2011 / 11 abr 2018
Humboldt en la Nueva España (y la posterior recepción de su obra en México)
Allegro moderato. Humboldt, viajero y crítico[1]
Alexander von Humboldt [Friedrich Wilhelm Heinrich] ha sido considerado un viajero, un viajero especial, desde luego, que recorre la Nueva España en los primeros años del siglo xix y nos ofrece sus impresiones, sin duda alguna deslumbrantes, en las Tablas geográficas políticas del reyno de Nueva España y en al menos tres de los bellos volúmenes del Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Continent.[2] Aceptemos en principio que así sea, es decir, que Humboldt es un viajero. Sin embargo, cabría preguntar qué significa ser un viajero y qué clase de viajero es el individuo que responde al nombre de Alexander von Humboldt. ¿Qué busca un viajero?
El viaje más célebre de la historia occidental, ese viaje que funda la literatura de Occidente, es el viaje de Odiseo. En el poema homérico, Ítaca ¿qué significa? ¿El deseo en estado puro? ¿El regreso al origen, digo, a la muerte? ¿El reencuentro de Odiseo consigo mismo? ¿La vejez, la paz, el equilibrio? ¿Qué significa la palabra viaje? El viaje de Odiseo es un viaje del conocimiento (interior y exterior), pues al narrar las aventuras vividas, al propio tiempo obstáculos para su regreso y goce intenso de las mismas, Odiseo se conoce (y se reconoce en su relación con los otros: sabe que es diferente). ¿Quiere esto decir entonces que el viajero va al encuentro de lo conocido? O, por el contrario, el viajero ¿quiere descubrir, desvelar lo que nadie, antes que él, ha visto, y narrarlo a los demás?
Nadie, el nombre con el que Odiseo se identifica ante el cíclope: nadie, Nemo, nec homo: ningún hombre. ¿Nadie ha visto, antes de Humboldt, lo que él ha visto? Odiseo ve cosas fantásticas, producto de su fecunda imaginación (Homero lo llama el astuto, el fértil en recursos). En verdad los recursos de su imaginación parecen infinitos: inventa cíclopes, sirenas, hechiceras que lo atrapan con sus filtros de amor.
Humboldt, como el héroe heleno, ¿inventa o registra con cuidado lo que ve? Humboldt ¿ve lo mismo que han visto ya otros viajeros? ¿Ve el mundo, el mundo que otros han visto ya, con ojos diferentes? ¿A quién dirige este viajero el relato de sus experiencias? ¿Para quién escribe? ¿Qué experiencias desea transmitir? ¿Quiere deslumbrar a sus lectores, como Odiseo, con relatos fantásticos? El viajero ¿quita, con su mirada y con su palabra el velo que cubría los objetos, nada importa aquí si desconocidos o conocidos? ¿Quién viaja y por qué razón lo hace? ¿Qué especie de viajero es Humboldt, este viajero paradigmático del siglo xxi? ¿Qué mentalidad posee este hombre que viaja? ¿Qué busca? ¿Aventuras? ¿Gloria? ¿Oro? ¿Está harto del mundo en que ha vivido? ¿Harto de Prusia y de Berlín? Su mundo ¿le parece estrecho? ¿Lo mueve un hastío particular? América ¿era su destino? Sabemos que deseaba hacer un viaje científico alrededor del mundo y que intentó unirse, en vano, a la expedición del capitán Nicolas Baudin, organizada por el Directorio Revolucionario de Francia; de igual modo, quiso acompañar a lord Bristol en Egipto o incorporarse al proyecto austriaco a Brasil.[3] Deseaba ampliar el conocimiento científico del planeta, lo sabemos bien. Pero ¿eso y nada más que eso? ¿Por qué? ¿Para quién?
La posible respuesta atraviesa por una comparación necesaria, que tal vez podría indicar la diferencia esencial que hay entre Humboldt y algunos viajeros paradigmáticos del siglo xvi español. Porque, a mi juicio, los viajeros españoles del siglo xvi poseen dos características básicas o, dicho acaso de modo mejor: existen dos clases típicas de viajeros en el siglo xvi español. Primero, los conquistadores, los aventureros, aquellos hombres excluidos del sistema jerárquico de la España finimedieval y protorrenacentista. Porque el hombre que viaja en las carabelas de Colón, Cortés, Magallanes o Vasco da Gama no es el gran señor ni el dueño de títulos de nobleza ni de tierras ni el miembro de la alta jerarquía eclesiástica: es sólo el hombre del pueblo, ávido de adquirir una nueva posición, hambriento de oro.
Segundo, los misioneros, los iluminados que llegan al Nuevo Mundo en el que ven una tierra de esperanza y promisión en la que deben salvar almas de paganos: quieren catequizar, o sea, destruir al Otro, al diferente, al infiel, al idólatra poseído por el demonio: salvar almas significa para ellos, al propio tiempo, despreciar este mundo para poner sus ojos en el otro mundo.
Por esto, los valores que animan a los primeros misioneros son los valores utópicos de la pobreza de Cristo: para ellos pobreza es sinónimo de virtud y de justicia (de humildad, por lo tanto). Varios frailes de las órdenes mendicantes que llegan a la España Nueva cambian su nombre original por otro y, por decirlo así, se bautizan de nuevo; nacen a una nueva vida, bajo una ley prístina y edénica; se dan un nombre nuevo en un mundo nuevo, el Nuevo Mundo. Alonso Gutiérrez, pongo por caso, se transforma en otro al hollar con su pie la tierra novohispana. Deja de ser Alonso Gutiérrez para rebautizarse con un nombre nuevo y americano: será, a partir del momento memorable en que llega a la Nueva España, otro: Alonso de la Vera Cruz. Franciscanos, agustinos y dominicos ven en esta España Nueva un mundo espiritual inédito, el campo en donde habrán de poner a prueba la verdad evangélica de Cristo, digo, el Cristo católico, apostólico y romano, que se enfrenta en ese momento, en Europa, al embate de la reforma luterana.
En este sentido, podría decirse que Eusebio Francisco Kino es un ave extraña, el producto de una mentalidad anterior a la mentalidad científica de la edad moderna, el último gran misionero de la dinastía de los Austria: un jesuita que se alejó del centro de la Nueva España y se encaminó hacia las tierras inhóspitas del noroeste, tierras habitadas por naciones las más bárbaras y fieras del nuevo orbe, como las calificó Andrés Pérez de Ribas.[4]
Pero los viajeros de los siglos xviii y xix poseen otro carácter. Ya no buscan almas para redimirlas. Hemos entrado en el Siglo de las Luces, en la época de la Ilustración. El planeta entero debe ser conocido, mejor, tal vez, reconocido. La dinastía borbónica, que asciende al trono de España en 1700, el último año del siglo xvii, es heredera de la racionalidad francesa (la racionalidad de René Descartes, pongo por caso) y propone un nuevo orden de la mirada. Los Borbones organizan en España, como ya lo habían hecho franceses, ingleses y holandeses, expediciones científicas de primer nivel con objeto de explorar, de modo sistemático, el planeta. En el fondo se halla, desde luego, el afán capitalista por obtener territorios y colonias. Establezcamos un matiz, sin embargo. Mientras que Francia, Inglaterra y Holanda van hacia los espacios lejanos, libres de la presencia del imperio español (África, Australia, Asia, Indonesia), la España borbónica vuelve su mirada hacia el interior de sus vastas posesiones ultramarinas, escasamente conocidas, a pesar de todo, desde el ángulo científico que es ahora, desde luego, el predominante.
