Unidad y continuidad en la literatura mexicana a través de los tiempos
Quizá pueda parecer incongruente a primera vista o, si acaso, poco pertinente reunir en un mismo volumen y envolver con una misma mirada varias literaturas expresadas y transmitidas en idiomas tan distintos como el náhuatl, el otomí, el maya y el castellano, fundados en tan fabulosa distancia de comprensión del hombre y del mundo. Podrían parecer tan distantes y tan extrañas estas literaturas entre ellas que sería proeza del todo inalcanzable o provocación gratuita intentar reunirlas bajo la cómoda fórmula de Literatura Mexicana. Y, sin embargo, creemos que no es posible proceder de otro modo si queremos reconocer con todo rigor la autenticidad de la literatura mexicana contemplada en sí, en su esencia misma, como un fenómeno único en que la mirada del historiador de la literatura descubre una fabulosa unicidad que dictan a la vez la geografía, la historia de los modelos culturales, la inspiración y hasta las formulas de la escritura misma. Sí, México es uno y su expresión una, desde los murales de Bonampak o los bajorrelieves de Chalcatzingo hasta la última novela publicada por Carlos Fuentes, desde las paredes pintadas de Juxtlahuaca y Oxtotitlán hasta Palinuro de México o Noticias del Imperio de Fernando del Paso.
Y esta evidencia que funda la identidad cultural de México es más poderosa, más densa y de más capacidades estructuradoras que la diferencia de idiomas que sustentan estas expresiones, que los abismos que puedan separar la concepción nahua o zapoteca de la vida y del universo de la cosmovisión criolla forjada por el catolicismo y el idioma castellano. ¿Cómo decir que el mundo de la creación contemporánea, a fines del siglo xx, aúna todas estas diversidades en una misma y cálida matriz? Tiempo es de entender a carta cabal que la unidad cultural mesoamericana de los tiempos prehispánicos, unidad de inigualable fuerza y autenticidad que traspasa fronteras y límites entre Teotihuacán y Tikal, que va más allá de la distancia que media entre Palenque, Chichen Itzá y Tula, encontró su eco y su espejo al arribar la lengua castellana a dicha zona geográfica. Y que el territorio que conforma el corazón del virreinato de la Nueva España reproduce el antiguo molde cultural y sirve de crisol único para las lentas maduraciones que llevarán ineluctablemente a un México moderno, rico en todas sus diversidades, dentro de un perfil soberano y primordial, que es único. Que es en realidad y a la vez la matriz primera que ofrecen las literaturas en lengua náhuatl, maya u otomí, por ejemplo, y la primera literatura en lengua castellana surgida del Encuentro violento entre los Dos Mundos que habría de forjar la expresión propia de las últimas tres cuartas partes del siglo xvi en que todos los idiomas se enfrentan y se mezclan. Como también se oponen y se van infiltrando modelos culturales e ideológicos de muy diversa índole.
La fundación de una literatura mexicana
Cabe, pues, contemplar como textos fundadores de la literatura mexicana todos aquellos signos que expresan códigos y símbolos y que podemos hallar en la rica iconografía prehispánica. Desde las primeras representaciones olmecas o desde los comienzos del clásico temprano en Teotihuacán, el mensaje fundador lo reflejan frescos, estelas, esculturas y todo aquel material susceptible de conllevar un texto. Cierto es que no vamos a adentrarnos en un análisis completo de la literatura para el estudio de los murales teotihuacanos, por ejemplo, o los de Bonampak o aun de Cacaxtla. Desde luego remitimos a la bibliografía que se encuentra en la última parte de este volumen.
La importancia de las representaciones de la serpiente o del jaguar, por ejemplo, son la textura misma de una literatura que nos ha llegado muy parcialmente por medio de los elementos de una cosmogonía coherente y compleja que funda la estructuración de las primeras grandes ciudades de Mesoamérica. Desde 900 a.C., las paredes pintadas de Juxtlahuaca y Oxtotitlán (Guerrero) que son contemporáneas de la fundación olmeca de la costa del Golfo, nos procuran lo que con todo rigor podíamos llamar los primeros textos de la literatura mexicana. La dificultad de su interpretación y los problemas complejos que entraña su comprensión hoy en día nos llevan, sin embargo, a descartar su utilización en una historia de la literatura mexicana. Pero no hemos de desecharlos porque nuestra incapacidad actual para leerlos nos oscurezca su mensaje.
De igual modo, la aparición de los grandes calendarios mesoamericanos, el tonalpohualli del México central o el tzolkin de la tierra maya, así como el calendario solar: el xiupohualli del México central y, por fin, la famosa "cuenta larga" de los cálculos mayas clásicos son, asimismo, una manera de decir el mundo, de interpretarlo, de ilustrarlo. Amén de la inmediata utilidad de estos cómputos para organizar la vida social, los ritos reclamados por los ciclos agrícolas, la cronología de los acontecimientos guerreros y políticos o de la fundación de las ciudades, es decir, además de un uso práctico que supone una aprehensión inmediata de la realidad, los sistemas de cálculo del tiempo son también, y quizá sobre todo, los más representativos de los textos fundadores. No podemos olvidar que en la iconografía calendárica están los primeros signos de una escritura o de una preescritura que ya utiliza representaciones iconográficas codificadas, significantes simbólicos para traducir fenómenos, aconteceres y conceptos. La rica y variada iconografía que utilizan los sistemas calendáricos para conceptuar el fluir del tiempo es también una manera de decir "literariamente" el mundo. Y toda la historia de ese progresivo desarrollo de la escritura prehispánica, tan íntimamente ligado al nacimiento y a la fundación de las ciudades es, en cierto modo, asimismo, el acta de nacimiento de la literatura.
Dicha acta de nacimiento, desde luego, queda estructuralmente vinculada a la fundación de las ciudades y a la creación de los grandes mitos básicos que son el corazón mismo de cualquier texto de Mesoamérica. De este modo, creemos conveniente que el lector contemple, primero, un panorama histórico y cronológico de esta fundación y que, a través de él, pueda ubicar posteriormente las realizaciones textuales que los acompañan. No existe literatura sin sociedad y, hasta nos atrevemos a decir, no existe literatura sin una organización social y ritual ya lo suficientemente compleja para organizar textos dentro de proyectos y de ambiciones que sean a un tiempo políticos, religiosos y estéticos.
Sociedad, mito y signo en la Mesoamérica Prehispánica
Son muy tempranas las fechas en que pueden situarse los inicios de los primeros centros ceremoniales y, por lo tanto, los comienzos del fenómeno urbano en Mesoamérica. En realidad, se puede decir que la civilización de los olmecas principia en fechas que pueden ser situadas a partir de 1200 a.C. Así, por ejemplo, el desarrollo del centro de San Lorenzo (Veracruz) se fecha entre 1200 a.C. y 900 a.C., y el del centro de La Venta (Tabasco) entre 1154 a.C. y 604 a.C. Por cierto, convendrá recalcar dentro de nuestro peculiar objetivo que el Altar número 7 de La Venta registra un primer glifo de fecha en el calendario matriz de los destinos vitales de doscientos sesenta días, es decir, en nuestro tonalpohualli, y que nos encontramos aquí con un primer signo literario indudable en una fecha muy temprana. Aunque pueda objetarse que las investigaciones recientes (Munro Edmonson, The book of the year, 1990) permiten contemplar el nacimiento de los primeros signos calendáricos y el primer funcionamiento de los diversos cómputos mesoamericanos en una fecha aún anterior, es decir, 750 a.C. La cronología es aquí, indudablemente, muy significativa. En efecto, las ilustraciones iconográficas más tempranas son aún anteriores. Así es como los bajorrelieves de Chalcatzingo (Morelos) con unas primeras representaciones estilizadas, con símbolos y glifos de la lluvia y vegetación, son de 900 a.C. Representan claramente una primera figuración ilustrada de temas mitológicos, así como palmarios inicios de una construcción cosmológica vinculada al tema del agua fecundante, de la vegetación y de la vida dictaminada por el misterioso quehacer del cosmos.
