuente indígena, ya que avaló la versión oficial de fray Isidro Félix, que no mencionaba más apariciones que las del apóstol Santiago y la cruz, y de nuevo señaló al escudo de la ciudad como prueba irrefutable de la veracidad de los “sucesos fundacionales”. Finalmente, consideraba que la “conquista” de la zona se había dado entre 1522 y 1555.

Este respeto a la tradición historiográfica franciscana por encima de cualquiera otra fuente se puede apreciar también en los pasajes que tratan sobre la introducción del cristianismo en Querétaro. Aquí Beaumont repite la vieja diatriba contra Sigüenza y Góngora, “a quien cegó la pasión y lisonja” cuando atribuyó el inicio del proceso de evangelización a los clérigos seculares y no a los franciscanos. Como miembro de la orden, Beaumont no podía dejar de sostener su preeminencia cristianizadora y agregaba un personaje más: Sebastián de Aparicio. Este lego franciscano, cuya causa de beatificación estaba a punto de concluir exitosamente en la época de fray Pablo (1780-1790), había recorrido hacia 1548 los caminos a las recién descubiertas minas de Zacatecas; se decía que en sus andanzas pasó por las cañadas locales y que ayudó a la conversión de los chichimecas, por lo que se lo reputaba de “protofundador del pueblo de Querétaro”.[59]

En fin, fray Pablo Beaumont, como autor influido por la Ilustración, cotejó los testimonios que tuvo a mano, trató de sopesarlos críticamente y de solucionar las contradicciones de sus diversas fuentes; sin embargo, en su versión final de los hechos prevalecieron siempre su condición de creyente y de franciscano y su acatamiento a la tradición histórica de su orden. De ahí que afirme “aunque los documentos difieren en fechas y en detalles, expresan los mismos hechos”. Se entiende, aquellos narrados por los franciscanos.

mostrar La crónica de los oratorios

Julián Guitiérrez Dávila (1689-1750), el biógrafo del clero secular y del oratorio de san Felipe

En 1650 se fundaba en la ciudad de México el primer oratorio de San Felipe Neri de la Nueva España. Antonio Calderón, su introductor, veía en la creación de esta congregación formada por sacerdotes seculares un medio indispensable para reformar al clero, tal como lo había concebido su fundador en Roma un siglo antes. La idea original de este instituto era convocar bajo un ideal que combinara la vida activa de la predicación y el ejercicio de la caridad con la vida de oración y meditación. Calderón consideraba que los miembros de la congregación debían tener reuniones periódicas para llevar a cabo su labor de manera ordenada, pero varios de sus seguidores, como el padre Pedroza, comenzaron a introducir la novedad de una vida comunitaria cotidiana, para lo cual era necesario construir casas para la habitación de los sacerdotes y cambiar el sentido de la congregación por uno nuevo denominado “la pía unión”. Este tipo de vida, tan parecido al que llevaban las órdenes regulares, no fue del agrado de un sector de los congregantes, por lo que la idea del padre Pedroza recibió una fuerte oposición. A principios del siglo xviii las dos tendencias que dividían a los oratorianos estaban aún en una pugna latente, y dentro de este ambiente salieron a la luz en 1736, en la ciudad de México, las Memorias históricas de la Congregación del Oratorio, bajo los auspicios del arzobispo y virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien la obra estaba dedicada. Su autor, Julián Gutiérrez Dávila, quien también escribía sermones y vidas ejemplares, quiso reunir en esta obra una miscelánea biográfica de cuantos sacerdotes tuvieron que ver con los orígenes de la congregación de san Felipe Neri en Nueva España, sea como miembros activos, sea como mecenas.[60]

Gutiérrez Dávila, criollo nacido en la ciudad de México, presbítero y miembro del oratorio de San Felipe Neri desde principios del siglo xviii y prepósito de la misma congregación, había conocido a muchos de los personajes que biografiaba. Son por lo tanto sus Memorias más una colección de vidas ejemplares que una crónica propiamente dicha, aunque a través de las hazañas y virtudes de sus héroes se pueda reconstruir la evolución de la institución a la que pertenecieron.