Estos nuevos viajes carecen de la restricción teológica del siglo xvi: no los limita el temor de Dios. Ya no oímos aquí las voces de un Francisco de Vitoria ni de un Bartolomé de Las Casas amenazando al rey católico con los fuegos del infierno. Nadie pretende establecer nuevas leyes para la protección de los naturales. Las restricciones tienen ahora otro carácter: son políticas, o sea, hay en el límite de cada expedición otra expedición, la de otro reino que puede tal vez interponerse. Los colonos ingleses de la Nueva Inglaterra, por ejemplo, no avanzan al occidente ni cruzan las montañas Rocosas porque están allí, desde Québec, los Grandes Lagos y hasta Nueva Orleans, súbditos franceses, nada importa que en número pequeño: su audacia podría provocar un choque con ellos y, por lo tanto, una guerra en el continente europeo. Lo propio sucederá luego con las trece colonias norteamericanas una vez obtenida su independencia: al norte está Inglaterra, ya nación enemiga (en tanto que Canadá no aceptó unirse a Estados Unidos) y al occidente España, que recibe por un breve tiempo la Luisiana francesa, de límites imprecisos.[5] Después, allí estará otra nación apenas emancipada, México, porque durante años la “frontera natural” de Estados Unidos fue el río Mississippi. Sin embargo, adquirida Luisiana, Estados Unidos avanza sin ningún recato hacia el sur y el occidente.
Las restricciones eran pues, en los siglos xviii y xix, no sólo de orden político sino también técnico, y se debían a los límites económicos de los imperios nacientes. En la Compañía de Indias se mezclaban, por esto, los intereses particulares y los de la corona, de modo distinto a como se entreveraron los intereses particulares con los monárquicos en la conquista de la Nueva España (según lo hizo notar Silvio Zavala).[6] Las ambiciones económicas se mezclaban con las políticas, y los reinos de Francia, Holanda e Inglaterra avanzaban hacia tierras ignotas. Así, Inglaterra hizo su primera entrada en China en los últimos años del siglo xviii: envió la embajada de lord Macartney ante el emperador del Reino del Medio (debe entenderse por “medio” el centro del universo). El viaje de lord Macartney al Imperio de China antecede, por unos pocos años, al viaje de Humboldt a las tierras de la América española; fue ordenado por el rey Jorge iii, el mismo rey bajo cuyo reinado Inglaterra perdió sus colonias en América; el mismo que se volvió loco.[7] En este horizonte económico Alemania no existe aún: está desunida y es un conjunto caótico de pequeños reinos; por esta causa le es imposible participar en este nuevo reparto del mundo. Prusia, sin duda el reino de habla alemana más importante, participó en el reparto de Polonia y se hizo dueña de las tierras donde nació Immanuel Kant: Königsberg está en la Prusia Oriental.[8] Unida en el último tercio del siglo xix bajo el puño férreo de Bismarck, Alemania intentará participar en el reparto imperialista del mundo con viajes de exploración hacia el Oriente europeo y las tierras americanas. Las compañías comerciales son la avanzada de los imperios, y en sus largos viajes de exploración habrán de contar con el apoyo irrestricto de sus respectivas coronas.
La dinastía borbónica organiza, a lo largo del siglo xviii, viajes de exploración sistemáticos en sus diversas posesiones ultramarinas; los viajes no tienen el carácter de colonización y conquista; no buscan la ampliación sino la consolidación y la modernización del imperio, atrasado ya en cuanto a sus sistemas económicos de explotación, comparado con las potencias nacientes. Esto explica las expediciones botánicas de José Celestino Mutis y Francisco José de Caldas, en el Nuevo Reino de Granada,[9] y la de Martín Sessé en la Nueva España y la costa noroeste de América. A Martín Sessé lo acompaña José Mariano Mociño, acaso el más audaz de los ilustrados novohispanos, el verdadero autor de los ensayos filosóficos de las Gacetas de Literatura de México, el periódico científico de José Antonio Alzate.[10]
Es necesario subrayar que estas expediciones tienen ya un carácter científico de primer nivel: examinan la flora y la geografía de América con criterios modernos. Sin embargo, el fruto de todos estos trabajos, en la medida en que se inscriben en los intereses políticos y económicos de la monarquía española y son permitidos y aun sufragados por ella, se entrega a las autoridades virreinales y éstas lo depositan en los Reales Archivos de Madrid, donde se guardan hasta la fecha: permanece aún, por desgracia, inédito en buena medida.[11] Planos cartográficos y dibujos de la flora son propiedad de la corona española y se guardan con celo en los archivos peninsulares, de donde en ocasiones emergen, como piezas de museo, ante nuestros ojos atónitos. A pesar de la importancia que tienen estos trabajos científicos de primera magnitud, subrayo que el trabajo de Humboldt posee otra dimensión; sus características son radicalmente diferentes. No cabe destacar en este trabajo sólo el objeto de su estudio (la flora, la fauna, la orografía, la historia o la cultura de los pueblos de la América española que recorrió). Es necesario, además, subrayar su rigor y su método, de orden universal. Por encima de todo, conviene resaltar otro rasgo, de importancia extrema: Humboldt no está al servicio de ningún gobierno; por lo tanto no responde al interés de ningún monarca ni de ninguna empresa comercial; da a conocer, de inmediato, al mundo intelectual europeo y americano, mejor, a la comunidad ilustrada, el fruto de sus investigaciones en ediciones que él mismo sufraga. A diferencia de la actitud reservada de las autoridades virreinales y de la corona española, que guardan para sí los frutos de este conocimiento científico de primer orden, Humboldt adopta la actitud de los investigadores modernos: comparte su trabajo con la comunidad científica mundial, sin restricciones nacionalistas; así se logra el avance de la ciencia.
Humboldt no está al servicio de la corona española ni del monarca prusiano (ya he dicho que Alemania en tanto que tal no existía por aquellas fechas ni era un país desarrollado sino, por el contrario, una de las naciones más atrasadas de Europa, salvo en la música, la literatura y la filosofía; los alemanes, escribió Marx, eran contemporáneos filosóficos de otros pueblos, sin ser sus contemporáneos históricos).[12] Alemania y Japón entraron tarde al reparto del planeta entre las grandes potencias; tuvieron que situarse en las hendijas que dejaban libres imperios mayúsculos: el inglés, que iniciaba su hegemonía; el holandés, el belga y el francés, en paulatino ascenso; en tanto que los antiguos imperios territoriales, digo, el portugués y el español, entraban en franca decadencia: eran, como el chino, presa codiciada por los imperios emergentes. Destaco un último aspecto: Wilhelm y Alexander von Humboldt fundan, en 1810, la universidad que ya hoy lleva su nombre, la universidad moderna en la que se conjugan las ciencias y las humanidades. De ser una nación atrasada, Alemania pasó, en sólo sesenta años, a ser una potencia mundial de primer orden. La mentalidad científica de Humboldt influyó en este pasmoso resultado. Humboldt no está al servicio, insisto, de ningún interés mezquino. Al contrario, paga de sus fondos el costo de su viaje (inmenso, sin duda, ya que consume en él la tercera parte de su herencia, en tanto que la edición de los treinta volúmenes del Voyage... lo arruinará).
He aquí, pues, al viajero que llegó a la Nueva España el 22 de marzo de 1803, por el puerto de Acapulco, procedente de El Callao, en Perú.
Adagio, ma non tropo. El impacto de su obra
La presencia de Alexander von Humboldt en la Nueva España marca un claro punto de inflexión en las investigaciones científicas que se realizan en nuestro país, por el rigor de su trabajo, por la variedad de sus objetos y, sobre todo, por el método que despliega. Podría estudiarse la influencia que ejerció su obra sobre los científicos, los políticos y los economistas de la Nueva España, primero, y del México independiente, después, de acuerdo con dos criterios, que no se oponen sin embargo: la influencia directa que su presencia tuvo en algunos de ellos (particularmente en el campo de la minería) y, luego, la recepción de su obra (publicada o no); se abre así, de súbito, un abanico de interpretaciones posibles.