De igual fecha (900 a.C.) son las paredes pintadas de Juxtlahuaca y Oxtotitlán (Guerrero) que, como ya dijimos antes, son contemporáneas de la floración olmeca de la costa del Golfo y procuran una iconografía olmeca ya compleja de tema mitológico y religioso. En ellas, las representaciones del jaguar y de la serpiente aparecen como los elementos estructuradores de una visión cosmogónica coherente, fundamentada en los primeros mitos de Mesoamérica que intentan explicar el universo, su mecanismo, y el lugar que le corresponde al hombre dentro de él. En cierta medida, es una primera explicación del pensamiento mítico que permite que la sociedad fundada por los hombres de Mesoamérica sea integrada plenamente en los mecanismos del mundo. En cierto modo, también puede situarse –por lo menos entre 900 a.C. y 400 a.C.–, la fase Monte Albán I, contemporánea de La Venta, que nos procura las famosas losas de "los danzantes", con glifos acompañados de cifras anotadas por el grafismo "barra y punto" que significan, ciertamente, la existencia de una preescritura y de un conjunto organizado de significantes cronológicos. Podemos situar dentro de este lapso de tiempo (y de acuerdo con los cálculos de Edmonson) la creación de un calendario de los destinos vitales que fuera, probablemente, la matriz primera del tzolkin maya y del tonalpohualli mexica. Cabe aquí sugerir que el invento de la "cuenta larga" ocurrió también en 750 a.C. o, por lo menos, en la última fase olmeca entre 500 y 400 a.C. Es también el periodo en que se desarrolla la utilización de símbolos para significar fenómenos, objetos y conceptos y en que aparecen los prolegómenos de una auténtica escritura. Coincide, de manera muy significativa, con la construcción mitológica centrada en torno al hombre jaguar, a la divinidad humano-felina que encarna las fuerzas telúricas y que puede significar, en sus últimos códigos recónditos, una sacralización del maíz y de la vegetación.
A medida que va fluyendo el tiempo, el proceso de representación de los mensajes inventados por el hombre mesoamericano adquiere mayor complejidad y los signos mayor carga semántica. Puede situarse así, entre 400 a.C. y 162 d.C., el probable invento del "cero" para significar un concepto de inexistencia, un concepto de la nada, y esto en las postrimerías de la fase olmeca. Al mismo tiempo se desarrolla poderosamente el sistema de escritura jeroglífica zapoteca, con inscripciones importantes de índole cosmogónica. En cierto modo, ejemplifica esta aparición más complicada del signo, allá por 31 a.C., la Estela C de Tres Zapotes (Veracruz) con un mascarón de jaguar, por un lado, y la fecha 31 a.C., por el otro. Finalmente, resaltaremos en 162 d.C., la presencia de la Estatuilla de Tuxtla (Veracruz) con inscripciones que traducen el auge de las observaciones astronómicas y de sus manifestaciones calendáricas. Nos hallamos en una etapa protoclásica con un sacerdocio incipiente, una artesanía ya especializada, un principio de organización monárquico-teológica y manifestaciones artísticas muy significativas de la plenitud integradora y explicativa lograda a través de la formulación mitológica.
El esplendor de la Mesoamérica clásica, fecundo manantial de textos relevantes de lo que con toda justicia debe llamarse literatura y magnificación de texto, empieza con tres ubicaciones preferentes esenciales. Para mejor entendimiento y mayor sencillez en la explicación del fenómeno literario, las limitaremos a tres grandes núcleos: Teotihuacán en el México central, Monte Albán en el sureste de México y la extraordinaria floración clásica de los mayas que abarca desde Palenque hasta Copán. Y este prodigioso acontecer civilizador en fechas relativamente precisas que van desde 100 d.C., hasta 909 d.C. Por razones de importancia ideológica quizá, de permanencia iconográfica también, pero sobre todo de comodidad metodológica, destacaremos primero a Teotihuacán, en el centro de México. El historiador de la literatura contemplará, así, primero desde 100 d.C., hasta 300 d.C., el periodo temprano en Teotihuacán. Con él se inicia la construcción de edificios que ya ostentan representaciones frecuentes de animales, como la serpiente, el águila, el jaguar, así como las representaciones codificadas del agua, de las plantas acuáticas, de las flores, del maíz, etc. En este periodo empieza el desarrollo del centro ceremonial y, probablemente, se inicia la estructuración del concepto de hombre-pájaro-serpiente, amén de la primordial difusión del sistema calendárico y de la escritura jeroglífica. En efecto, desde 300 d.C., hasta 650 d.C., las inscripciones jeroglíficas que ostentan los bajorrelieves, estelas y pinturas murales de Teotihuacán, indudablemente ofrecen textos de contenido mitológico, y hasta donde sabemos histórico, que pueden ser considerados como las primeras manifestaciones literarias de los inicios del periodo clásico en el México central. Desde 300 d.C., hasta 650 d.C., acaecerá el apogeo de Teotihuacán, alcanzando su centro ceremonial el máximo esplendor. La metrópoli teotihuacana llegará a cubrir veinte kilómetros cuadrados en un hacinamiento esplendoroso de barrios, templos y palacios en su superficie. Podrán calcularse sus moradores entre los sesenta mil y los ciento veinte mil, lo que para esta época, y en el mundo entero, representa una acumulación urbana excepcional. La pintura mural que ostentan los palacios de Atetelco, Yayahuala, Tetitla, Tepantitla o Xolalpan implica una construcción cosmogónica y mitológica rica y ya compleja, digna de los mejores avatares del Bagavad Ghita en la lejana India, o del Olimpo de los textos homéricos.
La construcción cosmogónica refinada y compleja que contemplan las imágenes del Tlalocan (el Paraíso de Tlaloc) en los murales de Tepantitla es modelo cultural que semánticamente significa toda la armoniosa conquista de este quehacer literario. Tal esplendoroso patrón cultural teotihuacano llegará muy lejos en un proceso de difusión de los mensajes que alcanzará hasta la metrópoli maya del Petén: Tikal, pasando por Kaminaljuyú, y divulgándose el marco paradigmático de las ideas cosmogónicas y artísticas de la sociedad teotihuacana por una gran parte de Mesoamérica. Este esplendor conocerá su decadencia y muerte a partir de 650 d.C., hasta 800 d.C., en que el centro de la metrópoli teotihuacana será progresivamente abandonado, quedando su destello luminoso como un recuerdo influyente y progresivamente formador de otros mundos.
Si volvemos ahora la vista hacia el mundo zapoteca clásico de Monte Albán descubrimos la misma trayectoria y una evolución cultural muy parecida. Así, Monte Albán de 100 d.C., hasta 200 d.C., conoce el inicio de la cultura zapoteca clásica en el ya antiguo recinto del Monte Albán olmeca o, por lo menos, protoclásica de perfiles menos conocidos. La escritura y el calendario que tanto nos interesan como primeras y auténticas manifestaciones literarias empiezan a conocer entonces importantes desarrollos con la elaboración de glifos de los días en el contexto calendárico, pero, asimismo, con la aparición de signos jeroglíficos que implican valores simbólicos para significar conceptos guerreros, políticos o históricos, así como claras expresiones verbales.
Desde 200 d.C., hasta 500 d.C., con el nivel Monte Albán II-A empezará la extraordinaria florescencia de la cultura zapoteca en la que tantas y claras influencias teotihuacanas podemos destacar. En el orden arquitectónico y en el de la iconografía escultural, como en el de las inscripciones epigráficas, el centro ceremonial de Monte Albán conocerá su máximo esplendor. Estamos a la orilla de una de las mayores ciudades de América, en la que la expresión estética y la dignificación literaria del lenguaje conocen sus mayores logros. El texto literario debe haber empezado a ser aquí vehículo fundamental del mensaje zapoteco. De 500 d.C., hasta 800 d.C., tiene lugar el apogeo de la tradición cultural zapoteca con el extraordinario periodo Monte Albán III-B. El centro ceremonial, ya esplendoroso en la fase anterior, ha pasado a ser una auténtica urbe compuesta de templos, adoratorios, palacios, patios, plazas, juego de pelota, lugares en que el quehacer lúdico se confunde con el recinto sagrado de los deberes cosmogónicos, etc. La población es digna de las mejores y mayores ciudades del ecumene. La sociedad zapoteca clásica, muy jerarquizada según las habituales normas mesoamericanas, es gobernada por monarcas mediadores que son a la vez sacerdotes encargados del ritual que organiza las diversas combinaciones de una comprensión cosmogónica compleja, quizá asimilable muy de lejos a una religión politeísta, destacando la liturgia organizada en torno a la figura de Cocijo que codifica las implicaciones semánticas más importantes de la lluvia fecundante, de la vegetación, del brote vital y de la reproducción. Los textos de la cultura zapoteca, en sus representaciones iconográficas o jeroglíficas, se extienden a Yagul, Juchitán, Cuilapan, etc., es decir, por todo lo que es hoy, prácticamente, el estado de Oaxaca. Y, como es tradicional en la trayectoria mesoamericana desde 800 d.C., hasta 1200 d.C., se inscribe el declinar de la cultura zapoteca clásica, desintegrándose paulatinamente la gran Monte Albán así como las otras ciudades de la misma obediencia textual.