El tema central de la obra lo constituyen las virtudes, siguiendo la tradición de una historiografía que consideraba que los milagros representaban algo accesorio a la biografía, como meros exempla de los cuales se debían sacar enseñanzas morales:

Se detiene más la pluma en expresar los ejercicios y práctica de virtudes, en que estriba el más elevado alcázar de la santidad, y que pueden ponerse ante los ojos para la imitación, principal intento en escribir vidas de Santos y Siervos de Dios. Ni por eso de el todo me desentiendo de la narración de los dones y gracias sobrenaturales, especialmente si ofrecen, con la admiración, alguna moral enseñanza: y aunque no la ofrezcan; que no es bien se presuma que desestimo el precioso ornamento con que suele Dios engalanar la virtud: bien es que debe apreciarse más la virtud que estos sus adornos y galas.[61]

El autor expresa sobre todo su escepticismo hacia los éxtasis, raptos y revelaciones, experiencias que en la mayoría de los casos no pueden ser considerados como signo de virtud sino exterioridades que sólo engañan al vulgo. Así, a propósito de la vida del padre Pedro de Arellano y Sosa señala que: “en semejantes cosas puede haber muchísimo engaño y tener el Demonio gran parte, no consiste en ellas lo sólido, firme y verdadero del amor, siendo a veces flaqueza de la naturaleza humana, no bien aún depurada de lo sensible”. El padre Arellano, extrañamente, era muy proclive a tener tales experiencias, lo cual le mortificaba mucho, “porque a los ojos del ignorante vulgo se llevan estas cosas las admiraciones y temía no se conciliasen también los aprecios, imaginando consistir en ellas la santidad”.[62] Edificar con su buen ejemplo a los prójimos era su lema, insistiendo en que toda la vida espiritual debía estar hecha de interioridad, lo que le valió ser acusado de segundo Molinos, aludiendo a este sacerdote considerado como hereje por sus ataques a las exterioridades.

Las virtudes que Julián Gutiérrez se propone exaltar no son, sin embargo, comunes, sino aquellas propias del estado sacerdotal: la castidad, la caridad, la paciencia, la fortaleza, la templanza, la diligencia, la humildad. En el padre Domingo Pérez de Barcia, fundador del recogimiento de Belén y uno de los más reconocidos oratorianos, se destacan todas esas virtudes, pero sobre todo su devoción por las imágenes, tema muy caro al catolicismo de la contrarreforma. En el padre Juan de la Pedroza y Barreda el tema principal es la constancia en la virtud, la cual se puede perder. Con el lema “las moscas no se acercan a la olla encendida sino a la tibia [...] que vienen a convertirse en gusanos”, el autor insiste en la precariedad de la virtud que requiere un ejercicio constante. En su juventud este sacerdote vivió una vida disipada, “acompañado de sus amigos, ladrones del tiempo, peste y contagio de la virtud más sana”. Paseaba por las noches vestido de seglar, frecuentaba el teatro, “mostrábase con las damas más cortesano de lo que la razón pedía”, e “hízose alumno de las Musas, y de Apolo, ocupando más tiempo en la contemplación del Parnaso, que del Cielo”.[63] Pero finalmente regresó al buen camino.