Quisiera insistir en subrayar que una de las diferencias importantes entre el trabajo realizado por Humboldt y el que desplegaron, a lo largo de la segunda mitad del siglo xviii, los científicos hispanos que visitaron diversos sitios de la América española, estriba en que todos esos trabajos (entre los que cabe contar, como ya vimos, los de José Celestino Mutis y Francisco José de Caldas en el Nuevo Reino de Granada; los de Martín Sessé y José Mariano Mociño en el interior de la Nueva España y en sus límites septentrionales o los de Alejandro Malaspina en el océano Pacífico), fueron para uso exclusivo de los funcionarios de la corona y se guardaron con celo en los archivos. Por el contrario, la obra de Humboldt estuvo a la disposición del mundo culto y de los científicos de la época: Humboldt no reparó en gastos y pagó de su peculio la edición de una obra de magnitud pocas veces igualada, en la que se dan la mano el rigor científico y la belleza y la pulcritud tipográfica: los treinta títulos que forman el Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Continent se pueden comparar tan sólo con la gran Encyclopédie de Denis Diderot.[13]
Humboldt llega a la América española (o España americana) en 1799 y recorre los vastos territorios que hoy integran seis países de lo que conocemos con el nombre de América Latina: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Cuba y México. Abandonará América cinco años después, en 1804. Jamás volverá. Sus primeras indagaciones estarán centradas en casi todas las ciencias naturales. Le interesa no sólo el estudio de los volcanes, sino el de los perfiles de las montañas, de manera que incluso los paisajes que forman parte del gran Atlas pintoresco son cuadros en que se unen la ciencia y el arte: son paisajes científicos o dibujos rigurosos, en los que se miden de modo trigonométrico los ángulos y las anfractuosidades de las cordilleras. Herboriza (se ha calculado que Bonpland y él recogen tal vez la sexta parte de la flora del planeta); se sabe: no sólo recolectan la especie, sino que la clasifican, le otorgan nombre científico de acuerdo con el sistema binario de Linneo y la sitúan en la altura, la latitud y la longitud en que la hallan. El conjunto de esas amplias investigaciones permite a Humboldt escribir un libro por varios rasgos notable, el primero de los treinta volúmenes que integran el Voyage..., es decir, el Essai sur la géographie des plantes.[14]
Eso no es todavía bastante. Humboldt determina las latitudes y las longitudes de cuanto sitio visita. Así, ratifica o rectifica (casi siempre lo segundo) las anteriores determinaciones. Estará sólo tres días en el puerto de Acapulco: será tiempo suficiente para hacer las excavaciones que le permitan dar cuenta de que las mismas capas sedimentarias se encuentran en toda la superficie del planeta: tanto en uno como en otro hemisferio, lo mismo al norte que al sur del Ecuador (por ello mismo, le dará a Georges Cuvier el esquema de las capas sedimentarias que a éste le permite redactar su Ensayo sobre las revoluciones en la superficie del globo). Por esto, lo que descubre de las capas sedimentarias destruirá para siempre las tesis sin base de Buffon, De Pauw y de todos aquellos que dieron pie a lo que Antonello Gerbi llama La disputa del Nuevo Mundo.[15]
Hace mapas, pero de una precisión y un rigor tales que incluso hoy nos causan asombro. Nada de esto es aún suficiente; los mapas de Humboldt poseen una característica especial, puesto que sirven para establecer escalas y comparaciones universales (por esa causa un gran historiador moderno de la ciencia los ha llamado isomapas, o sea, mapas en los que se vacía una información congruente, que guarda la mayor semejanza entre sí.[16] Se interesa en la electricidad y la respiración de los animales: diseca gimnotos eléctricos (de los que se provee en el pequeño poblado de Calabozo, en Venezuela). Todavía lo animan los experimentos de Galvani y desconoce la pila eléctrica de Volta, que éste ha de inventar en el curso del viaje de Humboldt por América. Examinará la laringe y el hueso hioides de cocodrilos, monos y pájaros. Diseca una serpiente de cascabel que encuentra en Cumaná y halla en su vientre un verme desconocido. Colecciona simios de las selvas del Orinoco; además de su nombre vulgar, les otorga otro, científico; los lleva a Europa; los describe y dibuja; si mueren, los diseca: Simia leonina, Simia melanocephala, Simia satanas, Simia ursina.[17] También hace una visita a la famosa cueva del Guácharo: le interesa conocer el ave que proporciona el aceite a Venezuela.[18] El primer impacto que produce su viaje en la Europa culta, que lo sigue a través de las publicaciones periódicas, se debe a la audacia del mismo: desciende a las minas; atraviesa los Andes a pie, seguido por las grandes bestias domésticas que cargan su preciso instrumental científico: telescopio, microscopio, sextante y barómetro, teodolito e higrómetro. Se hace llevar aguas arriba del Orinoco en un viaje que es a un mismo tiempo distinto y similar al que siglo y medio más tarde emprenderá, en Los pasos perdidos, el novelista cubano Alejo Carpentier. Asciende al Chimborazo con su instrumental científico a cuestas (sin ropa ni botas para la nieve); en todas partes mide los gases y, con un cianómetro, el azul del cielo. En una de las márgenes del Orinoco encuentra el cementerio de un pueblo extinguido.[19] En Colombia, en el lomo de las cordilleras andinas, advierte, no sin asombro, que en la América prehispánica floreció una civilización de la que sólo tenía una fugaz noticia. Confirma el dato al arribar a Ecuador. Más tarde, en Perú, ve en diversos sitios las ruinas de la civilización incaica; por último, al llegar a la Nueva España, le asombra el espectáculo grandioso a la vez que trágico de las civilizaciones de Mesoamérica (a las que engloba, empero, en un solo concepto: el de cultura mexicana).[20] Europa lo celebra como explorador atrevido y valiente, antes que como científico.
En Venezuela, Cuba y la Nueva España Humboldt empieza a cobrar conciencia de los problemas sociales y se interesa cada día más por los problemas políticos y económicos (de ello dan sobrada prueba sus dos Ensayos políticos: uno, el que ofrece sobre el reino de la Nueva España –1808–, y otro, el que dedica a la isla de Cuba, publicado en el tercer volumen de su Relation historique..., 17 años más tarde –1825–; además de las múltiples observaciones que contiene la propia Relation historique...).[21] Humboldt nunca abandona, desde luego, su preocupación por las ciencias que el día de hoy se llaman duras (puede advertirse con claridad, en tanto que el ensayo sobre Cuba, en su primera edición española, se abre con un mapa preciso de la isla; y en los planos y los mapas de la Nueva España). Pero no es menos cierto que sus preocupaciones poco a poco se amplían y abarcan, desde entonces, además de los aspectos naturales, todos los temas sociales: desde lo militar, lo histórico, lo lingüístico, lo económico, lo demográfico, hasta lo arqueológico y lo político.[22] Se puede afirmar que Humboldt, sin abandonar jamás su claro interés por la astronomía, la meteorología, la orografía, la botánica, la mineralogía, la hidrografía o la zoología (ciencias que van del cielo al centro de la tierra; de los astros y la atmósfera a los seres vivientes y la estructura subterránea); sin abandonar todo lo que es competencia de las ciencias naturales, se siente cada día más inclinado a prestar su atención a las ciencias históricas y sociales. Ese interés humboldtiano nace, a mi juicio, a su paso por los países andinos, pero se intensifica en Cuba y la Nueva España.
Así, la vasta obra americana de Humboldt puede examinarse desde diversos ángulos. Por lo general se destaca en ella apenas lo que sirve para la gloria particular de un país americano, de manera que se lo convierte en el héroe intelectual, respectivamente cubano, venezolano, peruano, colombiano o mexicano (aunque en México, a partir de las tesis denigrantes de Juan Ortega y Medina, se tienda a denostarlo).[23] Desde este enfoque, la tarea científica de Humboldt sólo parece adquirir relevancia en virtud del objeto (nacional) de su investigación. Pero hay otro aspecto que también se pone en relieve y es el que se relaciona con los objetos particulares de sus libros: la historia, por un lado; la geografía o la botánica, por el otro; en fin, la cartografía o la vulcanología; así, es el objeto de su estudio (y no el método), lo que destacan algunos historiadores de la ciencia.