En fin, el universo de la Mesoamérica clásica lo representa mejor que nadie, casi, el mundo de las ciudades clásicas de los mayas, que probablemente alberguen para nosotros el mayor número de signos literarios, encerrados en los jeroglíficos de las estelas de tantas y tantas ciudades conocidas, y que son las páginas más esplendorosas de un quehacer literario de la época clásica. En las estelas de Tikal, de Yaxchilán, de Palenque, de Piedras Negras o de Copán probablemente esté el conjunto de textos más impresionante de la producción mesoamericana por más de seis o siete siglos. Las modernas adquisiciones de la epigrafía maya nos están procurando en esta década del noventa la capacidad de leerlos y de entender su mensaje de un modo cada vez más claro. Así es como el panorama que ofrecen las investigaciones actuales y algunos libros que las plasman (Linda Schele y Mary E. Miller, ...Blood of kings (1986), o Linda Schele y David Freidel, A forest of kings (1990), nos proporcionan un impresionante acervo de textos dinásticos e históricos que, como veremos más adelante, son fundamentos básicos de la literatura maya clásica reencontrada. Pero, conviene también aquí, y casi podemos decir sobre todo aquí, tener muy en cuenta la cronología precisada por los signos de la escritura. Recordemos así que el periodo maya clásico temprano que va desde 292 d.C., hasta 625 d.C., puede fijarse con las siguientes señales inscritas. Así, en 292 d.C., nos encontramos con la primera fecha urbana expresada en la Estela número 29 de Tikal. En 328 d.C., la Estela número 9 de Uaxactún nos anuncia el principio de la expansión urbana por el Petén. En 465 d.C., tenemos las primeras fechas de Copán y hacia 525 d.C., Tikal, Copán, Yaxchilán y Uaxactún empiezan a erigir importantes monumentos jeroglifícos. El principio de esta peculiar literatura mesoamericana empieza a dar sus frutos más impresionantes.
Puede considerarse que la floración clásica de los mayas, única en la historia de la humanidad americana, se desarrolla desde 625 d.C., hasta 810 d.C., y que sus marcas específicas son en gran parte literarias. Son hechos textuales a través de una iconografía del jeroglífico, de imágenes y de glifos que traducen la conquista mitológica, el lento acaparamiento mitogenético en una estela que contempla el quehacer dinástico e histórico. Además, la elaboración de significantes marcados en la piedra y en la pintura transmiten el mensaje filosófico, cosmogónico y metahistórico que es siempre quehacer literario. Florecen, entonces, a la par que la escritura jeroglífica, aprehensiones del mundo y de la ubicación del hombre en el universo, como son la astronomía y la aritmética. Por otra parte, la "cuenta larga" permite una cronología lineal precisa al utilizar como punto inicial la fecha de 4 Ahau 8 Cumku que, en nuestra manera de contar el tiempo, corresponde a una fecha de agosto-septiembre de 3113 a.C. La expresión literaria se nutre, además, de una cosmogonía compleja y refinada que expresa maravillosamente las manifestaciones artístico-políticas de las ciudades mayas con sus estelas, sus bajorrelieves, sus estatuas, sus pinturas murales, sus glifos, etc. Hacia 790 d.C., contamos con diecinueve ciudades mayas reconocidas que implican un importante aparato de inscripciones jeroglíficas que son otros tantos textos literarios de la mayor importancia.
EI lector comprenderá que esta abundancia es a la par fuente de oscuridad para el investigador. Las fechas, hoy día bien claras de varias ciudades mayas, nos dan los llanos límites cronológicos de esta parte esencial de la aventura humana y de su quehacer literario. Es decir, del quehacer que se expresa en letras, en signos, en significantes, que conllevan en sus símbolos y en sus códigos todo el delicado camino que lleva a la explicación del universo y al intento de comprender el lugar previsto para la sociedad humana. Tikal (416-869 d.C.), Copán (455-805 d.C.), Palenque (598-695 d.C.), Bonampak (540-800 d.C.), estelas de Piedras Negras (608-810 d.C.) son así, entre otros muchos posibles, nombres y fechas que marcan los límites y las densidades de la primera aventura literaria significativa de América. En sus estelas están los primeros textos de la primera literatura mexicana, los que relatan la intrincada historia política de las ciudades-estado de la tierra maya, los que clasifican las dinastías de los monarcas-mediadores divinos de la organización maya prehispánica, los que ejemplifican la concepción político-filosófica de aquellos hombres que traducen el primer gran concepto político elaborado de América, y esto en la época en que Europa se debate en las dificultades del mundo merovingio y visigótico, en que el Islam se funda en la península arábiga, en que los restos de la esplendorosa fiesta antigua del mundo clásico de Roma parecen anegados por los prolegómenos de una incipiente Edad Media bárbara.
Los textos que nos han quedado del esplendor maya clásico empiezan hoy a revelar nombres y relatos, con muchas dificultades, pero ¿qué historiador de la literatura podría mostrar indiferencia ante la grandeza ideológica del reinado de Pakal II de Palenque o ante la cosmogonía que expresan las visiones y los autosacrificios de la reina Xoc de Yaxchilán? Ellos también fundan nuestra literatura. A la hora en que escribimos esto, y con los más recientes resultados de la epigrafía maya moderna, más que nunca es imposible descartar estos textos que renacen de una contemplación cabal y honrada del fenómeno literario de México. Y esto tanto más en cuanto que vamos a ver páginas adelante el lugar crucial del texto y de su fuerza mágica, en el contexto político de Mesoamérica. Válido ello sobre todo en México, donde la política desde siempre ha estado fundada en los textos y donde los textos literarios son, además, un aspecto de aquel quehacer que el poder político siempre ha intentado controlar. Recordemos, para terminar, que como siempre en Mesoamérica, el colapso del mundo maya ocurre en los mismos tiempos del de Teotihuacán y de Monte Albán y que la extinción de las ciudades mayas del clásico ocurre entre 810 y 909 d.C. Las últimas grandes fechas son, así, en 810 a.C., la inauguración del último gran templo de Tikal, el Templo III, y en 909 d.C., la última fecha urbana maya en Toniná.
Para mejor ejemplificar lo arriba expuesto, nos detendremos un instante sobre algunas implicaciones profundas de los textos producidos en el mundo de las ciudades mayas del clásico. Es así el caso de las inscripciones de Palenque y de los textos dinásticos y teológicos que ellas revelan. Recordemos que a principios del clásico en el siglo vi d.C., el rey Pakal nos legó su extraordinaria tumba esculpida en una losa esplendorosa sobre la que se erige una pirámide, de unos quince metros de altura, que lleva encima el famosísimo Templo de las Inscripciones. Ateniéndonos a la lectura de los seiscientos cuarenta glifos esculpidos sobre el Templo (L. Schele y D. Freidel, 1990, pp. 227-247), nos encontramos ante un auténtico relato de índole mágica e histórica que es una parte fundamental de la expresión filosófica y mitológica maya en relación con las instituciones políticas propias de las ciudades-estado de Mesoamérica. De este modo, nos procuran un ejemplo particularmente seductor y claro de las estrategias de asentamiento político y religioso de una familia dominante en Palenque. El soberano Pakal nos indica, así, que sucedió a su propia madre, la reina Zac Kuk que ocupara el sitial de mando el 22 de octubre de 612 d.C., si traducimos a nuestro calendario la fecha de la Cuenta Larga. A decir verdad, lo que la lectura de los glifos implica es que dicha reina necesitó, en realidad, revestir las apariencias de la Madre Primordial, de la divinidad matriz por excelencia, creadora de los mitos fundadores más importantes. Inscribiéndose en su filiación política, Pakal puede así proclamarse hijo de la Divina Madre y, por tanto, él también dios. Esto nos marca la concepción maya del principio de legitimidad fundado en la ascendencia divina sin mediación alguna. Al correr de los textos expresados por los glifos de las inscripciones, nos damos cuenta de que los soberanos de Palenque van a ir modificando prácticamente a cada generación este principio de legitimidad. Un poco como si cada monarca tuviera que inventarse su propia fórmula de relación o, mejor dicho, de mediación entre el mundo humano que le toca regir y el ultramundo en el que le es necesario hundir sus raíces. Es decir, un auténtico mensaje de estrategia política y de fundamento filosófico para estructurar una fórmula de gobierno.