A pesar de que sus historias de virtudes debían estar libres de la narración de prodigios, Gutiérrez Dávila no pudo evitar la mención constante de la presencia demoniaca en las vidas de sus biografiados. Ésta no sólo se manifiesta en forma de tentaciones intelectuales, sino muy a menudo de manera física. Serpientes que vomitan sobre flores o que salen de debajo de un ídolo, que el padre Domingo Pérez Barcia “arrojó al agua, y que le acometieron furiosas llenándolo de horror y espanto”.[64] Por la obra transitan hombres misteriosos que ofrecen manzanas para provocar abortos, toros furiosos, gatos negros, simias violentas sujetadas con cadenas por el celo de un santo varón y demonios alegres y festivos que visitan pulquerías, palenques de gallos, juegos de naipes y corrales de comedias. Es cierto que el maligno cumple en estas narraciones la función retórica de predicar contra el vicio y de mostrar el triunfo de la virtud, pero sus manifestaciones son tan reales como lo eran para los hombres del medievo. Por ello Gutiérrez Dávila también debe ser considerado dentro de la tradición retórica barroca de la historiografía.

Para este autor, como para todos los reseñados hasta aquí, la historia es maestra de vida que permite reducir a “una hora los espacios de muchos siglos, y haciéndose de un joven un anciano en las experiencias”. Gracias a ella:

Se lloran tragedias, se advierten peligros, se aprenden desengaños: y por fin con los varios acaecimientos ya adversos, ya prósperos, con que siempre ha, como con una pelota, jugado el mundo con los mortales, se hace uno sabio para huir de la lisonja, seguir la verdad, despreciar las riquezas, abandonar los hombres, despreciar la privanza de los Príncipes y aborrecer todo vicio; amando la pobreza al desprecio, y conociendo, que no hay mejor privar que con Dios por medio de la virtud.[65]

mostrar La crónica jesuítica

Francisco Javier Alegre (1729-1788); la última crónica antes del exilio 

Recién iniciada la primavera de 1767 Carlos iii suscribió la pragmática, aplicable a todos sus dominios, que ordenaba la inmediata expulsión de la Compañía de Jesús. La disposición representaba sólo el amarre de una serie de cabos políticos e ideológicos que venían creciendo y fortaleciéndose de tiempo atrás. El rampante regalismo de la casa Borbón –cuyo supuesto básico era la preeminencia de la monarquía sobre la institución eclesiástica– no podía sufrir la presencia ni la acción de cuerpos religiosos que desafiaran o interfirieran con las razones e intereses del estado, y bien parecía ser éste el caso de los jesuitas.

Incontables páginas ha dedicado la historia a aclarar los motivos que condujeron al rey a adoptar tan radical medida, y no menos inquietud ha suscitado el papel instigador de sus ministros, Floridablanca, Roda y Rodríguez de Campomanes. En especial el de este último, autor del Dictamen fiscal (1767), síntesis perfecta de las tesis regalistas en la que se concede importancia inusitada a los asuntos americanos. En el texto se ponen de manifiesto las dos presunciones estatales que justificaban el extrañamiento de los jesuitas: su falta de adhesión a la corona y su incondicional apoyo a la curia romana. Tal es lo que se percibe detrás de los cargos concretos que se les formulaban: que constituían una corporación multinacional, cuyo cuarto voto, el de obediencia al pontífice, sólo podía interpretarse como un voto de infidelidad al soberano; que de modo ilícito y abusivo habían acumulado en sus posesiones americanas enormes riquezas, sin beneficio alguno para al reino puesto que gran parte de ellas se drenaba a Roma; que se conducían como despóticos monarcas en sus fundaciones misionales (sobre todo las del Paraguay) y, finalmente, que profesaban y enseñaban doctrinas morales perniciosas, como el probabilismo, precursor del laxismo, cuya insistencia en el valor de la libertad individual potencialmente instigaba a la corrupción moral e incluso al regicidio.