En todos esos trabajos la obra de Humboldt es vista como si se tratara de una construcción científica sin fisuras, homogénea, sin un solo corte en su interior; en suma, se la examina desde el ángulo sincrónico. Queda en la sombra el lento proceso diacrónico que lo condujo a sus conclusiones. Por el contrario, creo que, a la luz que arrojan los tres gruesos volúmenes de su Relation historique..., se puede advertir cómo hay un proceso, un cambio gradual de actitud en sus intereses. Por lo demás, todo lo que Humboldt realiza en los cinco años de su viaje, el conjunto de los materiales que recoge, se debe ver como un trabajo de campo que, en el curso de los treinta siguientes, habrá de ser digerido y examinado por el sabio prusiano, con la ayuda de sus amigos, los mejores científicos de la época: de Pierre-Simon de Laplace a Joseph Gay-Lussac, de François Arago a Claude-Louis Berthollet, de Jean Lamarck a Georges Cuvier, de S. Kunth a Jabbo Oltmanns. Por esta causa, los treinta volúmenes del Voyage...[24] deben ser vistos como un trabajo de equipo o como una vasta colaboración interdisciplinaria, un esfuerzo editorial artístico y científico a la vez. Lo que asombra es que esta vasta tarea se deba al esfuerzo y, desde luego, a los recursos económicos de un solo hombre. Humboldt sufragó de sus rentas, hasta agotarlas, la edición del Voyage...(veinte volúmenes in folio y diez en gran in quarto, con el mejor papel, en las mejores imprentas, todos encuadernados en piel, con grabados a color, obra de grandes artistas). Si gastó la totalidad de su herencia, hasta arruinarse, al publicar estos treinta títulos, diré que también pagó de su bolsa a dibujantes y grabadores que hicieron láminas de flores, simios, peces, mariposas, moluscos, aves, códices, mapas, pirámides y monumentos arqueológicos que llenan las páginas de libros, admirables por su belleza y precisión.
Cuando Humboldt arriba a la Nueva España dice que:
Entre las colonias sujetas al dominio del rey de España, Mégico ocupa actualmente el primer lugar, así por sus riquezas territoriales como por lo favorable de su posición para el comercio con Europa y Asia. No hablamos aquí sino del valor político del país, atendido su actual estado de civilización que es muy superior al que se observa en las demás posesiones españolas.[25]
Además de advertir el alto grado que en la Nueva España habían alcanzado las investigaciones científicas (que se hacían exprofeso en instituciones del más alto nivel, como el Real Seminario de Minería, el Jardín Botánico y la Real Academia de Artes de San Carlos, o sea las instituciones fundadas por Carlos iii, las modernas, las opuestas a las escolásticas como la universidad, por aquel entonces Real y Pontificia), Humboldt se da cuenta del nivel de desarrollo alcanzado por las altas culturas de Mesoamérica, indaga por la población del reino, somete a crítica y sujeta al mismo principio las estadísticas de la producción minera, el comercio interior y exterior, la producción agrícola y el estado de los caminos. En suma, Humboldt reduce cuanto dato obtiene a los patrones exactos y constantes que permitan valorarlo en sí mismo y en su evolución histórica. Así, se valdrá de un instrumento teórico, rico y preciso: la economía política moderna; la economía política inglesa, la ciencia fundada por Adam Smith y Robert Malthus, a los que una y otra vez cita de manera elogiosa.[26] Pero nada de eso es, a mi juicio, lo que asombra más. Lo que en verdad resulta decisivo es ver que el sabio prusiano afina, de modo cada vez más acerado y llevado por su implacable celo por el rigor, su instrumento teórico.
¿Qué instrumento teórico, del que no se habrá de desprender jamás, será éste? Lo revela en la versión francesa del Cosmos y lo llama “un empirismo razonado”:[27] “La naturaleza considerada racionalmente, es decir, sometida en su conjunto al trabajo del pensamiento, es la unidad en la diversidad de los fenómenos, la armonía entre las cosas creadas (que difieren por su forma, su constitución propia y las fuerzas que las animan), es el Todo, penetrado por un soplo de vida”. Más:
No se trata de reducir el conjunto de los fenómenos sensibles a un pequeño número de principios abstractos, que tengan por base la sola razón. La física del mundo, tal como aquí intento exponerla, no tiene la pretensión de elevarse a las peligrosas abstracciones de una ciencia puramente racional de la naturaleza. Es una geografía física, unida a la descripción de los espacios celestes y de los cuerpos que llenan estos espacios. Extraño a las profundidades de una filosofía puramente especulativa, mi ensayo sobre el Cosmos es la contemplación del universo, fundado sobre un empirismo razonado.[28]
Humboldt se aparta de quienes se afanan por recoger tan sólo los hechos, sin integrarlos en un cuerpo sólido de doctrina, en un marco teórico que les otorgue coherencia, como de quienes realizan un trabajo especulativo (la referencia casi ofensiva a Hegel es de suyo evidente: acababa de publicarse la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, cuya primera sección es la “Naturaleza”).[29]
Uno de los asuntos más importantes a los que Humboldt le dedicó su atención, al menos en el contexto en que deseo situar sus investigaciones ahora, es lo que realizó acerca de las altas culturas mesoamericanas; más concretamente, sobre el sistema calendárico de los antiguos nahuas. En la ciudad de México vio los códices que fueron de la colección Boturini. Su asombro es de tal modo vivo que de inmediato empieza a revolver los archivos y a leer todos los libros de historia que puede; trae ante sus ojos los más importantes monumentos mesoamericanos: hace que sea desenterrada, otra vez, la Coatlicue, que la autoridad virreinal había sustraído a la atención del público; reproduce las pirámides de Mitla y de Xochicalco; por encima de todo, examina con atención el calendario de los antiguos mexicanos, tal como lo halla plasmado en la así llamada Piedra del Sol. Su interés, despierto en la Nueva España, cobra nuevo ímpetu al volver a Europa. Allá rebusca en los archivos. En Roma, en los del Vaticano y Veletri (donde rescata el Códice Borgia); en Viena rencuentra el Vindobonensis; en Dresde, el códice que lleva ese nombre, y reproduce varias de sus láminas; en suma, llama otra vez la atención de los sabios europeos sobre las antiguas altas culturas del nuevo continente y reanuda una tradición que se había perdido en la época del racionalismo. Añado que su interés no sólo se plasmó en observaciones precisas, sino que reprodujo varias láminas (unas a color; en blanco y negro otras), realizadas en Italia, Prusia y Francia por grandes grabadores europeos. Todo cuanto halló en Europa o se llevó de aquí fue objeto de su curiosidad (eso pasó con el códice de su nombre, depositado en el gabinete del rey de Prusia).
Debo decir que sus investigaciones naturales y el ejemplo de su viaje, en el aspecto estrictamente científico, fueron un impulso decisivo para el joven Charles Darwin (quien lo cita con respeto y aun con entusiasmo).[30] Humboldt despertó, por lo mismo, el interés del benemérito lord Kingsborough, en Inglaterra, así como el de los antropólogos y arqueólogos alemanes. Si toda Europa está repleta de monumentos egipcios y griegos; si los obeliscos egipcios llenan las plazas de Roma y de París, lo cierto es que Alemania posee, al lado de ejemplos de esas culturas, gran cantidad de piezas arqueológicas mesoamericanas. El impulso inicial por estas culturas amerindias lo dio Alexander von Humboldt. Podría decir que hay una clara línea de investigación antropológica y arqueológica alemana que arranca de Humboldt y que culmina en los trabajos de Eduard Seler y Konrad Theodor Preuss. Es necesario señalar una línea de investigación rigurosa que va de Bernardino de Sahagún y llega a Humboldt y de éste a nuestros días. ¡Asombroso! El año que se conmemoró el v centenario del nacimiento del fraile agustino y el bicentenario del arribo de Humboldt a tierras de América fue el mismo: 1999.