La generación siguiente aclara aún más el valor "literario" de estos textos jeroglíficos. Así, pues, el propio hijo de Pakal, Chan Balhum, que había de terminar la erección del templo de su padre, añadiría en él sus propias inscripciones para demostrar a sus gobernados que de este modo había recibido el poder político directamente de su padre, en una suerte de acto trascendental copiado del acto mismo de la primera Creación. Volvía a precisarse el vínculo esencial entre la sucesión política y dinástica y el rito de comunión entre el rey anterior incluido ya en el Otro Mundo. Así, Chan Balhum reinventaría el sistema tradicional de la sucesión dinástica, reestructurándolo en una transmisión ritual directa. De hecho, colocó este texto en la mismísima fachada del templo de su padre, que domina la plaza central de Palenque, así como una "publicación" de este texto, que da autenticidad y legitimidad a su rango divino. Por otra parte, Chan Balhum, a fines del siglo xvii d.C., hizo construir tres templos más en otra plaza pública de Palenque: los templos del Sol, de la Cruz y de la Cruz de Hojas, y en ellos mandó instalar las losas tan complejas que exponían su doctrina monárquica así como sus fundamentos teológicos. En todos los casos, tanto la iconografía como los textos glíficos que la comentan nos exponen claramente la transformación de Chan Balhum en Monarca Divino Guerrero a través de un recorrido iniciático por el Otro Mundo, recorrido que es aquel de todas las legitimaciones políticas y espirituales en los mitos de Mesoamérica.
Nos damos así cuenta de que el vínculo que intenta construir Chan Balhum entre la monarquía de ascendencia divina y los mitos de la creación primordial del universo son, a la vez, un argumento que funda a un mismo tiempo el orden de la monarquía y el de los orígenes del Universo. Es, así, un texto "público" que para los mayas significa también un control del tiempo proyectado hacia el futuro y esto por medio del quehacer político. Siguiendo el mismo comentario de L. Schele, podemos hacer notar que estos textos son auténticamente literarios y que expresan una excelsa visión poética del universo además de un extraordinario discurso significativo del muy alto nivel filosófico alcanzado por los mayas de la época clásica. Son textos que encierran una enunciación esencial de la mitología propia de la creación en sus estrechos vínculos con la institución monárquica y que definen así el origen sagrado y los deberes carismáticos del poder político. Este ejemplo rápido, sacado de la lectura hoy posible de los textos del clásico, nos muestra varias de las grandes características de la "literatura" prehispánica en una época relativamente temprana. El examen ahora de las características culturales del mundo posclásico de Mesoamérica nos confortará más aún en esta evaluación de los grandes textos precolombinos de México.
Recordemos primero a Tula (Tollán, la ciudad paradigmática por excelencia) y la tradición tolteca. Ateniéndonos a las fechas más aceptadas, situaremos en 856 d.C. la fundación de Tula en el lugar ocupado por el antiguo Mamênhi de los otomíes por aquellos toltecas que emigraron de la cuenca de México. Las fechas 856-947 d.C., marcan el periodo teocrático de la historia de Tula en que los toltecas emigrados adquieren paulatinamente los conceptos, las construcciones cosmogónicas y mitológicas, los rasgos culturales de la civilización clásica de Teotihuacán. Una vez realizada esta primera transformación ocurre, en 947 d.C., el nacimiento del fabuloso y legendario Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. En 980 d.C., en un año 8 Técpatl (Pedernal) y en el Cerro de la Malinche del actual estado de Hidalgo, tiene lugar la entronización solemne de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl como soberano sacerdote de Tula. Es la edad de oro de los toltecas, la edad en que se funda la toltecayotl que es, a su vez, la heredera de los conceptos, de las adquisiciones y de las tradiciones de la Teotihuacán del clásico. Como vimos un poco más arriba en el caso de Palenque, nos hallamos aquí también ante una formulación política expresada por el mito. Ce Ácatl Topiltzin entronca directamente para fundar la toltecayotl paradigmática con el universo primero del esplendor clásico de Teotihuacán y, solo así, puede a su vez crear una Tollan, es decir, la expresión suprema del fenómeno urbano civilizador.
Los textos del clásico irrumpen decididamente en el mundo posterior que funda otra literatura prehispánica. En 999 d.C., y en un ano 1 Ácatl (Caña) ocurre la huida y la muerte de Ce Ácatl Topiltzin convicto y confeso del crimen de incesto con su hermana Quetzalpétlatl y esto a resultas de un engaño diabólico forjado por Tezcatlipoca, el guerrero brujo venido del norte. El mito encierra aquí a la historia y la significa. Los textos recogidos dentro de esta tradición posclásica por fray Bernardino de Sahagún (Códice Florentino) o por los Anales de Cuauhtitlán, traducen a la vez una prodigiosa construcción mitológica que explica el acaecer histórico, pero también, intentan esbozar una solución filosófica coherente para situar el transcurso histórico dentro de un sistema cíclico propio de aquella peculiar comprensión del mundo. Entre el nacimiento de Ce Ácatl Topiltzin y la fecha de su huida y muerte han transcurrido cincuenta y dos años, es decir, la duración de un xiuhmolpilli, lo que permite ubicar el desorientador acontecer de la historia dentro de un retorno ritual. Así es como podrían explicarse también fechas claves como la de 1115 d.C. (13 Ácatl), en que según los Anales de Cuauhtitlán principian masivamente los sacrificios humanos, o la fecha ritual de 1168 d.C., en que los chichimecas de Xólotl destruyen la Tollan paradigmática y, por tanto, la ciudad de Tula. Mas el mito en la literatura prehispánica sigue corriendo tras la historia. Así, en 987 d.C., sabemos que los toltecas inician su penetración militar por tierras de Yucatán y que, por tanto, cuando los itzáes vuelven a Chichén bajo el mando de Quetzalcóatl-Kukulcán es también cuando Ce Ácatl Topiltzin huye hacia el mar luminoso en dirección de Yucatán. Para el historiador de hoy, el relato mítico funda las fechas en que las grandes ciudades tolteco-mayas renuevan en la península yucateca aquel de las ciudades clásicas muertas. Así, en 1007 d.C., los tutul-xiuh se instalan en Uxmal y se funda la confederación de las tres ciudades: Uxmal, Chichén Itzá y Mayapán. En 1194 d.C., los itzaes son expulsados de nuevo de Chichén Itzá por los cocomes de Mayapán, lo que marca el fin del periodo tolteco-maya en Chichén Itzá. De 1224 a 1441 d.C., la hegemonía de Mayapán que crea un imperio yucateco marca un momento grave de la historia de esta parte de México, que concluye con la destrucción de Mayapán en 1461 d.C.
Si volvemos los ojos hacia otra parte de México y pensamos en la expansión mixteca, nos damos cuenta de que de 1200 a 1521 d.C., tenemos aquí otro mundo generador de textos y de relatos espléndidamente "literarios". En efecto, después de recuperar el centro ceremonial de Monte Albán, los mixtecas van a conocer una privilegiada expansión fundándose por 700 d.C. los reinos de Tilantongo y Teozacualco y ocupándose así todo el antiguo territorio zapoteca. Para nosotros, son redactores de finísimos códices que consignan genealogías, conquistas, datos históricos, anotaciones calendáricas, descripciones geográficas, etc. Se hallan también en el meollo mismo de la significación que tienen los textos en Mesoamérica.