En realidad el clima internacional era adverso a los jesuitas; ya algunos años antes, bajo acusaciones similares de sedición y de prácticas lesivas a la sociedad y a la Iglesia, las coronas de Portugal y Francia los erradicaron de sus territorios. Y en la propia España ciertos decretos carolinos previos habían empezado a socavar los cimientos de la Compañía; así, en 1760 se le revocó la licencia que tenía desde 1674 para remitir misioneros extranjeros a las Indias y, seis años más tarde, se dispuso que la producción de sus haciendas debía pagar el diezmo completo y no el 3.3% que hasta entonces abonaba. Otro acalorado duelo comprometía al gobierno y a la Compañía, pues al tiempo que Carlos iii promovía con vivo interés la beatificación del obispo de Puebla, don Juan de Palafox (1600-1659), uno de los mayores antagonistas de los jesuitas, éstos se oponían resueltamente a la causa.[66]

Con dichos antecedentes, el 25 de junio de 1767, en la Casa Profesa de México, se leyó la regia orden que ponía fin a 205 años de presencia jesuita en Nueva España. En sus diversas comunidades quedaron prisioneros los 500 criollos y 178 europeos de la corporación, y únicamente se les permitió tomar sus breviarios y su ropa. Luego emprenderían el trayecto a los puertos donde habrían de embarcarse rumbo a los estados pontificios. Atrás dejaban 25 casas de estudios y residencias, 12 seminarios, 114 misiones, 79 haciendas. Y también a una multitud –gente de todos los estratos sociales– sumida en la consternación y en la impotencia. Las máximas autoridades del reino y ejecutoras de la orden, el virrey, marqués de Croix, el visitador José de Gálvez y los prelados eclesiásticos, prohibieron cualquier manifestación u opinión pública respecto de la medida. No faltaron, sin embargo, las protestas y motines, en particular en el obispado de Michoacán (Guanajuato, San Luis Potosí, Pátzcuaro y Uruapan), brotes vanos de resistencia que culminaron con ejecuciones y arrestos. Poco después, Croix reconocía en una carta: “Todo el mundo los llora todavía y no hay que asombrarse de ello: eran dueños absolutos de los corazones y las conciencias de todos los habitantes de este vasto reino.”[67]

En efecto, al momento de la expulsión la institución jesuita había penetrado bien en las diversas capas del tejido social novohispano, “se encontraba en plena expansión de actividad y daba todas las señales de una regeneración intelectual”.[68] De manera que las consecuencias de su salida fueron de gran alcance: las hubo en la conducción de las conciencias, que los ignacianos ejercían a través del púlpito y del confesionario; las hubo en la red misional del norte, que experimentó graves quebrantos y –aún más señaladamente– las hubo en el ámbito educativo, ya que, junto con la Compañía, el reino perdió a una porción considerable de sus profesores e intelectuales.

Casi todas las misiones del noroeste fueron encomendadas a los franciscanos (Nayarit, Sonora, Durango, Baja California) y algunas más a los dominicos. Y si muchas de estas fundaciones no habían sido prósperas bajo la tutela de los padres de la Compañía, muchísimo empeoraron a su salida, porque a los nuevos misioneros no se les dio más que el “gobierno espiritual” de ellas, quedando las tierras y la administración de todos los efectos materiales en manos de calculadores “comisarios”, civiles o militares, con los ruinosos resultados que cabría esperar. En 1768 el visitador Gálvez creó el nuevo ramo hacendario de Temporalidades para la disposición de bienes de la Compañía, así que las propiedades fueron valuadas y subastadas. Sin embargo los beneficios que recogió la corona fueron mínimos: el negocio dio al traste por la corrupción de los funcionarios y oficiales responsables y por los problemas derivados de intentar vender bienes que la gente consideraba malditos.

Por otro lado, aun cuando los colegios jesuitas de Campeche y Zacatecas los tomaron los franciscanos, y los de Guadalajara y Mérida pasaron al clero secular, los de México, Puebla, Valladolid, Pátzcuaro, Guanajuato, León, Celaya, San Luis de la Paz, San Luis Potosí, Parral, Chihuahua, Chiapas y Veracruz quedaron acéfalos, pues no era fácil proveerlos de personal. Según recuento de aquella época[69] los profesores jesuitas que abandonaron México sumaron unos 330, casi un sorprendente cincuenta por ciento de los individuos que tenía la Compañía en esta provincia.