Humboldt es un investigador de primer orden en este campo, el de la antropología y la comparación razonada de las antiguas altas culturas de uno y otro hemisferio, terreno que apenas empezó a explorarse en su tiempo. Humboldt es, por esta causa, al lado de Sahagún, uno de los pilares fuertes de la antropología científica. Me atrevo a decir que el desarrollo de la investigación sobre las culturas amerindias debe ser indicado por un antes y un después; o sea, un aH (antes de Humboldt) y un dH (después de Humboldt).
Me explico. No me refiero sólo al hecho, evidente, de cómo Humboldt acelera el proceso de investigación y lo decanta. Si antes de él a todos los investigadores los detiene un prejuicio (digo, el de no contradecir las Sagradas Escrituras), Humboldt rompe con todas estas ataduras. Bernardino de Sahagún, Andrés de Olmos, Joseph de Acosta, Carlos de Sigüenza o lord Kingsborough se preocupan por hacer compatibles el hallazgo del Nuevo Mundo con lo que ha sido establecido en las Sagradas Escrituras. Humboldt, en cambio, sigue un método luminoso: el de las comparaciones universales. Ya dije: Humboldt compara la lengua y el calendario de los nahuas con las lenguas y los calendarios de los pueblos del antiguo continente. Su intento es válido en nuestros días, cuando vemos que la mayor parte de los investigadores cierra el abanico y permanece en lo que podría llamarse concepción endógama de las culturas amerindias, como si el desarrollo de todos los pueblos del mundo no siguiera un curso en lo fundamental uniforme. Los investigadores modernos asumen una idea cerrada: los conceptos que usan son sólo válidos para este continente y esta cultura; ni siquiera hacen comparaciones entre la mitología de un pueblo y otro. Se limitan a describir mitos mesoamericanos. Humboldt no procede así. Por el contrario, sobre la base del calendario náhuatl, intenta una comparación llena de luz entre las civilizaciones de este y del otro lado del Atlántico. Ésta es la causa de que Paul Kirchhoff haya dicho, no sin razón, que estas investigaciones de Humboldt eran un reto aún no superado.[31]
¿En qué sentido estimo que la aportación de Humboldt a las ideas nahuas del tiempo no ha sido superada? En un sentido, tal vez por encima de otros: Humboldt advierte que la idea que del tiempo poseían los pueblos mesoamericanos era indisoluble de su idea del espacio. Lo diré de otra manera: Humboldt advierte que los nahuas medían simultáneamente el tiempo y el espacio. Puedo aún decirlo de otro modo: los amerindios no habían escindido en dos conceptos el tiempo y el espacio. ¿Cómo capta Humboldt el hecho? Porque ve que las medidas del espacio son también medidas del tiempo. ¿De qué modo lo advierte? Al examinar el zodiaco del pueblo náhuatl y percibir que en él se plasman los animales que indican las casas del sol. Los pueblos mesoamericanos carecían del concepto abstracto de tiempo; no medían el tiempo considerado en sí mismo.
Dije en otro lugar que los pueblos mesoamericanos veían el tiempo con los ojos: podrá preguntarse si es posible tal cosa. Respondo que sólo si se ve cómo pasa el Sol, a lo largo del año, por las casas del cielo; si se ven y se dibujan los pasos o las huellas de los pies del Sol en la bóveda celeste, así se divide el cielo en segmentos espaciales que corresponden a la superficie de la Tierra: el espacio sagrado de la ciudad guarda una estricta correspondencia con la bóveda celeste. El concepto heleno de templo, que se apoya en el verbo τεμνω, nos explica bien el asunto. Τεμνω significa cortar, dividir. ¿Qué se corta? Se trata en verdad de una delimitación sagrada: se establece el límite o la frontera, el recinto donde reside el dios. Para los nahuas ese recinto, ese templo, no era, como el templo griego o el cristiano, un lugar cerrado: era el gran espacio abierto del centro ceremonial. El concepto decisivo es el de γνωμων, el instrumento astronómico que permite medir (sin que haya posibilidad de ningún error, pues se trata de una máquina solar precisa) el movimiento del Sol por los equinoccios y los solsticios (por sus casas). Si los egipcios y los griegos construyeron sus relojes solares con varillas de diversos tamaños, los amerindios usaron una máquina solar de asombrosa precisión: la ciudad ceremonial era un organismo por el que se veía cómo el Sol se ponía o se elevaba en un sitio determinado el 21 de diciembre (solsticio de invierno) y en otro, en el extremo opuesto del centro ceremonial, el 21 de junio (solsticio de verano). El Sol se situaba a la mitad de aquella enorme ciudad en los equinoccios de primavera (21 de marzo) y otoño (21 de septiembre). Mesoamérica dispuso de calendarios de una extrema precisión.[32] Esos calendarios solares no fueron el fruto, a mi juicio, de un cálculo mental abstracto, sino de una observación directa. La corrección del calendario ritual se hacía de conformidad con lo que establecía el año trópico. El año trópico de los pueblos mesoamericanos (como, en general, el de los pueblos que viven en el hemisferio norte) termina en el solsticio de invierno. Tras el 21 de diciembre se hacía la necesaria intercalación de días vanos (o nemontemi): un pequeño periodo de 4 o 5 días (un pequeño mes), que precede al inicio del calendario ritual.
Esto es lo que, en el fondo, establece con claridad meridiana el sabio prusiano, al examinar el calendario a través de la Piedra del Sol. Humboldt no sólo mostró el orden de los días y los meses (por series periódicas), sino que advirtió el modo como podían coincidir el calendario ritual y el solar (el año trópico, que se determina por el movimiento aparente del Sol entre los dos trópicos, el de Cáncer, en el hemisferio norte y el de Capricornio, en el hemisferio sur). Humboldt comprende que el pueblo nahua necesita medir con rigor el movimiento del Sol para así establecer el tiempo de la siembra y la cosecha. Por esto concluye que el calendario mexicano era el de un pueblo agrícola, como lo fue también el egipcio. Humboldt dice, con toda razón, que los pueblos nómadas miden el tiempo por las lunaciones, mientras que los pueblos agrícolas se rigen de acuerdo con el movimiento aparente del Sol: los nahuas eran sedentarios y medían el tiempo por el Sol y el cambio de las estaciones.
Humboldt también examinó el mito de los cinco soles, que se conecta con el calendario y el nacimiento de un tiempo mítico a la vez que histórico. Se trata siempre del nacimiento de un pueblo y, por lo mismo también, del nacimiento de una ciudad (del centro ceremonial que determinará el movimiento riguroso del Sol que se mueve cerca, aquí, porque anda escondido entre las nubes, a su vez llenas de agua seminal, o metido en las fauces del monstruo de la Tierra, en el inframundo, repleto de agua). El nacimiento mítico del cosmos ha de coincidir con el nacimiento del pueblo y la ciudad en donde el pueblo realiza sus sacrificios y ceremonias. Entendamos el concepto. El centro ceremonial era el ombligo y en la explanada, ya abajo del teocalli, el tlahtoani realizaba el sacrificio ritual (¿debo decir que, según el lingüista Émile Benveniste, la palabra sacerdos significa en su origen el que vuelve sagrada, por la muerte, a la víctima propiciatoria? El sacerdote es un hombre que lleva sobre sus espaldas un estigma; no puede ser tocado, es tabú, como lo era el tlahtoani náhuatl: tocarlo produce la muerte). El hombre nahua tenía prohibido matar: por la guerra florida obtenía los cautivos, las tortillas frescas para el comal del dios, como lo recuerda Miguel León-Portilla. En la gran explanada el pueblo asiste, como testigo sobre quien recae la responsabilidad, al asesinato de que allá arriba es objeto el prisionero en la pirámide trunca donde se halla la casa del dios. La pirámide es un cerro, el punto mítico de contacto entre el cielo y la Tierra. Como los árboles y las plantas, la pirámide nace de la Tierra y se une a ella por sus cimientos. Para mantener el lazo mítico, el monolito tiene en su base el relieve de un dios, por caso, a Mictlantecuhtli, Señor del Inframundo o de la región subterránea; o a Tlaltecuhtli, el Señor de la Tierra. Estos tres espacios sagrados (la superficie terrestre, el inframundo y el cielo) entran en estrecho contacto entre sí: el ombligo es el centro de la Tierra y al tiempo el centro de la ciudad. Alrededor del centro, el agua y el Sol giran (y producen el signo ritual del nahui ollin). De la bóveda celeste cae el agua, semen divino, licor que embriaga y fecunda: sangre y vida. Las pirámides son seres vivos que, como las plantas, necesitan un espacio para respirar: ese espacio lo otorga el viento, que separa a los padres, el cielo y la Tierra. Todo cuanto digo me lo hizo notar Humboldt. Mi proposición desarrolla sus tesis. Racionalista como era, Humboldt no podía comprender una visión mítica de la vida y del cosmos, pero en su tesis está, en germen, lo que aquí he dicho.