Texto escrito, fundamentación mítica y control del tiempo
Efectivamente, para entender bien toda la importancia del texto precolombino de México, tanto en la época clásica como en la posclásica, y antes de abarcar el periodo mexica cuya literatura trata con tanto acierto Miguel León-Portilla en este mismo volumen, conviene reflexionar sobre lo que es el texto y su estatuto en esta literatura amerindia anterior a la conquista. Como vimos con las inscripciones de Palenque –y, como podrá verse con el Popol Vuh, con el texto de la llamada Leyenda de los Soles, con la gesta de Quetzalcóatl en los melahuacuicah que nos han llegado, con el itinerario fabuloso de la peregrinación mexica, etc.–, es necesario destacar que el texto mesoamericano conlleva funciones particulares. Son textos "políticos" en el más hondo de los sentidos. El texto sirve, primero, para fundamentar la legitimidad de un gobierno de los hombres y enraizarlo en una práctica mitológica y ritual. El texto expresado por la inscripción, por el glifo, por el sistema gráfico tiene el poder de la demostración y de la prueba en su propia existencia. Así es como la demostración, la exhibición o, en una palabra, la "publicación" de estos textos, ya sea por medio del libro hecho de piel de venado, de fibra de maguey o de corteza de ficus petiolaris, el amoxtli de la tradición del México central, ya sea bajo la forma de la estela esculpida del mundo maya clásico, tiene por finalidad garantizar a ojos de todos una legitimidad política e histórico-mítica. Casi podría decirse que la literatura mitológica del México prehispánico es, sobre todo, una literatura histórica y política. Sólo una reducidísima élite de "escritores", los tlacuiloque o tlamatinime de la tradición náhuatl o sus equivalentes en la tradición mixteca o maya, dispone de los conocimientos y de las técnicas gráficas que permiten la construcción de dichos textos. La fuerza mágica del signo gráfico cumple aquí con las funciones más importantes del discurso que pretende transmitir un mensaje volcado hacia el futuro, destinado a generaciones venideras que habrán de conocer el pasado para poder comprender el porvenir. Sólo la destrucción real, material y física del texto puede cambiar la historia, como el lugar del hombre y del gobernante en la disposición del Universo. Recordemos tan solo cómo, después de la victoria decisiva sobre Azcapotzalco, la fundación de la Triple Alianza México-Texcoco-Tlacopan se acompañó de la destrucción de los códices anteriores ordenada por el soberano Itzcóatl y por su mentor filosófico-político Tlacaelel. Evoquemos también las estelas destrozadas de Tikal o de Copán. Recordemos a principios del periodo creador de textos las huellas tan impresionantes del furor destructor que asoló las iconografías de La Venta y de San Lorenzo después del esplendor olmeca. Parece como si la destrucción física de los textos históricos, genealógicos, mítico-dinásticos o filosóficos fuera una necesidad periódica en el mundo de Mesoamérica. Como si se tratase de encarar a cada vez un nuevo proceso de autentificación, de fundamentación y de legitimación de las estructuras del poder. Rehacer el asiento del gobierno de los hombres, recomponiendo las condiciones con que el Otro Mundo permite dicho gobierno. Desde luego, in petlatl in icpalli: "la estera, el sitial" que es gobierno de la ciudad, descansa sobre textos "literarios" que autorizan su ejercicio y a la vez fundamentan su existencia.
Subrayaremos una curiosa continuidad más al arribar los españoles a Mesoamérica. ¿No tienen acaso un significado similar las destrucciones de códices, ordenadas en 1525 por un fray Juan de Zumárraga? ¿No tiene acaso el mismo sentido la destrucción ordenada por fray Diego de Landa en Maní y en 1562 en que fueron quemados veintisiete libros jeroglíficos? ¿No es éste el sentido de esas quemas de códices, representadas en la iconografía de la Historia de Muñoz Camargo? Una vez más, en el cíclico recorrido de la historia de México y de Mesoamérica, se trataba de fundamentar una nueva legitimidad política, una nueva legitimidad histórica y, por tanto, un nuevo enraizamiento mitológico y filosófico. Ésta es una de las razones, también, por la que nos hemos atrevido a organizar en un solo volumen las literaturas prehispánicas y amerindias de México con las que se expresan en lengua castellana en el siglo de la conquista.
Pero volvamos a nuestros textos prehispánicos. A este poder mágico del texto añadiremos otra característica fundamental del escrito prehispánico y esto desde el preclásico hasta la conquista. Es decir, el papel fundamental que tiene en Mesoamérica para el texto escrito su poder, su capacidad de controlar el tiempo y su fluir. El tiempo mesoamericano no es lineal, es circular. Lo expresan bien los periodos rituales como el xiuhmolpilli de cincuenta y dos años o el retorno cíclico de los dioses tutores o padrinos de una unidad temporal. Los dioses llevan el tiempo, lo permiten, lo estructuran y encabezan su expresión gráfica y conceptual. Los mismos periodos históricos, por lo tanto, vuelven a surgir ritualmente por unidades temporales regulares que cíclicamente se reproducen. Aquí sí se puede decir que la historia se repite e, incluso, que no puede más que repetirse. Y de ello destaca una consecuencia primordial, es decir, que el pasado anuncia el futuro y que aquel que conoce el pasado conoce el futuro. El texto histórico no relata un detalle preciso de acontecimientos pero intenta darnos la estructura misma del proceso histórico así como la sencilla catalogación de estos acontecimientos para poder ubicarlos convenientemente en el lugar asignado desde siempre y en las unidades temporales idóneas. Esto a toda costa, es decir, a veces con menoscabo de la realidad. De ahí un poder importantísimo ejercido por los textos "literarios". Expresan épocas pasadas, ya acaecidas y vividas, con todo lo que han llevado y significado. Estos escritos, así, permiten ubicar el pasado en los lugares precisos en que más tarde infaliblemente se reproducirán. Se trata de consignar el pasado en las categorías textuales que permitan su perfecto y claro retorno para poder, más tarde, predecir dicho retorno y leer el futuro. Los mismos acontecimientos han de reproducirse regularmente y el sabio, el monarca, el que lee es quien puede predecir el retorno. El texto tiene, así, un extraordinario papel de control del tiempo que construye la historia y la mitología dentro de una perspectiva finalista, razón de ser de la sociedad humana. Lo que tenemos son textos casi sagrados que cumplen con un papel sacralizador porque fundamentan la legitimidad del gobierno de los hombres y estructuran el tiempo que les toca vivir. Se puede decir que vinculan al universo con la sociedad del hombre en términos muy fuertes. Para el funcionamiento armonioso de dicha sociedad es indispensable que los escritos cumplan correcta y cabalmente con estas funciones específicas primordiales.
Se nos podrá objetar que nos hallamos ante conceptos que poco tienen que ver con lo que habitualmente significamos a través de la palabra "literatura". Y a pesar de que si analizamos bien lo que etimológicamente quiere decir la palabra literatura, casi podría convencernos el hecho de que nuestra moderna manera de conceptuar el hecho literario, globalmente, se acerca a esta manera de ver prehispánica. En el término literatura, o mejor, en el término del "hecho textual" englobamos toda clase de producciones que tratan de contemplar toda la actividad humana fundamentada en el lenguaje y en el discurso. Una moderna historia de la literatura mexicana no podía desechar textos por la única razón de que no obedecen estrictamente a las normas del "texto literario" definido en el siglo pasado o a principios de éste. Considerar con los ojos de la antropología social o cultural, con los ojos de la etnohistoria el hecho literario nos lleva a recomendar una lectura nueva de los textos prehispánicos, respetando su originalidad y su idiosincrasia tan peculiares pero, eso sí, incluyéndolos en el fenómeno literario típico de una cultura, de un conceptuar el mundo y de un expresarlo más allá de diferencias de idiomas, es decir, de soportes de expresión.
La expresión literaria del posclásico
Aclarado este punto, convendría contemplar rápidamente –y sin querer repetir lo tan excelsamente dicho en varios capítulos de este volumen– lo que conlleva la época más tardía del posclásico, y lo que significa en la peculiar óptica que es aquí la nuestra. Y esto nos lleva desde los códices mixtecas que contemplan las dinastías del posclásico con sus complejas genealogías, estrategias matrimoniales, conquistas y logros urbanos, hasta el lento e implacable ascenso de los mexicas, pasando por los escritos decisivos de los maya-quichés del Popol Vuh o de los maya-yucatecos de los relatos del Chilam Balam. Textos que expresan el mundo posclásico contenido en siglos, desde el x hasta el xvi d.C., y que aún se continúan más allá de las fechas en que llegan los españoles y la lengua castellana para transmutar a Mesoamérica. Son textos escritos que, como los del clásico, enraizan el mito, la historia, el fluir dinástico y las fórmulas del poder político para tratar de lograr una armoniosa continuidad dentro del quehacer humano.
Los manuscritos mixtecos, tan estrechamente ligados a la genealogía y a la historia, son quizá una manera de escribir "literariamente" la historia. Los códices que nos han llegado como el Vindobonensis, el Nuttall, el Bodley, etc., a través de sus iconos, de sus líneas figuradas con plenitud o con ruptura, a través de sus pies marcados de negro en los caminos o de sus volutas floridas de la palabra, a través de las banderas que dicen cantidades y densidades humanas, a través de aquellos grafismos discontinuos que significan el concubinaje, nos dan quizá el panorama más completo de lo que puede pretender la relación histórica. Migraciones, fundaciones de ciudades, conflictos políticos entre ciudades-estado, la tradición mixteca entronca con el esplendor zapoteca clásico, pero también a la vez con las culturas vecinas en las que encuentran fundamentos e interferencias.