Entre estas centenas de educadores que salieron al destierro se contaba el veracruzano Francisco Javier Alegre, humanista, profundo conocedor del mundo clásico, de quien se ha dicho que fue el “príncipe de los latinistas” mexicanos. Desde el siglo xvi el currículum de los jesuitas fue la ratio studiorum, que consideraba a la cultura clásica de la antigüedad como la óptima y más confiable fuente de conocimiento sobre el hombre y el mundo.[70] Empero, en el segundo tercio del xviii, justamente la etapa formativa y docente de Alegre, la Compañía manifestó un renovado interés en los estudios clásicos y humanistas, a los que muchos hermanos se dieron con admirable empeño. Tanto así que, al mediar el siglo, la provincia de México impulsó una reforma de contenido y metodología para sus estudios, movimiento que encabezaron los padres Campoy, Clavijero y Alegre. Aparte de la formación en los clásicos de la antigüedad, este último insistía, por ejemplo, en la importancia de orientar a los alumnos por la senda experimental y matemática; rechazaba el principio de autoridad –en ciencias y artes, e incluso en teología–, recomendaba la observación directa o el recurso a las fuentes originales del conocimiento y era partidario de la exposición simple y concisa, sin rebuscamiento de palabras o conceptos. Estaba muy familiarizado con los filósofos modernos (Descartes, Maupertuis, Malebranche, etc.) y se decantaba por un juicioso y moderado eclecticismo aplicado a la enseñanza.[71]

Francisco Javier Alegre pertenece a una descollante generación de jesuitas, activa desde los años cincuenta del siglo xviii (la de Abad, Campoy, Castro, Cavo, Clavijero, Landívar y Márquez) que, muy a tono con el enciclopedismo de su tiempo, se dedicó a los estudios en un variado rango disciplinario y produjo trabajos de alta calidad. Es cierto que el grueso de la obra de este grupo se publicó en Italia, pero no hay que soslayar el peso de su labor en las aulas novohispanas, dado que todos ellos fueron profesores. La modernidad de esta generación, perceptible en la aplicación de la nueva metodología científica en sus escritos y en su práctica docente, no la hizo, sin embargo, abandonar su ortodoxia en materia de doctrina cristiana; sus actitudes abiertas e innovadoras sólo se manifestaron en aquellos campos del saber donde los asertos de la revelación divina no se viesen comprometidos.

A diferencia de la de otros compañeros suyos –que en el exilio maduraron su pensamiento, establecieron contacto directo con la Ilustración europea y capitalizaron la experiencia en obra escrita–, la consolidación intelectual de Alegre tuvo lugar en México; aquí definió su orientación erudita y sus intereses científicos y literarios. Aunque sus estudios predilectos eran los de teología, cultivó también con entusiasmo las lenguas clásicas y modernas, la poesía, la filosofía escolástica y moderna, las matemáticas, la geometría, la filología. Y sólo por comisión se ocupó de la historia.

Esto ocurrió porque, a principios de los años sesenta, sus superiores le encomendaron la responsabilidad de sacar adelante una difícil asignatura que la provincia había tenido pendiente por casi dos centurias: la redacción de la historia general de su labor en Nueva España. Nada se había escrito ni impreso en más de medio siglo, desde la salida de prensas del primer volumen de la historia de Francisco de Florencia (1694).[72]

Impuesto a la tarea, Alegre decidió no hacer una continuación de la obra de Florencia, que cerraba en 1582, sino empezar desde el principio, es decir, desde 1566, y culminar con los acontecimientos de su día. Así, en sólo tres años, ya que trabajó en su texto de 1764 a 1767, escribió su Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, dividida en diez libros, a la que sólo faltaron los dos finales, que no pudo terminar por los funestos acontecimientos del verano de 1767.