Ahora bien, creo que es necesario preguntar cuál Humboldt, de entre los varios que su misma obra contiene, influyó (y cómo lo hizo) en los sabios novohispanos, primero, y en los científicos y los políticos del México independiente, luego. El barón prusiano entró en contacto con los ilustrados de la Nueva España, en el año escaso que radicó en ella: los ilustrados hallaron en él a un interlocutor de primer nivel. ¿A quiénes cita, con quiénes convive? Diré de entrada que, para él, no existe diferencia sensible entre españoles criollos y españoles peninsulares ni advierte síntoma alguno de los graves gérmenes que incubarán la posterior (ya inminente) guerra de independencia.
Al contrario, dice en la Introducción al primer volumen de la Relation historique...
Desde que abandoné América, una de esas grandes revoluciones que agitan de tiempo en tiempo a la especie humana ha estallado en las colonias españolas; parece que ha de preparar nuevos destinos a una población de catorce millones de habitantes, al propagarse del hemisferio austral al hemisferio boreal; desde las riberas del río de La Plata y Chile hasta el norte de México. Odios profundos, provocados por la legislación colonial y sostenidos por una política desconfiada, han hecho correr la sangre en países que gozaban desde tres siglos atrás, no diré que de la felicidad, pero sí de una paz nunca interrumpida.
Luego añade, con dolor no fingido (puesto que evoca a su amigo Carlos Montúfar): “Ya han perecido en Quito, víctimas de su devoción por la patria, los ciudadanos más virtuosos y más esclarecidos.”[33]
Humboldt percibe en la América española la presencia de una legislación incorrecta, junto a una política desconfiada (obvio que frente a los españoles criollos, ya que son éstos los que desatan la guerra de independencia). Eso es todo. En el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, que dedica al rey Carlos iv, no se hace en ninguna parte mención de los peligros posibles; tampoco en los diarios de viaje. Lo que llama la atención del barón prusiano es que las ideas modernas llegan con mayor facilidad a los puertos que al interior del continente. Se ve que Humboldt, antes de 1810, no percibe ningún germen de la independencia; que, vistas desde un ángulo diacrónico, sus críticas políticas empiezan a perfilarse apenas en los tres volúmenes de la Rélation historique... (aunque elementos de crítica, económica sobre todo, se perciban en el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, de 1808 a 1811).
Lo que decide su juicio, favorable o desfavorable, es el carácter de sus ideas: si son modernos o atrasados; si liberales o conservadores, no el hecho de que sean criollos o peninsulares: sabe que tanto unos como otros son de nacionalidad española. En la capital de la Nueva España deja tres documentos de primera importancia: el mapa del vasto territorio que, a petición de Elhúyar, hizo dibujar para el uso de la Real Escuela de Minas (el original lo conservó consigo; luego permitió que en Estados Unidos se le hiciera una copia; finalmente lo publicó en su Atlas géographique et physique du Royaume de la Nouvelle-Espagne, 1812);[34] el apéndice al Tratado de orictognosia, de Andrés Manuel del Río[35] y las Tablas geográficas políticas del reyno de la Nueva España, cuyo manuscrito es conservado en el Archivo General de la Nación de México.[36]
¿Qué destaco aquí? Un hecho decisivo. Humboldt cita a sus pares, sin duda; pero a la inversa, el primer escritor que en la Nueva España cita a Humboldt, hasta donde mis conocimiento alcanzan, es el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, en uno de los escritos que le dirige a la corona española para defensa de los campesinos de la Nueva España.[37] ¿Qué cita Abad del barón de Humboldt? ¿Acaso algún pasaje del Ensayo...? Imposible: aún no había sido publicado. La cita tiene carácter económico y ha sido tomada del manuscrito de las Tablas geográficas políticas del reyno de la Nueva España, que obraban en poder del virrey José de Iturrigaray, un texto al que Abad tuvo acceso directo. Corría el año de 1807 y, como ya dije, el manuscrito de Humboldt fue publicado, en su versión original, 195 años después, en el bicentenario de su viaje al continente americano. La obra política de Humboldt, en particular el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, no tuvo, por lo tanto, la más mínima influencia sobre el curso de los acontecimientos sangrientos que, a partir de 1810, se desarrollaron en los territorios americanos que se hallaban sujetos al dominio de España. El Ensayo político sobre el reino de la Nueva España fue publicado en español en 1822, pero con severos cambios, ya consumada la independencia, en París.[38]
El segundo investigador que se apoya en Humboldt es José María Luis Mora: le interesa el Humboldt economista y político. La mención que Mora hace de Humboldt es profusa, particularmente en Méjico y sus revoluciones, editado en París en 1836. Allí el doctor Mora utiliza los juicios de Humboldt sobre el estado de las minas, la población del país y el conocimiento de las obras revolucionarias de los filósofos franceses.[39] Pero lo cita igualmente, a propósito del estado que guardaban las artes en la Nueva España, en sus Obras sueltas, también editadas en París en el año de 1837.[40]
El tercero es Lucas Alamán quien, en su carácter de ministro de Relaciones Exteriores, invita a Humboldt a residir en México; lo cita luego en su Historia de Méjico, donde levanta una crítica que tendrá amplia repercusión:
El gobierno de Madrid, desestimando el recelo y precaución con que hasta entonces se había procedido, evitando que los extranjeros tuviesen conocimiento de las cosas de América, permitió que el barón de Humboldt visitase Venezuela, Nueva Granada, Perú y Méjico. Sus observaciones fueron no sólo astronómicas y físicas, sino también políticas y económicas, y su Ensayo político sobre Nueva España hizo conocer esta importante posesión a la España misma, en la que no se tenía noticia exacta de ella; a todas las naciones, cuya atención despertó y a los mejicanos, quienes se formaron un concepto extremadamente exagerado de la riqueza de su patria, y se figuraron que ésta, siendo independiente, vendría a ser la nación más poderosa del universo.[41]
Es sintomático que tanto liberales como conservadores vean en Humboldt a una autoridad política y económica de máximo nivel: acaso sea un índice de la contradicción interna de su pensamiento.