Desde luego, el impresionante esplendor mexica, originado en los más humildes principios que tan emotivamente recuerdan los melahuahcuicah de la peregrinación desde Aztlán, desde Chicomoztoc, y que plasman en los encuentros de Chapultepec y, por fin, en el encuentro decisivo con el nopal de los orígenes y con el águila solar del islote de Tenochtitlán, también significan toda la aventura "literaria" de Mesoamérica. Cabe aquí recordar el recorrido mítico-histórico que acuna el lento fluir de estos textos. ¿Es acaso de 1117 o de 1168 cuando los mexicas abandonan Aztlán e inician aquella peregrinación que había de llevarles a su asiento definitivo? ¿Existe acaso Aztlán? El lugar de las garzas o de la juncia/espadaña muy blanca (la aztapilla del sitial de los orígenes) ¿no podría ser la proyección tardía de la México-Tenochtitlán ya consciente de su papel primordial y orgullosa de sus humildes orígenes, intollihtic inacaihtic: "entre los juncos, entre las cañas"? Esté donde esté Aztlán, estén donde estén las siete cuevas de Chicomoztoc, la transcripción mitológica de la historia a través del escrito "literario" es lo único que aquí importa. En ella, las etapas de la peregrinación son esenciales. En 1215 los mexicas celebran la fiesta del Fuego Nuevo en Apaxco. Como cíclica y ritualmente conviene, un xiuhmolpilli de cincuenta y dos años más tarde, en 1267 los mexicas celebran la fiesta del Fuego Nuevo en Tecpayocan. En 1298 habrían de llegar a Chapultepec y en 1325 en un año Ome-Calli (2 Casa) fundarían la ciudad paradigmática por excelencia del mundo mesoamericano en un islote cubierto de tules de la gran laguna. El lento ascenso de los mexicas a partir de esta fecha ritual más que real marca la coronación, en cierto modo, de la construcción "literaria" de Mesoamérica. De 1325 a 1364 los mexicas echan los primitivos fundamentos de la Tollan de toda la historia mesoamericana. Y en 1366 la historia concede por fin a los mexicas la legitimación que todos los textos de Mesoamérica imponen para poder existir. No sólo política sino ritualmente hablando. Empieza entonces el reinado de Acamapichtli, del linaje tolteca de Colhuacán que por primera vez asume el gobierno de la urbe central. De 1395 a 1417 ocurre el reinado de Huitzilíhuitl, segundo soberano de los mexicas, que lleva una sabia política de alianzas matrimoniales, en particular con Miahuaxíhuitl, hija del señor de Quauhnáhuac. Entre 1417 y 1428 acaece el reinado de Chimalpopoca. Los tepanecas de Azcapotzalco siguen extendiendo su hegemonía por todo el valle central y, en 1418, su expansión choca con las soberanías establecidas alrededor del meollo mexica. Los tepanecas asesinan al soberano de Texcoco, el viejo Ixtlilxóchitl, padre del rey poeta Nezahualcóyotl que tan portentosos textos poéticos había de dejarnos. El soberano de México, ya casi no puede contar con la legitimación textual y escrita que exige la tradición de Mesoamérica. Es más bien un vasallo de Azcapotzalco. Mas, ante el grave peligro que representa este poderío en expansión, el cuarto soberano de los mexicas, Itzcóatl (Serpiente de Obsidiana), entronizado en ese mismo año de 1428, sabiamente aconsejado por su hermano, el gran Tlacaelel, concibe la alianza con el príncipe heredero de Texcoco, el poeta Nezahualcóyotl que expresara en el Chololiztli Icuic (Canto de Huida de 1426) el drama del momento, toma por fin la iniciativa de una decidida resistencia. A fines de 1428 logran así los mexicas invadir y destruir Azcapotzalco. Los soberanos de México y Texcoco, vencedores del mayor peligro que podía acechar el futuro esplendor mexica, deciden entonces la remodelación más imponente de la historia del México central. Proponen entre ellos una alianza permanente. Con gran sentido político incorporan a dicho pacto la ciudad de Tlacopan, que es una antigua dependencia de Azcapotzalco. Principia la triple alianza de México-Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan, que con el tiempo sería el corazón original de lo que mal llamamos el imperio de los mexicas. Como sin textos "literarios" adaptados, renovados y reestructurados no puede fundamentarse en Mesoamérica un poder político ni una inserción histórica legítima acomodada a las profecías del futuro y a las ubicaciones previstas desde siempre, Itzcóatl y Tlacaelel mandan destruir escritos y códices para poder redistribuir la justificación histórica.
De 1440 a 1469 ocurre el reinado de Motecuhzoma Ilhuicamina y prosigue el irresistible ascenso mexica por todo el territorio de Mesoamérica. De 1469 a 1481 el reinado de Axayácatl continúa esta tradición, este ritual y esta conquista histórica, es decir, la labor de sus pasados. Como en el mundo clásico de Palenque o de Yaxchilán, pero esta vez con miras universales que van más allá de la ciudad-estado, se perpetúa la lenta instalación, el progresivo acaparamiento de la legitimidad mítico-histórica que sólo autoriza la existencia política de la sociedad humana. Así, es en 1473 la anexión de Tlatelolco y la derrota de Moquihuix, señor de aquella ciudad vecina. En 1464 acaece la conquista de las tierras de Toluca y, en 1478, los mexicas enfrentan al reino vecino de Michoacán y conocen un revés importante y decisivo en su expansión al ser derrotados por los tarascos en Taximaroa. De 1481 a 1486 es el reinado de Tizoc, del que la historia recuerda bien poca cosa, y aun hasta una voluntad de olvido. En 1486-1503 reina Ahuitzotl, que debidamente enraizado en la justificación mítico-religiosa prosigue implacablemente la ascensión de los mexicas. 1487 es, así, el año de la guerra contra los huaxtecas y, sobre todo, 1489 es el año de la solemne consagración del nuevo Templo Mayor de México-Tenochtitlán, que espectacularmente da el espaldarazo a una legitimidad ahondada y perfeccionada. De 1491 a 1495 la expansión mexica conoce las costas del actual estado de Guerrero, desde Acapulco hasta Zacatula. En 1494-1495 ocurren las campañas en toda el área oaxaqueña y, en 1496, la conquista del Istmo de Tehuantepec y la penetración en la región del Soconusco. Por fin, de 1503 a 1520 reina Motecuhzoma Xocoyotzin, quien había de intentar ultimar el mundo paradigmático de una Mesoamérica llevada a sus más centralizados esplendores. Así, de 1505 a 1506 es la conquista de Yanhuitlán y de Zozollán y, de 1508 a 1513 las guerras contra Huexotzinco. Cuando en 1515 muere Nezahualpilli, el soberano de Texcoco que fuera el hijo de Nezahualcóyotl, la gran México-Tenochtitlán es una metrópoli urbana de más de quinientos mil moradores, probablemente la ciudad más grande del ecumene en aquel entonces, cabeza de un imperio de treinta y ocho "provincias" que van de Tuxpan, sobre el Golfo de México, hasta Cihuatlán, sobre el Pacífico. Quizá el máximo esplendor mesoamericano quedó así resumido, a través de escritos y ritos, de mitos y explicaciones cosmogónicas, de teorías políticas y religiosas, en un prodigioso imperio que recogía toda la tradición ancestral de milenios y que la ensalzaba dentro de la fórmula de un auténtico estado-nación más acorde con la madurez política lograda después de dos mil quinientos años de tanteos y pasos previos. Los textos "literarios", los códices, desde el amoxtli hasta la estela, bien dicen este soberano triunfo humano. ¿Qué podemos decir hoy de ellos con lo que nos queda de ellos?
Los códices considerados hoy como forma de relato mexicano
Pocos son hoy los amoxtli, es decir, los códices realmente prehispánicos que nos han llegado. Las destrucciones operadas durante la conquista (recuérdese, en particular, la destrucción de los archivos de Texcoco por los tlaxcaltecas), pero también las quemas organizadas por los primeros evangelizadores que veían en toda forma de escrito amerindio indudables logogrifos de índole satánica, han mermado considerablemente nuestros conocimientos al respecto. De la ejemplar producción literaria maya nos quedan escasamente tres códices auténticamente precolombinos: el Dresdensis, ubicado en la Biblioteca Nacional de Dresde (Alemania), el Peresianus, guardado en la Biblioteca Nacional de París (Francia) y el Tro-Cortesianus, del Museo de América de Madrid (España). Muy probablemente redactados en los siglos xiii o xiv d.C., son obras del periodo posclásico aunque gran parte de su contenido es copia de escritos originales del siglo viii d.C. Pueden ser considerados, en realidad, como "reediciones" parciales de textos de la época clásica, acordes con la inspiración de los textos que hoy nos revelan las estelas de Palenque, Yaxchilán o Tikal.