Francisco Javier Alegre concebía el desarrollo histórico de su orden como algo íntimamente ligado a la historia civil y eclesiástica de la Nueva España, de modo que en el relato de la expansión de su instituto intercala de continuo, y en riguroso orden cronológico, acontecimientos políticos, notas geográficas, descripciones de pueblos y costumbres y otros informes. En la medida en que el humanismo es, en principio, una vuelta a los orígenes, un rescate de las fuentes primordiales, converge en cierta forma con el nuevo espíritu ilustrado, que busca la confirmación de los hechos en bases sólidas y fehacientes. Así, no es de extrañar que el fundamento de la historia de este humanista jesuita hayan sido los papeles, las cartas, relaciones y memorias que aportaban testimonios directos sobre los sucesos. En opinión de Alegre el historiador debía ser un “curioso escudriñador de fuentes y fechas” y él procedió en consecuencia.

Escrupuloso y más prolijo en el periodo antiguo que en los acaeceres más cercanos a él, aprovecha con sumo cuidado la relación de Juan Sánchez Baquero, testigo presencial de los acontecimientos que refiere, y, en cambio, a la vista de los documentos, corrige las ligerezas y deslices de Pérez de Ribas. Idéntico esmero se advierte en su empleo de declaraciones y consultas personales para corroborar o aclarar puntos oscuros.[73]

Con una actitud crítica, Alegre recoge, clasifica y discrimina, acredita el origen de su información y sintetiza los materiales. Cuando asevera y discurre, lo hace apoyado en su firme respaldo documental, de tal suerte que –según dice un estudioso suyo–, su historia se desarrolla casi “automáticamente”.[74] Sin embargo, en la construcción de su relato supo mantener el equilibrio entre los documentos y la narración; su texto es armónico, fluido, tiene color y fuerza, algo que indudablemente le venía al autor de su formación clásica. Empapada de la elegancia latina de Horacio, de Virgilio, de Tito Livio, la excelencia de su prosa es innegable; por mucho que –en acatamiento al gusto literario de su tiempo–, a veces sus periodos resulten algo largos, y también, de cuando en cuando, próximos al tono de la oratoria.

Humanista y partidario de la nueva ciencia, Alegre no dejaba de ser un eclesiástico y un fiel creyente, de manera que no podía hacer caso omiso de los portentos y milagros que poblaban los relatos antiguos que manejaba. Empero, su criterio a este respecto fue más bien cauto y reservado; no concedió lugar preferente a tales casos en su historia; simplemente se limitó a mencionarlos como referidos por otros o incluidos en los papeles que consultó:

Bien sabemos que este género de apariciones son de ordinario sospechosas y muy mal recibidas en aquellas gentes que [se] precian de un gusto delicado y de no abandonarse jamás ciegamente a la buena fe o a la demasiada credulidad de ciertos autores que, por lo común, las refieren con poca discreción.[75]

No obstante, y sin comprometerse, el jesuita aduce también a este respecto que si hay disposición a creer en los relatos prodigiosos del mundo antiguo no debía haber en verdad razón de peso para poner en tela de juicio la intervención de la providencia, mucho menos cuando se trataba de la difusión del evangelio entre los pueblos bárbaros.

Finalmente, el concepto de la historia que tiene Francisco Javier Alegre es, sin duda alguna, cristiano y ortodoxo: es la divina providencia la que guía a las naciones y a los pueblos, respetando siempre la libertad y la personalidad individual.[76] Con todo, podemos considerar a este autor como el único representante de la historiografía moderna en Nueva España.

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Crónicas franciscanas 

Crónicas provinciales 

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Colegios de propaganda fide

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Dominicas

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Agustinas

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Mercedarias

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Jesuíticas

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Oratorianas

Gutiérrez Dávila, Julián, Memorias Históricas de la Congregación de el Oratorio de la ciudad de México..., México, Imprenta de María de Rivera, 1736.

Otras obras citadas

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