A partir de la segunda mitad del siglo xix otro Humboldt empieza a ocupar un lugar destacado en nuestra historiografía: es el Humboldt historiador, lingüista y antropólogo, el autor de Vues des cordillères et monuments des peuples indigènes de l’Amérique.[42] En ese campo destaca, antes que ninguno, Joaquín García Icazbalceta, dueño de una edición princeps, en dos volúmenes, del título citado. Luego, Manuel Orozco y Berra y Alfredo Chavero, en el tiempo inmediatamente posterior,[43] tienen conocimiento amplio de la obra, vasta y múltiple, de Humboldt, y no se limitan al Essai politique sur le Royaume de la Nouvelle-Espagne. Por ejemplo, Orozco y Berra, en su Historia antigua y de la conquista de México, cita lo mismo el Essai politique que el Examen critique de l’Histoire et la géographie du Nouveau Continent o las Vues des cordillères... Por otra parte, en Apuntes para la historia de la geografía en México, Orozco y Berra utiliza constantemente la obra política, geográfica y económica de Humboldt, a quien cita en no menos de 44 ocasiones.[44]
Por último, destaco la atención que a la obra del barón prusiano le concedió Alfredo Chavero. En Historia antigua y de la conquista afirma: “Humboldt estudia los jeroglíficos que encuentra en los museos de Europa, viene y examina nuestros monumentos, y su poderoso genio abarca, ya no los relatos de los cronistas, sino la comparación y la historia de las civilizaciones”; nos enseña que los estudios de las antigüedades mexicanas deben apoyarse en “fuentes primitivas”; así, “abrió nuevos caminos a nuestros estudios”.[45]
Humboldt fue un científico de dimensión universal, tal vez el más importante de los científicos de la primera mitad del siglo xix (antes de Darwin, fueron las tesis y el método de Humboldt los que influyeron más sobre los hombres de ciencia). Es mezquina la tesis que le reprocha haber plagiado a los sabios novohispanos o haber silenciado sus aportaciones, cuando lo que hizo fue discriminar tan sólo sus fuentes de información. El mejor homenaje que se le debe hacer hoy, en el siglo xxi, es ahondar en sus huellas y desarrollar, con rigor, lo que él apenas empezó a desbrozar.
Humboldt no fue un espía que hubiera puesto en las manos de Thomas Jefferson, el presidente de Estados Unidos, el mapa que 43 años más tarde serviría para que México fuera invadido. Lo que Humboldt entregó a Jefferson lo había entregado a las autoridades novohispanas y lo publicó sin restricciones luego, para uso de todos los hombres de ciencia.[46] Humboldt debe ser estudiado, antes que admirado; ser objeto de análisis serios, antes que de ditirambos, por parte de sus partidarios, o de diatribas, por parte de sus enemigos.
Andante finale. Humboldt en la Ciudad de México
Después de recorrer la América española Humboldt llegó a la Nueva España, por Acapulco, el 22 de marzo de 1803. Venía del puerto de El Callao, en Perú, y había recorrido, al lado de su compañero de trabajo, el botánico francés Aimé Bonpland, regiones hasta ese entonces poco conocidas desde un ángulo científico, pertenecientes, ya lo dije, a Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador y Perú.
Humboldt siguió el viejo camino de Acapulco a la ciudad de México, en ese momento lleno de recuas de mulas que iban hasta el puerto a recibir las mercancías transportadas por la famosa Nao de China (cerca de cinco mil mulas contó Humboldt a lo largo de la ruta). Le llamó la atención el estado desastroso del sendero. Luego atravesó los ríos Balsas y Papagayo y ascendió lenta y penosamente por la cordillera. Pasó por Chilpancingo, Taxco y Cuernavaca.[47] Ese viaje consumió 15 días, en los que, atento y preciso como siempre, recogió y clasificó plantas, hizo observaciones astronómicas para determinar la longitud y la latitud de los sitios y las ciudades por las que atravesó y tomó medidas trigonométricas y barométricas que le permitieron trazar el perfil de las montañas, desde Acapulco hasta Veracruz: así determinó las alturas del Iztaccíhuatl, el Popocatépetl, el Citlaltépetl y el Xinantécatl (o Nevado de Toluca).
Finalmente, los viajeros llegaron a la ciudad de México el día 11 de abril. Las dimensiones de los edificios y la traza de la ciudad los asombraron. Humboldt dejó testimonio de su sincero asombro en el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, obra que consolidó la fama que había empezado a adquirir ya con otros libros de su magno Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente.
Dijo en el Ensayo político que lo había asombrado en verdad cuán adelante se hallaba la civilización de Nueva España respecto de otras partes de la América meridional que acababa de recorrer. Añadió: “Ninguna ciudad del nuevo continente, sin exceptuar las de Estados Unidos, presenta establecimientos científicos tan grandes y sólidos como la capital de México”.[48] Esos establecimientos de orden científico “grandes y sólidos” a los que se refirió eran el Real Jardín Botánico, la Real Academia de Bellas Artes y el Real Seminario de Minería, pero no, adviértase bien, la Real y Pontificia Universidad de México, por aquel entonces cuna de la enseñanza escolástica.
Le maravilló la transparencia del aire, los jardines y lagos que rodeaban la ciudad, el carácter majestuoso de los volcanes. Confesó que México había dejado en él una idea de grandeza, que atribuyó “principalmente al carácter de grandiosidad que le dan su situación y la naturaleza de sus alrededores” y añadió: “no puede darse espectáculo más rico y variado que el que presenta el valle, cuando en una hermosa mañana de verano, estando el cielo claro y con aquel azul turquí propio del aire seco y enrarecido de las altas montañas, se asoma uno por cualquiera de las torres de la catedral de México, o por lo alto de la colina de Chapultepec”.[49] La ciudad de México, así, “debe contarse sin duda alguna entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. La arquitectura en general es de un estilo bastante puro y hay también edificios de bellísimo orden”.[50] La traza de la ciudad causó impacto positivo en los viajeros: Humboldt era partidario del arte clásico y de las líneas rectas y precisas. Por eso le gustó el trazo renacentista de nuestra ciudad y alabó la forma en que Tolsá terminó la catedral de México, mientras que el sagrario le pareció un ejemplo del arte que “vulgarmente llamamos gótico”.[51]
Las cartas de que dispuso, otorgadas por el rey Carlos iv, le abrieron las puertas de los archivos virreinales: tuvo libre acceso a lo que luego sería el Archivo General de la Nación, donde conoció los códices expropiados, años atrás, a Boturini Benaduci; le llamó negativamente la atención el pésimo estado en que los códices se guardaban (ese descuido los llevó a su paulatina destrucción).[52]
Con las estadísticas de que dispuso (sobre la población y la historia de Nueva España), con los datos de la producción minera y agrícola; con su atenta lectura de los libros y los documentos de la historia del país, empezó a formar y escribir, en español, el texto que dejó en manos del virrey José de Iturrigaray, Tablas geográficas políticas del reyno de Nueva España, embrión del libro posterior, el clásico y ya mencionado Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, trabajo de extraordinario valor, en el que se funden los datos de orden geográfico con los económicos y que se apoya en la nueva ciencia de la economía política.
Humboldt habría de impartir clases en el Real Seminario de Minería. En esa institución científica, a petición de su director, Fausto de Elhúyar, trazó un mapa del país, en el que registró los sitios en donde se encontraban los principales fundos mineros y determinó, con bastante exactitud, el perfil del país: en Europa, con la ayuda de un joven astrónomo, Jabbo Oltmanns, perfeccionaría sus mapas y el conjunto de las observaciones astronómicas hechas a lo largo de los cinco años del viaje. Luego, en el año de 1811, publicaría su Atlas geográfico y físico de la Nueva España.