De la extraordinaria producción mixteca o tolteco-mexica nos quedan apenas una decena de códices. Entre ellos destaquemos el Códice Fejervary-Mayer de la Biblioteca Pública de Liverpool (Gran Bretaña), que es un tonalámatl de los pochteca, es decir, de los mercaderes y que acaba de editar tan cuidadosamente en París Miguel León-Portilla. El Códice Cospi, probablemente cholulteca, y actualmente en la Biblioteca de Bolonia (Italia) o, aun, el Códice Vaticano B o el Laud, ambos probablemente también cholultecas y conservados, respectivamente, en la Biblioteca Vaticana (Italia) y en la Biblioteca Bodleiana de Oxford (Gran Bretaña). Por fin, evoquemos el famoso códice Vindobonensis de la Biblioteca Nacional de Viena (Austria), que es un ejemplo importante de texto mixteco, o la también famosa Tira de la Peregrinación, manuscrito mexica que guarda el Museo Nacional de Antropología de México. Todos ellos pueden ser considerados como escritos redactados en el siglo xiv d.C., a más tardar y muestras aisladas, pero representativas, de la excelsa riqueza textual de las civilizaciones prehispánicas de México. Si nos atenemos a la fidedigna información que nos han procurado los religiosos franciscanos etnógrafos como fray Toribio de Benavente Motolinía o fray Bernardino de Sahagún, no nos puede quedar duda de que estos libros eran muchos, apreciados y cuidados. El propio fray Toribio, que es uno de los primeros en preocuparse por los textos "literarios" de la época prehispánica, consigna en su famosísima Epístola proemial cinco categorías específicas de escritos. Identificados por el padre Garibay son: el Xiuhtonalámatl: "que habla de los años y tiempos", el Ilhuiámatl: "de los días y fiestas que tenían todo el año", el Temicámatl o Tetzauhámatl: "de los sueños, embaimientos, vanidades y agüeros en que creían", el Tocaámatl: "del bautismo y nombres que daban a los niños" y, para terminar, el Tenamicámatl: "de los ritos, ceremonias y agüeros que tenían en los matrimonios". No parece probable que fueran éstas las únicas formas del escrito, sino sólo las que más habían llamado la atención de fray Toribio.
Efectivamente, siguiendo ahora las informaciones que nos ha dejado Sahagún y las que pueden deducirse de manuscritos muy valiosos redactados bajo su autoridad, nos encontramos con un acervo de textos mucho más complejo y variado. Sirvan de ejemplo, entre otros, los textos poéticos como el Melahuacuícatl: "canto llano o saga mítico-histórica", o el icnocuícatl: "canto de orfandad", la propia Itoloca: "lo que se dice de alguien", que es la forma del relato histórico, o, aun, la tan famosa huehuehtlatolli: "antigua palabra" que rige la convivencia social y ritual. El lector podrá adentrarse en estas peculiaridades consultando los capítulos que tratan con gran precisión de estos temas un poco más adelante.
Señalemos tan sólo que esta abundante producción de escritos en la última fase de la época posclásica traduce un interés y una curiosidad hacia las capacidades del escrito gráfico para ser vehículo de un pensamiento y una expresión literaria que son muy notables. En particular una producción literaria como la de los textos poéticos es ya una hermosa realidad en nombres y rostros, por lo menos desde comienzos del siglo xv d.C. Algunos nombres y fechas bien lo ejemplifican. Así, y entre otras muchas posibles, recalquemos las presencias de Nezahualcóyotl de Texcoco (1402-1472), de Cuacuauhtzin de Tepechpan (1405-1443), de Moquihuitzin de Tlatelolco (1420-1473), de Macuilxochitzin, hija de Tlacaelel, de México (1435-fines del siglo xv?), de Ayocuan Cuetzpaltzin de Tecamachalco (1440-principios del siglo xvi), de Tecayehuatzin de Huexotzinco (1450-principios del siglo xvi), de Aquiauhtzin de Ayapanco (1430-1490) y de Nezahualpilli de Texcoco (1464-1515).
Sin embargo, no podemos atenernos exclusivamente a estos parcos vestigios de la magnífica floración literaria prehispánica. Conviene recalcar con fuerza que después de la conquista, pasada ya la época de las destrucciones brutales que conllevaba la irrupción europea, la extraordinaria labor de los evangelizadores seráficos volcados hacia las culturas amerindias nos legó toda una serie de escritos que pueden ser considerados como de inspiración auténticamente precolombina. No sólo aquellos textos que rescataran fray Andrés de Olmos, fray Toribio de Benavente Motolinía o fray Bernardino de Sahagún –como podrá verse en el capítulo particular de este volumen–, sino también los textos que bajo su inspiración o con su aval los propios tlamatinime o tlacuiloque amerindios sobrevivientes, o aun los hijos de la élite prehispánica educados por los evangelizadores, compusieron y redactaron en el nuevo alfabeto latino traído por los españoles. Es esta producción de textos fundamental para entender a carta cabal el proceso literario de México en los dos últimos tercios del siglo xvi.
Una vez más, la continuidad de la literatura mexicana salta a la vista, fiel a idénticas inspiraciones y hasta a idénticas fórmulas de escritura, más allá de idiomas e incluso más allá de moldes ideológicos. Códices poshispánicos como el Códice Mendoza, de perfecta inspiración prehispánica, organizado y dibujado por tlacuiloque a petición del primer virrey Antonio de Mendoza y que hoy se guarda en la Biblioteca Bodleiana es, entre otros muchos posibles, palpable muestra de ello. De igual índole son textos tan importantes para la literatura mexicana como el manuscrito Cantares mexicanos, que guarda la Biblioteca Nacional de México, o el manuscrito Romances de los Señores de la Nueva España, que alberga la Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Texas, en Austin, y que son las fuentes más preciosas e insoslayables de la producción poética que nos ha llegado en lengua náhuatl, con auténticas garantías de prehispanicidad. También podrían ser aducidos escritos como la Historia Tolteco-Chichimeca o Anales de Quauhtinchán, los conocidos Anales de Cuauhtitlán, el Códice Xólotl y tantos y tantos otros que se examinan en su debido lugar dentro de este volumen.
La producción de textos según las normas prehispánicas reubicadas en el sistema de signos del alfabeto latino puede conllevar serias interrogaciones sobre la transformación del mensaje que quizá hayan sufrido los conceptos al ser traducidos con un sistema gráfico importado. Mas, si nos atenemos a las características de la investigación franciscana que es fuente y origen de este quehacer, no podemos albergar muchas dudas acerca de la autenticidad prehispánica de dichos textos puestos así a nuestro alcance.
El caso que nos parece que mejor ilustra esta afirmación es, justamente, el primero de todos ellos: los famosísimos Anales históricos de la nación mexicana, también conocidos como Anales de Tlatelolco, cuyos manuscritos guarda la Biblioteca Nacional de París. Nos hallamos aquí ante una experiencia clave y reveladora. El texto, redactado en lengua náhuatl con el alfabeto latino, indica claramente que fue escrito en 1528, es decir, tan sólo siete años después de finalizada la conquista y tan sólo cuatro años después de la llegada de los "doce primeros" franciscanos que habían de iniciar la labor evangelizadora. Indudablemente, los religiosos seráficos no pueden haber redactado dicho escrito, pues el texto responde a una inspiración y a unas preocupaciones claramente prehispánicas, tal y como las hemos definido en párrafos anteriores. Así, se compone de cinco piezas distintas, cuya primera es una lista genealógica de los monarcas de Tlatelolco, seguida por una lista genealógica de los monarcas de Tenochtitlán y otra lista genealógica de los monarcas de Azcapotzalco. Incluso, la cuarta parte es en realidad un suplemento a la lista genealógica de los monarcas de Azcapotzalco y, la quinta y última, una historia de Tlatelolco desde los tiempos más remotos que comprende el periodo de la tradicional peregrinación mexica desde Aztlán hasta la conquista española, incluyendo, entonces, la primera versión amerindia de la conquista europea. Esta importancia procurada a las genealogías es parecida a la preocupación que anima a los textos de Pakal o de Chan Balhum en el Palenque de los siglos vi y vii d.C., es decir, publicar los escritos que legitiman el poder político. Más allá de los detalles constantes con que el texto se inscribe en la tradición prehispánica, esta finalidad fundamental no deja lugar a dudas. Tanto más que en 1528 ninguno de los grandes etnógrafos franciscanos había principiado sus investigaciones. Redactado y organizado por tlacuiloque que habían vivido lo más fundamental de su tiempo antes de la conquista, el texto es un claro ejemplo de la permanencia amerindia, en términos prehispánicos, más allá de la fundación de la Nueva España.
Este esfuerzo de presencia amerindia será a todo lo largo del siglo xvi una verdadera voluntad de sobrevivencia, pero también en los siglos xvii y xviii en que hallaremos más de un xiuhámatl: "libro de los años", de claro corte precolombino, para consignar hechos y acontecimientos coloniales. De igual modo, ya en el siglo xvii, los grandes autores mestizos que intentan preservar la memoria del pasado prehispánico para tratar de integrarlo armoniosamente en la nueva trayectoria ideológica propia de la colonia novohispana, como Hernando Alvarado Tezozómoc, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl o Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin Quauhtlehuanitzin escribirán a la vez en lengua náhuatl y en lengua castellana para marcar la continuidad y la permanencia de la preocupación histórica por la identidad mexicana. Bien se echa de ver que no hay aquí solución de continuidad ni ruptura sino, en lo más hondo del quehacer literario de México, una especie de río subterráneo que fluye por debajo de las formas y de los signos para expresar siempre la misma inquietud. De esta permanencia quiere dar cuenta este volumen, proponiendo a la vez a Nezahualcóyotl y a Bernardo de Balbuena, a Sahagún y a Cortés, a Bernal Díaz del Castillo y al Popol Vuh, como los mojones textuales en que se desdibujan las fronteras de la identidad cultural y literaria de México.
El inicio de un discurso mexicano propio
A lo largo de las páginas que preceden, el discurso fundado por la literatura mexicana apareció claramente estructurado por un conjunto de perfiles ideológicos, de necesidades rituales y de finalidades político-históricas que lo caracterizaban. Esperamos haber convencido al lector de que entre el discurso del rey Pakal o del rey Chan Balhum expresado en Palenque con los glifos de las estelas del Templo de las Inscripciones en los siglos vi y vii d.C., y los Anales históricos de la nación mexicana redactados en lengua náhuatl y en alfabeto latino en 1528, siete años después de la irrupción hispánica, existe un parentesco y, casi podría decirse, una consustancialidad que son las marcas de la continuidad mesoamericana y mexicana. En ambos textos, como en tantos otros que podrían aducirse, redactados con glifos, iconografías o con los signos económicos del alfabeto latino, fluye la misma capacidad ritual de escribir la historia, de insertar a ésta en la necesaria construcción mítica que se inscribe en el ultramundo y en el más allá donde los mecanismos divinos disponen del quehacer humano, y a fin de cuentas la misma voluntad estética de perfilar el mensaje "literario" de los hombres. De igual modo, nos parece cierto que las Cartas de relación de Hernán Cortés, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, muchos textos y crónicas de la invasión europea, incluso las crónicas religiosas y hasta las etnográficas de los religiosos evangelizadores, cumplen con un papel ritual que en Mesoamérica significa legitimar el nuevo poder político y el nuevo pensamiento teológico-filosófico que lo sustenta. Si fray Juan de Zumárraga o fray Diego de Landa mandan quemar códices y libros tal como lo hicieran cien años antes Itzcóatl y Tlacaelel, es porque en la continuidad mexicana el retorno cíclico de las destrucciones de textos es necesario para poder aceptar textos nuevos, para poder utilizar escritos nuevos, incluso para poder componer nuevos relatos. La literatura de lengua castellana que en los dos últimos tercios del siglo xvi se inscribe en las trayectorias de la literatura mexicana cumple en más de una ocasión con aquellas antiguas perspectivas de los textos sagrados de Mesoamérica. El análisis cuidadoso del discurso propio de Cortés, de Bernal Díaz o aun de Motolinía y de Mendieta implica una nueva visión paradigmática impuesta como modelo social y ritual a la realidad mexicana.
Queda leer con la misma mirada y con idéntico perfil analítico textos en apariencia tan disímiles y en realidad tan emparentados como los diálogos de 1554 de Cervantes de Salazar o La Grandeza Mexicana de Bernardo de Balbuena (escritos que ensalzan el México reestructurado por el pensamiento utópico que el virrey Antonio de Mendoza, los religiosos franciscanos y otros tantos reordenadores europeos trajeran a México), o la gesta prehispánica que pretende fundar al mundo mexica sobre el Sol de Movimiento Nahui-Ollin y sobre la sangre humana conceptuada como chalchíhuatl: "agua de jade, agua preciosa". Mas allá aún, la gesta de los conquistadores arrasando mundos procura textos que cíclicamente parecen repetir las invasiones chichimecas venidas del norte para fecundar los vestigios aún cálidos de los esplendores clásicos. En el último tercio del siglo xvi empieza la lenta transculturación textual, formal, estética y filosófica que dará nuevo sentido a una renovada personalidad cultural y política de México. El virreinato es matriz de otro quehacer literario que tan espléndidamente significarán en su tiempo las creaciones verbales de Sor Juana Inés de la Cruz y que indudablemente se inscriben dentro de esta misma permanencia y de esta misma continuidad.
No deben, acaso, responderse como en un eco armonioso, cargado de sentido, a la vez, los versos de Nezahualcóyotl que dicen el esplendor de la gran Tollan paradigmática:
Tlahuilli xochitl in cueponticac, in amoxtli imancan, Mexico nican! Zan ihuiyan tomatimani zan ca iamox in zan ca itlacuilol itic, on mani in atloyantepetl in Tenochtitlan! Quizozohua, ye concuecuepa yehuan, on tlachia ye yuhcan, on tlachia yehua ilhuicaatitic! Xiuhtlaquetzalli ya in mochiuhticac, zan ilhuicaatlaquetzalli mochiuhticac. In yehuatl in Teotl, a conpachotimani in tlalli, ma in ic in ye conapaloa Anahuac. A in ilhuicaatl. Chalchiuhxochitl in amomac on mani; in quetzalhuexotica anca ahuaxpehuitoque in atloyantepetl, cemanahuac, on ma oc cemilhuitl! Ilhuicaatl anquicuilohua, Anahuac in tlalli anquicuilohua, tepilhuan!
¡Flores de luz, abren sus corolas, all donde hay lentejas acuáticas, aquél, en México! Apaciblemente hela aquí que mora entre sus libros y sus pinturas, ¡hela aquí que vive esta gran ciudad de Tenochtitlán! ¡Él es quien la extiende, quien la hace florecer, Él que tiene los ojos puestos aquí, Él, cuya mirada se ha posado sobre la celestial laguna! Aquí se erigieron columnas de turquesa, sólo la laguna celeste y preciosa lleva estas columnas. Él es, Dios, quien lleva a la tierra, quien lleva en sus brazos el Anáhuac. Sobre la laguna celeste hay flores de jade precioso que están en vuestras manos; con sauces preciosos como la pluma del Quetzal habéis embellecido esta ciudad, universo que el anillo del agua rodea, así como el día entero. ¡De la celeste laguna habéis hecho hermosa pintura, de la tierra de Anáhuac habéis hecho hermosa pintura, oh príncipes!
Manuscrito Cantares mexicanos, fol. 67r.
y, cien años más tarde, la composición de Bernardo de Balbuena como un fervoroso encantamiento a la grandeza y la belleza de la misma Tollan:
Bañada de un templado y fresco viento,
donde nadie creyó que hubiese mundo
goza florido y regalado asiento.
Casi debajo el trópico fecundo, que
reparte las flores de Amaltea y de perlas
empreña el mar profundo, dentro en la
zona por do el sol pasea, y el tierno abril
envuelto en rosas anda sembrando olores
hechos de librea: [...]
De sus altos vestidos de esmeralda, que
en rico agosto y abundantes mieses el
bien y el mal reparten de su falda, nacen
llanos de iguales intereses, cuya labor y
fértiles cosechas en uno rinden para
muchos meses. [...]
Caerse han las columnas principales
sobre que el mundo y su grandez estriba,
y en confusión serán todos iguales. [...]
Oh ciudad bella, pueblo cortesano,
primor del mundo, traza peregrina,
grandeza y lustre, lustre soberano; [...]
Cielo de ricos, rica primavera,
pueblo de nobles, consistorio justo,
grave senado, discreción entera;
templo de la beldad, alma del gusto,
Indias del mundo, cielo de la tierra;
todo esto es sombra tuya, oh pueblo augusto,
y si hay más que esto, aún más en ti se encierra. [...]
México al mundo por igual divide, y
como a un sol la tierra se le inclina y
en toda ella parece que preside.
Bernardo de Balbuena, La Grandeza Mexicana (Ed. Porrúa, 1971, pp. 63-79)