Multiplicaba sus tareas, y lo mismo asistía a una fiesta que tomaba el camino hacia Querétaro o Michoacán (donde examinó y levantó el plano hipsométrico del volcán Jorullo), Guanajuato (bajó por el tiro de la mina de La Valenciana) y Toluca. De vuelta a la ciudad de México, asistió al traslado de la estatua ecuestre, en bronce, de Carlos iv, la obra maestra de Manuel Tolsá. De este monumento, dijo que, si se exceptúa la estatua del “Marco Aurelio de Roma, excede en primor y pureza de estilo cuanto nos ha quedado de este género en Europa”.[53]
Desde ese momento ya había nacido en él la atracción por las culturas mesoamericanas: hizo desenterrar la grandiosa estatua de Coatlicue, que había ocultado bajo tierra la autoridad virreinal, otra vez, en el patio de la Universidad de México, para examinarla de manera directa. A la Coatlicue le dedicaría un largo trabajo en su Atlas pintoresco (o Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América). Se interesó por nuestros códices y la forma gráfica de representar el pensamiento, utilizada por mayas y nahuas. Dijo que esos signos “hablaban a la vez a los ojos y a los oídos”.[54] En Europa entró en los más diversos archivos de Roma, Dresde, Viena y París: así revivió en todo el mundo el interés por las altas culturas del continente, que se había perdido desde finales del siglo xvi. Dio a conocer algunos fragmentos de los códices, en particular del Borgia, el Dresde, el Vaticano y el Vindobonensis. Pero, sobre todo, examinó, con cuidado extremo, la Piedra del Sol, en ese momento empotrada en el costado poniente de la catedral de México. El análisis le permitió hacer una exposición sistemática del zodiaco nahua, en el que comparó el modo en que dividían los cuadrantes de la bóveda celeste tártaros, chinos, egipcios, caldeos, griegos y romanos con el modo en que lo hacían los nahuas. Ese largo ensayo de Humboldt es el primer trabajo en verdad científico de las altas culturas del México antiguo e influiría de modo positivo en todos los historiadores del México finisecular (en especial sobre Alfredo Chavero y Manuel Orozco y Berra), pero también en otros investigadores alemanes de primer nivel (Eduard Seler y Konrad Theodor Preuss). De este modo, Humboldt llegó a la conclusión de que el zodiaco nahua, como el egipcio, es el zodiaco de un pueblo agrícola; que los pueblos sedentarios miden el tiempo de acuerdo con el Sol, en tanto que los nómadas se rigen por la Luna; que los pueblos nahuas veían el tiempo con los ojos, vinculado para ellos, estrechamente, con el paso del Sol por las “Casas del Cielo”.[55]
Es cierto que expresó, pues, su admiración por el trazo de la ciudad y que subrayó el grado de avance de la Nueva España si se la comparaba con las otras provincias españolas (dijo, pongo por caso, que Lima “era una aldea” si se comparaban sus edificios con los de la ciudad de México).[56] En su Diario de viaje anotó: tal vez no haya “en toda Europa” una ciudad que sea más bella que la ciudad de México: “tiene la elegancia, la regularidad, la uniformidad de los más bellos edificios de Turín o Milán, de los más bellos barrios de París o de Berlín”.[57] Pero no todo aquello que vio en la ciudad y en la Nueva España recibió su adhesión ni su voto favorable.
La inmundicia y el caos privaban en la Plaza Mayor y citó, lleno de indignación, el caso de un indio, embrutecido, que nunca había abandonado la plaza; que ignoraba quiénes habían sido sus padres, y que, por lo mismo, le pareció más salvaje que los indios que halló en la selva amazónica: “era un salvaje que vivía al lado de una universidad española y en medio de una gran capital”.[58]
Percibió un fenómeno que en aquel tiempo era de gravedad extrema y que hoy acusa el nivel de un desastre ecológico: el lento, el paulatino proceso para desecar la cuenca lacustre. Captó, pues, la amenaza que se cernía sobre el valle. El virrey Iturrigaray le pidió que supervisara la obra del canal de Huehuetoca. Su crítica fue severa e implacable, pero precisa. En su Diario de viaje se encuentra esta amarga observación: “los españoles han tratado al agua como a un enemigo. Parecen desear que esta Nueva España sea tan seca como el interior de su antigua. Han deseado que la física sea semejante a su moral y en esto han triunfado.” Un poco más adelante subrayó que, pese a los altos costos de la obra, el resultado había sido nefasto. Se persiguieron dos objetivos: primero, la seguridad de la ciudad; segundo, la irrigación de las tierras. Sin embargo, “la falta de agua ha vuelto al valle estéril, malsano, el salitre aumenta, el aire se hace más seco”.[59] Desde el día en que se produjo la primera inundación de la ciudad, dijo, se la debió trasladar a San Agustín de las Cuevas (hoy, Tlalpan); dejar el suelo de México como un lago: “¡Qué bella habría sido la ciudad, llena de canales, como Rotterdam!”[60]
Pero, por encima de todo, le causó asombro un hecho social, económico y político, humillante en extremo, que, lo mismo por su actitud moral que por su sentido liberal y republicano, le hicieron rechazarlo. Nueva España es, dijo, el país de la desigualdad: acaso en ninguna parte hay una desigualdad más espantosa, como la que encuentra aquí, “en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población”.[61] A pesar de que Cuba o Caracas, el Nuevo Reino de Granada o el virreinato del Perú sean regiones o países con un desarrollo inferior al de la Nueva España, no hay en ellas la cantidad de hombres miserables, desnudos o en harapos, como los que hay en la Nueva España. La comparación es terrible; dice: “en ninguna ciudad de Europa se ve tanta miseria como en las calles de la ciudad de México”. Y, al lado de esa espantosa miseria, hombres y familias que amasan enormes fortunas. “Qué decir de la riqueza de un país donde una familia, los Fagoaga, han prestado a un amigo 800 mil piastras para explotar una mina... donde una sola mina, más rica que el Cerro del Potosí, está en manos de dos familias”. Le asombró igualmente que el conde de Regla hubiera sido tan rico como para regalarle al rey de España un barco de 112 cañones o que la mina de La Valenciana hubiese producido, a sólo dos familias, en 30 años, entre 16 y 18 millones de piastras.[62]
En otro lugar afirma que en Caracas las familias más ricas acaso tienen “diez mil duros de renta” en el año; en Cuba, las habrá que dispongan de 30 a 35 mil duros; en Lima, en cambio, hay sólo unas cuantas que gozan de 4 mil duros de renta, y que no conoce en el día “ninguna familia peruana que goce una renta fija y segura de 6 mil 500 duros”. ¿Qué sucede en Nueva España? Por el contrario, aquí “hay sujetos que, sin poseer minas ningunas, juntan una renta anual de 200 mil pesos fuertes”.[63]
Tras el viaje de Humboldt, México obtuvo su independencia, luchó contra dos imperios, hizo una revolución, logró sin duda una gran movilidad social, tanto en un sentido horizontal como vertical. Sin embargo, es necesario decir que esta injusticia, esta lacra social, esta desigualdad en la distribución de las fortunas, para nuestra desgracia, permanece aún, casi intacta, en nuestro país. Si la ciudad de México tenía, en aquella época, según su cálculo, 120 mil habitantes, más de un tercio caminaba por sus calles en calidad de mendigos o indigentes: “aspecto tan triste como repugnante”.
En suma, Nueva España y la ciudad de México provocaron en Humboldt un conjunto de ideas y sentimientos encontrados. Por una parte, la admiración y el entusiasmo; por otra, el rechazo y la crítica. Creo, sin embargo, que predomina un balance positivo. La grandeza del país y la ciudad generaron en él un deseo, sin duda finalmente satisfecho, por encontrar una explicación de esas graves y grandes contradicciones. Su interés por la cultura mesoamericana produjo, de inmediato, una reacción de primera importancia, tanto en Alemania como en Europa entera: nació la americanística. Por si lo anterior fuera poco, su estudio sobre la Nueva España fue el primer trabajo de economía política aplicado a un país y permitió un análisis profundo de la situación del México independiente. Las tesis de Humboldt sirvieron de base para las posiciones políticas de los liberales. El virrey Iturrigaray le dispensó su amistad e hizo franca su entrada en los archivos, que encontró bien ordenados.
Sólo me resta decir que, por los inmensos méritos rendidos a la ciencia y al conocimiento de nuestro país, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística lo recibió en su seno (fue el primero de sus miembros extranjeros; el segundo fue nada menos que Charles Darwin) y, por último, que el presidente Benito Juárez le concedió el título de Benemérito de la Patria y ordenó que se levantara una estatua en su memoria.[64]